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RICARDO III

RICARDO III

DE WILLIAM SHAKESPEARE
Versión libre de MIGUEL DEL ARCO y ANTONIO ROJANO
Dirigido por MIGUEL DEL ARCO

Un nombre sobre un sillón vacío e iluminado por un cenital dorado: pasó a la historia, se transformó en polvo el elegido, nada queda. De todo aquello que fue, tan pequeña huella… El principio es un final, un clamor por escapar de su destino. Ante la muerte, lo que queda del ser escapa por la boca, por mucho que se haya cerrado la mueca última de la ironía.

El polvo o el humo que somos deambulaba sobre la escena la otra tarde, ascendiendo a las alturas, como una bandada de estorninos dibujando su presencia coreografiada en el aire. El público murmuraba asuntos triviales desde sus asientos, sin percatarse del futuro, único y el mismo para todos los seres vivos.

Los villanos que ejercen de protagonistas suelen hacer las delicias del público. La otra tarde en el Pavón, Ricardo III resultó simpático, gracioso, inteligente, poderoso, atractivo, fue el blanco de todas las miradas. Ese hombre de acción nos miró desde el escenario sin vernos -pese a la luz incidiendo sobre el patio de butacas-, atravesándonos con su mirada aviesa, maquinando planes precisos para sus propósitos, apretando los dientes en una sonrisa extraña, como si el dolor y el placer se uniesen en su interior para impulsarle lejos, demasiado lejos… La mecánica de su deformidad venía sin duda de su esfuerzo en someter, no solo su propio cuerpo y su propia mente, sino también los cuerpos y las mentes de todas aquellas personas  que saliesen a su encuentro, que se cruzasen en su camino. Ningún ser humano puede ejercer el sadismo sin escepticismo extremo. Cuando esas capacidades empáticas que presuponemos humanas son tan solo imitaciones, frías estrategias cerebrales que se repiten hasta convertirse en hábitos huecos, no es raro que se retuerza una pierna o que nos salga joroba, aunque seamos aparentemente los más bellos del mundo, incluso iconos publicitarios. Manda el Sistema, también sobre “la belleza”.

La otra tarde, el Ricardo III de Israel Elejalde se nos antojó un showman, un personaje de cabaret carismático, una caricatura parlante pegada a un micrófono. Su bastón de mando: el control de los medios informativos, en él apoyaba su cojera, su desigualdad de cuna. Sabe muy bien lo que se hace, es plenamente consciente del ejercicio del poder y de sus consecuencias, experimenta el poder como lo hace un yonki con cada dosis de droga dura, que solo responder  ya a cantidades de poder que se extreman, desorbitadas, alucinatorias. Para mayor gloria del personaje, es un villano de comedia, y eso le salva. Puede hacer cualquier cosa ante nuestros ojos, no apartaremos la mirada, pueden oírse incluso las carcajadas tras sus fechorías. Es natural, el entusiasmo de Ricardo la otra tarde resultaba contagioso, su capacidad de persuasión y su maestría en el lenguaje, dignas de admirar. No hay nada dentro de Ricardo, es una máscara hueca, un símbolo. Su estrategia final, la cobardía: “Dejadme salir de aquí. Mi reino por un caballo.” Al igual que no hay piedad, no cabe arrepentimiento. La fiereza de lo sistémico.

El mundo de Ricardo III la otra tarde fue un mundo de pesadilla, en el que los muertos se desentierran para desconsuelo de viudas melodramáticas, en el que el público podría ser asesinado si no aclama a Ricardo debidamente. Podrían haber rodado nuestras cabezas, como la de Buckingham, no es cosa de broma. Sé al menos de un “payaso” capaz de desordenar mi mundo más cercano desde la lejanía, desde el otro lado del globo terráqueo. Particularmente a mí nunca me hizo gracia, ese “payaso”, pero llegó a la cima del Sistema apoyándose sobre todo en los medios informativos, en publicitar el escándalo, en utilizarlo como reclamo. Maquiavélica conquista. La seducción es un arma de doble filo. La pérdida de la voluntad, el abandonarnos, reduce el peso atroz de nuestra existencia; pero la muerte es irresoluble y exacta cuando llega. No hay abandono en la vida, excepto el sueño tras la vigilia. Todos somos responsables de permitir ejercer al poderoso.

Así que estamos allí reunidos para observar tranquilamente el modus operandi de Ricardo, congregados frente a la barbarie, sin pestañear, como frente a un televisor con tarifa plana, sin perdernos ni una salpicadura de sangre. Nos divertimos con el sufrimiento de los otros, somos torturadores, pero podríamos ser víctimas. Es excitante, el terror siempre nos atrajo. Y esta perversión se ha colado en nuestra sexualidad, ha hecho estragos. Somos un poco Ricardo III y un poco Lady Ana, hasta que nos entra el pavor a un paso de la tumba. Sálvese quien pueda.

¿Qué es lo que nos encandila de Ricardo? Esa energía inagotable, tan de Elejalde, tan animal, esa potencia libérrima, sin prejuicios ni contradicciones. Como si de un juego de roll se tratase, Ricardo III pasa por la vida, cumple su papel a la perfección y deja su impronta. Ni un ápice de sufrimiento por su parte. O bien, una alquimia del dolor que se resuelve tan de inmediato en algo placentero, de forma tan eficaz, que el dolor sucumbe, apenas acontece en su persona. Se ama a sí mismo, soledad suprema.

Miguel del Arco, con la colaboración de Antonio Rojano en la dramaturgia, ha versionado esta comedia del dramaturgo inglés más universal. En esta propuesta, los personajes de la época Isabelina son travestidos a personajes de esta época nuestra, tan evolucionada hacia ninguna parte. Del Arco se permite en el montaje guiños teatrales que aluden a la situación sociopolítica española actual, muy concretos, proclives a suscitar la polémica. La dirección de Del Arco maneja a la perfección el ritmo vertiginoso que Shakespeare supo imponer al texto original, pese a que se le hayan amputado algunas partes y reescrito otras tantas, o precisamente por eso -ya no le temo a la herejía-.

En cuanto a la puesta en escena, el patio de butacas queda invadido por la acción, el público tiene presencia y voz, es invitado a tomar parte. Se busca la identificación del respetable con lo que transcurre a través de elementos diversos, se pretende que le afecten los acontecimientos como parte implicada. Y se consigue. El público queda preso en el entramado de luchas por el poder, en las intrigas entre los que quisieran alcanzarlo, sin darse cuenta de que también desde el patio de butacas se están obviando las cuestiones éticas. El público se está divirtiendo sin más, no está valorando las consecuencias.

La vida misma, el propio mundo, esta misma España convulsa. Solo a posteriori se reflexiona, se cae en la cuenta de lo vivido. Mientras la tragedia tiene lugar, tiene tono de comedia. Disfruten mientras puedan.

Próximamente, versión papel del ejemplar 5

Por MJ CORTÉS ROBLES

CRÓNICAS DEL Pavón Teatro Kamikaze

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El germen teatral en Zambrano

El germen teatral en Zambrano

El germen teatral en Zambrano

–una aproximación a su filosofía teatral–

La razón poética

María Zambrano comienza a intuir esta razón en los años treinta del siglo pasado (antes de su largo exilio desde 1939 hasta 1984) impulsada por la razón vital de su maestro, Ortega y Gasset, pero a diferencia de esta otra razón, la suya no solo busca insertarse en la vida, sino ser generadora de trayectos capaces de proyectarse en territorios más profundos. O como lo dejó expresado en una carta fechada el 7 de noviembre de 1944 a su amigo Rafael Dieste:

«Hace ya años, en la guerra, sentí que no eran “nuevos principios”, ni “una reforma de la razón”, como Ortega había postulado en sus últimos cursos, lo que ha de salvarnos, sino algo que sea razón, pero más ancho, algo que se deslice también por los interiores, como una gota de aceite que apacigua y suaviza, una gota de felicidad. Razón poética es lo que vengo buscando. Y ella no ha de ser como la otra, tiene, ha de tener muchas formas, será la misma en géneros diferentes»

Apelamos a la idea de intuición porque la razón poética no es un libro, no es un momento, es la vida entera de Zambrano. Esto es así porque de principio a fin podemos entrever la fusión entre su vida y su obra como respuesta a la grave crisis política, cultural y espiritual de Occidente durante la modernidad. No podemos obviar que fue testigo privilegiada de los devenires oscuros del siglo XX, devenires que se verán culminados en su radical filosofía de la esperanza, la reconciliación y la piedad. El camino que emprende va «hacia un saber sobre el alma» resuelto en su concepción de la piedad entendida como «saber tratar a lo otro como otro». En la razón poética existe, pues, una simbiosis entre la vida y la obra, entre la experiencia y el pensar de una autora convencida de que «el mundo del pensamiento no deja de pertenecer a la vida»1 ; convencimiento que la lleva a querer «reconciliarse» a pesar la tragedia del mundo y de la suya personal, hablamos de su saber de experiencia: el exilio.

El exilio

En María Zambrano el exilio no es solo una experiencia personal e histórica, aunque también, sino una dimensión histórica trascendida por una dimensión metafísica y mística en la que el exiliado es un sujeto trágico, en crisis, que expresa su padecer. Lo trágico en María Zambrano lo podemos entender si nos aproximamos a la idea de «sentir originario», un sentir que nace en la experiencia básica y primera de todo ser humano, del que brotan los anhelos más íntimos que al no verse resueltos producen una insatisfacción, pero también, por ello mismo, al no tener cumplimiento inmediato se difieren en esperanzas; esperanzas que, a su vez, al toparse con la realidad se transforman en tragedias. Esta multiplicidad de sentires sitúa aquí la tragedia como un sentimiento. Un sentimiento que difiere de la concepción de los existencialistas al hablar del ser humano como ser arrojado al mundo, pues Zambrano lo hace como «un ser a medias nacido», un ser consciente de su insatisfacción, que quiere más y que va en busca de ello como el exiliado que expresa su sentimiento de orfandad y abandono porque no tiene un lugar donde enraizar su existencia. Esta «hambre de nacer del todo» se ofrece en clave mística como nos recuerda la filósofa Mercedes Gómez Blesa en su pormenorizado estudio sobre la fenomenología del exilio:

«Este sentimiento que experimenta el exiliado sólo adviene tras haber atravesado varias etapas que se le ofrecen, como exigentes pruebas, a todo aquel que ha tenido que abandonar su suelo natal. Zambrano concibe, pues, el exilio, en clave mística, como un rito de iniciación que ha de ser consumado atravesando varias moradas hasta alcanzar “el exilio logrado”»2

Esta última morada se ofrece como revelación que aparece tras poner la existencia al límite, en el momento en que se está entre la vida y la muerte. La conciencia aquí se identifica con «el saber de experiencia» a través del padecimiento, un saber trágico que nos remite al «saber padeciendo»3 de Esquilo en el momento de la anagnórisis.

La tragedia

El verbo con el que nombrar este ir padeciendo se emparenta con el delirio desde su concepción prelingüística. Pues el origen del teatro es para Zambrano, precisamente, el delirio, es decir, el grito primordial que al articularse encuentra su sentido: una razón que va destilándose hasta universalizar lo individual, una palabra que sigue la máxima de Empédocles y que «hay que repartir bien por las entrañas», una palabra que será la palabra que otorgue a su Antígona. A Zambrano le llevará más de treinta años la escritura de La tumba de Antígona (1967) ahondando en el mito, en la tragedia y sus personajes, pero de manera significativa en la idea de lo trágico en términos históricos. Comienza en 1937 con un inédito que titula «Tragedia y Filosofía» que escribe desde Chile cuando ya sabe que «es matemático que se ha perdido la guerra». Una década después, en pleno exilio, desde la Habana, escribe Delirio de Antígona en la Revista Orígenes. Este ahondar lento durante años, este conocimiento profundo es, en verdad, el propio de Zambrano que, como los místicos, se convierte en una reflexión de descenso para encontrar un camino de ascenso; el mismo camino que busca su Antígona desde su tumba-cuna. El interés de Zambrano por Antígona se debe a diversos motivos; Antígona, es sabido, fue en el siglo XX figura de conciencia colectiva que habla de la resistencia y de la libertad4 y, en este sentido, la Antígona de Zambrano es hija de su tiempo, también: voz contra la tiranía del poder, la manipulación y el ocultamiento de la verdad y la memoria. Y para llegar ahí el lenguaje del delirio se presenta como revelación, como misterio. Delirando nos encontramos a Antígona entre la vida y la muerte, en esa tierra intermedia, lugar de exilio y al mismo tiempo de acogida. Es la voz de los oprimidos, de los desterrados, de los mendigos, de los niños, Antígona delira con el lenguaje de los desposeídos de tierra. Pero esa palabra es, parafraseando a Unamuno5, una intrapalabra, porque es una palabra que cada vez nos aleja más de una lógica de conceptos, un verbo interior que va hacia un territorio donde el pensamiento poetizante adquiere forma de espiral, la misma forma que tienen los sueños nos dice en su libro El sueño creador (1965).

Los sueños

El estudio que hace Zambrano de los sueños comienza poniendo de manifiesto la relación de estos con la creación literaria porque como la literatura, los sueños «salvan lo que ha nacido sin tiempo en el tiempo»6 , o lo que es lo mismo, es el paso de la atemporalidad a la creación de la palabra en el argumento que se ofrece en el tiempo sucesivo. Aquí, en el sueño, las palabras aparecen, visitan, llegan sueltas «como sin dueño en el océano del silencio»7. Con esas palabras comienza a escribir la obra; pues una noche, en la soledad de su escritorio, una voz le susurra «nacida para el amor he sido devorada por la piedad». Y así, a través de la palabra es que el sujeto –doble en este caso, la propia Zambrano y Antígona– se descubre a sí mismo dejando entrever que es la propia tragedia la que ha de llegar a su anagnórisis. O lo que es lo mismo, que para que Antígona llegara a ser tuvo que llegar a la palabra, es decir, hacerse conciencia:

«Quise oírla siempre, la voz de la piedra, la voz y el eco, esos dos hermanos que son la voz y eco; hermana y hermano, sí. Mas las humanas voces no me dejan oírlas. Porque no escuchan, los hombres. A ellos, lo que menos les gusta hacer es eso: escuchar. Pero yo, mientras muero, quiero oírte a ti, mi tumba, quiero oíros a vosotras, piedras de esta tumba mía blanca como la boca del alba»8

Esas piedras, son las piedras del muro de la Historia sobre las que Antígona se hace conciencia. A este respecto, en diálogo profundo con la tragedia, habla extensamente en su primordial libro Persona y democracia (1956) donde analiza la conciencia íntima, familiar y la histórica, colectiva. Para Zambrano la conciencia histórica es ir «haciéndose cuestión», dudar. Y eso hace Antígona, cuestiona su estirpe. Pero no solo, al hacerlo también se cuestiona en términos de esperanza, es decir, en la promesa de una ley nueva para la ciudad que anhela la vida en libertad. Esa ley nueva es la democracia moral para Zambrano. Pero la historia, como lo sueños, también se presenta en forma de laberinto y por ello en Zambrano nunca es lineal, se dan ascensos y caídas una y otra vez, pero en unos de esos ascensos puede darse «la conversión de la historia trágica en historia ética»; ese es el deseo de Antígona, esa es la radical fraternidad, parábola de la Guerra Civil, que sostiene la obra dramática de Zambrano.

El germen de la luz

Al verter en la creación literaria toda su filosofía, María Zambrano consigue tejer toda una vida de coherencia vital y artística. Y elige el teatro, la forma dramática, para tal fin. Entiende que es en el espacio público, el espacio de la comunión, de la expresión democrática donde han de converger la poesía y la filosofía. En la afilada mirada que arroja sobre Antígona inserta las reflexiones que hemos ido acercando a lo largo de este escrito: la razón poética, una razón mediadora e integral que abrace a lo otro; su fenomenología del sueño, otra razón para ir a la conquista del tiempo; su reflexión ontológica sobre el exilio, la revelación de poder nacer de nuevo y, por último, su estudio sobre la tragedia, un estudio que se fundamenta en el valor de la palabra como germen de un “verbo de luz”. Todas estas aportaciones son de por sí píldoras para una filosofía teatral que después de María Zambrano se ha visto resuelta en diferentes manifestaciones teatrales. Quisiéramos citar tres, fundamentalmente: La palabra danzante de Karlik Danza Teatro que se estrenó en julio de 2016, con motivo del 25º aniversario de la muerte de la filósofa y el aniversario de la compañía extremeña liderada por Cristina Silveira. Es esta una pieza donde la danza, la música y la palabra de Zambrano se integran en una hibridez que pone en valor la razón poética, el delirio y, sobre todo, la reflexión sintiente, la del cuerpo, aquella que no queda supeditada a la razón cartesiana. Posteriormente tuvo lugar en Madrid Diotima, una creación de Eva Varela Lasheras y Raúl Iaiza en el Teatro de la Puerta Estrecha en noviembre de 2017. Eva Varela lleva al teatro, íntegramente, el texto Diotima de Mantinea, uno de los más bellos de la filósofa y cuya puesta en escena, además de arriesgada, resultó ser un viaje hacia la confesión, ese género literario que Zambrano practicó. Unos meses después, en el Centro Dramático Nacional se estrenó La tumba de María Zambrano –pieza poética en un sueño–, de Nieves Rodríguez Rodríguez, una pieza que se adentra en su fenomenología del sueño y en el lenguaje del delirio que, en su resolución escénica, dirigida por Jana Pacheco, se convirtió en poema visual. No han sido las únicas incursiones teatrales alrededor de Zambrano, se han publicado libros, artículos y realizado lecturas dramatizadas en buena parte de la geografía española desde el ámbito escénico. Y no serán las únicas, habrán de venir otras creaciones, otros diálogos al calor de la luz de una de las filosofías contemporáneas más importantes del siglo XX. Y XXI. Un pensamiento para hacer del espacio teatral una práctica indagatoria donde filosofía y teatro se estrechen. Una filosofía teatral que integre lo clásico y lo moderno en una comunión que permita acercarse al teatro que no existe, al otro teatro, ese que Zambrano soñó en el exilio.

[1] ZAMBRANO, María (2011). «Prólogo» a Persona y democracia, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p.379.

[2] GÓMEZ BLESA, Mercedes (2016). «María Zambrano: el exilio como no-lugar» en Debes conocerlas, Ediciones Huso, Madrid, p. 153.

[3] Zambrano cita a menudo la frase «aprender padeciendo» que encontramos en Las Coéforas de Esquilo.

[4] A este respecto cabe citar el estudio Antígonas: la travesía de un mito universal por la historia de Occidente, de George Steiner que da buena cuenta de la influencia del mito griego en el S. XX. Libro, por otra parte, en el que María Zambrano está ausente.

[5] Citamos aquí a Unamuno, maestro de Zambrano junto a Antonio Machado y Blas José Zambrano, porque dialogan en lo que al sentimiento trágico se refiere. La filósofa lo hace, expresamente, en un ensayo que le dedica al pensador vasco titulado así: Unamuno.

[6] ZAMBRANO, María (2011). El sueño creador, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 1004.

[7] Ibid., p. 1041.

[8] ZAMBRANO, María (2011). La tumba de Antígona, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 1132.

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Por Nieves Rodríguez Rodríguez

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La razón poética

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GRAND FINALE

GRAND FINALE

Coreografía y música: Hofesh Shechter

Todo lo que vemos y escuchamos está mezclado con la pasta de lo que ya somos. Si nos enseñaran desde pequeños que todas las teorías culturales están enmarañadas en la subjetividad de los que las pensaron y pusieron por escrito, o sea, que todo lo que no es ciencia pura, tiene mucho de carne, de conciencia pasajera, y en ese sentido, incluso de desecho, leeríamos de otra manera, sin esperar verdades absolutas.

Intentar escribir asépticamente sobre danza, desde una perspectiva despegada y objetiva me parece igual de ridículo que explicarle a alguien que mover el pie así o la mano allá “está mal”. El arte, igual que los textos que hablan de él, es rabiosamente subjetivo y fluido, embadurnado en las flemas de los cuerpos que lo hacen. Una lanza rompo en ese sentido por David Zambrano que presenta sus improvisaciones diciendo “Aquí vengo hoy a mostrarles una danza”. Asentando en la mente del público que es solo una de las muchas posibles, que su danza no viene a decir que hay que moverse así, ni que esto es lo bueno.

Hago esta introducción para hablar de Grand Finale porque es una pieza de danza muy corporal y por eso se me pega a la subjetividad. Pero ¿cómo? ¿danza corporal? ¿acaso no lo son todas? Pues creo que no. Hay danzas que utilizan el cuerpo de los bailarines como medio para enseñar el intelecto del creador, posicionándose política o estéticamente, usan el cuerpo como forma del concepto. Pero esta pieza hace algo muy difícil que es coreografiar (estructurar y fijar posibilitando la repetición) la espontaneidad de la danza de la fiesta. Esa que nace de las vísceras, del inconsciente, como las ganas de besar.

Si fue bueno para mí ir el viernes a ver Grand Fínale, fue porque me regalaron casi dos horas de trance. Si me faltó algo, fue no poder subirme al escenario a bailar con ellos. Y si tengo alguna duda es: ¿se ve esta pieza bien desde la cuarta pared? ¿No se vería mejor, y redoblaría su efecto, desde alrededor o desde entremedias?

Lo que la hace tan placentera, un masaje a mi nostalgia, es el lenguaje físico natural y relajado (release para enterados), tan humano, tan suavecito, tan respirado, tan aparentemente fácil como si todos los que hemos bailado en una discoteca hasta el amanecer pudiéramos hacerlo. A esto se suma un exquisito equilibrio musical entre tecno y música clásica que no permite aburrirse. A veces suena a Max Richter pero con un residuo sucio que le quita cursilería, y de nuevo se vuelve electrónica (¿sonará igual la electrónica de ahora que la que escuchaba yo en el Nature en 1997?)

Leo que el coreógrafo Hofesh Shechter fue batería antes que bailarín y me parece tan adecuado, porque es una profesión musical muy física en la que hay que golpear para sustentar el ritmo de la banda. También el viernes nos dirigió como un chamán a bailarines y público hacía ese trance, celebratorio o funerario, que se presenta de vez en cuando en la vida y que es tan difícil de imitar cuando no surge por si solo.

Porque ¿sabes cuando pierdes a alguien y buscas respuestas, pero del tipo que no vas a encontrar en los libros ni en las palabras de tus amigos, sino, en todo caso, yéndote de borrachera y bailándolo todo, o corriendo -si eres de esos- en el gimnasio? Parece como si tuvieras que agitarte para reencontrarte. Sacudirte, sudarlo, dejarlo salir.

Leo en la descripción del espectáculo de la Web de Teatros del canal que esta obra “habla del caos del mundo”, pero para mí, es un sacudirse por el gusto de hacerlo y porque a veces hay verdadera necesidad. El punto de partida conceptual de este trabajo no me parece tan importante. Lo importante es que captura elegantemente la vibración de estar vivo que se siente en las entrañas, con todas sus incógnitas.

Escuché mucho silencio entre la gente a la salida del teatro. No el silencio de la ovación, ni el de la reflexión, sino el de no poder, o no querer, poner en palabras. Los rostros estaban relajados como después de darse un baño. Y es que no se sale de un spa comentando “lo que más me ha gustado ha sido cuando el chorro de agua caliente me ha caído por el supraespinoso, ¿y a ti?” Como tampoco se sale de la discoteca comentando que entre la segunda y tercera copa se bailó utilizando pasos del folklore senegalés por casualidad intercalados con movimientos de cabeza grunges. No, se comparte un silencio en el que se entiende el gusto que nos ha dado. Así sentí al público el viernes, como que nos alegrábamos de haber ido, de que nos hubieran dado un buen baño de música y cuerpo refrescante tan diferente a nuestra cotidianidad. Lavadero de coche para la conciencia.

Escuché también, durante los aplausos, a un grupo de jóvenes entusiastas gritando, muy fans, casi hooligans. Esto me hizo sentir un poco vieja -porque no hace tanto pude haber sido una voz más pero ya no- aunque lo entendí perfectamente: cuando bailas todos los días en una escuela o un conservatorio y te esfuerzas mucho, y le ponen notas a tu manera de bailar, a tus líneas, a tus ideas creativas, y lo pasas mal si te suspenden, y luego te vas de fiesta con tus compañeros, y ahí, en la pista de la disco, sin profesor, sin público crítico, sin cuaderno, simplemente bailas y recuerdas por qué empezaste a hacerlo, y eso te da fuerzas para volver el lunes, ponerte unas zapatillas de ballet si hace falta, y seguir.

Y un día llega Hofesh Shechter a tu ciudad y te dice: “Mira, desde la música noise, desde el punk, desde el tecno, desde la danza de la discoteca también se puede bailar en Teatros del Canal”, y tú, jovencita, tierna estudiante, apasionado aprendiz, encuentras maestro en el hueco que dejan tus profesores académicos que te dice lo que está bien y lo que está mal, y por eso te brillan los ojos y aplaudes con ganas, un aplauso que suena a: ¡gracias por mostrarme este camino! ¡espero hacer eso algún día!

Próximamente, versión papel del ejemplar 5

Por Paula Lamamie de Clairac

CRÓNICA DE Teatros del Canal

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Teatros del Canal
GRAND FINALE Coreografía y música: Hofesh Shechter
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El Gran Mercado del Mundo

El Gran Mercado del Mundo

Autor: CALDERÓN DE LA BARCA

Versión y dirección: XAVIER ALBERTI

Coproducción: Compañía Nacional de Teatro Clásico / Teatro Nacional de Cataluña

¿¿El talento es innato? Si convenimos que sí, habría que convenir quién lo posee y en qué grado, para distribuir equitativamente el poder en el mundo. El poder, la capacidad de potenciar ese talento en grado sumo, de desarrollarlo, de que acabe resultando útil no solo al desarrollo de la persona que ha nacido con ese “don”, sino al mundo en sí mismo. ¿Y qué es el mundo? Lo que queramos que sea, así de simple y así de complejo, así de trágico, asusta. Se ha tratado siempre de eso, de consensuar adecuadamente este asunto de “el mundo”, de ponernos de acuerdo en la dirección exacta que conviene llevar para que no se despeñe media humanidad por el camino, incluso la humanidad entera. Es una lucha en dos direcciones: interna y externa. El ser humano lucha consigo mismo, con sus contradicciones, y lucha al mismo tiempo por conseguir ocupar un lugar en el mundo. Lo que pasa es que el mundo está repleto de seres humanos que también pugnan por ocupar un lugar, y surgen conflictos. Hay que establecer criterios, normas más o menos estrictas, controlar los impulsos. ¿Quién establece esos sistemas de control y a qué intereses sirven? ¿Quién asume el poder sobre el resto y con qué criterio se considera con derecho a ejercerlo? ¿Es el talento innato lo que legitima a una persona para asumir el control y conducir la deriva del mundo? ¿Y quién puede corroborar sin margen de error la posesión o no de talento?

Las paradojas son herméticas, solo el invento disipa su misterio, pero jamás lo disuelve. Para inventar hay que tener talento, pero para que se te reconozca esa capacidad de inventar, alguien con poder, una persona del mundo, te tiene que otorgar la patente y reconocer así ese talento creativo. A lo largo de los siglos se ha capitalizado el invento de tal forma que, aparentemente, las mujeres parecían tener escaso talento, salvo excepciones. Sus maridos y parientes, sin embargo, inventaban muchas cosas, inspiradas en incontables ocasiones por sus esposas e hijas (háganme el favor de percatarse del sarcasmo). La inspiración, señores, no es otra cosa que talento, creo que les traicionaba el subconsciente cuando admitían que eran ellas las que les impulsaban a sus labores creativas. Tan creativas eran ellas que, sin ellas, la humanidad no existiría. Tan creativas somos que, sin las mujeres, el mundo no tendría sentido.

Se trata de eso, de la interpretación, de desentrañar el sentido del mundo, de este monstruoso engendro fruto de nuestra inventiva. Si queda expuesto a la luminosidad de lo exitoso, los hombres se cargan de medallas y lideran la paternidad del mundo; si lo observan sumido en la oscuridad o en la ciénaga de sangre acumulada a lo largo de la Historia, los hombres ejercen su paternalismo, se aferran al poder, se consideran capaces de cambiar el mundo.
Las mujeres tenemos nuestras dudas, llevamos siglos dudando, estamos incluso convencidas de que las capacidades de cada ser humano no dependen ni siquiera del talento innato -aunque esto influya- sino que resulta imprescindible que cada ser humano tenga la oportunidad de desarrollarlas a través de la educación y del resto de posibilidades que el mundo debería ofrecer de una manera equitativa, incluidas las posiciones de poder social y político. Muchos hombres a lo largo de la Historia han luchado por sus derechos y se han posicionado, incluso, al lado de la lucha de las mujeres por los suyos; también en estos tiempos que corren, donde campa a sus anchas la controversia, donde los cambios políticos de actualidad se nos antojan espejismos, una vuelta a atrás provocada por el miedo a la pérdida de privilegios de las clases sociales más favorecidas. Siempre es lo mismo, pero si nos fijamos bien, si tomamos perspectiva, se han producido avances. No hay que desfallecer. La evolución es costosa. Desaprender y aprender, ¿quién se atreve?

Xavier Alberti y su equipo se han puesto manos a la obra -nunca mejor dicho-, no para aleccionarnos u ofrecernos soluciones, sino para situar al público frente a ese “espejo” que se menciona en el texto de Calderón de la Barca y que no es otro que nuestra capacidad de reflexión empática y creativa, nuestra capacidad de transformación, lugar idóneo donde invertir el talento. Se trata de encontrarle un sentido actual a esa versión del texto de Calderón, se trata de mirarnos en el texto de Calderón y de reconocernos, tiene que ver con poner en tela de juicio ese reflejo del mundo. Y qué mejor perspectiva para ello que la comedia. Tan solo el humor es capaz de la irreverencia más sagaz, sin que tan siquiera en pasados siglos se rasgaran las vestiduras por ello. Miento, se las rasgaron, prohibieron los autos sacramentales. Había mucha presencia del cuerpo vivo, en contradicción con el inmovilismo de los conceptos provenientes de la doctrina. Esto suponía un peligro, una posibilidad de arrojar luz sobre las mentes abiertas al conocimiento, incluso sin intención de hacerlo. También en la actualidad se han prohibido espectáculos. Hacer pensar y ejercer libremente esta poderosa herramienta, es un talento que -a su pesar y el del poder- poseen los artistas. No queremos remediarlo -perdón por incluirme, pero soy mujer, y me resulta necesario aprovechar cada ocasión que tengo-, nos viene de nacimiento y, si no nos estrangulan estas capacidades los poderes fácticos y los otros poderes -los sistémicos-, tenemos la vocación innata de pretender arreglar el mundo. Porque tiramos de imaginación, pese a los hechos, o precisamente teniendo en cuenta los hechos. Ya se dijo en los sesenta: “La imaginación al poder”. Para reconstruir, aunque sea necesario deconstruir, no hay por qué hacerlo de forma violenta -esto ya suele hacerse y no funciona, priorizando para tomar la medida a ese error la pérdida de vidas que conlleva-. Con otros modos, se deconstruye la obra de Calderón sobre el escenario, rebuscando entre las palabras y los símbolos la naturaleza del mundo que hemos heredado -unos en mayor porción que otras y otros, todo hay que decirlo-. Lo tradicional no tiene la capacidad de tener en cuenta a los vivos, no tiene por sí misma la cultura heredada ese talento. La sociedad actual, los artífices de la cultura del siglo XXI, tienen la obligación de revisar las tradiciones, de ofrecer una lectura abierta y flexible en la que quepa una perspectiva feminista, además de otras perspectivas actuales con distintos nombres en las que también prime la justicia social, el urgente llamamiento a la equidad de oportunidades. Porque nos va en ello la vida, incluso la del planeta.

El mundo es una rueda infinita de lugares que ocupar, de atracciones en las que subirse o bajarse pidiendo permiso, un aparato de feria que no avanza. El mundo es un banquete exclusivo, para un puñado de invitados que ignoran el hambre sistémica, la hambruna que acarrean los conflictos bélicos generados por intereses entre las naciones. El mundo es, cada vez más, una herejía contra la Humanidad global que se sostiene en el valor del talento en el mercado. Concluyamos, pues, que el mundo es el Mercado. La fama de que se disfrute en el mundo depende de desde dónde sople el viento, para poder impulsarse y alzarse sobre las cabezas del resto de los mortales. Pero el aparato que genera esa discriminación y ese movimiento de masas, no es divino, se puede desenchufar su influjo, prescindir de sus servicios.

Calderón no era ningún visionario, por mezclar el alma con los asuntos mercantiles; ni Xavier Alberti un iluminado, por advertir lo rotundamente actual del texto y saber traducir su simbología de modo que resulte no solo interesante, sino tremendamente divertido y bello.; son tan solo artistas, tienen ese talento y lo invirtieron de este modo. A esta última condición del espectáculo, la de su belleza, contribuyen la escenografía de Max Gaenzel, el vestuario de Marian García Milla, junto con el resto de tareas llevadas a cabo y resueltas en escena magistralmente por el equipo técnico. Espectaculares muchos momentos, como el descenso de la Fama sobre los simples mortales, pero también, muchos otros que tienen más que ver con las actrices y actores, con sus talentos exclusivos. Todo el elenco estuvo a la altura de la propuesta, desenvolviéndose con soltura en cuanto a la dicción del verso, al tiempo que empleaban también sus talentos corporales para ejecutar las coreografías de Roberto G: Alonso y poner voz a las composiciones musicales, no solo de forma correcta, sino sobresaliente. A mi entender, resultó sublime el contraste entre el coro de voces entonando una melodía conectada a la esencia del espíritu humano; contra el “ruido” proveniente del Mundo, del conflicto entre los que pugnan por el poder y la fama en el mercado. La palabra con música contra la palabra seca, que no fluye convenientemente, que no aporta vida a la vida ni la trasciende.

Dice Roland Barthes que cambiar la clasificación de los lenguajes en una sociedad, desplazar la palabra, es hacer una revolución. También cambiar los cuerpos, sus actitudes, sus usos, hacerlos visibles cuando están en la sombra, es revolucionario. Entre los personajes, sobre el escenario, había un travesti, ocupando el lugar adecuado a su talento de actor, con su sentido entre el conjunto de la obra. Al finalizar, su personaje acaba a los pies de un Cristo publicitario, pero en la cima del mundo. Quizá es que todos y cada una somos “travestis”, dado nuestro incrustado apego a las apariencias, que engañan. No quiero destripar el espectáculo. Pero no tengo por más que mencionar también esa ceguera de la Fe manchada de sangre y esa Humildad metiendo la mano en la herida, el rostro de la Gula embadurnado de podredumbre; el “to play” el piano de la Inocencia, movilizando hacia la alegría, talentoso y versátil; la brillantez de la “piedra del escándalo”, de la Culpa, al cambiar ágilmente de papel en El Gran Mercado del Mundo. La mercancía en litigio no podía ser otra que una mujer, pero no una mujer cualquiera, sino en estado de gracia, es decir, impoluta, sin haberle dado uso y disfrute a su cuerpo, pues no depende de su voluntad, ya que no le pertenece. De ahí venimos, hasta ese punto hemos llegado, no ha cambiado nada desde entonces, el panorama reaparece incluso más crudo, a ese respecto: la trata de mujeres, la prostitución del cuerpo de las mujeres, los abusos cometidos por los hombres contra las mujeres, las agresiones de los hombres a las mujeres, la violación de mujeres por parte de hombres, el uso del cuerpo de las mujeres para el feliz mantenimiento de la estructura de la “familia”, núcleo fundamental del Patriarcado, que no acepta la diversidad como valor fundamental a tener en cuenta…

Este montaje de El Gran Mercado del Mundo, que se representa estos días en Madrid, en el Teatro de la Comedia, podría dar lugar a un ensayo tendente al infinito, a una serie de reuniones de expertos que intenten concluir sus cambios de impresiones en algo útil para el mundo. ¿Pero sería más de lo mismo, dar más poder a la élite? Incluso ofreciendo este manjar a la dentadura de un público con la suficiente capacidad adquisitiva como para pagarse una entrada, con la formación necesaria como para entender el código, se comete una “injusticia”, no es un reparto equitativo de un bien cultural común. La cultura está inmersa en el Mercado, fagocitada por el Sistema.

Tan solo rezad para que no se pare la noria -si tenéis el ánimo a punto y sabéis hacerlo, yo lo he olvidado y no quiero recordarlo, me hizo daño-. Algunas y algunas se bajan, se descuelgan voluntariamente del artefacto que gira. ¡Qué valentía, qué sensatez, qué humanidad, que arrojo! De quienes no seamos capaces será la condena. Sea.

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Por MJ Cortés Robles

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Teatro de la Comedia CNTC / TNC

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El Gran Mercado del Mundo, CALDERÓN DE LA BARCA
Coproducción: Compañía Nacional de Teatro Clásico / Teatro Nacional de Cataluña

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DADOS

DADOS

Autor y director: JOSÉ PADILLA

Producción: VENTRÍCULO VELOZ

Reparto: ALMUDENA PUYO y JUAN BLANCO / MANUEL MOYA

«Escribir desde la alegría” es preferencia que marca estilo. José Padilla fomenta la parte lúdica de los actores, es evidente en las obras que escribe y en las funciones que dirige. La generalidad del público actual no demanda nada en concreto, pero consume. Como dramaturgo, si quieres servir de revulsivo para resucitar en el público su capacidad de pensamiento crítico, qué mejor que hacerle cosquillas a su intelecto, remover sus emociones como si fuesen cartas en una baraja, provocar su risa.

La sonrisa del público es franca, durante la función de Dados, no es abyecta ni forzada, no esconde nada entre las comisuras; se disfruta la función partiendo de una situación cómica que da mucho que pensar, pero no se siente obligación de pensar nada, se piensa por pura empatía, porque apetece. Regresemos entonces a las buenas costumbres: tener ganas de pensar, de plantearse diferentes puntos de vista, de aventurar conclusiones propias de las que hacerse responsable. El Arte -y el Dramático lo es, aunque a algún político que otro llegue a extrañarle- supone una herramienta cultural destinada a la expresión y a la búsqueda de sentido, tanto de forma consciente como inconsciente. ¿Qué somos? ¿Quién somos? No es la misma pregunta, en el matiz está la clave.

El ser humano es una criatura dúctil, tiene un origen, tiene un desarrollo, y una voluntad con competencia en todo tipo de evoluciones y de transformaciones. El cuerpo a través del cual se nos arroja a la vida también está a nuestro servicio, y no al revés, es vehículo que debería conducirnos y no por ello someternos. El bienestar es otra cosa, y en ocasiones se confunde con acoplarse a circunstancias que nos constriñen y nos desalientan. ¡Nada de arrugarse ante lo que nos viene dado, sea de nacimiento o de escuela! Nos jugamos nuestra identidad en una partida única contra el destino; la primera tirada viene dada, pero podemos volver a tirar los dados hasta que finalice la partida. Y empieza el juego. El destino es siempre el mismo, nos mira desde el otro lado con los ojos vaciados; dediquémosle una sonrisa, incluso una carcajada.

¿Y cómo se consigue eso de las cosquillas intelectuales y emocionales? El Arte Teatral tiene que ver con la musicalidad, no solo con la que podemos hallar intrínseca en el lenguaje hablado, sino también con aquella que se construye en acción, sobre el escenario. El teatro es el silencio, lo demás es algo añadido. Hay que saber escuchar durante el proceso de creación, hay que conseguir que el público escuche “lo no dicho” gracias a la impronta de un ritmo adecuado al sentido. La otra tarde, en el Ambigú del Teatro Pavón Kamikaze, el elenco jugó la partida a un ritmo frenético en el que los silencios precisos venían a permitirnos ver saltar chispas de genialidad a cámara lenta. Cuando Almudena Puyo escuchaba al partner, una estaba segura de que a continuación iba a suceder algo interesante, de que convenía no perdérselo. ¡Qué energía y qué entrega a la propuesta, la de esta actriz, qué fácil adivinar su aportación en el proceso creativo! Conozco a Almudena; como le escribí hace poco, no es sospechosa de desear lo habitual, se partiría el alma por defender lo que cree justo, por sus venas corre el torrente de la revolución. ¡Qué orgullo saberla poderosa y poder mencionarlo aquí, como parte de sus méritos como artista! Porque artista se es cuando se tiene una disposición para ejercer como tal en el mundo, cuando tu identidad como artista coincide con tu identidad como persona. Ya sé que no es eso lo que nos vendieron los historiadores, sino algo muy distinto, algo así como que “no hay que confundir al artista con la persona”. A mí esta afirmación me ha dejado siempre algo confusa, aunque creo estar despejando mis dudas… A mí me llaman a la escucha quienes tienen un compromiso socio-político a todos los niveles, aunque pueda valorar los logros de quienes no lo tienen. Lo de “el arte por el arte” me parece vacuo e incierto. Pero no voy a seguir por aquí, que no es el caso, que hay mucho que se puede decir del trabajo de este equipo artístico.

El compromiso de José Padilla en el ámbito educativo, por ejemplo, es grande y tiene una trayectoria continua. Varias de sus obras están dirigidas a público adolescente aunque, como ya he explicado, se disfruten a cualquier edad. “Adolecer”, qué verbo más adecuado para sustantivarse, acogiendo así un período de la vida en dónde el sentimiento de desorientación y desamparo suele inundarlo todo. Se me puede contradecir argumentando que esto le ocurre a esa edad a unas más y a otros menos, que a unas menos y a otros más pero, justo quienes adolecen fuera de estas fronteras arcaicas de identidad sexual son los que le dan pleno sentido a mi definición de adolescencia.

¿Es la identidad sexual un constructo social limitante o castrante? Incluso el nombre propio que nos imponen nos construye o nos limita. Existe la posibilidad de cambiar de nombre; la ley lo admite, aunque luego puedan generarse conflictos, dada la clasificación binaria, por sexos, de los nombres . Existe la posibilidad de cambiar de cuerpo; la sociedad lo castiga, aunque no siempre, solo si eres tránsfuga sexual; si te quedas con tus genitales intactos supone una falta moral más leve; si te operas para encajar mejor entre los modelos que el mercado impone pero no tocas tu sexo, tu pecadillo queda obviado, sobre todo porque te convertirás en un mejor producto de consumo, aunque un producto es perecedero. ¿Qué hay de esencial en el cuerpo? Todo, no podemos ser ni estar fuera del cuerpo. La afirmación contraria es misticismo, pero la mística supone una huida del cuerpo imprecisa, ya que depende del cuerpo. Hasta para soñar o imaginar nos imbuimos en este territorio, en el cuerpo, en su vigilia o su descanso.
Somos materia viva en un mundo en el que el “desvío” de la norma es una osadía que se paga muy caro. Así que toca endurecerse, parapetarse, adaptarse, ponerse en la fila; ser en un autómata más, con el órgano genital que nos ha correspondido en herencia y el órgano central del pecho convertido en una patata podrida o en un peñasco. Seguirá fluyendo la sangre por su cuenta, mientras que el cuerpo con el que cargamos se nos arruga, se deteriora, nos abandona. ¿Qué somos?

Si podemos imaginar un mundo nuevo y cambiarlo, podemos cambiar nuestro cuerpo, imaginarnos acordes a nuestra identidad sexual, y conducirnos con nuevos atributos sexuales en este mundo impuesto y en aquel otro mundo distinto que queremos construir. “Somos de la materia de la que están hecha los sueños”, nos susurró Shakespeare al oído desde las tablas de un teatro isabelino… Nuestros sueños se materializan también en el cuerpo. El cuerpo es el lugar más íntimo y propio que habitamos. Defendamos siempre la libre gestión de nuestros cuerpos. Admiremos con respeto nuestro reflejo empático sobre los otros cuerpos. Abramos la mente a la maravilla de los cuerpos distintos, de los cuerpos ajenos. Desterremos el miedo.

Esto he querido escribir sobre mi experiencia entre el público durante la función de Dados -premio Max como Mejor Espectáculo Infantil, Juvenil o Familiar-. El resto de los datos se encuentran fácilmente en Internet. Lo demás es spoiler.

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CRÓNICAS DEL Teatro Pavón Kamikaze

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CUIDADOS INTENSIVOS

CUIDADOS INTENSIVOS

Dramaturgia: YOLANDA GARCÍA SERRANO y LAURA LEÓN

Dirección: BLANCA OTEYZA

Intérpretes: ÁNGELES MARTÍN, BLANCA OTEYZA y PALOMA MONTERO.

Mi hija y yo nos habíamos citado para asistir al ensayo general con público de un estreno en Teatros Luchana. No es sencillo tener una cita con mi hija, hacía tiempo que no nos veíamos; ella tiene su vida y yo la mía, nos empeñamos en que se crucen. Mi opinión es que nos vemos poco, la suya que podemos contar la una con la otra y que eso es lo importante. Me temo que voy para vieja, y me alegro de que a ella aún no le obsesione el paso del tiempo.

Llegamos pronto y no paré de hablar, suele pasarme. Mi hija me lo tolera y procura poner todo el interés posible para demostrarme su cariño. No hace falta, cuento con su cariño siempre, pero agradezco el gesto. En cada encuentro me propongo dejarla hablar a ella, pero tengo escaso remedio. Es curioso porque, según con quien, a veces “no abro el pico”. Será el clamor de la familia, será que ella es “sangre de mi sangre”.

No le tengo mucha fe a eso de los lazos familiares, sin embargo. Lo que hay entre mi hija y yo es en parte un pacto de vida, en parte casualidad, un hallazgo. Porque somos quienes somos es que nos queremos, no porque estuviera instalada en mi vientre el tiempo justo para estar preparada y salir al mundo. Una vez en el mundo, ya es hija de la vida, como decía Khalil Gibran.

Mi hija no tuvo hermanas. Es así, no creo que sea sano lamentarlo. Quizá ella no las deseara. Yo desde luego no las busqué. La tuve a ella y fue la luz de mis días el tiempo que convivimos. Ahora amanece cuando viene a verme y, cuando se marcha, se lleva el ocaso. Yo me encargo de mi noche llenándola de estrellas, ella hace lo propio con la suya. Las dos miramos la misma luna y nos recordamos.

Era de mañana la hora en que nos citamos, momento desacostumbrado para entrar en un teatro, pero así fue como nos introdujimos mi hija y yo en los Luchana, junto a dos mujeres más, compañeras del grupo de investigación al que pertenezco en estos últimos tiempos, “La Profesión va por dentro”. Llegamos pronto y entramos tarde, con la función empezada. Nos acomodamos rápidamente, intentando ser discretas. Las tres hermanas se debatían ya en la escena entre risas y llantos, secretos y confidencias. Las tres eran expertas en impartir los cuidados, las tres eran mujeres, podrían haber sido hermanas o no, podrían haber sido tan solo amigas. Las amigas son hermanas, a veces más que las hermanas. Las mujeres son hermanas. Las mujeres se apoyan, se cuidan, saben cuidar a sus seres queridos.

En momentos cruciales de la vida, los cuidados se tornan intensivos. Es ahí donde se aprecia el poder de transformación que tienen las mujeres, la resistencia y el empuje de que son capaces cuando el bienestar de un ser querido se pone en juego. No han nacido para eso, han vivido para eso, durante generaciones. Se han pasado el testigo de los cuidados, son sabias en cuidados, en la conservación de la vida. Salvo excepciones, no me vengan a mencionar los tantos por ciento que no encajan, que se desvían, que olvidan a sus ancestras. Esas son las mejores, las más libres, las que cuidan de sí mismas, que es, al fin y al cabo, la responsabilidad suprema. Se trata de tener un impulso de vida y no de muerte. Se trata de tejer infinitas redes de apoyo que impidan que el mundo se despeñe.

Esta comedia, imaginada por Yolanda García Serrano y Laura León, se ha concretado en un texto ágil y fresco, escrito “a la limón”, y en una feliz puesta en escena dirigida por Blanca Oteyza. Es una comedia amable, blanca, de las que te deja una sonrisa en los labios después de haberte echo soltar la lagrimita. El texto, dicho por cualquiera de las tres actrices, por momentos te hace cosquillas y por momentos te emociona. La identificación con los personajes está servida en bandeja, apetece. A destacar el contraste entre los tres personajes, conseguido gracias al carisma y al talento escénico de las actrices. También la complicidad como dinámica de trabajo, que puede observarse como algo natural y no impuesto, que intuyo ha funcionado igualmente en los ensayos previos. Me refiero a un trato afable y cordial entre actrices que se respetan como artistas y se aprecian como personas. Si no fuese así, alguien escribiría o pensaría que tendrían más mérito al conseguir engañarnos, pero yo no estoy de acuerdo con esa conclusión, creo que es errónea. Considero que cuando mejor funciona un equipo -y el teatro es trabajo siempre de grupo- es cuando los miembros de ese equipo se respetan como artistas y se aprecian como personas. El afecto es un potente pegamento, cohesiona talentos diversos. Ángeles Martín conserva en sus maneras y en sus gestos un aire infantil que la convierte en una actriz ligera y entrañable, capaz de reír y llorar al mismo tiempo, sinergia emocional tan poco habitual y tan mágica. Paloma Montero es una actriz con raíces, pegada a la tierra, firme y camaleónica, sin problemas para alejarse de sí misma por crear al personaje. Blanca Oteyza sabe ser generosa y servir de enlace entre estas dos mujeres de bandera, sin que por eso pierda un ápice de interés en escena. Amén de que resulta siempre un hándicap dirigir y actuar al mismo tiempo…

Tanto monta monta tanto. El caso es que yo quería irme a vivir con las hermanas -tras finalizar la función del estreno a la que también asistí, ya sin hija, sentada en esta ocasión casi al final de la sala-. Yo quería que me adoptasen y, conmigo -me hago cargo- la gran mayoría del público que llenaba el teatro y que se puso en pie para despedir a las actrices.

Es teatro cercano, que nos cuenta lo que ya sabíamos de forma que, aunque narre desgracias o traiciones amorosas, aunque las sombras de la enfermedad y el peligro de muerte sobrevuelen el texto, lo intuimos con final feliz. Lo disfrutamos desde un lugar que nos permite abandonarnos al sentimentalismo o a la carcajada sin remordimientos, sin darnos apenas cuenta de que nos hemos estado observando a nosotras mismas un rato largo, por un agujerito. Es un decir, ustedes ya me entienden…

Yo me emocioné en las dos ocasiones, tras las dos funciones que presencié. Seguro que influyó mucho la presencia de mi hija, en la primera. También el hecho de que aprecio a Paloma Montero y que sentía su éxito como propio, en la segunda. Pero vamos, no era la única en ese estado. Me acerqué a Yolanda García Serrano para darle la enhorabuena y la encontré hecha un flan, agarrada a su ramo de flores, sin apenas moverse, como una novia que acaba de confirmar su amor el día de la boda. Qué sé yo… Fue todo un éxito. Funcionará, sin duda, entre el gran público. Así sea.

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Por MJ Cortés Robles

CRÓNICAS DE Teatros Luchana

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© Javier Mantrana

© Javier Mantrana Paloma Montero y Ángeles Martín
Blanca Oteyza, Ángeles Martín y Paloma Montero
© Javier Mantrana Blanca Oteyza

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UN ROBLE

UN ROBLE

Autor: TIM CROUCH

Dirección: CARLOS TUÑÓN

Reparto: LUÍS SOROLLA y un intérprete nuevo cada función

Al día siguiente, regresé a Teatro de la Abadía para asistir a una función de Un roble, de Tim Crouch, también teatro inmersivo, y dirigido, igualmente, por Carlos Tuñón. El intérprete era otro, sin embargo, un actor para mí no tan desconocido, Luís Sorolla; pero se esperaba también a otro intérprete sorpresa, cada día a uno distinto. Y este misterioso actor agregado sería, al final, el verdadero protagonista de la historia. A veces, los finales son principios…

El ambiente de esa tarde a las puertas de la Sala Jose Luís Alonso era distinto de aquel en el que participé la noche anterior, en ese mismo lugar. Gente conocida de la profesión se saludaba y charlaba animadamente esperando acceder a la sala y disfrutar de la función de Un Roble. Conocía a la mayoría de los presentes, pero ellos a mí no me ponen cara, tan solo algunos leerán mis artículos -ojalá sean muchos-. Me sentía como una detective que puede ser descubierta precisamente por ir de incógnito. Era divertido, y también algo incómodo -nada que ver con los momentos previos a Sea Wall-. Alguna mujer a la que admiro pasó delante de mí sin girar siquiera su cabeza, con su pelo largo como un velo negro sobre sus hombros, empeñado en perseguirla…

Me acomodé en mi butaca lo antes posible y -¡sorpresa!- se acomodaron junto a mí Juan Pastor y Teresa Valentín. Me pareció una falta de educación no saludar a Teresa, ya que ella siempre que se ha percatado de mi presencia y de mi identidad se ha interesado por mí. Les recordé el nombre de nuestra revista y Teresa me recordó. Ya no estaba “sola”, la experiencia sería distinta.

Antes el acomodador había errado al orientarme hacia mi asiento y este hecho fallido me había permitido mirar a los ojos de Luís Sorolla y devolverle la sonrisa. Estaba sentado en la primera fila y recibía de este modo al público. Bromeé con el acomodador que, al parecer, tenía un mal día, el primer día de trabajo en La Abadía, según me dijo. Al comprobar que tuvo más errores con otras personas me pregunté si no formaba parte del “espectáculo”, todo es susceptible de “formar parte” en el teatro inmersivo. Pero lo hermoso de estas propuestas artísticas es precisamente eso: el difuso trazado de lo fronterizo entre realidad y ficción, quedando a salvo la incertidumbre.

La incertidumbre es un principio básico de lo vivo, ya que la vida nada tiene que ver con el estatismo, y sí con la transformación constante, con el acontecimiento. Lo que acontece es predecible en mayor o menor grado dependiendo de estadísticas, pero las estadísticas fallan. Siempre surgen excepciones. Así que, si queremos vivir, tendremos que aceptar que la verdadera vida es el experimento continuo.

Cierto tipo de público de cierto tipo de espectáculos suele parapetarse tras de la fila de asientos que precede a aquel en el que le han acomodado, o bien en la oscuridad de la sala, si el acomodo es en la primera fila. En el teatro inmersivo que nos propone Tim Crouch esta perspectiva no es posible, o no en sumo grado. Algunos espectadores somos eso, “espectadores”, artistas del escapismo capaces de cualquier cosa por desaparecer de escena, como en un truco de magia. Pero al menos con Crouch nos resulta más difícil esconder nuestro voyerismo de fábrica. Durante la infancia, cuanto menos solemos involucrarnos en las dinámicas de grupo, más se dispara nuestra fantasía, a menudo de forma sorprendente. No me extraña, estamos deseando jugar, formar parte del juego en común. Sobre todo los adultos, antiguos niños que permanecen presos en su exigencia cotidiana, en esa realidad constreñida a lo que supuestamente nos aporta bienestar, ganancia que se nos promete al involucrarnos de lleno en este otro juego no falto de peligro que es el mundo. Así que cerramos las puertas y conectamos las alarmas, trazamos y vigilamos las fronteras, excluimos de nuestro entorno lo que nos haga sentirnos inseguros. O, al menos, lo intentamos, otra cosa es que sea factible el absoluto. Luego viene la Naturaleza a recordarnos que no hay nada seguro, nos endosa una serie de catástrofes que miramos tras de la pantalla de los televisores como si de ficción se tratase. ¿Por qué no volver a abrirse entonces a esa ficción que tan fácilmente nos atrapa?

Hipnosis. Se trata de sumergirse en las probabilidades del “ser o no ser”, del “ser o estar”. Se trata de atreverse a cuestionar qué cosa es cada cosa, sin ideas preconcebidas, sin juicios previos. No hay otra forma de iniciar un juego, por muchos “juguetes” que se nos faciliten. En la imaginación y su poder de transformación está la clave de la redención, la puerta de salida del infierno. Cuanto más sinergias puedan darse entre mentes y cuerpos pensantes reunidos en torno a un lugar y explorando al unísono sobre las mismas cuestiones, más capacidad de milagro habrá en el hecho artístico. El Teatro como disciplina tiene mucho de magia, de creación colectiva, de ritual con resultado catártico. Bien lo sabe Tim Crouch, aunque lo hubiéramos olvidado, o por si acaso lo habíamos olvidado. Y en el caso de haber sido olvidado, ¡qué fortuna poder redescubrirlo! Liberemos nuestra energía para que esté a pleno rendimiento durante la propuesta de juego. Es urgente, tenemos mucho que resolver y no tenemos ni idea de cómo hacerlo, hemos entrado en bucle en “temas” que, curiosamente, consideramos perentorios. ¿ Y si exploramos cómo sería utilizar nuestras capacidades en algo creativo que resuelva o anule los conflictos? ¿Y si lo que se nos antoja concreto pudiese contener en sí cualquier concepto que quisiéramos adjudicarle? ¿Y si esto hubiese sido así desde el principio de los tiempos y se nos hubiera ido olvidando el origen del mundo? Nos lo hemos inventado todo, hasta una entidad divina a la que responsabilizar de nuestra tendencia al abandono, a la rendición, a la costumbre. Consideremos estos tiempos como un ramillete de posibilidades infinitas entregado y olvidado en algún rincón, tapado por el polvo. Deshojemos el ramillete o compongamos uno nuevo.

Este árbol al que abrazo, avejentado y gris, en mitad del asfalto, fue en su día una semilla. Si me empeño en que dé frutos, podría volver a serlo. Ha sido en este tiempo desde un mueble a un barco, ha ardido en las hogueras, ha servido de estuche hermético para el pasado. ¡Qué no podría ser si soy capaz de imaginarlo!

Es complicado no hacer spoiler, aunque no tanto, si se consigue escribir a partir de esta experiencia ya vivida en el Teatro de la Abadía -antes en El Pavón Teatro Kamikaze- dirigida en lo previo por Carlos Tuñón y conducida in situ tanto por el propio texto de Tim Crouch como por el actor que conocía dicho texto de antemano, Luís Sorolla. La noche que formé parte de la experiencia, el otro actor que intervino interpretando las palabras escritas por el dramaturgo fue… Sinceramente, ¿y eso qué importa? Fue generoso, venció su posible pánico escénico -ya se sabe que no todo actor gusta de improvisaciones frente al público-, se sintió -supongo- como una especie de marioneta, rebasó sin duda sus propias expectativas, y también las nuestras. Fue lo que somos, un conejillo de indias en manos de lo que acontece, con un mínimo control sobre el hecho en sí, pero con una capacidad asombrosa de transformación y de redención.

A veces los finales son principios…

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Por MJ Cortés Robles

CRÓNICAS DEL Teatro de La Abadía

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SEA WALL

SEA WALL

Versión y traducción: NACHO ALDEGUER
Autor: SIMON STEPHENS

Dirección: CARLOS TUÑÓN

Reparto: NACHO ALDEGUER

A veces, los finales son principios, como si el tiempo entrase en bucle para crear eso tan conceptual que llamamos infinito. Escribo esta crónica tras observar durante un rato una fotografía instantánea que un desconocido me hizo y me regaló la otra tarde, de esas que se revelan solas, que solo necesitan un lugar oscuro, que se las tape, y la espera.

Me llamaron “lideresa” por tomar la iniciativa de esperar en los jardines de Teatro de La Abadía sin instrucciones previas. Había llegado temprano a una experiencia teatral muy particular que iba a tener lugar en otro apartado del jardín, bajo unos toldos azules que me parecieron las velas de algún barco naufragado. En ese rincón reservado y aún inaccesible, dos hamacas blancas se mezclaban entre sillas oscuras de diversa índole, reunidas en semicírculo bajo esa techumbre también de tela. Por encima, el cielo. Nos habían convocado justo al atardecer. Éramos un puñado de periodistas o similares -profesionales como yo, actriz empeñada en narrarme como público de experiencias teatrales-.

Esta experiencia en concreto parecía desvestirse de lo teatral, aunque se programase en el recinto exterior de un teatro. Mientras esperábamos, fuimos atendidos, se nos advirtió sobre la conveniencia de esa espera, se invocó por escrito a nuestro estado anímico más relajado y a nuestra apertura a la maravilla, que se esconde siempre en medio de la vida cotidiana. En todo momento se nos trató con cercanía, se nos habló directamente, incluso hubo contacto físico.

Si un desconocido quiere entablar conversación contigo, lo habitual es que se oponga cierta resistencia, no por nada en concreto, sino por la falta de costumbre. Esa tarde, sin embargo, nos resultó fácil intercambiar impresiones primero, saciar la curiosidad después y por último preguntarnos mutuamente los nombres. Hablo del encuentro de otro “espectador” conmigo, no de la obra. Aunque yo diría que estábamos ya inmersos en la experiencia artística y que se difuminaban las fronteras, todo tenía que ver y resultaba contagioso: la hora, el desconocimiento, la expectación, la curiosidad, la novedad… También Nacho Aldeguer vino a presentarse, aunque no con su nombre de actor, sí con su mirada intensa, su curiosidad y su necesidad de narrarnos una historia, hecha suya por obra y gracia del hecho artístico que nos había congregado y que iba a tener lugar en breve. Nos obsequió con esos instantes de cercanía y le seguimos, como las ratas que escaparon de ahogarse siguieron al flautista, sin saber por qué, hipnotizadas e infantiles.

Llegó el desconocido y nos habló de su vida. Hablaba con la palabra ligera, como si el pensamiento se lanzase a un hueco tan profundo que la caída a la palabra se asemejase a un vuelo. Caímos juntos esa tarde, como cayó la luz lenta y silenciosa, hasta dejar negro el cielo. Volamos esa tarde, ingrávidos, por eso las velas sobre nuestras cabezas, protegiéndonos del cielo. Terminada la historia, nadie quiso moverse de inmediato, quedamos ensimismados, estremecidos, cada cual con su herida entre las manos, sin saber qué hacer para ocultarla. Sumida en este estado, vi alejarse por el portón de los jardines al joven entrañable que había tenido a bien mostrarnos ese agujero negro que le ocupaba el centro del cuerpo.

Para que una criatura miedosa se meta en el agua o se lance al vacío, en ocasiones es lícito distraerla, llevarla atrás en el tiempo con un recuerdo que la impulse, de otro modo quizá no salte, tal vez la pueda el vértigo y no sea capaz de imaginar un fondo semejante al que no se adivina a simple vista en lo alto de un precipicio. La vida es sorprendente y atroz, mágica y finita. Nos dejamos llevar, y le damos la espalda a esa terrible noticia de que la vida se acaba, la de todo lo vivo, incluso la del planeta. Solo cuando nos hiere, cuando el hecho de la muerte no nos es ajeno, nos despertamos de este sueño voraz que nos engulle hasta hacernos desaparecer por completo. ¿O no? ¿Dónde permanecemos? ¿De qué modo?

Hay instantes que se recuerdan de forma nítida, con detalle, momentos de vida que nos dejan su impronta. Hay vivencias que nos trascienden, durante las que nos abandonamos a la experiencia sin ambages, porque quedamos atrapados en esa experiencia, sin capacidad de reacción inmediata, abandonados a la vida sin corazas, dejándonos atravesar por la vida de parte a parte sin emitir un sonido. Si el acontecimiento nos hiere y no sangramos instantáneamente, no quiere decir por eso que no haya herida y que no moriremos como todo el mundo, desangrados. Si no huimos del incendio porque nos lo impiden nuestras raíces, la devastación, desde nuestro punto de vista, será gigantesca. Seguiremos deambulando por la calle como sonámbulos, tras la contienda, con el agujero en el centro del cuerpo sin cubrir, a la intemperie. Sin que el agujero cierre, puede que un día seamos capaces de narrar la historia, nuestra historia personal, tan semejante a la de aquel desconocido. Entonces se obrará el milagro: durante lo que dure la narración del recuerdo nos sentiremos unidos los unos a las otras, haremos causa común, la Humanidad tendrá sentido.

Estas propuestas artísticas en las que “la cuarta pared” queda derribada y transformada en polvo de estrellas -que es lo que esencialmente somos-, que nos permiten inmiscuirnos en el hecho artístico de forma discreta, de modo que nuestra presencia aporte y no sea ruido, esta forma de entender el hecho teatral, tiene mucho que ver con el origen del teatro, con lo ritual y lo telúrico, con la narración oral y con la capacidad de transmitir entendida como una cura. La catarsis no siempre tiene que suponer un revulsivo, puede ser también una transformación del ánimo profunda y lenta que toca fondo en lo emocional y nos impulsa a alcanzar las cimas más altas del pensamiento crítico.

Hay una herramienta primordial que nos debería distinguir como seres pensantes y es, precisamente, la empatía, la capacidad de entender la emoción del otro, de identificarte con ella, de emocionarte con el otro. “Únicamente lo que es otro nos convierte completamente en nosotros mismos.”

Y, regresando al principio de este artículo: Tras la “función” me levanté y, como pude, me interesé por un cuaderno en donde alguno de los espectadores estaba escribiendo. Entendí que le dejaban un mensaje a ese desconocido que había compartido con nosotros su arte y que acababa de dejarnos hacía unos minutos escasos. Sin pensarlo ni un instante le escribí esta frase: “Mi recuerdo era mi hija. Mi hija está viva. Te la regalo.” Más tarde pensé que era un sinsentido. Pero tal vez no. Los finales son principios.

Al día siguiente, regresé a Teatro de la Abadía para asistir a una función de Un roble, de Tim Corach, también teatro inmersivo, y dirigido, igualmente, por Carlos Tuñón. El intérprete era otro, sin embargo, un actor para mí no tan desconocido, Luís Sorolla; pero se esperaba también a otro intérprete sorpresa, cada día a uno distinto. Y este misterioso actor agregado sería, al final, el verdadero protagonista de la historia. A veces, los finales son principios…

Crónicas

Por MJ Cortés Robles

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LAS CANCIONES

LAS CANCIONES

(A partir de personajes y situaciones de la obra de ANTON CHÉJOV)
Texto y dirección: PABLO MESSIEZ

Los programas de mano son significativos siempre, no solo nos arrojan luz sobre el reparto de funciones en el montaje y puesta en escena del espectáculo en cuestión, sino que sus imágenes de portada pueden darnos la clave para el análisis certero: Una joven sin ropa se lleva a la oreja una caracola marina. La acción: el escuchar del cuerpo desnudo. ¿Y qué se escucha? El sonido del mar también desnudo, desprovisto de imagen. La joven de la imagen del programa de mano tiene los ojos abiertos, pero con esa mirada que no ve lo de fuera, sino que se vuelve hacia sí misma, hacia algún lugar del alma en el que la ceguera es un don. Hay un brillo en sus ojos que no es pasional, sino identitario, el fulgor de vida que podría sentir una sirena al oír la llamada del océano. ¿Qué somos? ¿A dónde pertenecemos? ¿De dónde venimos? Dicen que escuchamos desde el vientre de nuestras madres, sumergidos en el líquido amniótico como en un mar de promesas. Dicen que el feto reacciona a las voces y a la música. Si tanto nos afecta la armonía, las sinergias de sonidos y sus distancias, si la matemática que precisa una melodía es una llave que provoca nuestra apertura, seguro que somos música, formamos parte de algo inmenso, exacto e infinito.

Llegué con el tiempo justo al Teatro Pavón Kamikaze. Mi acompañante, una mujer italiana que escribe de maravilla, me esperaba junto a la taquilla con cara de urgencia. Otra “mujer maravilla” nos atendió tras el cristal, brindándonos una sonrisa e invitándonos a que nos tranquilizásemos. Llegamos incluso antes que muchos más que nos precedieron. Ocupábamos nuestros asientos, todavía excitadas, cuando otra compañera de nuestro grupo de investigación -“La Profesión va por dentro”- se acercó a saludarnos.

Ya instalada y concentrada, desde la tercera fila observé el alzarse sobre el escenario de una pared metálica. Parecía un artefacto, ya que las distintas piezas que la conformaban estaban unidas mediante tornillos o algo similar, podíamos apreciar los nexos. Lo que estaba claro era su hermetismo, lo críptico de esa escenografía de Alejandro Andújar en un primer vistazo. Quizá el misterio no pueda ser desvelado a través de la vista. Me percaté de que había una puerta de acceso, una esperanza de horizonte. Había que esperar. Luego supe de la llave mágica y del contenido melódico de esa caja de música, profunda y hermosa en su interior, pero no exenta de peligro. La muerte merodea siempre al final de las canciones, como una nota imprecisa que no acaba de darse nunca.

Lo complejo de cualquier mecanismo interno es el engranaje. Así se nos hizo notar, a través de la dramaturgia compuesta por Pablo Messiez: un entramado de melodías lejanas que se filtraron por nuestro oído como corrientes subcorpóreas que movilizasen distintos resortes de ese lugar recóndito e invisible que alguna vez quisimos llamar “ el alma”, nuestro sagrado origen. Las personas que ocupaban la escena -no me cuadra llamarlos personajes-, seres sensibles reunidos en torno a esta actividad de la escucha y con la prohibición del canto, parecían tan hermosos e inconsolables como deseosos de aire fresco, de soplos de vida que les elevasen a las alturas aunque solo sea un momento, para después depositarlos en el mismo lugar bruscamente o de forma liviana, como la caída de una pluma cuando no hay viento. Disfrutaban y sufrían su encierro, se echaban en falta, se toleraban, se interesaban por “el nuevo”, por “el otro”, por lo ajeno, por lo llegado de fuera. No era sencillo admitir al extranjero (¿a qué me sonará esta falta de armonía?) Se alejaban del ruido para centrarse en la herida e indagar sobre su esencia, sobre su composición armónica, sobre la melodía que conlleva. Pero la vida llama siempre a la puerta, incluso irrumpe con su música ensordecedora. Es imposible aislarse a no ser que se haya muerto. Las canciones nos hablan de la vida, nos rescatan de ese concepto imposible que hemos inventado y que llamamos “tiempo”, nos devuelven al instante supremo, al aquí y ahora.

El público también entra en una caja de música, cuando llena un teatro como llenó la otra tarde El Pavón Kamikaze; también cierra la boca y escucha, aunque mire. Durante la función se nos invitó -con humor y constancia, síntomas de sabiduría- a escuchar prescindiendo de otros sentidos. Pero lo interesante “a ojos vista” de este silencio y de esta escucha fue la reacción de los cuerpos. Hubo un descanso para el público que se consumió por gran parte del mismo como un festival de baile en apoyo de los actores y actrices, imbuidos en una danza desenfrenada sobre el escenario. No sé dónde se contagió más el desenfreno, si en los pasillos del patio de butacas o entre los que permanecían sentados, pero meneándose en su asiento como lagartijas. El resto salió de la caja de música a tomar el aire, cosa que es entendible o perentoria. Los que permanecimos en la sala, no pudimos sustraernos a cerrar las bocas, se nos escapó más de un alarde de disfrute, nos faltaba entrenamiento. Tras el “descanso” se instaló entre el público una sensación de relajación y de abandono, una comunión “no dicha” que favorecía el ritual del teatro, nuestra presencia activa y nuestra escucha.

Pero, entonces, ¿cuál era “el tema”, de qué estábamos hablando? ¿De qué hablan las canciones -no las de Messiez, cualquiera-? En el título de este artículo se menciona la inspiración de Messiez en la obra de Anton Chéjov. ¿De qué habla la obra de Chéjov? Una de las cosas más interesantes de la dramaturgia de Chejov es esa suspensión del tiempo justo antes de un viaje, cuando los personajes se reúnen antes de despedirse, antes de partir y se quedan en silencio, ensimismados, escuchando. Aparece esta situación en muchas de sus obras.

La música y la danza se presuponen anteriores al lenguaje, a la palabra. Lo más probable es que la palabra se iniciase como un canto. Pero la música es silencio. ¿Dónde empieza la música? En el silencio.

Esta apuesta por el arte efímero y abierto en canal hacia su público, resulta un gozo y un impulso vital para toda aquella persona que acuda al teatro expectante de algo más que de presenciar un espectáculo, para todo ser deseoso de participar en un ritual sagrado heredado de nuestros ancestros, el Arte Teatral, la música hecha verbo.

El apellido de Pablo -el director y dramaturgo de esta propuesta lúdica y hermosa- siempre me ha parecido que tuviera algo que ver con la salvación, con la resurrección. Me baso solo en cómo suena esa palabra -tras este artículo, ¿en qué, si no, voy a basarme?-

El universo se sostiene gracias a una melodía inaudible que nos contiene y nos acuna, a los vivos y a los que descansan ya como parte orgánica bajo la tierra, en su interior por fin, estremecidos y mudos. No pongáis una lápida sobre mi tumba, plantad un árbol, quiero escuchar eternamente a los pájaros que se posen, el canto de las ramas mecidas por el viento. Recordadme en las canciones.

FICHA ARTÍSTICA Y TÉCNICA

Texto: Pablo Messiez, a partir de personajes y situaciones de las obras de Antón Chéjov
Dirección: Pablo Messiez
Intérpretes: Javier Ballesteros, Carlota Gaviño, Rebeca Hernando, José Juan Rodríguez, Íñigo Rodríguez-Claro, Joan Solé y Mikele Urroz
Dirección de producción: Jordi Buxó y Aitor Tejada
Producción ejecutiva: Pablo Ramos Escola
Producción: Víctor Hernández
Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar
Realización vestuario: Ángel Domingo
Ambientación: María Calderón
Colaboración vestuario: Mamen Duch
Iluminación: Paloma Parra
Diseño sonoro: Joan Solé
Coreografía: Lucas Condró
Ayudante de dirección y sobretítulos: Javier L. Patiño
Traducciones: Lorenzo Pappagallo
Distribución: Caterina Muñoz Luceño
Comunicación: Pablo Giraldo
Fotografía: Vanessa Rábade
Diseño gráfico: Patricia Portela

Una producción de El Pavón Teatro Kamikaze

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Por MJ Cortés Robles

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Las Canciones equipo teatro © Vanessa Rabade
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La Canciones escenario © Vanessa Rabade
La Canciones escena Crítica a © Vanessa Rabade

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EL BUEN HIJO

EL BUEN HIJO

Intérpretes: ROSA MERÁS Y JOSU EGUSKIZA
Autora: PILAR G. ALMANSA

Directora: CECILIA GEIJO

Estos días de finales de agosto son fundamentales para andar a la caza de espectáculos de interés que cuenten todavía con escasas representaciones. El Buen Hijo, de Pilar G. Almansa ha sido programada en Teatros Luchana desde Territorio Violeta, plataforma que la seleccionó junto a otras dramaturgias para el 19 Festival promovido, gestionado y distribuido por Silvia Pereira y Rosa Merás. Desde Territorio Violeta se trabaja en la creación y difusión de proyectos culturales y espectáculos de Artes Escénicas desde perspectivas que cuestionen la sociedad en la que vivimos, centrándose en la igualdad entre los géneros como valor sociopolítico y herramienta de transformación. En este nuevo reto como dramaturga, Pilar G. Almansa aborda el “mandato de masculinidad”. Para la construcción de esta dramaturgia se ha contado con el asesoramiento de Zulema Altamirano, psicóloga especialista y funcionaria que forma parte del cuerpo de técnicos involucrados en el Programa para el Control de la Agresión Sexual (PCAS), que se lleva a cabo en instituciones penitenciarias. El texto extrae lo esencial de casos reales, de violaciones no cruentas, y nos conduce a cuestionarnos sobre qué es lo que lleva a los hombres a cometer dicho acto, el cómo perciben a la mujer y qué concepto tienen de su propia masculinidad. Además, el texto ha bebido de otra fuente, de la lectura de un ensayo de la antropóloga y feminista argentina Rita Segato: Las estructuras elementales de la violencia. Hasta aquí los datos previos a la experiencia artística.

Mientras esperábamos la aparición del actor y de la actriz que encarnarían, respectivamente, a un violador y a su psicóloga, los respaldos de unas cuantas sillas, formaban un semicírculo en el escenario. Eran negros, altos y con listones verticales en paralelo. Simulaban -a mi parecer- las rejas de una cárcel o, si se prefiere, la jaula de una fiera en el entorno de un circo. Luego pude comprobar que esta apreciación mía tenía otro matiz, pero conservaba el sentido. Llegaron a ser también lugares donde dialogar o púlpitos desde donde se acusaba, no siempre al culpable. En el foro, un entramado de cuerda de color gris sujeto con contrapesos de hormigón amenazaba con continuar estrechando su tejido hasta impedirnos la salida. Me pregunto si sería rígida o elástica, la cuerda, de esas en donde se encaraman los funambulistas para ejercer su oficio. El caso es que no había horizonte posible, gracias a este tejido, social -seguramente-, político -lo más probable-, instrumento de control -sin duda-. Sin embargo, deshacer esa tela de araña resultaría tan sencillo como el quitar los contrapesos; tan solo habría que ejercer la fuerza precisa para levantarlos, supongo que también establecer un orden concreto, elegir qué contrapeso mover antes y cuál después, para no recibir ningún daño en cada intento, si se soltase bruscamente un extremo de la cuerda o se nos deslizase el hormigón de entre las manos…

En estos pensamientos sobre el posible simbolismo de la escenografía de Diego Ramos andaba perdida cuando Rosa Merás pisó ante nuestros ojos el escenario. Fue como la llegada de una mujer cercana y predispuesta a lo que sucediera a partir de ese momento, como alguien a quien se espera justo a la hora en la que aparece, como el advenimiento de una persona a quien consideramos necesaria. La presencia en escena de Josu Eguskiza, hermética y contrariada, vino después a hacerle de contrapunto. Ambos formaron un tándem difícil de disociar, tan urgente era la acción que vinculaba a los personajes respectivos.

Dos relatos se entrecruzaban en la obra, como las trayectorias de la cuerda del foro que ya he mencionado. De las dos historias de vida ninguno de los protagonistas podía zafarse: uno había violado, la otra había sido agredida sexualmente, aunque no por él -todas las mujeres somos susceptibles de ser agredidas por un hombre en algún momento de nuestra vida, en uno u otro grado-. La perspectiva que yo tendía a adoptar como espectadora era la de la víctima de agresión sexual que por imperativo profesional tiene que empatizar con un violador e intentar que evolucione hacia su reinserción, si fuera posible. Quizá los hombres entre el público adoptasen la contraria, a saber: la de un hombre acusado de un terrible delito que por imperativo de su género comete ese delito y que, posteriormente, se defiende de tal acusación. El caso es que ese hombre era culpable.

Se cambiaron las tornas veces varias y hubo transformaciones, las luces se volvieron sombras y las certezas temblores, la impronta de la violencia lo anegó todo. En varios momentos la salvación parecía una falacia. Tomábamos partido, queríamos librarla a ella, otras veces salvarles a ambos. Gracias a la terapia que ella le facilitaba, nos empeñamos en que él se reconociera como un ser potencialmente peligroso, a la vista de los hechos, en un violador. El caso es que comparecían ante el juicio del público dos seres humanos sensibles y en plenas facultades que, sin embargo, no llegaban a establecer una comunicación plena, ya que un constructo social imperaba en la actitud y en el discurso del recluso, aunque la psicóloga fuera consiguiendo pequeñas victorias en las que el interpelado bajase la guardia. ¿Cómo se deconstruye la personalidad de un paciente para buscar el reconocimiento de una violación? Las herramientas de una mujer frente a un agresor que necesita reinsertarse en la sociedad para continuar con su vida serán -aparte de la formación profesional imprescindible para ocuparse de esos casos- la valentía, el arrojo, por encima de ninguna otra. Pero también la tolerancia, la paciencia, la firmeza, y, sobre todo, la empatía -con mala prensa en estos casos, ya que a algunos feminismos les cuesta admitir que el hombre es la principal víctima del imperativo de masculinidad-. Algo tan elemental y práctico como una mano sobre el hombro de aquel que libra la batalla consigo mismo, el apoyo a un ser humano a través de un mínimo contacto físico, aunque el peligro permanezca latente. Si una mujer se expone, pudiendo ser posible objeto de deseo de un individuo descontrolado que puede agredirla, se la suele culpar de tal exposición. También en el ámbito laboral, en cualquier entorno seguro, que es donde tienen lugar las agresiones sexuales en un altísimo porcentaje -en la gran mayoría de los casos de agresión sexual, incluida la violación, el agresor y la víctima ya se conocían-. No se tiene en cuenta que la mujer en cuestión tan solo intenta cumplir con su trabajo, asumir sus responsabilidades; o vivir su vida plenamente, sin miedo, que el que comete el error delictivo es el agresor. ¿Pero cuáles son las responsabilidades del Estado o de las Instituciones pertinentes con respecto a proporcionarle la protección imprescindible a esa mujer que está o que pudiera estar en peligro? En lugar de protegerla con normativas que favorezcan su labor profesional, su vida en libertad y su integridad física y moral en cualquier circunstancia; en vez de generar y utilizar instrumentos de control sobre el potencial agresor e imponer penas ejemplarizantes que se cumplan en las cárceles de manera íntegra; el Estado ignora el peligro y, si el feroz suceso se produce, tiende a no creer la versión de los hechos de la agredida, incluso a responsabilizarla del hecho, ya que supone que se ha expuesto “voluntariamente”. ¡Qué retorcida es la “Justicia”! Habrá que empeñarse en deshacer los nudos, en deshacer la tela de araña que nos impide avanzar hacia sociedades sanas que protejan a los individuos, sean del género que sean.

El público lo intuía, podía incluso respirarlo. Había frases en el texto aparentemente triviales que en boca del recluso nos traían ecos de amenaza. En otros momentos magníficos de la representación la ira brotaba del cuerpo del actor, haciendo añicos las consideraciones de su partner, apoderándose de la totalidad del espacio y hasta del alma de su contraria, que reaccionando con firmeza, procuraba mantener el tipo. Aquel ser humano, apreciado por sus compañeros en el pabellón de la cárcel y apodado “Cachorro”, saltaba de pronto como una fiera y ponía a su psicóloga contra las cuerdas. Negaba la mayor, es duro asumir las certezas frente a depende qué espejos. Cuando miramos nuestro reflejo parcialmente, no abarcamos la totalidad, eludimos ver la realidad. Resultará extremadamente dificultoso establecer los vínculos adecuados para provocar que un individuo que ha cometido una o sucesivas atrocidades en su intimidad, al mismo tiempo que lleva una vida más o menos “normalizada”, reconstruya la narración de los hechos y admita el delito frente a una profesional que para ayudarle pretende que confiese que es digno de cumplir la pena que le han impuesto, que le invita a hacer un esfuerzo supremo para intentar cambiar, si es que fuera posible. Este es el camino de la asunción: el reconocimiento, la culpa, el arrepentimiento y el posible cambio de conducta. ¿La reinserción? No será hasta que la sociedad entera deconstruya el sistema de creencias imperante, tan extendido y arraigado que provoca ceguera.

Es cierto que hay hombres que no violan, que conviven sin agredir a sus parejas. En esta obra se traza también un esbozo de esta resistencia al Sistema tan esperanzadora: el exmarido de la psicóloga resulta claro ejemplo. ¿Pero hasta qué punto no está toda la población contaminada por la lacra del machismo, incluidas las mujeres? La apariencia no es más que fachada, asomémonos a las ventanas y miremos hacia dentro. Los violadores pueden escribir poesía. Tienen madres que les adoran, madres que incluso, a veces, enferman de cáncer. Otros violadores no, pero algunos tienen madres entrañables que sufren y les dan buenos consejos, que procuran que se arrepientan de la barbarie cometida, que se comporten con cierto honor y se retracten de lo hecho pidiendo perdón a las víctimas, madres que saben que hay un niño tras los ojos de esa fiera. El reflejo que nos devuelve el amor es infalible, no engaña nunca. Si somos dignos de amor, somos seres abocados a amar a nuestros semejantes no a ejercer monstruosidades impropias de nuestra esencia.

Hannah Arendt argumentó con valentía la banalidad del mal. Cualquiera puede cometer acoso, abuso o violación. ¿Es la violencia una conducta exclusiva del género masculino y, por tanto, tiene que ver con un índice altísimo de testosterona en sus cuerpos, con los impulsos incontrolables que provengan del mismo? Recuerdo a quien lee y reflexiona que en los ovarios también se encuentra esta hormona, y que lo que llamamos “voluntad” no es una capacidad exclusiva de las mujeres, sino que tiene que ver con la humanidad, con aquello que nos distingue como especie, supuestamente. ¿Entonces? ¿Por qué las mujeres matan en un porcentaje ínfimo, comparadas con los hombres? ¿Por qué es tan alto el porcentaje de mujeres que mueren a manos de los hombres y no a la inversa? Eso sí, los hombres mueren mucho más por causa de asesinato, se matan entre ellos mismos. La diferencia de comportamiento entre hombres y mujeres con respecto a la violencia estriba en que el hombre recibe como herencia social la obligación de potencia, la obligación de dominio. Se le exigen una serie de capacidades: de indiferencia ante el dolor ajeno, de crueldad, de desafío ante los peligros, de control territorial. Es en base a esta última exigencia, que los hombres invaden, fuerzan y violan los cuerpos de las mujeres.

¿Son los agresores ramas de un árbol que pueden torcerse o quebrarse a causa de las inclemencias, o es que hay que talar el árbol antes de que se derrumbe, ya que están podridas sus raíces? Somos seres influenciables, moldeables, no estamos hechos de una pieza. Pertenecemos a una sociedad que acota ciertos comportamientos de los individuos que la conforman y que, sorprendentemente, permite otros. El Sistema fomenta el desarrollo de depende qué actitudes, pues se tiende a mantener el poder establecido por intereses que se desligan de una ética. La transformación positiva de los conflictos que proliferan debido a este estado de cosas, pasa por plantear otro modelo de sociedades en las que la competitividad y el logro de los objetivos “a costa de lo que sea”, no resulte la clave para un desarrollo insostenible. La precariedad de la existencia lleva a la violencia. Sociedades en las que la cooperación rebaje el nivel de conflicto a un mínimo, en las que los diversos géneros se igualen en derechos ante la ley, de manera que las mentalidades vayan transformándose y las actitudes cotidianas dispares se basen en el respeto y el cuidado mutuo, en vincularse desde ahí, tejiendo redes que logren sostener otras retóricas de valores a las impuestas por el capitalismo -siempre haciéndole publicidad a los males menores para desviar nuestra mirada de los males mayores, siempre en busca de la superación personal y el egocentrismo, horizontes de felicidad artificiales, ficticios-. Desde los movimientos feministas se siguen poniendo los mimbres para buscar y llevar a cabo las alternativas posibles. La educación es la clave, no solo desde los centros educativos sino en todos los espacios, revisando lo cotidiano, también a través de propuestas culturales que inviten a repensar las creencias, que abran las mentalidades y los corazones del público -tanto infantil como adulto-, propuestas como esta que dirige Cecilia Geijó con acierto y que se representa en Teatros Luchana: teatro urgente, teatro comprometido. Como espectadora con hambre de transformación social y de justicia, le doy las gracias a todas y cada una de las personas involucradas en este hecho artístico: El buen hijo. Hermoso título, muy conciliador. El momento más emocionante de la representación para mí fue ese: la conversación entre una madre y un hijo a través de una reja. No se lo pierdan.

Crónicas

Por MJ Cortés Robles

CRÓNICA DE Teatros Luchana

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