El germen teatral en Zambrano

–una aproximación a su filosofía teatral–

La razón poética

María Zambrano comienza a intuir esta razón en los años treinta del siglo pasado (antes de su largo exilio desde 1939 hasta 1984) impulsada por la razón vital de su maestro, Ortega y Gasset, pero a diferencia de esta otra razón, la suya no solo busca insertarse en la vida, sino ser generadora de trayectos capaces de proyectarse en territorios más profundos. O como lo dejó expresado en una carta fechada el 7 de noviembre de 1944 a su amigo Rafael Dieste:

«Hace ya años, en la guerra, sentí que no eran “nuevos principios”, ni “una reforma de la razón”, como Ortega había postulado en sus últimos cursos, lo que ha de salvarnos, sino algo que sea razón, pero más ancho, algo que se deslice también por los interiores, como una gota de aceite que apacigua y suaviza, una gota de felicidad. Razón poética es lo que vengo buscando. Y ella no ha de ser como la otra, tiene, ha de tener muchas formas, será la misma en géneros diferentes»

Apelamos a la idea de intuición porque la razón poética no es un libro, no es un momento, es la vida entera de Zambrano. Esto es así porque de principio a fin podemos entrever la fusión entre su vida y su obra como respuesta a la grave crisis política, cultural y espiritual de Occidente durante la modernidad. No podemos obviar que fue testigo privilegiada de los devenires oscuros del siglo XX, devenires que se verán culminados en su radical filosofía de la esperanza, la reconciliación y la piedad. El camino que emprende va «hacia un saber sobre el alma» resuelto en su concepción de la piedad entendida como «saber tratar a lo otro como otro». En la razón poética existe, pues, una simbiosis entre la vida y la obra, entre la experiencia y el pensar de una autora convencida de que «el mundo del pensamiento no deja de pertenecer a la vida»1 ; convencimiento que la lleva a querer «reconciliarse» a pesar la tragedia del mundo y de la suya personal, hablamos de su saber de experiencia: el exilio.

El exilio

En María Zambrano el exilio no es solo una experiencia personal e histórica, aunque también, sino una dimensión histórica trascendida por una dimensión metafísica y mística en la que el exiliado es un sujeto trágico, en crisis, que expresa su padecer. Lo trágico en María Zambrano lo podemos entender si nos aproximamos a la idea de «sentir originario», un sentir que nace en la experiencia básica y primera de todo ser humano, del que brotan los anhelos más íntimos que al no verse resueltos producen una insatisfacción, pero también, por ello mismo, al no tener cumplimiento inmediato se difieren en esperanzas; esperanzas que, a su vez, al toparse con la realidad se transforman en tragedias. Esta multiplicidad de sentires sitúa aquí la tragedia como un sentimiento. Un sentimiento que difiere de la concepción de los existencialistas al hablar del ser humano como ser arrojado al mundo, pues Zambrano lo hace como «un ser a medias nacido», un ser consciente de su insatisfacción, que quiere más y que va en busca de ello como el exiliado que expresa su sentimiento de orfandad y abandono porque no tiene un lugar donde enraizar su existencia. Esta «hambre de nacer del todo» se ofrece en clave mística como nos recuerda la filósofa Mercedes Gómez Blesa en su pormenorizado estudio sobre la fenomenología del exilio:

«Este sentimiento que experimenta el exiliado sólo adviene tras haber atravesado varias etapas que se le ofrecen, como exigentes pruebas, a todo aquel que ha tenido que abandonar su suelo natal. Zambrano concibe, pues, el exilio, en clave mística, como un rito de iniciación que ha de ser consumado atravesando varias moradas hasta alcanzar “el exilio logrado”»2

Esta última morada se ofrece como revelación que aparece tras poner la existencia al límite, en el momento en que se está entre la vida y la muerte. La conciencia aquí se identifica con «el saber de experiencia» a través del padecimiento, un saber trágico que nos remite al «saber padeciendo»3 de Esquilo en el momento de la anagnórisis.

La tragedia

El verbo con el que nombrar este ir padeciendo se emparenta con el delirio desde su concepción prelingüística. Pues el origen del teatro es para Zambrano, precisamente, el delirio, es decir, el grito primordial que al articularse encuentra su sentido: una razón que va destilándose hasta universalizar lo individual, una palabra que sigue la máxima de Empédocles y que «hay que repartir bien por las entrañas», una palabra que será la palabra que otorgue a su Antígona. A Zambrano le llevará más de treinta años la escritura de La tumba de Antígona (1967) ahondando en el mito, en la tragedia y sus personajes, pero de manera significativa en la idea de lo trágico en términos históricos. Comienza en 1937 con un inédito que titula «Tragedia y Filosofía» que escribe desde Chile cuando ya sabe que «es matemático que se ha perdido la guerra». Una década después, en pleno exilio, desde la Habana, escribe Delirio de Antígona en la Revista Orígenes. Este ahondar lento durante años, este conocimiento profundo es, en verdad, el propio de Zambrano que, como los místicos, se convierte en una reflexión de descenso para encontrar un camino de ascenso; el mismo camino que busca su Antígona desde su tumba-cuna. El interés de Zambrano por Antígona se debe a diversos motivos; Antígona, es sabido, fue en el siglo XX figura de conciencia colectiva que habla de la resistencia y de la libertad4 y, en este sentido, la Antígona de Zambrano es hija de su tiempo, también: voz contra la tiranía del poder, la manipulación y el ocultamiento de la verdad y la memoria. Y para llegar ahí el lenguaje del delirio se presenta como revelación, como misterio. Delirando nos encontramos a Antígona entre la vida y la muerte, en esa tierra intermedia, lugar de exilio y al mismo tiempo de acogida. Es la voz de los oprimidos, de los desterrados, de los mendigos, de los niños, Antígona delira con el lenguaje de los desposeídos de tierra. Pero esa palabra es, parafraseando a Unamuno5, una intrapalabra, porque es una palabra que cada vez nos aleja más de una lógica de conceptos, un verbo interior que va hacia un territorio donde el pensamiento poetizante adquiere forma de espiral, la misma forma que tienen los sueños nos dice en su libro El sueño creador (1965).

Los sueños

El estudio que hace Zambrano de los sueños comienza poniendo de manifiesto la relación de estos con la creación literaria porque como la literatura, los sueños «salvan lo que ha nacido sin tiempo en el tiempo»6 , o lo que es lo mismo, es el paso de la atemporalidad a la creación de la palabra en el argumento que se ofrece en el tiempo sucesivo. Aquí, en el sueño, las palabras aparecen, visitan, llegan sueltas «como sin dueño en el océano del silencio»7. Con esas palabras comienza a escribir la obra; pues una noche, en la soledad de su escritorio, una voz le susurra «nacida para el amor he sido devorada por la piedad». Y así, a través de la palabra es que el sujeto –doble en este caso, la propia Zambrano y Antígona– se descubre a sí mismo dejando entrever que es la propia tragedia la que ha de llegar a su anagnórisis. O lo que es lo mismo, que para que Antígona llegara a ser tuvo que llegar a la palabra, es decir, hacerse conciencia:

«Quise oírla siempre, la voz de la piedra, la voz y el eco, esos dos hermanos que son la voz y eco; hermana y hermano, sí. Mas las humanas voces no me dejan oírlas. Porque no escuchan, los hombres. A ellos, lo que menos les gusta hacer es eso: escuchar. Pero yo, mientras muero, quiero oírte a ti, mi tumba, quiero oíros a vosotras, piedras de esta tumba mía blanca como la boca del alba»8

Esas piedras, son las piedras del muro de la Historia sobre las que Antígona se hace conciencia. A este respecto, en diálogo profundo con la tragedia, habla extensamente en su primordial libro Persona y democracia (1956) donde analiza la conciencia íntima, familiar y la histórica, colectiva. Para Zambrano la conciencia histórica es ir «haciéndose cuestión», dudar. Y eso hace Antígona, cuestiona su estirpe. Pero no solo, al hacerlo también se cuestiona en términos de esperanza, es decir, en la promesa de una ley nueva para la ciudad que anhela la vida en libertad. Esa ley nueva es la democracia moral para Zambrano. Pero la historia, como lo sueños, también se presenta en forma de laberinto y por ello en Zambrano nunca es lineal, se dan ascensos y caídas una y otra vez, pero en unos de esos ascensos puede darse «la conversión de la historia trágica en historia ética»; ese es el deseo de Antígona, esa es la radical fraternidad, parábola de la Guerra Civil, que sostiene la obra dramática de Zambrano.

El germen de la luz

Al verter en la creación literaria toda su filosofía, María Zambrano consigue tejer toda una vida de coherencia vital y artística. Y elige el teatro, la forma dramática, para tal fin. Entiende que es en el espacio público, el espacio de la comunión, de la expresión democrática donde han de converger la poesía y la filosofía. En la afilada mirada que arroja sobre Antígona inserta las reflexiones que hemos ido acercando a lo largo de este escrito: la razón poética, una razón mediadora e integral que abrace a lo otro; su fenomenología del sueño, otra razón para ir a la conquista del tiempo; su reflexión ontológica sobre el exilio, la revelación de poder nacer de nuevo y, por último, su estudio sobre la tragedia, un estudio que se fundamenta en el valor de la palabra como germen de un “verbo de luz”. Todas estas aportaciones son de por sí píldoras para una filosofía teatral que después de María Zambrano se ha visto resuelta en diferentes manifestaciones teatrales. Quisiéramos citar tres, fundamentalmente: La palabra danzante de Karlik Danza Teatro que se estrenó en julio de 2016, con motivo del 25º aniversario de la muerte de la filósofa y el aniversario de la compañía extremeña liderada por Cristina Silveira. Es esta una pieza donde la danza, la música y la palabra de Zambrano se integran en una hibridez que pone en valor la razón poética, el delirio y, sobre todo, la reflexión sintiente, la del cuerpo, aquella que no queda supeditada a la razón cartesiana. Posteriormente tuvo lugar en Madrid Diotima, una creación de Eva Varela Lasheras y Raúl Iaiza en el Teatro de la Puerta Estrecha en noviembre de 2017. Eva Varela lleva al teatro, íntegramente, el texto Diotima de Mantinea, uno de los más bellos de la filósofa y cuya puesta en escena, además de arriesgada, resultó ser un viaje hacia la confesión, ese género literario que Zambrano practicó. Unos meses después, en el Centro Dramático Nacional se estrenó La tumba de María Zambrano –pieza poética en un sueño–, de Nieves Rodríguez Rodríguez, una pieza que se adentra en su fenomenología del sueño y en el lenguaje del delirio que, en su resolución escénica, dirigida por Jana Pacheco, se convirtió en poema visual. No han sido las únicas incursiones teatrales alrededor de Zambrano, se han publicado libros, artículos y realizado lecturas dramatizadas en buena parte de la geografía española desde el ámbito escénico. Y no serán las únicas, habrán de venir otras creaciones, otros diálogos al calor de la luz de una de las filosofías contemporáneas más importantes del siglo XX. Y XXI. Un pensamiento para hacer del espacio teatral una práctica indagatoria donde filosofía y teatro se estrechen. Una filosofía teatral que integre lo clásico y lo moderno en una comunión que permita acercarse al teatro que no existe, al otro teatro, ese que Zambrano soñó en el exilio.

[1] ZAMBRANO, María (2011). «Prólogo» a Persona y democracia, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p.379.

[2] GÓMEZ BLESA, Mercedes (2016). «María Zambrano: el exilio como no-lugar» en Debes conocerlas, Ediciones Huso, Madrid, p. 153.

[3] Zambrano cita a menudo la frase «aprender padeciendo» que encontramos en Las Coéforas de Esquilo.

[4] A este respecto cabe citar el estudio Antígonas: la travesía de un mito universal por la historia de Occidente, de George Steiner que da buena cuenta de la influencia del mito griego en el S. XX. Libro, por otra parte, en el que María Zambrano está ausente.

[5] Citamos aquí a Unamuno, maestro de Zambrano junto a Antonio Machado y Blas José Zambrano, porque dialogan en lo que al sentimiento trágico se refiere. La filósofa lo hace, expresamente, en un ensayo que le dedica al pensador vasco titulado así: Unamuno.

[6] ZAMBRANO, María (2011). El sueño creador, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 1004.

[7] Ibid., p. 1041.

[8] ZAMBRANO, María (2011). La tumba de Antígona, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 1132.

Próximamente, versión papel del ejemplar 5

Por Nieves Rodríguez Rodríguez

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