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El germen teatral en Zambrano

El germen teatral en Zambrano

El germen teatral en Zambrano

–una aproximación a su filosofía teatral–

La razón poética

María Zambrano comienza a intuir esta razón en los años treinta del siglo pasado (antes de su largo exilio desde 1939 hasta 1984) impulsada por la razón vital de su maestro, Ortega y Gasset, pero a diferencia de esta otra razón, la suya no solo busca insertarse en la vida, sino ser generadora de trayectos capaces de proyectarse en territorios más profundos. O como lo dejó expresado en una carta fechada el 7 de noviembre de 1944 a su amigo Rafael Dieste:

«Hace ya años, en la guerra, sentí que no eran “nuevos principios”, ni “una reforma de la razón”, como Ortega había postulado en sus últimos cursos, lo que ha de salvarnos, sino algo que sea razón, pero más ancho, algo que se deslice también por los interiores, como una gota de aceite que apacigua y suaviza, una gota de felicidad. Razón poética es lo que vengo buscando. Y ella no ha de ser como la otra, tiene, ha de tener muchas formas, será la misma en géneros diferentes»

Apelamos a la idea de intuición porque la razón poética no es un libro, no es un momento, es la vida entera de Zambrano. Esto es así porque de principio a fin podemos entrever la fusión entre su vida y su obra como respuesta a la grave crisis política, cultural y espiritual de Occidente durante la modernidad. No podemos obviar que fue testigo privilegiada de los devenires oscuros del siglo XX, devenires que se verán culminados en su radical filosofía de la esperanza, la reconciliación y la piedad. El camino que emprende va «hacia un saber sobre el alma» resuelto en su concepción de la piedad entendida como «saber tratar a lo otro como otro». En la razón poética existe, pues, una simbiosis entre la vida y la obra, entre la experiencia y el pensar de una autora convencida de que «el mundo del pensamiento no deja de pertenecer a la vida»1 ; convencimiento que la lleva a querer «reconciliarse» a pesar la tragedia del mundo y de la suya personal, hablamos de su saber de experiencia: el exilio.

El exilio

En María Zambrano el exilio no es solo una experiencia personal e histórica, aunque también, sino una dimensión histórica trascendida por una dimensión metafísica y mística en la que el exiliado es un sujeto trágico, en crisis, que expresa su padecer. Lo trágico en María Zambrano lo podemos entender si nos aproximamos a la idea de «sentir originario», un sentir que nace en la experiencia básica y primera de todo ser humano, del que brotan los anhelos más íntimos que al no verse resueltos producen una insatisfacción, pero también, por ello mismo, al no tener cumplimiento inmediato se difieren en esperanzas; esperanzas que, a su vez, al toparse con la realidad se transforman en tragedias. Esta multiplicidad de sentires sitúa aquí la tragedia como un sentimiento. Un sentimiento que difiere de la concepción de los existencialistas al hablar del ser humano como ser arrojado al mundo, pues Zambrano lo hace como «un ser a medias nacido», un ser consciente de su insatisfacción, que quiere más y que va en busca de ello como el exiliado que expresa su sentimiento de orfandad y abandono porque no tiene un lugar donde enraizar su existencia. Esta «hambre de nacer del todo» se ofrece en clave mística como nos recuerda la filósofa Mercedes Gómez Blesa en su pormenorizado estudio sobre la fenomenología del exilio:

«Este sentimiento que experimenta el exiliado sólo adviene tras haber atravesado varias etapas que se le ofrecen, como exigentes pruebas, a todo aquel que ha tenido que abandonar su suelo natal. Zambrano concibe, pues, el exilio, en clave mística, como un rito de iniciación que ha de ser consumado atravesando varias moradas hasta alcanzar “el exilio logrado”»2

Esta última morada se ofrece como revelación que aparece tras poner la existencia al límite, en el momento en que se está entre la vida y la muerte. La conciencia aquí se identifica con «el saber de experiencia» a través del padecimiento, un saber trágico que nos remite al «saber padeciendo»3 de Esquilo en el momento de la anagnórisis.

La tragedia

El verbo con el que nombrar este ir padeciendo se emparenta con el delirio desde su concepción prelingüística. Pues el origen del teatro es para Zambrano, precisamente, el delirio, es decir, el grito primordial que al articularse encuentra su sentido: una razón que va destilándose hasta universalizar lo individual, una palabra que sigue la máxima de Empédocles y que «hay que repartir bien por las entrañas», una palabra que será la palabra que otorgue a su Antígona. A Zambrano le llevará más de treinta años la escritura de La tumba de Antígona (1967) ahondando en el mito, en la tragedia y sus personajes, pero de manera significativa en la idea de lo trágico en términos históricos. Comienza en 1937 con un inédito que titula «Tragedia y Filosofía» que escribe desde Chile cuando ya sabe que «es matemático que se ha perdido la guerra». Una década después, en pleno exilio, desde la Habana, escribe Delirio de Antígona en la Revista Orígenes. Este ahondar lento durante años, este conocimiento profundo es, en verdad, el propio de Zambrano que, como los místicos, se convierte en una reflexión de descenso para encontrar un camino de ascenso; el mismo camino que busca su Antígona desde su tumba-cuna. El interés de Zambrano por Antígona se debe a diversos motivos; Antígona, es sabido, fue en el siglo XX figura de conciencia colectiva que habla de la resistencia y de la libertad4 y, en este sentido, la Antígona de Zambrano es hija de su tiempo, también: voz contra la tiranía del poder, la manipulación y el ocultamiento de la verdad y la memoria. Y para llegar ahí el lenguaje del delirio se presenta como revelación, como misterio. Delirando nos encontramos a Antígona entre la vida y la muerte, en esa tierra intermedia, lugar de exilio y al mismo tiempo de acogida. Es la voz de los oprimidos, de los desterrados, de los mendigos, de los niños, Antígona delira con el lenguaje de los desposeídos de tierra. Pero esa palabra es, parafraseando a Unamuno5, una intrapalabra, porque es una palabra que cada vez nos aleja más de una lógica de conceptos, un verbo interior que va hacia un territorio donde el pensamiento poetizante adquiere forma de espiral, la misma forma que tienen los sueños nos dice en su libro El sueño creador (1965).

Los sueños

El estudio que hace Zambrano de los sueños comienza poniendo de manifiesto la relación de estos con la creación literaria porque como la literatura, los sueños «salvan lo que ha nacido sin tiempo en el tiempo»6 , o lo que es lo mismo, es el paso de la atemporalidad a la creación de la palabra en el argumento que se ofrece en el tiempo sucesivo. Aquí, en el sueño, las palabras aparecen, visitan, llegan sueltas «como sin dueño en el océano del silencio»7. Con esas palabras comienza a escribir la obra; pues una noche, en la soledad de su escritorio, una voz le susurra «nacida para el amor he sido devorada por la piedad». Y así, a través de la palabra es que el sujeto –doble en este caso, la propia Zambrano y Antígona– se descubre a sí mismo dejando entrever que es la propia tragedia la que ha de llegar a su anagnórisis. O lo que es lo mismo, que para que Antígona llegara a ser tuvo que llegar a la palabra, es decir, hacerse conciencia:

«Quise oírla siempre, la voz de la piedra, la voz y el eco, esos dos hermanos que son la voz y eco; hermana y hermano, sí. Mas las humanas voces no me dejan oírlas. Porque no escuchan, los hombres. A ellos, lo que menos les gusta hacer es eso: escuchar. Pero yo, mientras muero, quiero oírte a ti, mi tumba, quiero oíros a vosotras, piedras de esta tumba mía blanca como la boca del alba»8

Esas piedras, son las piedras del muro de la Historia sobre las que Antígona se hace conciencia. A este respecto, en diálogo profundo con la tragedia, habla extensamente en su primordial libro Persona y democracia (1956) donde analiza la conciencia íntima, familiar y la histórica, colectiva. Para Zambrano la conciencia histórica es ir «haciéndose cuestión», dudar. Y eso hace Antígona, cuestiona su estirpe. Pero no solo, al hacerlo también se cuestiona en términos de esperanza, es decir, en la promesa de una ley nueva para la ciudad que anhela la vida en libertad. Esa ley nueva es la democracia moral para Zambrano. Pero la historia, como lo sueños, también se presenta en forma de laberinto y por ello en Zambrano nunca es lineal, se dan ascensos y caídas una y otra vez, pero en unos de esos ascensos puede darse «la conversión de la historia trágica en historia ética»; ese es el deseo de Antígona, esa es la radical fraternidad, parábola de la Guerra Civil, que sostiene la obra dramática de Zambrano.

El germen de la luz

Al verter en la creación literaria toda su filosofía, María Zambrano consigue tejer toda una vida de coherencia vital y artística. Y elige el teatro, la forma dramática, para tal fin. Entiende que es en el espacio público, el espacio de la comunión, de la expresión democrática donde han de converger la poesía y la filosofía. En la afilada mirada que arroja sobre Antígona inserta las reflexiones que hemos ido acercando a lo largo de este escrito: la razón poética, una razón mediadora e integral que abrace a lo otro; su fenomenología del sueño, otra razón para ir a la conquista del tiempo; su reflexión ontológica sobre el exilio, la revelación de poder nacer de nuevo y, por último, su estudio sobre la tragedia, un estudio que se fundamenta en el valor de la palabra como germen de un “verbo de luz”. Todas estas aportaciones son de por sí píldoras para una filosofía teatral que después de María Zambrano se ha visto resuelta en diferentes manifestaciones teatrales. Quisiéramos citar tres, fundamentalmente: La palabra danzante de Karlik Danza Teatro que se estrenó en julio de 2016, con motivo del 25º aniversario de la muerte de la filósofa y el aniversario de la compañía extremeña liderada por Cristina Silveira. Es esta una pieza donde la danza, la música y la palabra de Zambrano se integran en una hibridez que pone en valor la razón poética, el delirio y, sobre todo, la reflexión sintiente, la del cuerpo, aquella que no queda supeditada a la razón cartesiana. Posteriormente tuvo lugar en Madrid Diotima, una creación de Eva Varela Lasheras y Raúl Iaiza en el Teatro de la Puerta Estrecha en noviembre de 2017. Eva Varela lleva al teatro, íntegramente, el texto Diotima de Mantinea, uno de los más bellos de la filósofa y cuya puesta en escena, además de arriesgada, resultó ser un viaje hacia la confesión, ese género literario que Zambrano practicó. Unos meses después, en el Centro Dramático Nacional se estrenó La tumba de María Zambrano –pieza poética en un sueño–, de Nieves Rodríguez Rodríguez, una pieza que se adentra en su fenomenología del sueño y en el lenguaje del delirio que, en su resolución escénica, dirigida por Jana Pacheco, se convirtió en poema visual. No han sido las únicas incursiones teatrales alrededor de Zambrano, se han publicado libros, artículos y realizado lecturas dramatizadas en buena parte de la geografía española desde el ámbito escénico. Y no serán las únicas, habrán de venir otras creaciones, otros diálogos al calor de la luz de una de las filosofías contemporáneas más importantes del siglo XX. Y XXI. Un pensamiento para hacer del espacio teatral una práctica indagatoria donde filosofía y teatro se estrechen. Una filosofía teatral que integre lo clásico y lo moderno en una comunión que permita acercarse al teatro que no existe, al otro teatro, ese que Zambrano soñó en el exilio.

[1] ZAMBRANO, María (2011). «Prólogo» a Persona y democracia, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p.379.

[2] GÓMEZ BLESA, Mercedes (2016). «María Zambrano: el exilio como no-lugar» en Debes conocerlas, Ediciones Huso, Madrid, p. 153.

[3] Zambrano cita a menudo la frase «aprender padeciendo» que encontramos en Las Coéforas de Esquilo.

[4] A este respecto cabe citar el estudio Antígonas: la travesía de un mito universal por la historia de Occidente, de George Steiner que da buena cuenta de la influencia del mito griego en el S. XX. Libro, por otra parte, en el que María Zambrano está ausente.

[5] Citamos aquí a Unamuno, maestro de Zambrano junto a Antonio Machado y Blas José Zambrano, porque dialogan en lo que al sentimiento trágico se refiere. La filósofa lo hace, expresamente, en un ensayo que le dedica al pensador vasco titulado así: Unamuno.

[6] ZAMBRANO, María (2011). El sueño creador, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 1004.

[7] Ibid., p. 1041.

[8] ZAMBRANO, María (2011). La tumba de Antígona, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 1132.

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Por Nieves Rodríguez Rodríguez

Ensayos

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GRAND FINALE

GRAND FINALE

Coreografía y música: Hofesh Shechter

Todo lo que vemos y escuchamos está mezclado con la pasta de lo que ya somos. Si nos enseñaran desde pequeños que todas las teorías culturales están enmarañadas en la subjetividad de los que las pensaron y pusieron por escrito, o sea, que todo lo que no es ciencia pura, tiene mucho de carne, de conciencia pasajera, y en ese sentido, incluso de desecho, leeríamos de otra manera, sin esperar verdades absolutas.

Intentar escribir asépticamente sobre danza, desde una perspectiva despegada y objetiva me parece igual de ridículo que explicarle a alguien que mover el pie así o la mano allá “está mal”. El arte, igual que los textos que hablan de él, es rabiosamente subjetivo y fluido, embadurnado en las flemas de los cuerpos que lo hacen. Una lanza rompo en ese sentido por David Zambrano que presenta sus improvisaciones diciendo “Aquí vengo hoy a mostrarles una danza”. Asentando en la mente del público que es solo una de las muchas posibles, que su danza no viene a decir que hay que moverse así, ni que esto es lo bueno.

Hago esta introducción para hablar de Grand Finale porque es una pieza de danza muy corporal y por eso se me pega a la subjetividad. Pero ¿cómo? ¿danza corporal? ¿acaso no lo son todas? Pues creo que no. Hay danzas que utilizan el cuerpo de los bailarines como medio para enseñar el intelecto del creador, posicionándose política o estéticamente, usan el cuerpo como forma del concepto. Pero esta pieza hace algo muy difícil que es coreografiar (estructurar y fijar posibilitando la repetición) la espontaneidad de la danza de la fiesta. Esa que nace de las vísceras, del inconsciente, como las ganas de besar.

Si fue bueno para mí ir el viernes a ver Grand Fínale, fue porque me regalaron casi dos horas de trance. Si me faltó algo, fue no poder subirme al escenario a bailar con ellos. Y si tengo alguna duda es: ¿se ve esta pieza bien desde la cuarta pared? ¿No se vería mejor, y redoblaría su efecto, desde alrededor o desde entremedias?

Lo que la hace tan placentera, un masaje a mi nostalgia, es el lenguaje físico natural y relajado (release para enterados), tan humano, tan suavecito, tan respirado, tan aparentemente fácil como si todos los que hemos bailado en una discoteca hasta el amanecer pudiéramos hacerlo. A esto se suma un exquisito equilibrio musical entre tecno y música clásica que no permite aburrirse. A veces suena a Max Richter pero con un residuo sucio que le quita cursilería, y de nuevo se vuelve electrónica (¿sonará igual la electrónica de ahora que la que escuchaba yo en el Nature en 1997?)

Leo que el coreógrafo Hofesh Shechter fue batería antes que bailarín y me parece tan adecuado, porque es una profesión musical muy física en la que hay que golpear para sustentar el ritmo de la banda. También el viernes nos dirigió como un chamán a bailarines y público hacía ese trance, celebratorio o funerario, que se presenta de vez en cuando en la vida y que es tan difícil de imitar cuando no surge por si solo.

Porque ¿sabes cuando pierdes a alguien y buscas respuestas, pero del tipo que no vas a encontrar en los libros ni en las palabras de tus amigos, sino, en todo caso, yéndote de borrachera y bailándolo todo, o corriendo -si eres de esos- en el gimnasio? Parece como si tuvieras que agitarte para reencontrarte. Sacudirte, sudarlo, dejarlo salir.

Leo en la descripción del espectáculo de la Web de Teatros del canal que esta obra “habla del caos del mundo”, pero para mí, es un sacudirse por el gusto de hacerlo y porque a veces hay verdadera necesidad. El punto de partida conceptual de este trabajo no me parece tan importante. Lo importante es que captura elegantemente la vibración de estar vivo que se siente en las entrañas, con todas sus incógnitas.

Escuché mucho silencio entre la gente a la salida del teatro. No el silencio de la ovación, ni el de la reflexión, sino el de no poder, o no querer, poner en palabras. Los rostros estaban relajados como después de darse un baño. Y es que no se sale de un spa comentando “lo que más me ha gustado ha sido cuando el chorro de agua caliente me ha caído por el supraespinoso, ¿y a ti?” Como tampoco se sale de la discoteca comentando que entre la segunda y tercera copa se bailó utilizando pasos del folklore senegalés por casualidad intercalados con movimientos de cabeza grunges. No, se comparte un silencio en el que se entiende el gusto que nos ha dado. Así sentí al público el viernes, como que nos alegrábamos de haber ido, de que nos hubieran dado un buen baño de música y cuerpo refrescante tan diferente a nuestra cotidianidad. Lavadero de coche para la conciencia.

Escuché también, durante los aplausos, a un grupo de jóvenes entusiastas gritando, muy fans, casi hooligans. Esto me hizo sentir un poco vieja -porque no hace tanto pude haber sido una voz más pero ya no- aunque lo entendí perfectamente: cuando bailas todos los días en una escuela o un conservatorio y te esfuerzas mucho, y le ponen notas a tu manera de bailar, a tus líneas, a tus ideas creativas, y lo pasas mal si te suspenden, y luego te vas de fiesta con tus compañeros, y ahí, en la pista de la disco, sin profesor, sin público crítico, sin cuaderno, simplemente bailas y recuerdas por qué empezaste a hacerlo, y eso te da fuerzas para volver el lunes, ponerte unas zapatillas de ballet si hace falta, y seguir.

Y un día llega Hofesh Shechter a tu ciudad y te dice: “Mira, desde la música noise, desde el punk, desde el tecno, desde la danza de la discoteca también se puede bailar en Teatros del Canal”, y tú, jovencita, tierna estudiante, apasionado aprendiz, encuentras maestro en el hueco que dejan tus profesores académicos que te dice lo que está bien y lo que está mal, y por eso te brillan los ojos y aplaudes con ganas, un aplauso que suena a: ¡gracias por mostrarme este camino! ¡espero hacer eso algún día!

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Por Paula Lamamie de Clairac

CRÓNICA DE Teatros del Canal

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®Rahi-Rezvani

Teatros del Canal
GRAND FINALE Coreografía y música: Hofesh Shechter
®Rahi Rezvani 2017 Media

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Masticar hielo

Masticar hielo

(Versión de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de EDWARD ALBEE)

Dirección y adaptación: MARC RIVERA

Co-producción: EL EJE y TEATRE TANTARANTANA

Hay obras que transcienden por sí mismas, que dejan atrás a sus autores, cobrando protagonismo en épocas posteriores a su alumbramiento, con pleno sentido. El título de una obra es su presentación ante el universo literario y, en el caso del teatro, frente al público. No sé por qué no se le suele prestar atención a estas primeras palabras no dichas sobre el escenario pero que preceden al texto dramático y, de algún modo, condensan el contenido de lo que se va a representar en cada función. ¿Por qué alguien habría de temer a Virginia Woolf? ¿Por qué Albee retaba a sincerarse a aquella persona que temiera a la literata, famosa por su perspectiva feminista ante el mundo? ¿Cuál era el motivo por el cual quizá Albee ironizaba, cuestionándose tal cosa?

“No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”

Así amenazaba a quien se interpusiese en su camino esta pionera con habitación propia, capaz de pensar por sí misma, pese a condicionamientos y convenciones. Es lógico imaginar el temor que pudiera provocar en un mundo en el que los hombres tenían no solo la primera palabra sino, lo que es más importante, la última, la que dictamina, mandato y ejemplo para generaciones futuras.

Masticar hielo es un título distinto al de Albee, se refiere a una acción, a la costumbre de algo tan cotidiano como masticar, sea lo que sea que nos llevemos a la boca; nos transmite sensaciones físicas concretas, provocadas al imaginar algo tan inusual como la deglución del hielo en estado sólido. Si lo que nos llevamos a la boca es la emoción desbocada, a lomos de la cual cabalgan pensamientos gélidos y con aristas, tenemos armada la representación de una obra del gran Edward Albee, versionada en esta ocasión por Marc Rivera. Es el propio Rivera el que dirige a El eje, compañía independiente que formó parte de El Ciclo, programa de residencias artísticas de Teatre Tantarantana, sito en la ciudad de Barcelona.

¡Qué bueno que los espectáculos gestados en Cataluña salgan de gira y lleguen a Madrid, y qué afortunada soy al seleccionarlos para mis crónicas! Este elenco de cuatro interpretes me puso la otra tarde contra las cuerdas, me dejó sin aliento, me zarandeó a conciencia -o la conciencia-, me colocó boca abajo y dejó caer todos mis prejuiciosos hábitos románticos. Se destripó este concepto del “amor romántico” desde el escenario del mismo modo que se limpia un pescado crudo, sin ápice de escrúpulo ante el hedor de lo extraído y la sangre derramada, coagulada ya en exceso por haber sido tanto tiempo retenida. Los intérpretes envistieron unos contra otros como si no hubiera un mañana, como si todo en el mundo fuese pérdida, como si el romanticismo consistiese en internarse para siempre en una fosa séptica sin esperanza de aire fresco, en un agujero profundo sin vistas al cielo.

La toxicidad de las relaciones cuando se interpone el maltrato queda garantizada, suele convertirse en un círculo infernal de repetición de roles, como si se tratase de uno de esos juegos en los que la única ganancia consiste en interpretar el papel desde el principio al fin aferrándose, por si acaso, a las constantes vitales. Como espectadora desee más de una vez que se soltasen, que se quedaran quietos en el suelo, que las balas no fuesen de fogueo, que terminase el suplicio. Les tuve compasión y me horrorizaron. Pero, antes, me identifiqué con cada personaje en diferentes momentos, me hicieron reír a carcajadas, pese a las reiteradas crueldades mutuas. Es para hacérselo mirar, para hacérnoslo mirar todos y cada uno, todas y cada una de las personas allí presentes. La perplejidad vino a rescatarnos al final de la función y nos llevó en volandas hasta nuestras vidas respectivas.

Es de lo mejor que he presenciado en teatro en mucho tiempo, eso le dije a mi acompañante. ¡Qué entrega intelectual y qué desgaste físico para encarnar estas pasiones! La emoción de los actores y actrices se proyectaba desde lugares distintos, diferenciados por lo esencial en cada uno de los personajes. Entre todo el elenco se construía un entramado de lógicas de acción bestiales, apocalípticas, hermanas del suicidio intelectual y de la ingravidez que provoca la falta de ética cuando se han traspasado ciertos límites. La destrucción de un ser humano es cosa de poco, tan solo hay que dar un paso en una dirección equivocada, o ser incapaz de superar un acontecimiento y quedarse atrapado en ese infierno acompañado por quien antiguamente construía a tu lado la ilusión de emparejar dos vidas en un tiempo compartido, la ilusión de un compromiso firme que después supone una condena o, a lo peor, una mortaja.

Cada uno de los intérpretes tuvo su momento estelar, cada quien se quedó desnudo en escena frente al público -en sentido figurado, aunque relativamente, pues queda más a la intemperie el alma desnuda de un ser humano que el cuerpo, es siempre materia más sensible, más frágil-. Lo tremendo es la intuición de que el “juego” volverá a repetirse de forma sistémica, lo terrible ese quedarse mudo e inmóvil de los espectadores y espectadoras, frente a sus gritos de “socorro”. Les aplaudimos por su valentía y su talento, pero no fue suficiente. Nada es suficiente frente a un texto así, ni siquiera esta crónica deslavazada y estéril. Albee decía que sus obras debían ser útiles, no meramente decorativas. Era un dramaturgo comprometido en lo social y lo político. ¿De qué nos reíamos entonces con tanto ahínco, en amalgama cobarde, entre el público? Queríamos disfrazar el dolor, igual que los personajes, queríamos olvidar el daño y sus consecuencias, queríamos hurgar en la herida y convencernos de que existe una salida hacia el pasado, sin tener en cuenta que lo único que verdaderamente existe es el presente, este presente deslumbrante y perecedero.

Mi acompañante opinaba que, si continuaban “intentándolo”, los protagonistas tendrían una oportunidad de superarlo juntos. Mi acompañante es inteligente y sensible, con formación cultural y una mentalidad abierta, nada sospechoso de resistirse a los cambios. Se me puso el bello de punta al escuchar su afirmación. Esta anécdota vino a corroborarme que la sociedad está muy enferma y que los vínculos que se establecen entre los individuos necesitan revisarse de forma urgente, como ya se está haciendo desde los movimientos feministas, siendo claro ejemplo este montaje. No se pueden justificar ciertos comportamientos nunca, pese a que entendamos qué resortes los provocan. Hay que proteger a las personas, su integridad física, intelectual y emocional, independientemente de que se vean envueltas en un acontecimiento o circunstancia, hay que hacer lo posible por erradicar cualquier forma de violencia. Si esto resultase utópico, empecemos por establecer medidas de control sobre los agresores que se cumplan, programas educativos que traten de modificar conductas o de evitar que se den en el futuro. Y, por encima de todo, hay que desenmascarar los constructos sociales que nos conducen a ser artífices y víctimas de estos infiernos emocionales sufridos en el seno de las relaciones de pareja. El maltrato es maltrato, las agresiones nunca son expresiones de cariño ni quedan justificadas por el descontrol de los impulsos. Solo es fortuita una agresión cuando se produce como reacción inmediata, en legítima defensa, y siempre y cuando esta reacción lógica no se convierta en el inicio de un bucle, de una repetición constante de dinámicas nocivas. Y esto sin conocer las leyes, sin echar mano de la normativa, considerando de forma superficial lo que mis valores éticos me inspiran…

Da miedo: los enganches emocionales pueden llegar a ser tan fuertes que los individuos involucrados pierden no solo autonomía sino identidad, pasando a formar parte de un tándem que los desdibuja, que otorga sentido a lo que no lo tiene en absoluto. El terror a enfrentar la verdad, a admitir que la vida se acabe, que todo en la existencia es perecedero, nos hace inventarnos una alternativa vital en la que respiramos ilusiones. Pero las ilusiones no son más que fuegos fatuos que se disipan en cuanto aparece la realidad con su guadaña dispuesta, con sus fauces abiertas y su cola de serpiente, para inocularnos su veneno, cáliz de crueldad e irreverencia. Sálvese quien pueda… O empeñémonos, no obstante, en transformar la forma de vincularnos. Llamadlo “amor” o como os parezca, ponedle otro apellido, pero es urgente revisarlo, deconstruirlo, reinventarlo.

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Por MJ CORTÉS ROBLES

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Aitor Rodero

Companyia El Eje Tantarantana
Mastica Hielo © Aitor Rodero.

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Violeta Arellano

Violeta Arellano, prendas desobedientes en sesión continua

Violeta Arellano

prendas desobedientes en sesión continua

En 2014 se licenció con un novedoso proyecto centrado en el vestuario escenográfico. Dejó huella entre sus profesores y un año después fue seleccionada para representar a La Rioja en los XXX Premios Nacionales de la Moda para Jóvenes Diseñadores.

Violeta Arellano nació en julio de 1984 en Calahorra y estudió Diseño de Interiores en la localidad navarra de Corella. Mientras trabajaba en varios proyectos relacionados con el interiorismo decidió que quería estudiar Moda. “Un día que pasaba por delante de la Escuela de Diseño de La Rioja, en Logroño, vi en un cartel que iban a introducir los estudios de Moda. Sin pensármelo dos veces entré para informarme y me inscribí. Tuve la suerte de ser admitida en la primera promoción de la ESDIR”, asegura Violeta.

Su pasión es el cine y el teatro. Con un referente: Tim Burton. “Me considero una persona autodidacta, siempre estoy involucrada en proyectos artísticos, en especial en lo referente a las artes escénicas”. Está decidida a labrarse un nombre propio en el campo de la escenografía y el vestuario. Aún recuerda lo que significó para ella Alicia en el país de las maravillas (2010, Tim Burton). “Me gusta todo lo que hace Burton, tiene una estética muy marcada que queda reflejada en sus películas y con la que me siento muy identificada. Por eso en algunos de mis diseños puede verse ese toque artístico que le caracteriza. Fue a raíz de Alicia cuando decidí que quería estudiar moda y dirigirme al diseño artístico y de vestuario”.

La estadounidense Colleen Atwood ganó el tercero de los cuatro Oscar que posee al mejor diseño de vestuario por esa película. Ha sido nominada en doce ocasiones y también se llevó la estatuilla a casa por Chicago, Memorias de una geisha y Animales fantásticos. “Atwood realizó un magnífico trabajo de vestuario, cuidando cada detalle y creando verdaderas piezas de arte que encajan con la estética de la película”, señala Arellano. Y añade: “El cine es mi gran pasión, sobre todo de fantasía y ciencia ficción. Me dejo llevar a mundos imaginarios que conviven con mi inquieta personalidad. Me fijo mucho en lo concerniente a la dirección artística, la ambientación y la fotografía. Aparte de Alicia, si tuviese que elegir otra película me quedaría con Gran Hotel Budapest (2014, Wes Anderson)”.

La artista riojana se encargó de la dirección de vestuario del cortometraje Decisiones, de la productora Uniko, dirigido por Iván Miñambres y protagonizado por Ramón Barea, Gorka Otxoa y Yannick Vergara. “Trata sobre las dificultades que existen a la hora de decidir. La vida no se detiene cuando se presenta ante nosotros una encrucijada, aunque puede cambiar de arriba abajo”, subraya la calagurritana. “Cuando leí el guión me pareció un tema muy interesante. Además, casi toda la historia transcurría en un sueño, por lo que todavía me llamo más la atención. Después de tener varias reuniones y hablar tanto con el director como con la parte de ambientación y dirección artística pude completar todo el vestuario”.

Violeta vistió a los personajes con el mismo color, “una estrategia que casaba con la trama y la ambientación pero que, al mismo tiempo, respetaba la esencia de cada rol”. Cinco días de rodaje sirvieron para que las ganas de dedicarse en cuerpo y alma al diseño de vestuario para cine, teatro y televisión se asentaran en Violeta. “Gracias a esta oportunidad aprendí cómo funciona un rodaje desde dentro. El equipo se convirtió en mi familia. En un proyecto audiovisual tienes que estar pendiente de muchos detalles que pasan desapercibidos o que no tienen tanta importancia como cuando realizas otro tipo de proyecto. La experiencia me resultó fascinante y muy enriquecedora”.

Lo que más le gusta del diseño de vestuario es la necesidad de crear partiendo de una historia, un cambio significativo con respecto a la confección tradicional de sus creaciones. “Cuando pienso en mis prendas para un desfile o una colección me dejo llevar desde cero. En el caso de teatro o cine el panorama cambia porque tienes que ceñirte a un guión. Al principio esto me daba un poco de miedo porque yo soy un ser libre y no quería seguir unos cánones establecidos, pero cuando me adentré en el mundillo descubrí que es maravilloso crear para una historia ya definida. Además, siempre me han dejado espacio para ser yo misma”.

En 2015, participó en otro proyecto audiovisual en el que realizó el vestuario de Uxue Serrano, cantante del grupo Reloj de Papel, para el videoclip Duda Razonable, dirigido por Distrito 101. “Me resultó muy interesante porque era el primer videoclip en el que tenía que realizar el diseño de vestuario”. Anteriormente, Violeta había prestado una de sus colecciones para el videoclip Bailar, del cantante Jafi Marvel. “En esta ocasión se trataba de realizar un vestido para Uxue acorde con la escenografía, que se caracterizaba por una estética y unos colores muy marcados. La escena se componía de un espacio interior dividido en dos, una parte rosa y otra azul. Confeccioné un vestido con esos dos tonos y el resultado fue precioso”.

La experiencia con Reloj de papel hizo que el gusanillo del diseño de vestuario para videoclips se le metiera dentro. Ha prestado sus trajes en el primer trabajo del grupo Andrōmeda, llamado Feniletelamina y, actualmente, colabora con Antifan en el último vídeo musical de la cantante Lennis Rodríguez, para quien ha realizado muchos de sus estilismos. “Estoy muy contenta y pienso centrarme cada vez más en el mundo de la farándula, tanto cine como televisión o teatro”, afirma la diseñadora. “Trabajar con Lenny me encanta. Si tuviese que elegir algún conjunto, me quedo con la portada de Fuego, junto a Henry Méndez, donde aparece con un pantalón muy atrevido y llamativo, tanto por su diseño como por el tejido iridiscente, de mi última colección”.

A este paso vemos dentro de nada a Violeta recogiendo un Goya al mejor diseño de vestuario. De hecho, como se mencionaba al principio, fascinó a la ESDIR con su trabajo final de carrera. “Opté por realizar el vestuario para la película La Casa del Viento, basada en el libro Aradia o El Evangelio de las Brujas, una novela basada en el Medievo cuyo eje conductor es la mitología pagana. De esta forma surgió la colección La Bella Peregrina”. Su novedosa apuesta, compuesta por 16 personajes que cuentan una historia, con mezcla de fantasía y realidad, cautivó a propios y extraños.

“Siempre me han entusiasmado las hadas y las brujas. Por eso la diosa Aradia me fascinó. Cuenta la leyenda que se encarnó para instruir en las artes de la brujería a los campesinos para que se defendieran de los señores feudales y la Iglesia Católica”. El estadounidense Charles Leland escribió El evangelio de las brujas en 1899 , aunque no fue hasta mediados del siglo XX cuando la obra alcanzó cierta repercusión.

“Un diseñador necesita saber de todo, no solo de lo relativo a la moda. Crear una marca implica tocar muchos campos: la imagen, la creación de las colecciones, el patronaje y la confección, el marketing y la publicidad. Todo ello confiere personalidad al negocio. Por lo tanto, es indispensable estar al tanto de materias como diseño gráfico y de interiores”.

El dominio de varias disciplinas le ha abierto las puertas del vestuario para cine y teatro. Pretende combinar esta faceta con su propia firma de moda y el diseño artesanal de sus prendas. Hace tres años creó su marca oficial y, con perseverancia, va obteniendo resultados. “Hace un tiempo viví una temporada en Florencia y, al volver a España, lo tenía claro: me labraría un nombre en el sector. Lo que experimenté en la Toscana fue único, sensaciones, olores que jamás había percibido, maestros que me inculcaron su amor hacia el arte con mayúsculas”.

A Violeta la pasión por la moda le viene desde la cuna. “Me la inculcó mi madre, una mujer elegante y con un gusto exquisito, amante del arte y el saber estar. He crecido rodeada de revistas y viendo la evolución de los grandes diseñadores”, subraya la artista. “Esto se une a mi faceta artística. Me gusta crear desde cero, como los orfebres, que tienen que trabajar con las manos y jugar con los materiales para hacer algo nuevo”.

Tras su paso por los XXX Premios Nacionales de Moda con Sinuous Line, fue finalista en la VII Muestra de Jóvenes Diseñadores de Cantabria con la colección The House of the Wind. “Llevo tres años esforzándome al máximo para consolidar mi marca, darla a conocer y mostrar al mundo lo que realizamos”, comenta. “Todavía nos queda mucho trabajo por delante; lo importante es mantenerse a flote y seguir creando prendas que transmitan nuestra personalidad, que evoquen sentimientos”.

Violeta Arellano (https://violetaarellano.com) es una marca de moda alternativa dirigida a un público independiente. Sus diseños artísticos son únicos y exclusivos y en ellos se refleja la personalidad de la artista, bagual e indómita. Realizan prendas sostenibles y confortables en las que prima la calidad.

“En el vestuario que realizo para teatro y cine es donde más se perciben mis fuentes de inspiración. Recurro constantemente al mundo artístico, arquitectura, escultura, pintura e historias de fantasía o ciencia ficción. Además existe una fuerte influencia del arte urbano y la cultura underground. Mezclo elementos de la naturaleza y la geometría para crear un estilo futurista con un toque mágico”.

La calagurritana afincada en Logroño se mueve de momento a nivel nacional, “pero una vez esté consolidada la marca nos gustaría poder expandirnos internacionalmente. Sabemos que la marca podría encajar en las ciudades más cosmopolitas del mundo, donde la moda es más loca y transgresora”. Justo esa transgresión es la que ha intentado plasmar en los trajes que ha hecho para cine: “Mezclar los tonos de la paleta de colores me da la vida. Mi color preferido es el violeta, el color de la magia, de los sueños y la imaginación. Es un color relajante y sutil que se asocia con fuerza espiritual y sensibilidad. Además, representa la mezcla de lo femenino con lo masculino, el rojo con el azul”.

A pesar de su juventud, Arellano ha trabajado con artistas de fama mundial como Bibian Blue, especializada en corsetería, o Assaad Awad, experto en cuero, cuyos diseños suelen emplearse en teatro y ballet. “Bibian es increíble. Admiraba su trabajo desde hace años. Todo lo hace artesanalmente, como si fuera alta costura, de ahí que el patronaje y la confección sean muy importantes en su taller de Barcelona”.

Del libanés Assaad Awad recuerda con cariño un curso intensivo en el que aprendió mucho, sobre todo aquello relacionado con el cuero, “material que trabaja maravillosamente y que, al mezclarlo con metal, crea piezas espectaculares”. Awad ha cautivado a artistas como Madonna o Lady Gaga.

“Otra de mis experiencias más gratificantes fue un seminario que realicé con el figurinista Paco Delgado, que ha trabajado en películas como Los Miserables, Balada triste de trompeta o Blancanieves. Nos contó un montón de vivencias y anécdotas relacionadas con su proceso de creación y analizamos conjuntamente varias de las películas en las que había trabajado”.

Ilusión y ganas no le faltan. Formación, tampoco. “El diseño de vestuario para las artes escénicas me llena por completo porque es muy versátil. Es un campo en el que quiero seguir trabajando y estoy dispuesta a recibir nuevos encargos”, afirma Violeta. “Quiero desarrollar algo impactante y tener total libertad en el proceso de creación. Puestos a soñar, me encantaría crear el vestuario para una película de fantasía y desplegar mi imaginación al máximo”.

… Tim, what are you waiting for?

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Por Eduardo Viladés

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Violeta Arellano

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El Gran Mercado del Mundo

El Gran Mercado del Mundo

Autor: CALDERÓN DE LA BARCA

Versión y dirección: XAVIER ALBERTI

Coproducción: Compañía Nacional de Teatro Clásico / Teatro Nacional de Cataluña

¿¿El talento es innato? Si convenimos que sí, habría que convenir quién lo posee y en qué grado, para distribuir equitativamente el poder en el mundo. El poder, la capacidad de potenciar ese talento en grado sumo, de desarrollarlo, de que acabe resultando útil no solo al desarrollo de la persona que ha nacido con ese “don”, sino al mundo en sí mismo. ¿Y qué es el mundo? Lo que queramos que sea, así de simple y así de complejo, así de trágico, asusta. Se ha tratado siempre de eso, de consensuar adecuadamente este asunto de “el mundo”, de ponernos de acuerdo en la dirección exacta que conviene llevar para que no se despeñe media humanidad por el camino, incluso la humanidad entera. Es una lucha en dos direcciones: interna y externa. El ser humano lucha consigo mismo, con sus contradicciones, y lucha al mismo tiempo por conseguir ocupar un lugar en el mundo. Lo que pasa es que el mundo está repleto de seres humanos que también pugnan por ocupar un lugar, y surgen conflictos. Hay que establecer criterios, normas más o menos estrictas, controlar los impulsos. ¿Quién establece esos sistemas de control y a qué intereses sirven? ¿Quién asume el poder sobre el resto y con qué criterio se considera con derecho a ejercerlo? ¿Es el talento innato lo que legitima a una persona para asumir el control y conducir la deriva del mundo? ¿Y quién puede corroborar sin margen de error la posesión o no de talento?

Las paradojas son herméticas, solo el invento disipa su misterio, pero jamás lo disuelve. Para inventar hay que tener talento, pero para que se te reconozca esa capacidad de inventar, alguien con poder, una persona del mundo, te tiene que otorgar la patente y reconocer así ese talento creativo. A lo largo de los siglos se ha capitalizado el invento de tal forma que, aparentemente, las mujeres parecían tener escaso talento, salvo excepciones. Sus maridos y parientes, sin embargo, inventaban muchas cosas, inspiradas en incontables ocasiones por sus esposas e hijas (háganme el favor de percatarse del sarcasmo). La inspiración, señores, no es otra cosa que talento, creo que les traicionaba el subconsciente cuando admitían que eran ellas las que les impulsaban a sus labores creativas. Tan creativas eran ellas que, sin ellas, la humanidad no existiría. Tan creativas somos que, sin las mujeres, el mundo no tendría sentido.

Se trata de eso, de la interpretación, de desentrañar el sentido del mundo, de este monstruoso engendro fruto de nuestra inventiva. Si queda expuesto a la luminosidad de lo exitoso, los hombres se cargan de medallas y lideran la paternidad del mundo; si lo observan sumido en la oscuridad o en la ciénaga de sangre acumulada a lo largo de la Historia, los hombres ejercen su paternalismo, se aferran al poder, se consideran capaces de cambiar el mundo.
Las mujeres tenemos nuestras dudas, llevamos siglos dudando, estamos incluso convencidas de que las capacidades de cada ser humano no dependen ni siquiera del talento innato -aunque esto influya- sino que resulta imprescindible que cada ser humano tenga la oportunidad de desarrollarlas a través de la educación y del resto de posibilidades que el mundo debería ofrecer de una manera equitativa, incluidas las posiciones de poder social y político. Muchos hombres a lo largo de la Historia han luchado por sus derechos y se han posicionado, incluso, al lado de la lucha de las mujeres por los suyos; también en estos tiempos que corren, donde campa a sus anchas la controversia, donde los cambios políticos de actualidad se nos antojan espejismos, una vuelta a atrás provocada por el miedo a la pérdida de privilegios de las clases sociales más favorecidas. Siempre es lo mismo, pero si nos fijamos bien, si tomamos perspectiva, se han producido avances. No hay que desfallecer. La evolución es costosa. Desaprender y aprender, ¿quién se atreve?

Xavier Alberti y su equipo se han puesto manos a la obra -nunca mejor dicho-, no para aleccionarnos u ofrecernos soluciones, sino para situar al público frente a ese “espejo” que se menciona en el texto de Calderón de la Barca y que no es otro que nuestra capacidad de reflexión empática y creativa, nuestra capacidad de transformación, lugar idóneo donde invertir el talento. Se trata de encontrarle un sentido actual a esa versión del texto de Calderón, se trata de mirarnos en el texto de Calderón y de reconocernos, tiene que ver con poner en tela de juicio ese reflejo del mundo. Y qué mejor perspectiva para ello que la comedia. Tan solo el humor es capaz de la irreverencia más sagaz, sin que tan siquiera en pasados siglos se rasgaran las vestiduras por ello. Miento, se las rasgaron, prohibieron los autos sacramentales. Había mucha presencia del cuerpo vivo, en contradicción con el inmovilismo de los conceptos provenientes de la doctrina. Esto suponía un peligro, una posibilidad de arrojar luz sobre las mentes abiertas al conocimiento, incluso sin intención de hacerlo. También en la actualidad se han prohibido espectáculos. Hacer pensar y ejercer libremente esta poderosa herramienta, es un talento que -a su pesar y el del poder- poseen los artistas. No queremos remediarlo -perdón por incluirme, pero soy mujer, y me resulta necesario aprovechar cada ocasión que tengo-, nos viene de nacimiento y, si no nos estrangulan estas capacidades los poderes fácticos y los otros poderes -los sistémicos-, tenemos la vocación innata de pretender arreglar el mundo. Porque tiramos de imaginación, pese a los hechos, o precisamente teniendo en cuenta los hechos. Ya se dijo en los sesenta: “La imaginación al poder”. Para reconstruir, aunque sea necesario deconstruir, no hay por qué hacerlo de forma violenta -esto ya suele hacerse y no funciona, priorizando para tomar la medida a ese error la pérdida de vidas que conlleva-. Con otros modos, se deconstruye la obra de Calderón sobre el escenario, rebuscando entre las palabras y los símbolos la naturaleza del mundo que hemos heredado -unos en mayor porción que otras y otros, todo hay que decirlo-. Lo tradicional no tiene la capacidad de tener en cuenta a los vivos, no tiene por sí misma la cultura heredada ese talento. La sociedad actual, los artífices de la cultura del siglo XXI, tienen la obligación de revisar las tradiciones, de ofrecer una lectura abierta y flexible en la que quepa una perspectiva feminista, además de otras perspectivas actuales con distintos nombres en las que también prime la justicia social, el urgente llamamiento a la equidad de oportunidades. Porque nos va en ello la vida, incluso la del planeta.

El mundo es una rueda infinita de lugares que ocupar, de atracciones en las que subirse o bajarse pidiendo permiso, un aparato de feria que no avanza. El mundo es un banquete exclusivo, para un puñado de invitados que ignoran el hambre sistémica, la hambruna que acarrean los conflictos bélicos generados por intereses entre las naciones. El mundo es, cada vez más, una herejía contra la Humanidad global que se sostiene en el valor del talento en el mercado. Concluyamos, pues, que el mundo es el Mercado. La fama de que se disfrute en el mundo depende de desde dónde sople el viento, para poder impulsarse y alzarse sobre las cabezas del resto de los mortales. Pero el aparato que genera esa discriminación y ese movimiento de masas, no es divino, se puede desenchufar su influjo, prescindir de sus servicios.

Calderón no era ningún visionario, por mezclar el alma con los asuntos mercantiles; ni Xavier Alberti un iluminado, por advertir lo rotundamente actual del texto y saber traducir su simbología de modo que resulte no solo interesante, sino tremendamente divertido y bello.; son tan solo artistas, tienen ese talento y lo invirtieron de este modo. A esta última condición del espectáculo, la de su belleza, contribuyen la escenografía de Max Gaenzel, el vestuario de Marian García Milla, junto con el resto de tareas llevadas a cabo y resueltas en escena magistralmente por el equipo técnico. Espectaculares muchos momentos, como el descenso de la Fama sobre los simples mortales, pero también, muchos otros que tienen más que ver con las actrices y actores, con sus talentos exclusivos. Todo el elenco estuvo a la altura de la propuesta, desenvolviéndose con soltura en cuanto a la dicción del verso, al tiempo que empleaban también sus talentos corporales para ejecutar las coreografías de Roberto G: Alonso y poner voz a las composiciones musicales, no solo de forma correcta, sino sobresaliente. A mi entender, resultó sublime el contraste entre el coro de voces entonando una melodía conectada a la esencia del espíritu humano; contra el “ruido” proveniente del Mundo, del conflicto entre los que pugnan por el poder y la fama en el mercado. La palabra con música contra la palabra seca, que no fluye convenientemente, que no aporta vida a la vida ni la trasciende.

Dice Roland Barthes que cambiar la clasificación de los lenguajes en una sociedad, desplazar la palabra, es hacer una revolución. También cambiar los cuerpos, sus actitudes, sus usos, hacerlos visibles cuando están en la sombra, es revolucionario. Entre los personajes, sobre el escenario, había un travesti, ocupando el lugar adecuado a su talento de actor, con su sentido entre el conjunto de la obra. Al finalizar, su personaje acaba a los pies de un Cristo publicitario, pero en la cima del mundo. Quizá es que todos y cada una somos “travestis”, dado nuestro incrustado apego a las apariencias, que engañan. No quiero destripar el espectáculo. Pero no tengo por más que mencionar también esa ceguera de la Fe manchada de sangre y esa Humildad metiendo la mano en la herida, el rostro de la Gula embadurnado de podredumbre; el “to play” el piano de la Inocencia, movilizando hacia la alegría, talentoso y versátil; la brillantez de la “piedra del escándalo”, de la Culpa, al cambiar ágilmente de papel en El Gran Mercado del Mundo. La mercancía en litigio no podía ser otra que una mujer, pero no una mujer cualquiera, sino en estado de gracia, es decir, impoluta, sin haberle dado uso y disfrute a su cuerpo, pues no depende de su voluntad, ya que no le pertenece. De ahí venimos, hasta ese punto hemos llegado, no ha cambiado nada desde entonces, el panorama reaparece incluso más crudo, a ese respecto: la trata de mujeres, la prostitución del cuerpo de las mujeres, los abusos cometidos por los hombres contra las mujeres, las agresiones de los hombres a las mujeres, la violación de mujeres por parte de hombres, el uso del cuerpo de las mujeres para el feliz mantenimiento de la estructura de la “familia”, núcleo fundamental del Patriarcado, que no acepta la diversidad como valor fundamental a tener en cuenta…

Este montaje de El Gran Mercado del Mundo, que se representa estos días en Madrid, en el Teatro de la Comedia, podría dar lugar a un ensayo tendente al infinito, a una serie de reuniones de expertos que intenten concluir sus cambios de impresiones en algo útil para el mundo. ¿Pero sería más de lo mismo, dar más poder a la élite? Incluso ofreciendo este manjar a la dentadura de un público con la suficiente capacidad adquisitiva como para pagarse una entrada, con la formación necesaria como para entender el código, se comete una “injusticia”, no es un reparto equitativo de un bien cultural común. La cultura está inmersa en el Mercado, fagocitada por el Sistema.

Tan solo rezad para que no se pare la noria -si tenéis el ánimo a punto y sabéis hacerlo, yo lo he olvidado y no quiero recordarlo, me hizo daño-. Algunas y algunas se bajan, se descuelgan voluntariamente del artefacto que gira. ¡Qué valentía, qué sensatez, qué humanidad, que arrojo! De quienes no seamos capaces será la condena. Sea.

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Por MJ Cortés Robles

Crónicas del

Teatro de la Comedia CNTC / TNC

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El Gran Mercado del Mundo, CALDERÓN DE LA BARCA
Coproducción: Compañía Nacional de Teatro Clásico / Teatro Nacional de Cataluña

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DADOS

DADOS

Autor y director: JOSÉ PADILLA

Producción: VENTRÍCULO VELOZ

Reparto: ALMUDENA PUYO y JUAN BLANCO / MANUEL MOYA

«Escribir desde la alegría” es preferencia que marca estilo. José Padilla fomenta la parte lúdica de los actores, es evidente en las obras que escribe y en las funciones que dirige. La generalidad del público actual no demanda nada en concreto, pero consume. Como dramaturgo, si quieres servir de revulsivo para resucitar en el público su capacidad de pensamiento crítico, qué mejor que hacerle cosquillas a su intelecto, remover sus emociones como si fuesen cartas en una baraja, provocar su risa.

La sonrisa del público es franca, durante la función de Dados, no es abyecta ni forzada, no esconde nada entre las comisuras; se disfruta la función partiendo de una situación cómica que da mucho que pensar, pero no se siente obligación de pensar nada, se piensa por pura empatía, porque apetece. Regresemos entonces a las buenas costumbres: tener ganas de pensar, de plantearse diferentes puntos de vista, de aventurar conclusiones propias de las que hacerse responsable. El Arte -y el Dramático lo es, aunque a algún político que otro llegue a extrañarle- supone una herramienta cultural destinada a la expresión y a la búsqueda de sentido, tanto de forma consciente como inconsciente. ¿Qué somos? ¿Quién somos? No es la misma pregunta, en el matiz está la clave.

El ser humano es una criatura dúctil, tiene un origen, tiene un desarrollo, y una voluntad con competencia en todo tipo de evoluciones y de transformaciones. El cuerpo a través del cual se nos arroja a la vida también está a nuestro servicio, y no al revés, es vehículo que debería conducirnos y no por ello someternos. El bienestar es otra cosa, y en ocasiones se confunde con acoplarse a circunstancias que nos constriñen y nos desalientan. ¡Nada de arrugarse ante lo que nos viene dado, sea de nacimiento o de escuela! Nos jugamos nuestra identidad en una partida única contra el destino; la primera tirada viene dada, pero podemos volver a tirar los dados hasta que finalice la partida. Y empieza el juego. El destino es siempre el mismo, nos mira desde el otro lado con los ojos vaciados; dediquémosle una sonrisa, incluso una carcajada.

¿Y cómo se consigue eso de las cosquillas intelectuales y emocionales? El Arte Teatral tiene que ver con la musicalidad, no solo con la que podemos hallar intrínseca en el lenguaje hablado, sino también con aquella que se construye en acción, sobre el escenario. El teatro es el silencio, lo demás es algo añadido. Hay que saber escuchar durante el proceso de creación, hay que conseguir que el público escuche “lo no dicho” gracias a la impronta de un ritmo adecuado al sentido. La otra tarde, en el Ambigú del Teatro Pavón Kamikaze, el elenco jugó la partida a un ritmo frenético en el que los silencios precisos venían a permitirnos ver saltar chispas de genialidad a cámara lenta. Cuando Almudena Puyo escuchaba al partner, una estaba segura de que a continuación iba a suceder algo interesante, de que convenía no perdérselo. ¡Qué energía y qué entrega a la propuesta, la de esta actriz, qué fácil adivinar su aportación en el proceso creativo! Conozco a Almudena; como le escribí hace poco, no es sospechosa de desear lo habitual, se partiría el alma por defender lo que cree justo, por sus venas corre el torrente de la revolución. ¡Qué orgullo saberla poderosa y poder mencionarlo aquí, como parte de sus méritos como artista! Porque artista se es cuando se tiene una disposición para ejercer como tal en el mundo, cuando tu identidad como artista coincide con tu identidad como persona. Ya sé que no es eso lo que nos vendieron los historiadores, sino algo muy distinto, algo así como que “no hay que confundir al artista con la persona”. A mí esta afirmación me ha dejado siempre algo confusa, aunque creo estar despejando mis dudas… A mí me llaman a la escucha quienes tienen un compromiso socio-político a todos los niveles, aunque pueda valorar los logros de quienes no lo tienen. Lo de “el arte por el arte” me parece vacuo e incierto. Pero no voy a seguir por aquí, que no es el caso, que hay mucho que se puede decir del trabajo de este equipo artístico.

El compromiso de José Padilla en el ámbito educativo, por ejemplo, es grande y tiene una trayectoria continua. Varias de sus obras están dirigidas a público adolescente aunque, como ya he explicado, se disfruten a cualquier edad. “Adolecer”, qué verbo más adecuado para sustantivarse, acogiendo así un período de la vida en dónde el sentimiento de desorientación y desamparo suele inundarlo todo. Se me puede contradecir argumentando que esto le ocurre a esa edad a unas más y a otros menos, que a unas menos y a otros más pero, justo quienes adolecen fuera de estas fronteras arcaicas de identidad sexual son los que le dan pleno sentido a mi definición de adolescencia.

¿Es la identidad sexual un constructo social limitante o castrante? Incluso el nombre propio que nos imponen nos construye o nos limita. Existe la posibilidad de cambiar de nombre; la ley lo admite, aunque luego puedan generarse conflictos, dada la clasificación binaria, por sexos, de los nombres . Existe la posibilidad de cambiar de cuerpo; la sociedad lo castiga, aunque no siempre, solo si eres tránsfuga sexual; si te quedas con tus genitales intactos supone una falta moral más leve; si te operas para encajar mejor entre los modelos que el mercado impone pero no tocas tu sexo, tu pecadillo queda obviado, sobre todo porque te convertirás en un mejor producto de consumo, aunque un producto es perecedero. ¿Qué hay de esencial en el cuerpo? Todo, no podemos ser ni estar fuera del cuerpo. La afirmación contraria es misticismo, pero la mística supone una huida del cuerpo imprecisa, ya que depende del cuerpo. Hasta para soñar o imaginar nos imbuimos en este territorio, en el cuerpo, en su vigilia o su descanso.
Somos materia viva en un mundo en el que el “desvío” de la norma es una osadía que se paga muy caro. Así que toca endurecerse, parapetarse, adaptarse, ponerse en la fila; ser en un autómata más, con el órgano genital que nos ha correspondido en herencia y el órgano central del pecho convertido en una patata podrida o en un peñasco. Seguirá fluyendo la sangre por su cuenta, mientras que el cuerpo con el que cargamos se nos arruga, se deteriora, nos abandona. ¿Qué somos?

Si podemos imaginar un mundo nuevo y cambiarlo, podemos cambiar nuestro cuerpo, imaginarnos acordes a nuestra identidad sexual, y conducirnos con nuevos atributos sexuales en este mundo impuesto y en aquel otro mundo distinto que queremos construir. “Somos de la materia de la que están hecha los sueños”, nos susurró Shakespeare al oído desde las tablas de un teatro isabelino… Nuestros sueños se materializan también en el cuerpo. El cuerpo es el lugar más íntimo y propio que habitamos. Defendamos siempre la libre gestión de nuestros cuerpos. Admiremos con respeto nuestro reflejo empático sobre los otros cuerpos. Abramos la mente a la maravilla de los cuerpos distintos, de los cuerpos ajenos. Desterremos el miedo.

Esto he querido escribir sobre mi experiencia entre el público durante la función de Dados -premio Max como Mejor Espectáculo Infantil, Juvenil o Familiar-. El resto de los datos se encuentran fácilmente en Internet. Lo demás es spoiler.

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Crónicas

Por MJ Cortés Robles

CRÓNICAS DEL Teatro Pavón Kamikaze

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CUIDADOS INTENSIVOS

CUIDADOS INTENSIVOS

Dramaturgia: YOLANDA GARCÍA SERRANO y LAURA LEÓN

Dirección: BLANCA OTEYZA

Intérpretes: ÁNGELES MARTÍN, BLANCA OTEYZA y PALOMA MONTERO.

Mi hija y yo nos habíamos citado para asistir al ensayo general con público de un estreno en Teatros Luchana. No es sencillo tener una cita con mi hija, hacía tiempo que no nos veíamos; ella tiene su vida y yo la mía, nos empeñamos en que se crucen. Mi opinión es que nos vemos poco, la suya que podemos contar la una con la otra y que eso es lo importante. Me temo que voy para vieja, y me alegro de que a ella aún no le obsesione el paso del tiempo.

Llegamos pronto y no paré de hablar, suele pasarme. Mi hija me lo tolera y procura poner todo el interés posible para demostrarme su cariño. No hace falta, cuento con su cariño siempre, pero agradezco el gesto. En cada encuentro me propongo dejarla hablar a ella, pero tengo escaso remedio. Es curioso porque, según con quien, a veces “no abro el pico”. Será el clamor de la familia, será que ella es “sangre de mi sangre”.

No le tengo mucha fe a eso de los lazos familiares, sin embargo. Lo que hay entre mi hija y yo es en parte un pacto de vida, en parte casualidad, un hallazgo. Porque somos quienes somos es que nos queremos, no porque estuviera instalada en mi vientre el tiempo justo para estar preparada y salir al mundo. Una vez en el mundo, ya es hija de la vida, como decía Khalil Gibran.

Mi hija no tuvo hermanas. Es así, no creo que sea sano lamentarlo. Quizá ella no las deseara. Yo desde luego no las busqué. La tuve a ella y fue la luz de mis días el tiempo que convivimos. Ahora amanece cuando viene a verme y, cuando se marcha, se lleva el ocaso. Yo me encargo de mi noche llenándola de estrellas, ella hace lo propio con la suya. Las dos miramos la misma luna y nos recordamos.

Era de mañana la hora en que nos citamos, momento desacostumbrado para entrar en un teatro, pero así fue como nos introdujimos mi hija y yo en los Luchana, junto a dos mujeres más, compañeras del grupo de investigación al que pertenezco en estos últimos tiempos, “La Profesión va por dentro”. Llegamos pronto y entramos tarde, con la función empezada. Nos acomodamos rápidamente, intentando ser discretas. Las tres hermanas se debatían ya en la escena entre risas y llantos, secretos y confidencias. Las tres eran expertas en impartir los cuidados, las tres eran mujeres, podrían haber sido hermanas o no, podrían haber sido tan solo amigas. Las amigas son hermanas, a veces más que las hermanas. Las mujeres son hermanas. Las mujeres se apoyan, se cuidan, saben cuidar a sus seres queridos.

En momentos cruciales de la vida, los cuidados se tornan intensivos. Es ahí donde se aprecia el poder de transformación que tienen las mujeres, la resistencia y el empuje de que son capaces cuando el bienestar de un ser querido se pone en juego. No han nacido para eso, han vivido para eso, durante generaciones. Se han pasado el testigo de los cuidados, son sabias en cuidados, en la conservación de la vida. Salvo excepciones, no me vengan a mencionar los tantos por ciento que no encajan, que se desvían, que olvidan a sus ancestras. Esas son las mejores, las más libres, las que cuidan de sí mismas, que es, al fin y al cabo, la responsabilidad suprema. Se trata de tener un impulso de vida y no de muerte. Se trata de tejer infinitas redes de apoyo que impidan que el mundo se despeñe.

Esta comedia, imaginada por Yolanda García Serrano y Laura León, se ha concretado en un texto ágil y fresco, escrito “a la limón”, y en una feliz puesta en escena dirigida por Blanca Oteyza. Es una comedia amable, blanca, de las que te deja una sonrisa en los labios después de haberte echo soltar la lagrimita. El texto, dicho por cualquiera de las tres actrices, por momentos te hace cosquillas y por momentos te emociona. La identificación con los personajes está servida en bandeja, apetece. A destacar el contraste entre los tres personajes, conseguido gracias al carisma y al talento escénico de las actrices. También la complicidad como dinámica de trabajo, que puede observarse como algo natural y no impuesto, que intuyo ha funcionado igualmente en los ensayos previos. Me refiero a un trato afable y cordial entre actrices que se respetan como artistas y se aprecian como personas. Si no fuese así, alguien escribiría o pensaría que tendrían más mérito al conseguir engañarnos, pero yo no estoy de acuerdo con esa conclusión, creo que es errónea. Considero que cuando mejor funciona un equipo -y el teatro es trabajo siempre de grupo- es cuando los miembros de ese equipo se respetan como artistas y se aprecian como personas. El afecto es un potente pegamento, cohesiona talentos diversos. Ángeles Martín conserva en sus maneras y en sus gestos un aire infantil que la convierte en una actriz ligera y entrañable, capaz de reír y llorar al mismo tiempo, sinergia emocional tan poco habitual y tan mágica. Paloma Montero es una actriz con raíces, pegada a la tierra, firme y camaleónica, sin problemas para alejarse de sí misma por crear al personaje. Blanca Oteyza sabe ser generosa y servir de enlace entre estas dos mujeres de bandera, sin que por eso pierda un ápice de interés en escena. Amén de que resulta siempre un hándicap dirigir y actuar al mismo tiempo…

Tanto monta monta tanto. El caso es que yo quería irme a vivir con las hermanas -tras finalizar la función del estreno a la que también asistí, ya sin hija, sentada en esta ocasión casi al final de la sala-. Yo quería que me adoptasen y, conmigo -me hago cargo- la gran mayoría del público que llenaba el teatro y que se puso en pie para despedir a las actrices.

Es teatro cercano, que nos cuenta lo que ya sabíamos de forma que, aunque narre desgracias o traiciones amorosas, aunque las sombras de la enfermedad y el peligro de muerte sobrevuelen el texto, lo intuimos con final feliz. Lo disfrutamos desde un lugar que nos permite abandonarnos al sentimentalismo o a la carcajada sin remordimientos, sin darnos apenas cuenta de que nos hemos estado observando a nosotras mismas un rato largo, por un agujerito. Es un decir, ustedes ya me entienden…

Yo me emocioné en las dos ocasiones, tras las dos funciones que presencié. Seguro que influyó mucho la presencia de mi hija, en la primera. También el hecho de que aprecio a Paloma Montero y que sentía su éxito como propio, en la segunda. Pero vamos, no era la única en ese estado. Me acerqué a Yolanda García Serrano para darle la enhorabuena y la encontré hecha un flan, agarrada a su ramo de flores, sin apenas moverse, como una novia que acaba de confirmar su amor el día de la boda. Qué sé yo… Fue todo un éxito. Funcionará, sin duda, entre el gran público. Así sea.

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Crónicas

Por MJ Cortés Robles

CRÓNICAS DE Teatros Luchana

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© Javier Mantrana

© Javier Mantrana Paloma Montero y Ángeles Martín
Blanca Oteyza, Ángeles Martín y Paloma Montero
© Javier Mantrana Blanca Oteyza

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UN ROBLE

UN ROBLE

Autor: TIM CROUCH

Dirección: CARLOS TUÑÓN

Reparto: LUÍS SOROLLA y un intérprete nuevo cada función

Al día siguiente, regresé a Teatro de la Abadía para asistir a una función de Un roble, de Tim Crouch, también teatro inmersivo, y dirigido, igualmente, por Carlos Tuñón. El intérprete era otro, sin embargo, un actor para mí no tan desconocido, Luís Sorolla; pero se esperaba también a otro intérprete sorpresa, cada día a uno distinto. Y este misterioso actor agregado sería, al final, el verdadero protagonista de la historia. A veces, los finales son principios…

El ambiente de esa tarde a las puertas de la Sala Jose Luís Alonso era distinto de aquel en el que participé la noche anterior, en ese mismo lugar. Gente conocida de la profesión se saludaba y charlaba animadamente esperando acceder a la sala y disfrutar de la función de Un Roble. Conocía a la mayoría de los presentes, pero ellos a mí no me ponen cara, tan solo algunos leerán mis artículos -ojalá sean muchos-. Me sentía como una detective que puede ser descubierta precisamente por ir de incógnito. Era divertido, y también algo incómodo -nada que ver con los momentos previos a Sea Wall-. Alguna mujer a la que admiro pasó delante de mí sin girar siquiera su cabeza, con su pelo largo como un velo negro sobre sus hombros, empeñado en perseguirla…

Me acomodé en mi butaca lo antes posible y -¡sorpresa!- se acomodaron junto a mí Juan Pastor y Teresa Valentín. Me pareció una falta de educación no saludar a Teresa, ya que ella siempre que se ha percatado de mi presencia y de mi identidad se ha interesado por mí. Les recordé el nombre de nuestra revista y Teresa me recordó. Ya no estaba “sola”, la experiencia sería distinta.

Antes el acomodador había errado al orientarme hacia mi asiento y este hecho fallido me había permitido mirar a los ojos de Luís Sorolla y devolverle la sonrisa. Estaba sentado en la primera fila y recibía de este modo al público. Bromeé con el acomodador que, al parecer, tenía un mal día, el primer día de trabajo en La Abadía, según me dijo. Al comprobar que tuvo más errores con otras personas me pregunté si no formaba parte del “espectáculo”, todo es susceptible de “formar parte” en el teatro inmersivo. Pero lo hermoso de estas propuestas artísticas es precisamente eso: el difuso trazado de lo fronterizo entre realidad y ficción, quedando a salvo la incertidumbre.

La incertidumbre es un principio básico de lo vivo, ya que la vida nada tiene que ver con el estatismo, y sí con la transformación constante, con el acontecimiento. Lo que acontece es predecible en mayor o menor grado dependiendo de estadísticas, pero las estadísticas fallan. Siempre surgen excepciones. Así que, si queremos vivir, tendremos que aceptar que la verdadera vida es el experimento continuo.

Cierto tipo de público de cierto tipo de espectáculos suele parapetarse tras de la fila de asientos que precede a aquel en el que le han acomodado, o bien en la oscuridad de la sala, si el acomodo es en la primera fila. En el teatro inmersivo que nos propone Tim Crouch esta perspectiva no es posible, o no en sumo grado. Algunos espectadores somos eso, “espectadores”, artistas del escapismo capaces de cualquier cosa por desaparecer de escena, como en un truco de magia. Pero al menos con Crouch nos resulta más difícil esconder nuestro voyerismo de fábrica. Durante la infancia, cuanto menos solemos involucrarnos en las dinámicas de grupo, más se dispara nuestra fantasía, a menudo de forma sorprendente. No me extraña, estamos deseando jugar, formar parte del juego en común. Sobre todo los adultos, antiguos niños que permanecen presos en su exigencia cotidiana, en esa realidad constreñida a lo que supuestamente nos aporta bienestar, ganancia que se nos promete al involucrarnos de lleno en este otro juego no falto de peligro que es el mundo. Así que cerramos las puertas y conectamos las alarmas, trazamos y vigilamos las fronteras, excluimos de nuestro entorno lo que nos haga sentirnos inseguros. O, al menos, lo intentamos, otra cosa es que sea factible el absoluto. Luego viene la Naturaleza a recordarnos que no hay nada seguro, nos endosa una serie de catástrofes que miramos tras de la pantalla de los televisores como si de ficción se tratase. ¿Por qué no volver a abrirse entonces a esa ficción que tan fácilmente nos atrapa?

Hipnosis. Se trata de sumergirse en las probabilidades del “ser o no ser”, del “ser o estar”. Se trata de atreverse a cuestionar qué cosa es cada cosa, sin ideas preconcebidas, sin juicios previos. No hay otra forma de iniciar un juego, por muchos “juguetes” que se nos faciliten. En la imaginación y su poder de transformación está la clave de la redención, la puerta de salida del infierno. Cuanto más sinergias puedan darse entre mentes y cuerpos pensantes reunidos en torno a un lugar y explorando al unísono sobre las mismas cuestiones, más capacidad de milagro habrá en el hecho artístico. El Teatro como disciplina tiene mucho de magia, de creación colectiva, de ritual con resultado catártico. Bien lo sabe Tim Crouch, aunque lo hubiéramos olvidado, o por si acaso lo habíamos olvidado. Y en el caso de haber sido olvidado, ¡qué fortuna poder redescubrirlo! Liberemos nuestra energía para que esté a pleno rendimiento durante la propuesta de juego. Es urgente, tenemos mucho que resolver y no tenemos ni idea de cómo hacerlo, hemos entrado en bucle en “temas” que, curiosamente, consideramos perentorios. ¿ Y si exploramos cómo sería utilizar nuestras capacidades en algo creativo que resuelva o anule los conflictos? ¿Y si lo que se nos antoja concreto pudiese contener en sí cualquier concepto que quisiéramos adjudicarle? ¿Y si esto hubiese sido así desde el principio de los tiempos y se nos hubiera ido olvidando el origen del mundo? Nos lo hemos inventado todo, hasta una entidad divina a la que responsabilizar de nuestra tendencia al abandono, a la rendición, a la costumbre. Consideremos estos tiempos como un ramillete de posibilidades infinitas entregado y olvidado en algún rincón, tapado por el polvo. Deshojemos el ramillete o compongamos uno nuevo.

Este árbol al que abrazo, avejentado y gris, en mitad del asfalto, fue en su día una semilla. Si me empeño en que dé frutos, podría volver a serlo. Ha sido en este tiempo desde un mueble a un barco, ha ardido en las hogueras, ha servido de estuche hermético para el pasado. ¡Qué no podría ser si soy capaz de imaginarlo!

Es complicado no hacer spoiler, aunque no tanto, si se consigue escribir a partir de esta experiencia ya vivida en el Teatro de la Abadía -antes en El Pavón Teatro Kamikaze- dirigida en lo previo por Carlos Tuñón y conducida in situ tanto por el propio texto de Tim Crouch como por el actor que conocía dicho texto de antemano, Luís Sorolla. La noche que formé parte de la experiencia, el otro actor que intervino interpretando las palabras escritas por el dramaturgo fue… Sinceramente, ¿y eso qué importa? Fue generoso, venció su posible pánico escénico -ya se sabe que no todo actor gusta de improvisaciones frente al público-, se sintió -supongo- como una especie de marioneta, rebasó sin duda sus propias expectativas, y también las nuestras. Fue lo que somos, un conejillo de indias en manos de lo que acontece, con un mínimo control sobre el hecho en sí, pero con una capacidad asombrosa de transformación y de redención.

A veces los finales son principios…

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Por MJ Cortés Robles

CRÓNICAS DEL Teatro de La Abadía

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SEA WALL

SEA WALL

Versión y traducción: NACHO ALDEGUER
Autor: SIMON STEPHENS

Dirección: CARLOS TUÑÓN

Reparto: NACHO ALDEGUER

A veces, los finales son principios, como si el tiempo entrase en bucle para crear eso tan conceptual que llamamos infinito. Escribo esta crónica tras observar durante un rato una fotografía instantánea que un desconocido me hizo y me regaló la otra tarde, de esas que se revelan solas, que solo necesitan un lugar oscuro, que se las tape, y la espera.

Me llamaron “lideresa” por tomar la iniciativa de esperar en los jardines de Teatro de La Abadía sin instrucciones previas. Había llegado temprano a una experiencia teatral muy particular que iba a tener lugar en otro apartado del jardín, bajo unos toldos azules que me parecieron las velas de algún barco naufragado. En ese rincón reservado y aún inaccesible, dos hamacas blancas se mezclaban entre sillas oscuras de diversa índole, reunidas en semicírculo bajo esa techumbre también de tela. Por encima, el cielo. Nos habían convocado justo al atardecer. Éramos un puñado de periodistas o similares -profesionales como yo, actriz empeñada en narrarme como público de experiencias teatrales-.

Esta experiencia en concreto parecía desvestirse de lo teatral, aunque se programase en el recinto exterior de un teatro. Mientras esperábamos, fuimos atendidos, se nos advirtió sobre la conveniencia de esa espera, se invocó por escrito a nuestro estado anímico más relajado y a nuestra apertura a la maravilla, que se esconde siempre en medio de la vida cotidiana. En todo momento se nos trató con cercanía, se nos habló directamente, incluso hubo contacto físico.

Si un desconocido quiere entablar conversación contigo, lo habitual es que se oponga cierta resistencia, no por nada en concreto, sino por la falta de costumbre. Esa tarde, sin embargo, nos resultó fácil intercambiar impresiones primero, saciar la curiosidad después y por último preguntarnos mutuamente los nombres. Hablo del encuentro de otro “espectador” conmigo, no de la obra. Aunque yo diría que estábamos ya inmersos en la experiencia artística y que se difuminaban las fronteras, todo tenía que ver y resultaba contagioso: la hora, el desconocimiento, la expectación, la curiosidad, la novedad… También Nacho Aldeguer vino a presentarse, aunque no con su nombre de actor, sí con su mirada intensa, su curiosidad y su necesidad de narrarnos una historia, hecha suya por obra y gracia del hecho artístico que nos había congregado y que iba a tener lugar en breve. Nos obsequió con esos instantes de cercanía y le seguimos, como las ratas que escaparon de ahogarse siguieron al flautista, sin saber por qué, hipnotizadas e infantiles.

Llegó el desconocido y nos habló de su vida. Hablaba con la palabra ligera, como si el pensamiento se lanzase a un hueco tan profundo que la caída a la palabra se asemejase a un vuelo. Caímos juntos esa tarde, como cayó la luz lenta y silenciosa, hasta dejar negro el cielo. Volamos esa tarde, ingrávidos, por eso las velas sobre nuestras cabezas, protegiéndonos del cielo. Terminada la historia, nadie quiso moverse de inmediato, quedamos ensimismados, estremecidos, cada cual con su herida entre las manos, sin saber qué hacer para ocultarla. Sumida en este estado, vi alejarse por el portón de los jardines al joven entrañable que había tenido a bien mostrarnos ese agujero negro que le ocupaba el centro del cuerpo.

Para que una criatura miedosa se meta en el agua o se lance al vacío, en ocasiones es lícito distraerla, llevarla atrás en el tiempo con un recuerdo que la impulse, de otro modo quizá no salte, tal vez la pueda el vértigo y no sea capaz de imaginar un fondo semejante al que no se adivina a simple vista en lo alto de un precipicio. La vida es sorprendente y atroz, mágica y finita. Nos dejamos llevar, y le damos la espalda a esa terrible noticia de que la vida se acaba, la de todo lo vivo, incluso la del planeta. Solo cuando nos hiere, cuando el hecho de la muerte no nos es ajeno, nos despertamos de este sueño voraz que nos engulle hasta hacernos desaparecer por completo. ¿O no? ¿Dónde permanecemos? ¿De qué modo?

Hay instantes que se recuerdan de forma nítida, con detalle, momentos de vida que nos dejan su impronta. Hay vivencias que nos trascienden, durante las que nos abandonamos a la experiencia sin ambages, porque quedamos atrapados en esa experiencia, sin capacidad de reacción inmediata, abandonados a la vida sin corazas, dejándonos atravesar por la vida de parte a parte sin emitir un sonido. Si el acontecimiento nos hiere y no sangramos instantáneamente, no quiere decir por eso que no haya herida y que no moriremos como todo el mundo, desangrados. Si no huimos del incendio porque nos lo impiden nuestras raíces, la devastación, desde nuestro punto de vista, será gigantesca. Seguiremos deambulando por la calle como sonámbulos, tras la contienda, con el agujero en el centro del cuerpo sin cubrir, a la intemperie. Sin que el agujero cierre, puede que un día seamos capaces de narrar la historia, nuestra historia personal, tan semejante a la de aquel desconocido. Entonces se obrará el milagro: durante lo que dure la narración del recuerdo nos sentiremos unidos los unos a las otras, haremos causa común, la Humanidad tendrá sentido.

Estas propuestas artísticas en las que “la cuarta pared” queda derribada y transformada en polvo de estrellas -que es lo que esencialmente somos-, que nos permiten inmiscuirnos en el hecho artístico de forma discreta, de modo que nuestra presencia aporte y no sea ruido, esta forma de entender el hecho teatral, tiene mucho que ver con el origen del teatro, con lo ritual y lo telúrico, con la narración oral y con la capacidad de transmitir entendida como una cura. La catarsis no siempre tiene que suponer un revulsivo, puede ser también una transformación del ánimo profunda y lenta que toca fondo en lo emocional y nos impulsa a alcanzar las cimas más altas del pensamiento crítico.

Hay una herramienta primordial que nos debería distinguir como seres pensantes y es, precisamente, la empatía, la capacidad de entender la emoción del otro, de identificarte con ella, de emocionarte con el otro. “Únicamente lo que es otro nos convierte completamente en nosotros mismos.”

Y, regresando al principio de este artículo: Tras la “función” me levanté y, como pude, me interesé por un cuaderno en donde alguno de los espectadores estaba escribiendo. Entendí que le dejaban un mensaje a ese desconocido que había compartido con nosotros su arte y que acababa de dejarnos hacía unos minutos escasos. Sin pensarlo ni un instante le escribí esta frase: “Mi recuerdo era mi hija. Mi hija está viva. Te la regalo.” Más tarde pensé que era un sinsentido. Pero tal vez no. Los finales son principios.

Al día siguiente, regresé a Teatro de la Abadía para asistir a una función de Un roble, de Tim Corach, también teatro inmersivo, y dirigido, igualmente, por Carlos Tuñón. El intérprete era otro, sin embargo, un actor para mí no tan desconocido, Luís Sorolla; pero se esperaba también a otro intérprete sorpresa, cada día a uno distinto. Y este misterioso actor agregado sería, al final, el verdadero protagonista de la historia. A veces, los finales son principios…

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LAS CANCIONES

LAS CANCIONES

(A partir de personajes y situaciones de la obra de ANTON CHÉJOV)
Texto y dirección: PABLO MESSIEZ

Los programas de mano son significativos siempre, no solo nos arrojan luz sobre el reparto de funciones en el montaje y puesta en escena del espectáculo en cuestión, sino que sus imágenes de portada pueden darnos la clave para el análisis certero: Una joven sin ropa se lleva a la oreja una caracola marina. La acción: el escuchar del cuerpo desnudo. ¿Y qué se escucha? El sonido del mar también desnudo, desprovisto de imagen. La joven de la imagen del programa de mano tiene los ojos abiertos, pero con esa mirada que no ve lo de fuera, sino que se vuelve hacia sí misma, hacia algún lugar del alma en el que la ceguera es un don. Hay un brillo en sus ojos que no es pasional, sino identitario, el fulgor de vida que podría sentir una sirena al oír la llamada del océano. ¿Qué somos? ¿A dónde pertenecemos? ¿De dónde venimos? Dicen que escuchamos desde el vientre de nuestras madres, sumergidos en el líquido amniótico como en un mar de promesas. Dicen que el feto reacciona a las voces y a la música. Si tanto nos afecta la armonía, las sinergias de sonidos y sus distancias, si la matemática que precisa una melodía es una llave que provoca nuestra apertura, seguro que somos música, formamos parte de algo inmenso, exacto e infinito.

Llegué con el tiempo justo al Teatro Pavón Kamikaze. Mi acompañante, una mujer italiana que escribe de maravilla, me esperaba junto a la taquilla con cara de urgencia. Otra “mujer maravilla” nos atendió tras el cristal, brindándonos una sonrisa e invitándonos a que nos tranquilizásemos. Llegamos incluso antes que muchos más que nos precedieron. Ocupábamos nuestros asientos, todavía excitadas, cuando otra compañera de nuestro grupo de investigación -“La Profesión va por dentro”- se acercó a saludarnos.

Ya instalada y concentrada, desde la tercera fila observé el alzarse sobre el escenario de una pared metálica. Parecía un artefacto, ya que las distintas piezas que la conformaban estaban unidas mediante tornillos o algo similar, podíamos apreciar los nexos. Lo que estaba claro era su hermetismo, lo críptico de esa escenografía de Alejandro Andújar en un primer vistazo. Quizá el misterio no pueda ser desvelado a través de la vista. Me percaté de que había una puerta de acceso, una esperanza de horizonte. Había que esperar. Luego supe de la llave mágica y del contenido melódico de esa caja de música, profunda y hermosa en su interior, pero no exenta de peligro. La muerte merodea siempre al final de las canciones, como una nota imprecisa que no acaba de darse nunca.

Lo complejo de cualquier mecanismo interno es el engranaje. Así se nos hizo notar, a través de la dramaturgia compuesta por Pablo Messiez: un entramado de melodías lejanas que se filtraron por nuestro oído como corrientes subcorpóreas que movilizasen distintos resortes de ese lugar recóndito e invisible que alguna vez quisimos llamar “ el alma”, nuestro sagrado origen. Las personas que ocupaban la escena -no me cuadra llamarlos personajes-, seres sensibles reunidos en torno a esta actividad de la escucha y con la prohibición del canto, parecían tan hermosos e inconsolables como deseosos de aire fresco, de soplos de vida que les elevasen a las alturas aunque solo sea un momento, para después depositarlos en el mismo lugar bruscamente o de forma liviana, como la caída de una pluma cuando no hay viento. Disfrutaban y sufrían su encierro, se echaban en falta, se toleraban, se interesaban por “el nuevo”, por “el otro”, por lo ajeno, por lo llegado de fuera. No era sencillo admitir al extranjero (¿a qué me sonará esta falta de armonía?) Se alejaban del ruido para centrarse en la herida e indagar sobre su esencia, sobre su composición armónica, sobre la melodía que conlleva. Pero la vida llama siempre a la puerta, incluso irrumpe con su música ensordecedora. Es imposible aislarse a no ser que se haya muerto. Las canciones nos hablan de la vida, nos rescatan de ese concepto imposible que hemos inventado y que llamamos “tiempo”, nos devuelven al instante supremo, al aquí y ahora.

El público también entra en una caja de música, cuando llena un teatro como llenó la otra tarde El Pavón Kamikaze; también cierra la boca y escucha, aunque mire. Durante la función se nos invitó -con humor y constancia, síntomas de sabiduría- a escuchar prescindiendo de otros sentidos. Pero lo interesante “a ojos vista” de este silencio y de esta escucha fue la reacción de los cuerpos. Hubo un descanso para el público que se consumió por gran parte del mismo como un festival de baile en apoyo de los actores y actrices, imbuidos en una danza desenfrenada sobre el escenario. No sé dónde se contagió más el desenfreno, si en los pasillos del patio de butacas o entre los que permanecían sentados, pero meneándose en su asiento como lagartijas. El resto salió de la caja de música a tomar el aire, cosa que es entendible o perentoria. Los que permanecimos en la sala, no pudimos sustraernos a cerrar las bocas, se nos escapó más de un alarde de disfrute, nos faltaba entrenamiento. Tras el “descanso” se instaló entre el público una sensación de relajación y de abandono, una comunión “no dicha” que favorecía el ritual del teatro, nuestra presencia activa y nuestra escucha.

Pero, entonces, ¿cuál era “el tema”, de qué estábamos hablando? ¿De qué hablan las canciones -no las de Messiez, cualquiera-? En el título de este artículo se menciona la inspiración de Messiez en la obra de Anton Chéjov. ¿De qué habla la obra de Chéjov? Una de las cosas más interesantes de la dramaturgia de Chejov es esa suspensión del tiempo justo antes de un viaje, cuando los personajes se reúnen antes de despedirse, antes de partir y se quedan en silencio, ensimismados, escuchando. Aparece esta situación en muchas de sus obras.

La música y la danza se presuponen anteriores al lenguaje, a la palabra. Lo más probable es que la palabra se iniciase como un canto. Pero la música es silencio. ¿Dónde empieza la música? En el silencio.

Esta apuesta por el arte efímero y abierto en canal hacia su público, resulta un gozo y un impulso vital para toda aquella persona que acuda al teatro expectante de algo más que de presenciar un espectáculo, para todo ser deseoso de participar en un ritual sagrado heredado de nuestros ancestros, el Arte Teatral, la música hecha verbo.

El apellido de Pablo -el director y dramaturgo de esta propuesta lúdica y hermosa- siempre me ha parecido que tuviera algo que ver con la salvación, con la resurrección. Me baso solo en cómo suena esa palabra -tras este artículo, ¿en qué, si no, voy a basarme?-

El universo se sostiene gracias a una melodía inaudible que nos contiene y nos acuna, a los vivos y a los que descansan ya como parte orgánica bajo la tierra, en su interior por fin, estremecidos y mudos. No pongáis una lápida sobre mi tumba, plantad un árbol, quiero escuchar eternamente a los pájaros que se posen, el canto de las ramas mecidas por el viento. Recordadme en las canciones.

FICHA ARTÍSTICA Y TÉCNICA

Texto: Pablo Messiez, a partir de personajes y situaciones de las obras de Antón Chéjov
Dirección: Pablo Messiez
Intérpretes: Javier Ballesteros, Carlota Gaviño, Rebeca Hernando, José Juan Rodríguez, Íñigo Rodríguez-Claro, Joan Solé y Mikele Urroz
Dirección de producción: Jordi Buxó y Aitor Tejada
Producción ejecutiva: Pablo Ramos Escola
Producción: Víctor Hernández
Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar
Realización vestuario: Ángel Domingo
Ambientación: María Calderón
Colaboración vestuario: Mamen Duch
Iluminación: Paloma Parra
Diseño sonoro: Joan Solé
Coreografía: Lucas Condró
Ayudante de dirección y sobretítulos: Javier L. Patiño
Traducciones: Lorenzo Pappagallo
Distribución: Caterina Muñoz Luceño
Comunicación: Pablo Giraldo
Fotografía: Vanessa Rábade
Diseño gráfico: Patricia Portela

Una producción de El Pavón Teatro Kamikaze

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Las Canciones equipo teatro © Vanessa Rabade
Las Canciones cartelera © Vanessa Rabade
La Canciones escenario © Vanessa Rabade
La Canciones escena Crítica a © Vanessa Rabade

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