CRÓNICAS DE Nave 73

KEBAB

AUTORA: Giannina Cărbunariu TRADUCCIÓN: Javier Lago DIRECTOR: Gabriel Fuentes ELENCO: Daniel Ibáñez, Eva Rubio y Pablo Sevilla PRODUCCIÓN: Puctum Compañía

Dicen que el trabajo dignifica. Cuando yo era adolescente le largué un discurso a mi madre que se resume en la frase: “Yo no he nacido para trabajar”. Recuerdo que estábamos las dos sentadas en la cama de su habitación y que mi madre, en lugar de quedarse perpleja, asintió con entusiasmo. Mi madre es una mujer inteligente, sin estudios, pero con una gran intuición. Ella, hija de su generación y mujer de campo, trabajó toda su vida, desde que era una niña. Evolucionó, desempeñando diferentes tareas, incluso llegó a fundar un pequeño negocio. Y ahí tenía a su hija, mirándola frente a frente y recordándola que quizá parte de su vida era un sinsentido. No sabía razonarlo, pero lo entendía.

El primer montaje de Giannina Cărbunariu que vi fue Elogio de la pereza, en el Valle Inclán , la pasada temporada. Me resultó tedioso, algo grandilocuente, pero interesante. En esta segunda ocasión en la que se ha cruzado esta artista rumana en mi camino de cronista, su texto -aún inédito en España- me ha apasionado, lo he disfrutado resuelto en escena como acción pura, me ha resultado un revulsivo, un alimento contundente y difícil de digerir: Kebab

El dönner kebab es un producto asequible, sin embargo, al alcance de una mayoría, nos remite a un consumidor con un poder adquisitivo mínimo. Tanto el olor como el sabor de este producto nos resultan exóticos, apetecibles. La forma de cocinarlo es lenta, clavado en un pincho y girando sin cesar sobre el fuego. Se sirve loncheado, pero sin interrumpir su tortura. Nada sé de la receta ni de la materia prima, aunque lo consumo.

Consumo y me consumen y soy consumida. Trabajo, formo parte del sistema capitalista, por mucho que me escore hacia la izquierda, donde el barranco se abre hacia un paisaje más humanista, más compasivo y empático. Cualquier estructura sistémica engulle identidades individuales, tenga el nombre que tenga. Todos los –ismos acaban siendo atroces. Pero el más feroz hasta el momento, dada su tendencia monstruosa y violenta, es el Capitalismo.

Producir o fracasar. Sonreír o fracasar. Ser “feliz” o fracasar. Como si la felicidad pudiese meterse en un frasco y ponérsela una día tras día detrás de las orejas… Como si el ser humano estuviese hecho de una pieza y no fuese la maravilla cambiante que en realidad es, con todas las emociones juntas y dispuestas en amalgama misteriosa… Nos quieren concretos y productivos, y como última opción, productos consumibles. Si no, a la cuneta, a esperar un milagro en los márgenes, a desaparecer, a desdibujarse como un holograma invisible para los transeúntes que sí producen.

Vivo del dinero que me dan por producir arte -supuestamente-, por utilizar el arte como herramienta social -supuestamente-… Lo único que me salva de la quema a fuego lento es esta tarea de escribir autoimpuesta por la que no percibo remuneración alguna y que, sin embargo, beneficia no solo a mí, sino a terceros. Temo tener suerte y que esta labor de cronista se convierta en un negocio y que deje por eso de tener sentido. Aunque, visto en perspectiva, ya supongo un plan de negocio para quienes se sirven de mis crónicas como plataforma de difusión. No hay forma: estoy inmersa, pertenezco al Sistema. Mi sueño de adolescente se despierta cada mañana con el canto de los pájaros y huye durante el día del atronador rugido de las máquinas, del ensordecedor aullido de las almas presas en sus hangares, quebrado su instinto de vuelo.

El miedo a lo desconocido, al abandono, al dolor y a la muerte, paraliza. Es mejor no pensar y tirar por la calle de en medio, liarse la manta a la cabeza, violentar nuestra inocencia y la de quien se cruce en nuestro camino, hacer camino, andar sin pausa, sin echar la vista atrás hacia “la senda que nunca se ha de volver a pisar” -como un poeta se entretuvo en decirnos- De niña escribía poesía… No sé quién soy, pero sé quién era y lo que me ha arrebatado el Sistema. Y, en todo caso, soy afortunada, en comparación con muchas otras personas.

Los inmigrantes, por ejemplo, esos que huelen a Kebab, que huelen a pobreza, que nos contaminan con sus costumbres, que nos contagian de vete tú a saber cuántos males, que se venden por poca cosa… Si se venden es porque alguien compra, porque compramos. La venta de la carne humana suele gestionarla un hombre, y la carne vendida suele tener nombre de mujer. Son las costumbres más occidentales y sistémicas, las que acepta todo el mundo, esas que se deben al ejercicio de “la profesión más antigua del mundo”. Pero el márquetin lo maquilla todo, hasta los golpes que la noche anterior recibió una puta con la que nos damos placer. Mientras sirva a nuestros intereses, le pagaremos, podrá vivir de sus ganancias, podrá estar dentro del Sistema.

Justifiquen lo que quieran y engañen al vecino con sus discursos, pero no se miren al espejo cuando se queden a solas; puede que ya no se reflejen, como los vampiros, sedientos de sangre pero muertos vivientes.

Kebab: Esta obra fue prohibida por un teatro de Bucarest. Se estrenó en la prestigiosa Schaubühne, de Berlín. Después se ha representado en medio mundo. Esta temporada se ha estrenado en Madrid, en Nave 73, una traducción fiel al texto original, de la cual es responsable Javier Lago. Gabriel Fuentes ha dirigido a un dúo de actores que han debido de transitar por un proceso difícil, hasta asumir el papel que les había tocado en suerte de la manera en que lo hicieron, siendo testigo quien escribe del resultado. Pero imagino que este esfuerzo de actores y director no es comparable con la asunción heroica de la actriz, al experimentar como artista la crudeza que le imponía la encarnación de su personaje. El arte no da la felicidad, ni mucho menos. Parece inútil al Sistema, cuando se opone, pero entonces es cuando adquiere pleno sentido. El Arte es instrumento que corta los hilos y nos fuerza a movernos con voluntad propia, a pensar sin cortapisas, a reflexionar sobre los hechos, al menos durante unos minutos, tras presenciar la función, cuando las sensaciones y emociones provocadas por lo vivido desde el patio de butacas permanecen aún intactas, silenciosas, vírgenes tras la máscara del anonimato. La impronta permanece: imágenes proyectadas por Águeda A. Millán, música original de Gastón Horischnick y Daniel Ibáñez, cuerpos devorando otros cuerpos, cuerpos macerados en constante sacrificio. ¿Dónde queda “la buena vida”? ¡Ah, de la Vida! ¿Dónde queda?

Próximamente, versión papel del ejemplar 5

Por MJ CORTÉS ROBLES

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