La Resistencia
CRÓNICAS DE Teatros del Canal
Director: ISRAEL ELEJALDE
Autora: LUCÍA CARBALLAL
Por MJ CORTÉS ROBLES
Una vez le pregunté a un compañero de profesión –actor-: “¿y tú cuándo vives?”. Se quedó perplejo y no supo qué responder. Tras presenciar una función de La resistencia en los Teatros del Canal, salí preguntándome lo mismo, cuestionando mi propia forma de vida. No sé. No hay respuestas o hay múltiples respuestas. Lo cierto es que se agota el tiempo y que habría que decidir en qué dedicarlo de una forma más consciente. O no. Estoy muy cansada de formular, no tenemos nada que ver con ecuaciones, por mucho que las incógnitas se empeñen. Podemos fluir, por lo tanto, o todo lo contrario, es lo mismo, el final es el mismo. ¿Con qué tenemos que ver entonces? ¿Somos aquello que hacemos, a lo que nos dedicamos, nuestra profesión nos aporta identidad? ¿Nuestras relaciones sentimentales nos conforman como individuos, o más bien nos desequilibran, nos desvían de nuestro centro vital? Habría entonces que resistirse a los desvíos, estar atentos, agarrar fuerte el timón, resistir los vientos cambiantes o las aguas gélidas que nos bloquean. Aviso a navegantes. ¿Pero qué priorizar cada vez y por qué razón? Instinto de supervivencia.
Afortunadamente el arte es atemporal y en la actualidad conviven diversas formas artísticas de manera abierta y pacífica. ¡Qué delicia cuando me cruzo con un espectáculo que lo que pretende es traernos un pedazo de vida a través de un buen texto bien dirigido! Lucía Carballal e Israel Elejalde son responsables parciales de una hermosa función en la que prima la palabra viva, pese a la maravilla de la escenografía de Mónica Boromello, que sitúa a los actores en un espacio concreto para que por él se desenvuelvan. Pero el foco de atención está claro, delimitado, envuelto en la belleza de ese espacio, sin distracciones. La escenografía es protagonista antes de ser invadida por los personajes, después, se pone a su servicio. Nada más sentarme en primera fila junto a mi acompañante, se despertó mi interés por el lugar representado en escena. Era un restaurante, equilibrado en sus formas, elegante y clásico. Pero nuestra perspectiva como público no era frontal ni perpendicular, sino que el patio de butacas cortaba en ángulo agudo el espacio representado en la escena. La transparencia de las vidrieras que desde el centro del escenario se interponían entre los espectadores y el foro, creaba un apartado de mayor intimidad y, junto a una salida en el foro, se generaban de este modo varios planos de profundidad. Sobre esa pared sin final, sin techo, la imaginación del director proyectaba de vez en cuando otro espacio fantasmagórico, un hogar ordenado y vacío, el del proyecto de vida en común jamás llevado a cabo. La música venía a apoyar aquí, envolviendo la ensoñación en breves notas sutiles, las de “un mundo feliz e íntimo”, un mundo improbable o perdido… -Sandra Vicente, es la responsable del espacio sonoro-
Exuberancia en las formas al encarnar Francesc Garrido a su personaje y, en contraste, la contención de Mar Sodupe al darle vida al suyo. Quien se sabe triunfador suele desplegar las alas y mostrar así el reflejo del sol sobre su plumaje, suele emitir un canto agudo que consigue que se giren los rostros, atrapando las miradas y, de paso, la escucha. Tomar la palabra es tomar el poder. Esta tendencia a ser atendido y aplaudido cada vez que se abre la boca, sea cual sea el tema del discurso, puede perpetuarse, e incluso enquistarse. Es una circunstancia que afecta a los más cercanos, a aquellos con los que el triunfador comparte la vida, a su círculo íntimo, a su pareja. Pero el silencio ajeno es elocuente y pesa. Solo el cristal de las copas en donde vertían los personajes un arco iris de licores era trasparente la otra tarde, durante la función. Detrás las palabras, capas y capas de pensamientos silenciados y recónditos iban fluyendo a borbotones, desinhibidas las bocas y azotada por la urgencia de oxigenarse la sangre en las venas…
El valor de un intelectual, de un artista, suele medirse a través del grado de interés y de admiración que despierta tanto entre los propios intelectuales como en la sociedad en general. Este estatus es en sí mismo un privilegio que defender al tiempo que una carga que sobrellevar; para los iniciados, una meta a alcanzar. Solo se puede admirar aquello con lo que nos identificamos de algún modo, las cualidades propias que consideramos no tener aún desarrolladas, o incluso aquellas que creemos no seremos capaces de poner en valor. Lo que no nos concierne no se admira, se ignora, se desprecia o se le otorga un sentimiento de conmiseración, que es la peor emoción que sembrar en una relación de amor en pareja. Pero, ¿y si aquello que admirábamos en otra persona deja de parecernos admirable? ¿Y si concluimos que esa persona admirable que dice amarnos no nos admira? ¿Acaso se puede ser amado de ese modo, sin admiración? Y, sobre todo, ¿en qué tipo de ser nos convierte esta forma de amor, qué puede aportarnos ese amante para el que no somos un misterio que descubrir porque cree saberlo todo sobre nuestro presente y nuestro porvenir, sobre nuestras capacidades y nuestra esencia, incluso lo que ni nosotros mismos sospechamos? Porque, ¿en qué nos transformamos si permanecemos junto a alguien que no nos admira, para qué nos quiere a su lado? Y, sobre todo, ¿para qué queremos estar junto a otra persona, caminar en paralelo, si no es para crecer, para desarrollar nuestras capacidades, para realizarnos, para ser cada cual quien es, un proyecto siempre de algo nuevo que parte de una esencia muy vulnerable y preciada? Hay que resistirse, resistir; esto supone un esfuerzo continuo, un no abandonarse nunca, o tan solo unos instantes finales entre los brazos del amante, para recuperarse inmediatamente e instalarse en la permanencia de nuestra soledad incontestable, siempre hambrienta. Alimentemos eso que nos muerde dentro, esa necesidad de encuentros y de reflejos, esa ansia de fusionarnos y estallar como cohetes que alcanzan el firmamento. Pero la autoestima, intacta, remendadas las fisuras, tensa como una piel de tambor, que resuene armónica si alguien la golpea. La fe en nosotros mismos no puede estar en venta, ofertada al mejor postor. Alerta contra las heridas de esa índole, huyamos de quien dice querernos para sí pese a nuestras supuestas carencias… ¡No somos propiedad de nadie, busquemos la ligereza de los impulsos! ¡Qué momento el oscurecerse de David -el personaje- durante su disección sobre la forma de escribir de Mónica, sobre la supuesta precariedad de su talento, sobre las razones que él considera que la mueven a crear, sobre lo adecuado de sus objetivos en su carrera literaria! David habla de ella como un dios soberbio que la fagocita, como Saturno devorando a su hija, con terrorífico deleite, como poseído por un poder adivinatorio surgido de los infiernos. Mónica, aguanta, refugiada en el vértice, en la punta de la flecha que está a punto de dispararse hacia la dirección contraria, hacia ese mundo exterior que llama a la puerta con insistencia voluptuosa y salvaje. Ella, sin embargo, no quiere dañar a David, tan solo resistirse al daño que él puede infringirle. Él habla de la posibilidad de abandonar su propia carrera de escritor y ella le responde lo que él espera escuchar, una vez más, a modo de despedida.
Si se mantiene la distancia precisa, solo así puede el ser humano resistir ciertos envites. Una perspectiva irónica nos hace cosquillas en el intelecto y evita el sufrimiento, esto David bien lo sabe. El dolor es inevitable, pero no hay por qué abundar hasta hundirse, esa es una de las claves del éxito.
Luego está el mundo con su complejidad y con sus reglas, no siempre al servicio de la justicia -los intereses del mercado, la publicidad engañosa; las discriminaciones por razones políticas y las otras, las aleatorias… A todo esto y mucho más está sujeta una carrera literaria-. La verdadera batalla no debería darse entre iguales, sino convertirse en un empeño común en derribar barreras y en romper techos de cristal, en un reto individual por superarse técnicamente y ampliar los horizontes intelectuales. Parece ser la postura de Mónica -el personaje-. La lucha más fructífera sería ese empeñarse en dejar huella, en aportar algo particular a la sociedad presente y futura.
Sin embargo, Mónica también parece necesitar mirarse en un espejo amable antes de dar este paso importante en su vida -como cualquiera-, de ahí el apoyarse en la circunstancia del amante joven que la reafirma en lo que quiere ser, en su proyecto de futuro. Lo del amor es un tema ineludible que, como siempre, viene a enredarse. Elijamos de forma consciente en cada ocasión, o permitamos que el amor -presente o ausente- venga a relativizarlo todo, bajo su influencia. Gracias, Lucía Carballal, por este texto brillante, surgido de la convocatoria a la primera Beca de Dramaturgia Contemporánea otorgada por el Pavón Teatro Kamikaze, cuyo estreno hemos podido disfrutar en la Sala Verde de los Teatros del Canal, bajo la dirección de Israel Elejalde. Auguro un futuro de trabajo en común para este potente tándem. Sea.