RICARDO III

DE WILLIAM SHAKESPEARE
Versión libre de MIGUEL DEL ARCO y ANTONIO ROJANO
Dirigido por MIGUEL DEL ARCO

Un nombre sobre un sillón vacío e iluminado por un cenital dorado: pasó a la historia, se transformó en polvo el elegido, nada queda. De todo aquello que fue, tan pequeña huella… El principio es un final, un clamor por escapar de su destino. Ante la muerte, lo que queda del ser escapa por la boca, por mucho que se haya cerrado la mueca última de la ironía.

El polvo o el humo que somos deambulaba sobre la escena la otra tarde, ascendiendo a las alturas, como una bandada de estorninos dibujando su presencia coreografiada en el aire. El público murmuraba asuntos triviales desde sus asientos, sin percatarse del futuro, único y el mismo para todos los seres vivos.

Los villanos que ejercen de protagonistas suelen hacer las delicias del público. La otra tarde en el Pavón, Ricardo III resultó simpático, gracioso, inteligente, poderoso, atractivo, fue el blanco de todas las miradas. Ese hombre de acción nos miró desde el escenario sin vernos -pese a la luz incidiendo sobre el patio de butacas-, atravesándonos con su mirada aviesa, maquinando planes precisos para sus propósitos, apretando los dientes en una sonrisa extraña, como si el dolor y el placer se uniesen en su interior para impulsarle lejos, demasiado lejos… La mecánica de su deformidad venía sin duda de su esfuerzo en someter, no solo su propio cuerpo y su propia mente, sino también los cuerpos y las mentes de todas aquellas personas  que saliesen a su encuentro, que se cruzasen en su camino. Ningún ser humano puede ejercer el sadismo sin escepticismo extremo. Cuando esas capacidades empáticas que presuponemos humanas son tan solo imitaciones, frías estrategias cerebrales que se repiten hasta convertirse en hábitos huecos, no es raro que se retuerza una pierna o que nos salga joroba, aunque seamos aparentemente los más bellos del mundo, incluso iconos publicitarios. Manda el Sistema, también sobre “la belleza”.

La otra tarde, el Ricardo III de Israel Elejalde se nos antojó un showman, un personaje de cabaret carismático, una caricatura parlante pegada a un micrófono. Su bastón de mando: el control de los medios informativos, en él apoyaba su cojera, su desigualdad de cuna. Sabe muy bien lo que se hace, es plenamente consciente del ejercicio del poder y de sus consecuencias, experimenta el poder como lo hace un yonki con cada dosis de droga dura, que solo responder  ya a cantidades de poder que se extreman, desorbitadas, alucinatorias. Para mayor gloria del personaje, es un villano de comedia, y eso le salva. Puede hacer cualquier cosa ante nuestros ojos, no apartaremos la mirada, pueden oírse incluso las carcajadas tras sus fechorías. Es natural, el entusiasmo de Ricardo la otra tarde resultaba contagioso, su capacidad de persuasión y su maestría en el lenguaje, dignas de admirar. No hay nada dentro de Ricardo, es una máscara hueca, un símbolo. Su estrategia final, la cobardía: “Dejadme salir de aquí. Mi reino por un caballo.” Al igual que no hay piedad, no cabe arrepentimiento. La fiereza de lo sistémico.

El mundo de Ricardo III la otra tarde fue un mundo de pesadilla, en el que los muertos se desentierran para desconsuelo de viudas melodramáticas, en el que el público podría ser asesinado si no aclama a Ricardo debidamente. Podrían haber rodado nuestras cabezas, como la de Buckingham, no es cosa de broma. Sé al menos de un “payaso” capaz de desordenar mi mundo más cercano desde la lejanía, desde el otro lado del globo terráqueo. Particularmente a mí nunca me hizo gracia, ese “payaso”, pero llegó a la cima del Sistema apoyándose sobre todo en los medios informativos, en publicitar el escándalo, en utilizarlo como reclamo. Maquiavélica conquista. La seducción es un arma de doble filo. La pérdida de la voluntad, el abandonarnos, reduce el peso atroz de nuestra existencia; pero la muerte es irresoluble y exacta cuando llega. No hay abandono en la vida, excepto el sueño tras la vigilia. Todos somos responsables de permitir ejercer al poderoso.

Así que estamos allí reunidos para observar tranquilamente el modus operandi de Ricardo, congregados frente a la barbarie, sin pestañear, como frente a un televisor con tarifa plana, sin perdernos ni una salpicadura de sangre. Nos divertimos con el sufrimiento de los otros, somos torturadores, pero podríamos ser víctimas. Es excitante, el terror siempre nos atrajo. Y esta perversión se ha colado en nuestra sexualidad, ha hecho estragos. Somos un poco Ricardo III y un poco Lady Ana, hasta que nos entra el pavor a un paso de la tumba. Sálvese quien pueda.

¿Qué es lo que nos encandila de Ricardo? Esa energía inagotable, tan de Elejalde, tan animal, esa potencia libérrima, sin prejuicios ni contradicciones. Como si de un juego de roll se tratase, Ricardo III pasa por la vida, cumple su papel a la perfección y deja su impronta. Ni un ápice de sufrimiento por su parte. O bien, una alquimia del dolor que se resuelve tan de inmediato en algo placentero, de forma tan eficaz, que el dolor sucumbe, apenas acontece en su persona. Se ama a sí mismo, soledad suprema.

Miguel del Arco, con la colaboración de Antonio Rojano en la dramaturgia, ha versionado esta comedia del dramaturgo inglés más universal. En esta propuesta, los personajes de la época Isabelina son travestidos a personajes de esta época nuestra, tan evolucionada hacia ninguna parte. Del Arco se permite en el montaje guiños teatrales que aluden a la situación sociopolítica española actual, muy concretos, proclives a suscitar la polémica. La dirección de Del Arco maneja a la perfección el ritmo vertiginoso que Shakespeare supo imponer al texto original, pese a que se le hayan amputado algunas partes y reescrito otras tantas, o precisamente por eso -ya no le temo a la herejía-.

En cuanto a la puesta en escena, el patio de butacas queda invadido por la acción, el público tiene presencia y voz, es invitado a tomar parte. Se busca la identificación del respetable con lo que transcurre a través de elementos diversos, se pretende que le afecten los acontecimientos como parte implicada. Y se consigue. El público queda preso en el entramado de luchas por el poder, en las intrigas entre los que quisieran alcanzarlo, sin darse cuenta de que también desde el patio de butacas se están obviando las cuestiones éticas. El público se está divirtiendo sin más, no está valorando las consecuencias.

La vida misma, el propio mundo, esta misma España convulsa. Solo a posteriori se reflexiona, se cae en la cuenta de lo vivido. Mientras la tragedia tiene lugar, tiene tono de comedia. Disfruten mientras puedan.

Próximamente, versión papel del ejemplar 5

Por MJ CORTÉS ROBLES

CRÓNICAS DEL Pavón Teatro Kamikaze

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