Teatro-Documento
Reportaje
foto: © ©Vanessa Rabade
Por MJ CORTÉS ROBLES
¿Es necesario el Teatro-Documento? ¿A qué fines sirve la toma de distancia de un hecho que está de actualidad, o que lo estuvo, y su recreación a través de la representación teatral? ¿Se puede aportar algo de carácter socio-político, desde un escenario, con un montaje en el que se utiliza como base textual la transcripción literal de unas declaraciones sobre un hecho que ha tenido lugar en la vida real? ¿Le es lícito a un artista ocuparse de la controversia más en boga, de los temas que más preocupan a la sociedad en la que le ha tocado vivir? ¿Qué tiene esto que ver con el arte?
Desde que Adolfo Marsillach estrenó el Marat/Sade de Peter Weiss, dos años después de su estreno en Berlín en 1964 (el año en que yo nací), en España se ha seguido representando Teatro-Documento y Teatro-Político, con mayor o menor presencia en las carteleras, dependiendo de la época. Un espacio teatral significativo en Madrid desde hace unos años es el Teatro del Barrio, donde Alberto San Juan ha dado rienda suelta a su activismo político mediante este tipo de producciones.
En estos días, han coincidido programaciones de espectáculos de Teatro-Documento en recintos teatrales distintos. Yo he asistido a dos funciones en el Teatro Pavón Kamikaze y a tres en el Teatro de la Abadía, más otro montaje más que podría clasificarse como teatro político, José K Torturado. En este último teatro, he presenciado y disfrutado la trilogía Rescoldos de paz y violencia, sobre la violencia y el proceso de paz en el País Vasco. En el Pavón Kamikaze, me he dejado impactar por un programa doble: Port Arthur, sobre el interrogatorio a Martin Bryant, acusado de un terrible crimen; y Jauría, sobre el juicio por violación a La Manada.
Diferentes propuestas me han afectado de forma distinta. Port Arthur me resultó inquietante, con su mezcla de humor negro y de suspense. Gracias a la escenografía de Alessio Meloni y a la iluminación de Juan Gómez Cornejo, la puesta en escena tenía tintes claramente cinematográficos, tanto en cuanto a la perspectiva, como a las divisiones del espacio y a los volúmenes que lo ocupaban, como a la disposición de un mobiliario mínimo en las zonas de sombra o de luz, con las rejas de la cárcel al fondo de un pasillo. La luz del sol y de la luna se filtraba a través de las vidrieras altas, mientras que el interior quedaba delimitado por una estructura y se iluminaba lo imprescindible desde dentro. Ese adivinar el exterior a la sala de interrogatorios le permitía a la obra respirar, al imaginar el público un mundo ajeno a la circunstancia que se nos narraba sobre el escenario. El paso del tiempo estaba marcado en primer término, sobre la cabeza del acusado, con un reloj de pared que se pausaba o se aceleraba de improviso. El movimiento loco de estas manecillas fijadas a un centro, junto con el ángulo obtuso que aportaba la mirada del interrogado, cuando se le dejaba unos instantes en soledad y enfocaba sus ojos brillantes y su sonrisa perenne hacia un punto entre el público, no hacía otra cosa sino invitarnos a permanecer en la duda, a no sacar conclusiones, a ratificar que hay ocasiones en la vida en las que vence el misterio. Adrián Lastra se dejó poseer por un ser complejo y sorprendentemente perspicaz, aunque de mente enferma, que bien podría ser idéntico a Martin Byant, teniendo en cuenta las similitudes de su interpretación del personaje con la persona real que se nos mostró en una grabación documental incorporada al montaje. Pudimos reírnos con Martin, que nos resultaba entrañable e indefenso, solicitando repetidamente su puesta en libertad o un trato más humano. Nos pusimos de su parte cuando sus respuestas eran negativas y contundentes, pese a la insistencia en que confesase el crimen. Dudamos, junto a los policías, sobre su capacidad de engaño, sobre si considerarle un asesino embaucador o una víctima de las circunstancias o de su propia enfermedad, a la luz de ciertas pruebas aportadas y teniendo en cuenta sus antecedentes.
¿Cómo podemos estar seguros de no errar, desde un punto de vista ético -incluso lógico-, en el juicio que emitimos sobre otro ser humano, por mucha normativa ya elaborada y muchas instituciones con siglos de existencia que nos abalen? ¿Qué es eso de la Justicia? ¿Un organismo poderoso que rige nuestros destinos, una espada de Damocles que puede poner fin a una vida en libertad e incluso provocarle la muerte, un lugar en donde refugiarnos y defendernos frente a la barbarie?
Jauría me produjo una catarsis inmediata que contuve como pude, empapada en llanto y ardiendo de rabia. Era increíble que, pese a ese estado que describo, en el que entré a los pocos minutos de iniciada la función, mi intelecto permaneciese alerta para registrar en el disco duro, uno a uno, los datos que se me ofrecían sobre un hecho real y de plena actualidad, aún candente entre la opinión pública. Este terrible acontecimiento, junto con otros muchos de la misma índole que se suceden día a día, ha provocado una reacción contundente del movimiento feminista, que ha renovado su lucha, consiguiendo sensibilizar en grado sumo a la sociedad solidaria en su conjunto. Sin embargo, los violadores siguen sueltos.
Casualmente, me encontré en el Pavón con Jorge Acebo, dramaturgo y escritor Argentino con el que he colaborado puntualmente como asistente de equipo para el montaje de Wake up Woman, una de sus obras de más impacto a nivel internacional, sobre el maltrato, que se acaba de estrenar en España en la sala Nueve Norte. Le había invitado Miguel del Arco y le habían asignado el asiento situado a la derecha del mío. Así que ya no estuve sola entre el público, como pretendía, sino en buena compañía.
Al finalizar la función de Jauría, un grupo de espectadoras alzó la voz para emitir consignas de índole feminista, en contra de los violadores y en defensa de las víctimas. No alcancé a enterarme de si hubo alguien que les increpó para que cesasen en sus reclamaciones o qué, el caso es que oí que ellas replicaron: «los espacios son de todas, también son nuestros.» Jorge se interesó por este hecho. Intercambiamos impresiones, ya fuera del teatro, mientras caminábamos cuesta abajo. En ese momento yo no podía ordenar mis pensamientos ni concretarlos, argumenté incoherencias. Por otra parte, me parece ahora que alguien que acaba de llegar de otro país, que no ha vivido día a día los acontecimientos previos y posteriores al juicio a La Manada, puede sentirse de algún modo ajeno a la propuesta. Preferí darme tiempo para escribir sobre el tema, tomar distancia yo también, dejarlo reposar, reflexionar más y mejor, en soledad.
Una de las cuestiones estéticas -en cuanto a herramienta narrativa- que más me llamó la atención, fue la simplificación de los personajes-personas que formaban parte de la estructura del montaje, resultando prácticamente su esqueleto dramatúrgico. Junto con los datos que nos iban aportando a través de su discurso, sus conductas estereotipadas eran clave. Sus comportamientos patéticos me provocaban rechazo, ningún brote de empatía, sorprendentemente ni siquiera hacia la víctima. Era algo desagradable de ver, duro de asimilar. Cuando en el consumo de Arte no hay disfrute, nuestro concepto de lo artístico se desmorona, sin darnos cuenta de que el Arte es ante todo una forma de expresión comprometida con quien la consume y que, por tanto, requiere un compromiso por ambas partes, artista y consumidor de Arte. Frente a los cuadros de Bacon yo siempre he mirado para otro lado, por ejemplo. A veces preferimos no mirar, para no ver.
Se tiene la falsa creencia de que la verosimilitud tiene una acepción clara y cristalina. Pero la realidad es muy extensa y difícil de captar por entero, a la hora de ser transmitida a través de una creación o recreación artística. Los estereotipos no siempre son material desechable. Sin llegar a condensar en sí la penumbra fértil y los destellos hirientes del esperpento valleinclanesco, a veces, el uso de estereotipos en una puesta en escena esclarece intuiciones que permanecían solapadas en la vida real; ayuda a la reconstrucción de juicios de valor que aún se tambaleaban, zarandeados por el estruendo de opiniones diversas; determinan conclusiones tan lógicas como equilibradas a nivel emocional; pueden llegar a impulsar acciones dignas que favorezcan la transformación positiva de los conflictos y, por ende, de la sociedad. A aquellos que son partícipes de los acontecimientos, que están inmersos en ellos de un modo u otro, que carecen de la perspectiva imprescindible para poder pensar sobre el hecho en cuestión, les es útil toda plataforma desde la que se les replantee el acontecimiento incidiendo en algunos aspectos, poniendo de relevancia determinados usos y costumbres que, pese a estar aceptados como normales por ser habituales, en ningún caso deberían ser admitidos como ejemplos de una sociedad que goza de buena salud, sino tomados en consideración como síntomas de todo lo contrario, de una enfermedad grave, de la decadencia del género humano y, si lo extrapolamos a la política, del sistema.
El espacio de Jauría había recibido el mágico efecto de la creatividad práctica de Alessio Meloni, que aprovechaba elementos del anterior montaje del programa doble. Se había reservado al foro un lugar estrecho y aséptico simulando el portal en donde transcurrieron los hechos, pero que más bien evocaba al recoveco de un matadero, donde se sacrifican diariamente las reses. Unos trazos vivos sobre esa escenografía nos aportaron sensaciones y emociones vaciadas del discurso, tan frío, de las declaraciones literales que se produjeron en el juicio real y que trascendieron a algunos medios informativos. El ritmo en el que se desarrolló la función de Jauría, llevaba consigo la impronta de esa coreografía de movimientos, de la cadencia de los desplazamientos sobre el escenario, de las composiciones corporales formadas por el elenco de actores que representaban a los miembros de La Manada alrededor de la única actriz, María Hervás. Se movían precisamente como las manadas de animales en libertad cuando van de caza, rodeando a su presa. Su fragilidad insostenible, la de María, me traspasó. Su impotencia y su dolor eran tan míos, tan nuestros, tan de todas nosotras… Uno de los comentarios que le hice a mi improvisado compañero del patio de butacas tras la función fue: «Esto nos toca a muchas, si no a todas.» Una violación, una agresión sexual, un abuso, se queda en el cuerpo, es un hecho terrible e íntimo. Te juzgas duramente por haber permitido que suceda, recibes el juicio social sobre tu persona como una losa, ya nunca serás la misma. Así que, cuando te obligas y te obligan a contarlo, cuando compartes tu intimidad, vuelves a sentirte violada una vez más si no recibes los cuidados y la consideración que deberías. Los violadores se sienten poderosos siempre y cuando no se admitan como culpables, permanecen enteros, apoyándose unos a otros para librarse del castigo. En Jauría se resaltaba esto por contraste, ya que uno de ellos titubeaba en algún momento, se debilitaba, subrayando así la prepotencia del resto, lo indigno de su postura frente al delito cometido, su actitud irreflexiva, queriendo salvarse de la cárcel a toda costa. Es el grupo lo que les imprime carácter y les otorga fuerza, no la razón ni la ética. Así la sociedad, cuando no quiere admitir que algo falla, que algo grave está pasando y que debe hacerse cargo, aportar soluciones, transformarse, resolver. Llamaba mucho la atención, por ejemplo, que cuando María asumía el rol de jueza, su fragilidad no desaparecía, siendo acosada de forma latente por el resto de hombres-jueces. Ella tan solo ejerce su supuesto poder, pero no se impone, sino que reflexiona y toma decisiones correctas, posicionándose del lado de la víctima con justicia.
No hubo música que amenizase dicha coreografía, tan solo el folklórico jalearse unos a otros entre los miembros de La Manada, o el estruendo de las voces de miles de manifestantes que parecía provenir del exterior del teatro, sabiendo todas las personas allí congregadas que eso no era probable, pero que, por lo vivido con anterioridad, no hay nada imposible. El sonido que generaba la representación de la atmósfera de un juicio por violación provenía de ahí, de lo silenciado.
El teatro nace del silencio, al igual que la música, la palabra es siempre algo añadido. Indagar en los silencios preñados de sustancia lógica y emocional, es sin duda la tarea más interesante para un artista de teatro dedicado a la dirección o a la actuación (lo de «interpretación» es precisamente la perspectiva que retoman sobre el hecho documentado, en el trabajo conjunto). En el Teatro-Documento se rebusca en lo que ha quedado oculto o inconexo, en la información que le ha llegado a la sociedad desde medios informativos de toda índole, muchas veces sesgada o tergiversada, en ocasiones, anulada, con puntos negros. Siempre hay prejuicios e intereses que influyen en los criterios a la hora de sentenciar un hecho o la acción llevada a cabo por un individuo o por un grupo de individuos. La opinión pública es un arma de doble filo, ya que se mueve por condicionamientos de carácter ideológico, por posicionamientos políticos previos a la emisión del juicio, por obediencia a normativas anquilosadas que no tienen en cuenta ni el paso del tiempo ni la evolución de las sociedades hacia un ideal de justicia más pleno.
Somos seres sociales. Estamos abocados a relacionarnos, a establecer redes, a generar comunidades que se auto-gestionan y que intercambian con otras comunidades. Ningún ser humano es una isla, ya se ha dicho. Las conductas de un individuo han recibido la influencia directa e inalienable de los condicionamientos sociales establecidos como apropiados en el momento que le ha tocado vivir. Cuando esos usos y costumbres son erróneos y nocivos, si se extralimitan, pueden llegar a causar un gran perjuicio a un ser humano en concreto, a varios, a todo un colectivo y, por contagio, a toda la sociedad. El condicionamiento económico es igualmente ineludible, facilita -en ocasiones- la consecución de actos inadecuados o delictivos que se extienden como la pólvora, cuando la sociedad del momento resulta terreno abonado. La resistencia a estos movimientos huracanados de las sociedades de todos los tiempos, es también una condición sine qua non para el progreso de lo esencial en el ser humano. Ahí es donde se sitúa lo artístico y cobra sentido, como un arma, una defensa, una resistencia. La poesía deja de tenerlo -el sentido- cuando se intenta describir la crueldad o el horror. Entonces, los violines despliegan la estridencia y acaban por reventar sus cuerdas. Es cuando llega el silencio. El canto es lo contrario, lo más cercano a la vida, nos advertía Lorca.
Por esto último que digo me resultó tan sorprendente una de las funciones de la trilogía de grupo Proyecto 43-2 que presencié en La Abadía: La mirada del otro. En esta ocasión se sentó junto a mí Andrés Lima. Nos saludamos. Posteriormente respiramos al compás, en algunos momentos, durante la función, o esa sensación tuve. Cuando acabó me dijo: «Vaya ratito, ¡eh!» Y yo le dije: «Sí, pero qué paz.» Esa paz que le mencioné fue la sorpresa: la poesía retornando al lugar de donde fue expulsada, el reconocimiento en el otro de lo que nos une, aunque se haya estado en franco enfrentamiento, pese a las heridas y las matanzas, pese a los motivos y la sangre derramada. La resolución de los conflictos es pacífica o no lo es.
El «cómo» tiene necesariamente que transformarse para enunciar un «qué» que pretenda alcanzar un objetivo hasta ahora insospechado, rara vez propuesto o jamás conseguido. Este es el motor que debería mover el mecanismo de lo artístico, y no el mercado. Al público a veces le cuesta asumir depende qué cambios con respecto al tipo de espectáculos que se le ofrece, a determinada clase de público, ya que la diversidad de públicos es un hecho innegable -la diversidad en sí misma es un hecho innegable, el público no queda exento-.
No podemos eludir nuestra responsabilidad política de seres adultos que conviven y tienen descendencia o no, pero que preceden a nuevas generaciones. En la medida en la que ignoramos estriba nuestra capacidad o incapacidad para tomar decisiones, para emitir un voto o ejercer un acto voluntario. Si nadie es consciente, la sociedad va a la deriva, o guiada por un puñado de ciegos o de iluminados. Para que las sociedades no se despeñen, hemos de abrir bien los sentidos todos, la mente, no las mentes exclusivas de un puñado de elegidos, sino las de cada individuo que vive en sociedad.
Algunos seres melodramáticos y enfermizos, de lagrimeo constante e insustancial, se asustan o se aburren frente a espectáculos que les sitúan en un lado reflexivo y pausado. Después de la catarsis que va demandando como un vampiro, este tipo de público con preferencia por espectáculos naturalistas, regresa a su día a día y no mueve un músculo para cambiar las cosas, ya que considera que el mundo es lo que es y que no tiene remedio, se consuela en este pensamiento y, aunque se muestre enajenado, enseguida encuentra el modo de distraerse para no pensar más en lo que supone una pérdida de tiempo. Las personas que componen este tipo de público suelen ser muy empáticas, pero la razón es una herramienta de la que prefieren limitar el uso, dado lo costoso que resulta hacer algo al respecto, tras enfrentarse a la verdad.
El teatro es el arte del detalle, resulta muy adecuado para aclarar detalles de lo que acontece en la vida real. Dependiendo de la sensibilidad que a cada cual le venga de fábrica, estamos abiertos a captar las reminiscencias que traen consigo los detalles que apreciamos en el día a día, en la vida cotidiana. Me refiero a esos instantes que se eternizan, esos breves momentos en los que parece que lo que acontece se ralentiza para permitirnos extraer esa información tan preciada y tan costosa, casi invisible, perdida entre el maremágnum que arrastra consigo el río de la vida. La realidad es continua. El Teatro-Documento aprovecha para indagar en esta discontinuidad forzada, en esta revelación que resulta un privilegio y un hallazgo, un regalo extra, más vida. Quien de este modo observa y analiza, realza lo contradictorio y expone así el conflicto a resolver. Primero el diagnóstico, después el duelo y por último la posible cura, aunque no haya garantía. Lo peor es el inmovilismo, y para atrás ni para tomar impulso.
La acción es inexistente en el Teatro-Documento, más bien invita a la acción. Las escenas se ordenan y se unen con un criterio que tiene más que ver con el esclarecimiento de los hechos, con la información plena. Se suele respetar el orden cronológico, pero los hechos que se exponen no sorprenden, resuelven el enigma anterior y plantean el siguiente enigma ya resuelto en la mente del espectador. El público puede adoptar el rol de un tribunal, se le incorpora en las deliberaciones.
Para componer la dramaturgia, todo este material extraído de la realidad debe ser tratado con total delicadeza, con la sabiduría del artista que se hace cargo, ya que será este el único modo de que trascienda. Solo alguien ajeno al drama implícito en los testimonios empleados a la hora de componer ese texto base podría arrojar luz sobre los acontecimientos del espanto o de la crueldad. Como consumidora habitual de teatro y cronista, le agradezco esta labor comprometida a Jordi Casanovas (responsable de la dramaturgia de Jauría y de Port Arthur -con la colaboración de Silvia San Feliu-), a María San Miguel y Julio Provencio (responsables de la dramaturgia de la trilogía Rescoldos de paz y violencia) y a Javier Ortiz (autor de José K torturado)
De José K torturado salí consternada. Es sin duda la obra más dura que he presenciado. Yo no quería estar ahí, ser testigo de algo tan aberrante, ni tener noticia de que el texto está documentado en hechos reales, incluso en cuanto a sus detalles más escabrosos. La obra es ejemplo del horror de que somos capaces. El torturado había asesinado sin piedad, era un terrorista sin escrúpulos, con lo cual, ni siquiera quedaba un resquicio para la empatía mientras se escuchaba su confesión en solitario. El público estaba contra la pared, encerrado en un habitáculo estrecho, como Iván Hermes, el magnífico actor que soportó las inclemencias de un montaje que le desnudaba en cuerpo y alma. Por entregarnos, nos entregó hasta sus fluidos corporales, dispuestos en primer plano en la retransmisión en vídeo a través de la cual observábamos la lenta descomposición de lo que había sido un ser humano. Éramos los torturadores, adoptábamos esa perspectiva, y nos revolvíamos en nuestro asiento cada vez que a él le remordía la rata en que se había transformado su conciencia, o la rata real, la que subía por las tuberías sobre las que le habían amarrado. Nos devoraban las dudas, como a él la rata, cuando nos preguntábamos si evitar la muerte de muchos justifica la tortura.
Debe ser crucial la dirección de actores, en estos espectáculos en los que la interpretación de los personajes les supone a los artistas sobre-exponerse a tantos niveles, también a nivel personal. El cuidado a estos actores y actrices, la guía continua, me parece fundamental para llevar a buen término la puesta en pie de obras con un enorme peso específico, que tienen que representarse cada tarde durante equis tiempo. La seguridad, a la hora de sostener este tipo de trabajos desde la dirección, intuyo que debe ser una constante, para que nadie ceje en su empeño y se desvíe. Sea como sea, admiro a quienes deciden dirigir Teatro-Documento. Por una parte, se agarran a aquello que ya es del interés de la opinión pública y, por otra, se arriesgan a ser rechazados de pleno y a ejercer cierta influencia en cuestiones de importancia. No es fácil, aunque pueda parecer incluso oportunista. Supone asumir una gran responsabilidad política y social a través del comercio con un producto artístico absolutamente efímero, que mañana puede dejar de interesar. Entiendo que priorizan la utilidad de lo artístico. Nombro ahora, como homenaje, y para finalizar mi artículo, a un puñado de esos directores comprometidos y a sus ayudantes: David Serrano (Port Arthur), Miguel del Arco (Jauría –como ayudante de dirección Xus de la Cruz-), Xiqui Rodríguez y María San Miguel (Proyecto 43-2), Chani Martín (La mirada del otro), Pablo Rodríguez (Viaje al fin de la noche), Carles Alfaro (José k torturado -como ayudante de dirección Vicenta Ndongo-)
A los actores todos, a los elencos al completo, y al resto de los equipos, mi más sincera enhorabuena.
«Con el tiempo, cada espectador podrá también llegar a actuar», Walter Benjamín.