GRAND FINALE

Coreografía y música: Hofesh Shechter

Todo lo que vemos y escuchamos está mezclado con la pasta de lo que ya somos. Si nos enseñaran desde pequeños que todas las teorías culturales están enmarañadas en la subjetividad de los que las pensaron y pusieron por escrito, o sea, que todo lo que no es ciencia pura, tiene mucho de carne, de conciencia pasajera, y en ese sentido, incluso de desecho, leeríamos de otra manera, sin esperar verdades absolutas.

Intentar escribir asépticamente sobre danza, desde una perspectiva despegada y objetiva me parece igual de ridículo que explicarle a alguien que mover el pie así o la mano allá “está mal”. El arte, igual que los textos que hablan de él, es rabiosamente subjetivo y fluido, embadurnado en las flemas de los cuerpos que lo hacen. Una lanza rompo en ese sentido por David Zambrano que presenta sus improvisaciones diciendo “Aquí vengo hoy a mostrarles una danza”. Asentando en la mente del público que es solo una de las muchas posibles, que su danza no viene a decir que hay que moverse así, ni que esto es lo bueno.

Hago esta introducción para hablar de Grand Finale porque es una pieza de danza muy corporal y por eso se me pega a la subjetividad. Pero ¿cómo? ¿danza corporal? ¿acaso no lo son todas? Pues creo que no. Hay danzas que utilizan el cuerpo de los bailarines como medio para enseñar el intelecto del creador, posicionándose política o estéticamente, usan el cuerpo como forma del concepto. Pero esta pieza hace algo muy difícil que es coreografiar (estructurar y fijar posibilitando la repetición) la espontaneidad de la danza de la fiesta. Esa que nace de las vísceras, del inconsciente, como las ganas de besar.

Si fue bueno para mí ir el viernes a ver Grand Fínale, fue porque me regalaron casi dos horas de trance. Si me faltó algo, fue no poder subirme al escenario a bailar con ellos. Y si tengo alguna duda es: ¿se ve esta pieza bien desde la cuarta pared? ¿No se vería mejor, y redoblaría su efecto, desde alrededor o desde entremedias?

Lo que la hace tan placentera, un masaje a mi nostalgia, es el lenguaje físico natural y relajado (release para enterados), tan humano, tan suavecito, tan respirado, tan aparentemente fácil como si todos los que hemos bailado en una discoteca hasta el amanecer pudiéramos hacerlo. A esto se suma un exquisito equilibrio musical entre tecno y música clásica que no permite aburrirse. A veces suena a Max Richter pero con un residuo sucio que le quita cursilería, y de nuevo se vuelve electrónica (¿sonará igual la electrónica de ahora que la que escuchaba yo en el Nature en 1997?)

Leo que el coreógrafo Hofesh Shechter fue batería antes que bailarín y me parece tan adecuado, porque es una profesión musical muy física en la que hay que golpear para sustentar el ritmo de la banda. También el viernes nos dirigió como un chamán a bailarines y público hacía ese trance, celebratorio o funerario, que se presenta de vez en cuando en la vida y que es tan difícil de imitar cuando no surge por si solo.

Porque ¿sabes cuando pierdes a alguien y buscas respuestas, pero del tipo que no vas a encontrar en los libros ni en las palabras de tus amigos, sino, en todo caso, yéndote de borrachera y bailándolo todo, o corriendo -si eres de esos- en el gimnasio? Parece como si tuvieras que agitarte para reencontrarte. Sacudirte, sudarlo, dejarlo salir.

Leo en la descripción del espectáculo de la Web de Teatros del canal que esta obra “habla del caos del mundo”, pero para mí, es un sacudirse por el gusto de hacerlo y porque a veces hay verdadera necesidad. El punto de partida conceptual de este trabajo no me parece tan importante. Lo importante es que captura elegantemente la vibración de estar vivo que se siente en las entrañas, con todas sus incógnitas.

Escuché mucho silencio entre la gente a la salida del teatro. No el silencio de la ovación, ni el de la reflexión, sino el de no poder, o no querer, poner en palabras. Los rostros estaban relajados como después de darse un baño. Y es que no se sale de un spa comentando “lo que más me ha gustado ha sido cuando el chorro de agua caliente me ha caído por el supraespinoso, ¿y a ti?” Como tampoco se sale de la discoteca comentando que entre la segunda y tercera copa se bailó utilizando pasos del folklore senegalés por casualidad intercalados con movimientos de cabeza grunges. No, se comparte un silencio en el que se entiende el gusto que nos ha dado. Así sentí al público el viernes, como que nos alegrábamos de haber ido, de que nos hubieran dado un buen baño de música y cuerpo refrescante tan diferente a nuestra cotidianidad. Lavadero de coche para la conciencia.

Escuché también, durante los aplausos, a un grupo de jóvenes entusiastas gritando, muy fans, casi hooligans. Esto me hizo sentir un poco vieja -porque no hace tanto pude haber sido una voz más pero ya no- aunque lo entendí perfectamente: cuando bailas todos los días en una escuela o un conservatorio y te esfuerzas mucho, y le ponen notas a tu manera de bailar, a tus líneas, a tus ideas creativas, y lo pasas mal si te suspenden, y luego te vas de fiesta con tus compañeros, y ahí, en la pista de la disco, sin profesor, sin público crítico, sin cuaderno, simplemente bailas y recuerdas por qué empezaste a hacerlo, y eso te da fuerzas para volver el lunes, ponerte unas zapatillas de ballet si hace falta, y seguir.

Y un día llega Hofesh Shechter a tu ciudad y te dice: “Mira, desde la música noise, desde el punk, desde el tecno, desde la danza de la discoteca también se puede bailar en Teatros del Canal”, y tú, jovencita, tierna estudiante, apasionado aprendiz, encuentras maestro en el hueco que dejan tus profesores académicos que te dice lo que está bien y lo que está mal, y por eso te brillan los ojos y aplaudes con ganas, un aplauso que suena a: ¡gracias por mostrarme este camino! ¡espero hacer eso algún día!

Próximamente, versión papel del ejemplar 5

Por Paula Lamamie de Clairac

CRÓNICA DE Teatros del Canal

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