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MARÍA MORALES

Atentado

CRÓNICAS DEL TEATRO ESPAÑOL

ATENTADO

Dirección: XUS DE LA CRUZ Y FÉLIX ESTAIRE

Intérpretes: MARÍA MORALES, ÁNGEL RUÍZ Y EVA RUFO

De FÉLIX ESTAIRE

Por MJ Cortés Robles

Un museo es un templo donde lo aparente queda sometido a estudio, a la perspicacia de quien observa y a la pericia de quien expresó en su momento del modo que lo hizo. Las obras de arte quedan fijas, solo en nuestra imaginación pueden cobrar vida, conectarse de nuevo a lo vivo, transformarse en vida. Pero la perspectiva es importante. ¿Dónde estamos situados con respecto al objeto de estudio? ¿Desde dónde miramos?

En la Sala Margarita Sirgu del Teatro Español, las reproducciones de los cuadros quedaban al alcance del ojo predispuesto a la disección de la apariencia. Ordenadas en semicírculo, nos acogían en una experiencia inmersiva ya latente. Cada lienzo se hundía lo necesario en el marco como para que su dimensión tocase una realidad relativa, encajada al mismo tiempo en la otra realidad de cada presencia en cada butaca de la sala, de cada persona recién llegada de su particular experiencia vital, a punto de experimentar algo nuevo, en este caso artístico. Arte, dentro del Arte. Personas vivas que observan personajes que observan cuadros en los que se representan personas. Representación multidimensional.

¿Qué hay detrás del lienzo? A veces un apunte del autor tan genial o más que el original, a veces la pared inmaculada, a veces el vacío… Si se gira la escenografía de Alessio Meloni, nadie queda indiferente, lo que estaba oculto da paso a la acción, a la desfachatez de lo cotidiano tras un atentado, en el corazón mismo de la “zona muerta”. Las medidas de control son imperiosas tras el advenimiento del terror, fórmulas precisas que llevar a cabo sin dudas ni titubeos: no pensar, actuar. Lo malo es que siempre puede escapársenos un escalofrío, una valoración empática que nos conmueva, una pregunta no tan fácil de responder, un cuestionamiento que se disuelva en millones de respuestas, o al menos en variadas  y quizá certeras resoluciones.

También ante acontecimientos terroríficos se nos quedan colgando de los labios narraciones inexactas de los hechos, que lagrimean hasta convertirse en charco y anegan nuestro discernimiento por completo. Regresamos a lo vivido una y otra vez, por intentar reconocernos, a ser posible, a otorgarnos el beneplácito de la coherencia. Porque cada quien es responsable de su parcela vital, cuando se genera un conflicto, los conflictos se generan siempre por intereses encontrados, y la fuerza no los resuelve. El poder genera violencia, y la violencia tiende a crecer y a multiplicarse, prescindiendo de milagros, de manera infernal y mortífera. 

Solamente contamos con una herramienta que funciona para establecer o mantener relaciones no violentas: la empatía. Y no se trata de sacrificio, el sacrificio es muerte y apostamos por la vida. ¿De dónde viene la idea de sacrificio? ¿Cómo es posible que una vida valga menos que otra? ¿Quién decide tirarle la primera piedra al mártir? ¿Por qué? Las religiones no sirven ni a la paz ni a la vida, suelen ser foco de la ignominia, mueren millones de seres en su nombre desde que se gestaron. El humanismo es un injerto de dogmas basados en la dominación de los débiles. Los sistemas nos constriñen y nos someten. ¡Cuánta confusión, cuánta desinformación, cuánta falacia, qué desprotección, qué desarraigo! ¿No será más útil la revolución minúscula, la de los pares enfrentados y condenados a entenderse sin violencia, a través de lo afectivo, reflejándose ella en el otro y el otro en ella, ellos y ellas en los otros y en las otras,  reconociéndose e identificándose pese al extrañamiento en alguna de sus partes, esforzándose por ocupar el lugar de la otredad para comprender, para conmoverse? Solo la conmoción nos transforma, por eso el terrorismo es efectivo, porque sacude y provoca pánico en los inmóviles, porque extralimita lo inmóvil. Quien sobrevive queda en blanco, tiene la opción de empezar de cero, de repensar lo pensado, de reaccionar sin violencia, ocupándose de la vida de una vez por todas, trascendiendo las apariencias, llegando a lo esencial de los conflictos. La mediación no es infalible, pero es una alternativa a la violencia sistémica, la única alternativa posible. Hay que educar en la resolución de los conflictos desde la cuna. Ante las amenazas, las medidas de control no son disuasorias, sobre todo porque no se atiende a la raíz del conflicto, porque los Estados se ciegan en sus razonamientos sin sopesar distintas perspectivas, sin plantearse siquiera ceder o llegar a acuerdos. Se tiende a demonizar a quien se opone a los intereses de un Estado concreto, se tiende a generar un listado de enemigos contra los que luchar, sin advertir que toda esa energía podría mejor invertirse en el bien común. No sin esfuerzo, claro está, nos in esfuerzo. Hay que darle la vuelta al mundo como a un calcetín. Pero tenemos voluntad. La transformación es posible siempre. No hablo de justificar la violencia, tolerancia cero. Hablo de admitir que la violencia es humana, que la genera el mismo mundo que hemos construido, el mismo mundo que la violencia destruye. No se trata de destruir, pero sí de decostruir lo que no es útil a la vida. Hablo de desmantelar lo sistémico en aras de otro tipo de órganos más proclives a generar transformaciones.

No soy politóloga, soy artista. Este puñado de seres sensibles que forman el elenco implicado en Atentado -desde quien se ocupó de la dramaturgia o de la dirección, de la interpretación, la escenografía, la iluminación, el vestuario…-, esta red de pensamientos y sentires tejida de forma comunitaria y plasmada en una representación teatral, me ha hecho replantearme todo esto y mucho más. Esta propuesta escénica consiguió la otra tarde que me parase a reflexionar no solo sobre las imágenes institucionalizadas expuestas, no solo sobre las instantáneas reales que quedaban desperdigadas por el suelo como escombros, mientras el público abandonaba el teatro -fotografías estremecedoras en las que lo más visible era la sangre-, sino también y sobre todo en los hechos representados por esas imágenes, en las pérdidas de vidas retratadas, en el horror, en el sufrimiento evitable, en lo que transciende.

 

Mi enhorabuena a un trabajo de una factura tan cuidada y tan bella, a una obra tan comprometida y valiente.

Ficha artística:

Escenografía: Alessio Meloni (AAPEE)

Diseño de Iluminación: Lola Barroso (A.A.I)

Diseño de sonido: Sandra Vicente

Diseño de Vestuario: Vanessa Actif (AAPEE)

Ayte dirección: Gabriel Fuentes

Ayte de Vestuario: Paola De Diego (AAPEE)

Talleres de construcción de escenografía: Readest

Confección de Vestuario: Rafael Solís

Taller de ambientación: María Calderón

Voces audioguías y avisos: Irene Serrano y Pablo Sevilla

Alumno de escenografía en prácticas: Quique Uhalte

Próximamente, versión papel
MARÍA MORALES
Felix Estaire, Eva Rufo, Xus de la Cruz, María Morales, Ángel Ruíz
Eva Rufo
FÉLIX ESTAIRE
María Morales y Ángel Ruíz
TEATRO ESPAÑOL
@geraldineleloutre

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ELISA Y MARCELA

CRÓNICAS DEL TEATRO DE BARRIO

ELISA Y MARCELA

Dirección: GENA BAAMONDE

Texto: A PANADARÍA Y GENA BAAMONDE

Creación e interpretación: ARETA BOLADO, NOELIS CASTRO Y AILÉN KENDELMAN

Coproducción con: CENTRO DRAMÁTICO GALEGO, CONCELLO D’A CORUÑA, CONCELLO DE VIMIANZO, CONCELLO DE RIANXO

Por MJ Cortés Robles

¿Quién no se ha puesto a imaginar la vida de las personas desconocidas retratadas en una fotografía antigua? Las fotografías en blanco y negro tienen su misterio… Las historias personales se pierden en el maremágnum de la Historia con mayúsculas. Ese cuento institucionalizado de la Historia podría contar, sin embargo, con versiones diversas. Seguimos buceando en él en busca de certezas.

Transgresión en nombre del Amor. Camuflaje en nombre del humor. Huida en nombre de la vida. Viaje al centro de la concienciación político-social. Rescate de un hecho histórico como símbolo de la lucha de un colectivo. Desarrollo imaginativo de lo que sin duda fue, pese a las prohibiciones. Charlotada a partir de un documento y sus intuidas consecuencias. Musical que desatasca los conductos de las fobias y despierta las filias…

Todos estos títulos, podría tener mi crónica. Lo que pasa es que no me puedo quedar con uno solo. Cuando tres actrices y una tela enganchada a dos palos, se pliegan y despliegan, se anudan y se desatan bajo los focos o en la sombra, transformando en lo que dura un suspiro el escenario vacío, no cabe más que fijar la atención y abandonarse al disfrute. Pretendan lo que pretendan de quienes presencian la función, lo obtendrán seguro. Se cazan más rebeldes para una causa con música que con amargas consignas. Dulces tragos sus maestrías para nuestro asombro desencajado por la risa. A nadie le amarga un dulce, sobre todo si las obradoras son expertas confiteras.  

Besos clandestinos y abrazos en posiciones inverosímiles, encuentros íntimos y estrechos que tratan de mitigar los desencuentros externos y desolados contra el mundo. Mujer que finge ser hombre, pero se sabe mujer que ama a otra mujer, que quisiera presumirlo y nombrarlo. Pero se está en peligro cuando se avanza por un atajo, cuando se coge un desvío para apretar el paso hacia unos ideales. Las manadas no consienten que se las divida ni se las cuestione. Prefiero a las personas, ni siquiera a los individuos. Una persona es indivisible, pero sus actos son cuestionables. Los criterios para hacer un juicio de valor varían según las épocas, los imponen las sociedades, los intereses creados por esas sociedades. La normativa y las leyes obedecen a esos intereses creados. Resulta una lucha muy ardua aquella que se empeña en derribar los muros de los prejuicios, en extirpar los quistes de la homofobia. Llevamos siglos intentando obviar lo obvio, castigando lo que brota libremente en plena naturaleza. Ya no es original el pecado, pero lo conservamos en formol, por si las moscas…

Las personas más inteligentes suelen manejarse bien en el absurdo. Esta compañía, A Panadaría, está formada por personas inteligentes, por lo tanto, se muestran absurdas hasta conseguir el cien por cien de nuestra empatía. Hasta se encarnan en objetos -o al revés, el objeto se les encarna-, de modo que nos hacen perder la perspectiva intelectual y nos sitúan en un modo de razonamiento más intuitivo, más cercano al instinto, aunque sin desligarnos de nuestra condición humana, muy al contrario, humanizándonos.

No debo ponerme tan intelectual, ya que ellas -el elenco de actrices- no lo hicieron la otra tarde, en el Teatro del Barrio. Salieron desnudas de artificio, a capela, portando a manos llenas sus destrezas, impulsadas por su valentía artística, por su compromiso social y por su voluntad férrea. Este trabajo multipremiado seguro les traerá nuevos reconocimientos, ya que roza la excelencia, y  reflexionar sobre estos temas sigue siendo necesario. Larga vida a la irreverencia. Y yo que lo vea.

Próximamente, versión papel
Texto: A PANADARÍA Y GENA BAAMONDE
Coproducción con: CENTRO DRAMÁTICO GALEGO, CONCELLO D’A CORUÑA, CONCELLO DE VIMIANZO, CONCELLO DE RIANXO
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Creación e interpretación: ARETA BOLADO, NOELIS CASTRO Y AILÉN KENDELMAN

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  • Música original: AILÉN KENDELMAN
  • Iluminación: LAURA ITURRALDE
  • Vestuario: FANIBEELL
  • Diseño soporte: BEATRIZ DE VEGA
  • Construcción soporte y tela: CDG
  • Imagen gráfica: NOELIA CASTRO
  • Fotografía: PILAR ABADES
  • Vídeo: ALEX PENABADE
  • Asesoría en canto: MARION SARMIENTO
  • Producción: AILÉN KENDELMAN
  • Ayudantía de producción: LIZA G. SUÁREZ
Desayuna conmigo

Desayuna conmigo

CRÓNICAS DE TEATRO DE LA ABADÍA

Desayuna conmigo

Autor y director: IVÁN MORALES

Por MJ Cortés Robles

Parece ser que si nos dedicamos a esto de la crítica teatral o de las crónicas de espectáculos, lo primordial es informar a quienes nos lean sobre el asunto del que trata la obra representada. Se suele encabezar un artículo al uso con una definición breve y concisa del contenido de la misma, para acto seguido pasar a destripar el continente, ofreciéndole así al posible espectador una rémora del producto ya masticado, listo para engullir y tragar. Con todos mis respetos a nuestra labor, esto es llenar ese menú artístico de babas, algo muy común en esta tendencia generalizada al consumismo desmedido.

Cada experiencia teatral es única, un hecho irrepetible a nivel sensorial y emocional, un acto comunicativo que depende tanto del transmisor como del receptor del supuesto mensaje. ¿Y si el mensaje fuera un sonido indescifrable que llegase a conmovernos, algo semejante al efecto que nos produce el canto de las ballenas?

El sentido que tenga un texto teatral no se lo da el autor, no lo desentrañan las actrices y actores; se resuelve en cada función de formas diversas, sin detenerse en una fija, sin conclusiones individuales extrapolables entre las personas del público. Cada quien se sienta en su butaca y vive la experiencia. Si la obra es buena y nos prestamos a ello, la temática nos atraviesa y nos trasciende. Después nos quedan las conversaciones y los silencios, lo que compartimos y lo que callamos.

Pues bien, la otra tarde, en el Teatro Abadía, ante la hambrienta mirada de los allí congregados,  un puñado de actores-personajes-supervivientes entrecruzaron sus biografías imaginadas una y otra vez, hasta dibujar un mapa diamantino de la existencia en sí misma, dura y deslumbrante. El roll de cada intérprete me resultó anecdótico, incluso las palabras en sí mismas, algunas de ellas dignas de apunte y de deleite como simple lectura… Pero la acción, la concatenación de reacciones y de gestos, la música encerrada tras cada silencio, todo ello me condujo a una suerte de catarsis cercana a la conmiseración y a la ternura.

¡Pobres seres sujetos a la tiranía de la lógica, de entraña salvaje y cuerpo frágil! Ávidos buscadores entre sus propias sombras que se alargan y se tornan monstruosas, soñadores empedernidos, criaturas desvalidas bajo la tormenta de constructos sociales y de prejuicios. Que alguien les arrope, que alguien les salve, que cada quien se agarre a donde alcance y no se hunda. Ninguno era como yo y todos eran yo misma, yo misma herida hasta la médula, yo misma tullida y rehabilitándome, yo misma con una voluntad férrea, yo misma transformándome hasta perder la esencia, yo misma con una valentía suicida… Yo misma en la imagen de video en directo, tan extraña allí arriba, en la proyección de la pantalla, observándome desde abajo. Algo digno de escalofrío, por lo que supone de extrañeza y de voyerismo.

Así que reí, lloré y canté cuando esto sucedía en el escenario, como si la obra tratase de mi persona. Nada más lejos, por eso lo de la temática no importa. Después conversé con mi conciencia y me acordé de mi madre, llorando tras los cristales de la ventana porque sus piernas o su pánico a una caída no le permiten bajar las escaleras ni salir a la calle. De pronto, caminando hasta el metro reflexioné sobre el valor que entraña el cambio voluntario y sobre hasta qué punto es imposible exigirlo, pero no ejecutarlo. Más tarde, en mi casa, me felicité por haberme atrevido a soltar a mis seres queridos cuando lo necesitaron, sin cargarles con la culpa ni exigirles en su perdón lo inconfesable. Les añoré, sin embargo… Saludé a mi soledad y dormí con ella una noche más…

Entiendo el título: Desayuna conmigo. -“Siéntate a mi lado, compartamos esto, las primeras horas del día, algunos alimentos…”- Es todo tan sencillo y, a la vez, tan complejo… La comunión entre los seres, algo ancestral y sagrado.

Próximamente, versión papel
Foto Juan Miguel Morales
Desayuna conmigo
Desayuna conmigo © Sandra Roca (Large)

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REPARTO

Natàlia _ Anna Alarcón
Salva _Andrés Herrera
Carlota _ Aina Clotet
Sergi _ Xavi Sáez

 

FICHA ARTÍSTICA

Escenografía e iluminación _ Marc Salicrú
Música y espacio sonoro _ Clara Aguilar
Movimiento _ David Climent
Vestuario _ Míriam Compte
Ayudante de dirección _ Ona Millà
Ayudante de dirección, movimiento y regiduria _ Carla Tovías
Construcción escenografía _ Óscar Fernández (Ou)
Fotografía _ Sandra Roca y Ona Millà
Diseño gráfico _ Marc Rios
Una producción de _ losMontoya (pantalla&escena)
Producción Los Montoya _ Júlia Simó
Producción _ Clara Aguilar y Ona Millà
Distribución _ Àngels Queralt
Con el apoyo de _ Sala Beckett
Agradecimientos a _  Pau Gener, Sergi Casals, Lan Dry, Dask (in memoriam) y Centro Kine Gavà

LA SED

CRÓNICA DE Teatro Lagrada

LA SED

Coreografía y dramaturgia: Paloma Sánchez

Por Paula Lamamie de Clairac

La sed, una pieza de danza-teatro creada por Paloma Sánchez y estrenada en el Festival de Miradas al Cuerpo XII, arranca sin contemplaciones. Los bailarines actores nos meten de lleno en la materia, y lo hacen con tanto ímpetu que parece que llegásemos tarde. La materia, eso en lo que andan, es sobrevivir. Han tomado conciencia de su mortalidad, y pasan 50 minutos corriendo a ver si les da tiempo a hacer todo lo que tienen pendiente.

Una mujer mayor es la única que no corre, se queda de pie frente a un abismo que refleja la cercanía de su final. Los cuatro jóvenes sin embargo, se apresuran a crecer, enamorarse, tener sexo, parir, elegir varios caminos fallidos, en grupo y en solitario, a toda prisa. Y, en lo que es para mí uno de los momento más brillantes de la pieza, cuando se dan cuenta de que no les va a dar tiempo, de que en realidad llegan tarde desde que nacieron, se acercan al hueco infinito para injuriar al maldito creador, por darles, no solo una vida tan corta, sino también conciencia de su fecha de caducidad. Por supuesto el injuriado no hace acto de presencia, dando a entender -¡el muy descarado!- que no existe, y burlándose así, una vez más, de los impotentes, ridiculizando sus intentos por diferenciarse de los insectos o cualquier otro animal.

La sed acierta presentando a unos personajes que no disfrutan. Ni cuando besan, ni cuando abrazan, ni cuando beben pueden disfrutar, porque siempre hay un deseo por saciar, el de estar vivo por fin y para siempre, que es fallido. Esta pieza oscura viene a decirnos que no hay experiencia vital lo suficientemente grande y relevante como para colmar la sed de estar vivo. Porque estar vivo es de hecho sentir esa sed viciosa hasta que se acaba, siempre demasiado pronto o demasiado mal.

En La sed hay un atillo de recién nacido que se reconfigura como barca, símbolo por excelencia del estar a la deriva. Y es bellísimo, concebir a los recién llegados como náufragos de derechos absolutos. La vida es esto, ir y venir, perderse, correr y caerse, para nada. Y desde que matamos a los dioses con razón, nada nos da derecho a creernos mejores, ni a durar más, que una manzana.

Hay una correlación muy clara, presente en esta obra, entre tener hijos y darse cuenta de que no sabemos morir. Como me dijo una mujer hace años, y luego he experimentado en mi maternidad: los niños te colocan al nacer en un lugar nuevo, cargado de la responsabilidad de no morirse. Hace poco, ante unas pruebas médicas que me asustaban mucho, me vi escribiendo en un documento de Word las palabras tan de aspirante a filósofa “tengo que estar lista”. Con dos hijos, el miedo a desaparecer, pero sobre todo el miedo a lo que pasaría en los días posteriores a mi muerte, me confrontaba con el abismo que en La sed se dibuja como un círculo de luz en el suelo. Tiene su gracia que haya que mirar al suelo, donde crecen las patatas y los gusanos, por no poder ya ni siquiera mirar al cielo.

Y es que vivimos de espaldas a la muerte, aunque sea la única certeza igualitaria de nuestras vidas. No sabemos si nos enamoraremos o no, si tendremos hijos o no, si viviremos o no junto al mar, no sabemos nada de nuestra vida al nacer excepto que algún día terminará, y sin embargo nada nos prepara para ello. Nuestra sociedad niega de manera patológica este hecho hasta el punto de que cuando tenemos que acudir a un funeral pareciera que estamos haciendo algo malo, que nos han pillado infraganti  porque un conocido ha tenido la mala leche de morirse. No, al menos hoy, en esta cultura huérfana de credo religioso, cada vez que tenemos que ir a un cementerio feo al lado de una gran autopista sentimos algo parecido a la vergüenza. Si hubo algo de poesía en la manera en que nuestros antepasados despidieron a sus muertos, nos la hemos cargado. Y hay algo indigno en esta aversión infantilizante a mirar a la muerte de frente.

El otro gran tema de esta pieza es el agotamiento. Más allá de las connotaciones metafísicas que nuestra condición de mortales imprime en nuestra alma, estar vivo cansa mucho. Vivimos, como los bailarines de esta pieza, cabalgando con una prisa ansiosa que solo se ve puntuada por los nacimientos que detienen un poco el reloj como los acontecimientos extra-ordinarios que son. El resto es un remar contra corriente, sin descanso, que nos obliga a sentir el sinsentido de todas nuestras acciones.

Hay en La Sed también un tibio elogio a la comunidad, porque en el algún momento las fuerzas se acaban y es solo gracias a los otros que podemos seguir, pero ni siquiera este compañerismo culmina con éxito, porque ni el amor, ni la amistad, consiguen borrar la sensación de angustia por el paso del tiempo, o anular el desgaste por la cantidad de horas, días y años que remamos sabiendo, además, que no vamos a ninguna parte.

La Sed es una pieza cruda, que sin florituras, trucos o cursilerías, nos desnuda ante nuestra condición de mortales y el sinsentido de la vida. Y es bonito esto: que nos miren de frente y nos cuenten la verdad.

 

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Festival de Miradas al Cuerpo XII
Paloma Sánchez
Coreografía y dramaturgia Paloma Sánchez
la sed
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MONSIEUR GOYA

CRÓNICA DEL Teatro Fernán Gómez

MONSIEUR GOYA

Autor: SANCHIS SINISTERRA

Directora: LAURA ORTEGA

Elenco: Alfonso Delgado, Inma Cuevas, Alfonso Torregrosa, María Mota, Andrea Trepat, Fernando Sainz de la Maza y Font García.

Por MJ Cortés Robles

Indagar, es lo que realmente moviliza a Sanchis Sinisterra. Se ha pasado la vida investigando, no la concibe de otro modo. Es un hombre con una curiosidad insaciable, que sabe que no sabe, pero lo sabe mucho y lo sabe bien, por eso aprende y enseña. Maestro de generaciones sucesivas, va creando escuela allá por donde pasa. Hace tiempo que vive en Madrid. ¡Menuda fortuna para los que pueden acercarse a su legado directamente y verle pensar en vivo y en directo! Porque sus reflexiones se ven, se adivinan en sus silencios, tras su discurso, y son tremendamente teatrales. Es hombre de teatro, hasta la médula. Utiliza el juego, juega constantemente, incluso consigo mismo. Establece reglas tan solo para romperlas, para experimentar procesos, no busca resultados.

Las Pinturas Negras de Francisco de Goya obedecen a un impulso similar, a una indagación entre lo oscuro, sobre lo que está por desvelar. Casualmente, su segundo apellido -el de Goya- era “Lucientes”, como si estuviese  ya desde la cuna predestinado a iluminar, a acercarnos a los ojos la antorcha de la lucidez cuando la negritud mantiene un cerco en derredor de la vida vivida, al final de la misma. “El sueño de la razón produce monstruos”, es la leyenda de una de sus pinturas de esa época, durante la cual trabajó en La Quinta del Sordo. El misterio es el alimento imprescindible de todo hecho artístico, de él se nutre y a él regresa, tras el viaje alucinatorio.

La directora de este montaje estrenado en el Teatro Fernán Gómez, Laura Ortega, nos propone una fantasmagoría metateatral en la que prima lo sensorial  y destaca el humor, por encima de la lógica y la narración de los hechos. Se impone la ruptura de las normas artísticas, en esa persecución de la belleza entre las sombras. Son trazos gruesos o sutiles sobre un fondo de videoescena, que nos traen y nos llevan de lo contemporáneo a aquella época de la Historia, pero siempre en busca de la perspectiva del pintor, de Monsieur Goya, desde lo que su mirada plasmó en sus pinturas. A este ángulo de visión vienen a unirse los que Sinisterra ha imaginado para el resto de sus personajes, referidos siempre al objeto de estudio, a ese ser excepcional que logró pintar de esa manera. Nada es cierto ni todo lo contrario, son posibilidades basadas en las huellas artísticas, considerando lo que tienen de humano y respetando lo hermético de la genialidad, llegado a un punto.

La duda constante, junto con el manejo del tiempo escénico, le ofrece al público la posibilidad de que el instante ya vivido regrese en reiteradas ocasiones. Esta formulación de los recuerdos es ejecutada sobre el escenario por los actores de forma impecable y es un guiño a la alegría, un juego. También lo es la ruptura de la cuarta pared para conversar con el público, así como los cantos tradicionales  en primer término del escenario. El autor nos acompaña cual maestro de ceremonias atormentado por la incertidumbre, pero enamorado de ella al mismo tiempo, dispuesto a descorrer los velos que empañan la figura de Goya, aunque la deformidad asome entre las telas junto a nuestro extrañamiento. Entonces Laura Ortega nos regresa a la risa y al agua, a las canciones, a los brazos del hombre que hay en el interior del genio, a sus amigos, a su familia. Nos identificamos, de nuevo, y le seguimos, inocentes, hasta la siguiente puerta cerrada, como niños dispuestos en fila india para asomarse a lo que hay detrás, a lo que les espera.

Esta ausencia sobre el escenario de Goya como personaje, este andar desaparecido durante la función del verdadero protagonista, es tan magnética como inquietante, y resulta precisamente el motor de la obra, el tema que la atraviesa de parte a parte. Nuestra incapacidad para abarcar  su figura como artista y como ser humano, nos proyecta hacia la inmensidad, nos libera de la concatenación de los instantes. El advertir desconocimiento es sabiduría.

Otros temas surcan este vacío existencial poblado de realidades y delirios, encarnándose en mujeres y hombres valientes, comprometidos en luchas políticas y sociales, unidos en esas batallas por la libertad. El exilio, ese estado forzoso de melancolía lejos del lugar en donde se pretendía pasar el resto de la vida, es tema recurrente a lo largo de los tiempos, de plena actualidad.

Pero la plasticidad de las imágenes proyectadas en contraste con los cuerpos de los actores y actrices -en movimiento o congelados-  lo inunda todo, e invita al público al despliegue de todos sus sentidos, a obviar la lógica y a sumergirse en un río de matices, de silencios dibujados, de ecos contra el olvido.

Además de los encuentros con el público y de La exposición de arte contemporáneo “El sueño de la razón”, en el Centro Cultural de la Villa se programaron paralelamente actividades de participación, como el taller de artes escénicas Pintar con la mirada, o la proyección del documental Oscuro y Lucientes de Samuel Alarcón.

Todo esto fue, se hizo, se posó en nuestra memoria. Que no desdibuje el tiempo este homenaje a Goya y a sus pinturas negras, así que pasen otros doscientos años.

Próximamente, versión papel del ejemplar 5

Música y el espacio sonoro:

Suso Saiz

Videoescena:

Daniel Canogar

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KEBAB

CRÓNICAS DE Nave 73

KEBAB

AUTORA: Giannina Cărbunariu TRADUCCIÓN: Javier Lago DIRECTOR: Gabriel Fuentes ELENCO: Daniel Ibáñez, Eva Rubio y Pablo Sevilla PRODUCCIÓN: Puctum Compañía

Dicen que el trabajo dignifica. Cuando yo era adolescente le largué un discurso a mi madre que se resume en la frase: “Yo no he nacido para trabajar”. Recuerdo que estábamos las dos sentadas en la cama de su habitación y que mi madre, en lugar de quedarse perpleja, asintió con entusiasmo. Mi madre es una mujer inteligente, sin estudios, pero con una gran intuición. Ella, hija de su generación y mujer de campo, trabajó toda su vida, desde que era una niña. Evolucionó, desempeñando diferentes tareas, incluso llegó a fundar un pequeño negocio. Y ahí tenía a su hija, mirándola frente a frente y recordándola que quizá parte de su vida era un sinsentido. No sabía razonarlo, pero lo entendía.

El primer montaje de Giannina Cărbunariu que vi fue Elogio de la pereza, en el Valle Inclán , la pasada temporada. Me resultó tedioso, algo grandilocuente, pero interesante. En esta segunda ocasión en la que se ha cruzado esta artista rumana en mi camino de cronista, su texto -aún inédito en España- me ha apasionado, lo he disfrutado resuelto en escena como acción pura, me ha resultado un revulsivo, un alimento contundente y difícil de digerir: Kebab

El dönner kebab es un producto asequible, sin embargo, al alcance de una mayoría, nos remite a un consumidor con un poder adquisitivo mínimo. Tanto el olor como el sabor de este producto nos resultan exóticos, apetecibles. La forma de cocinarlo es lenta, clavado en un pincho y girando sin cesar sobre el fuego. Se sirve loncheado, pero sin interrumpir su tortura. Nada sé de la receta ni de la materia prima, aunque lo consumo.

Consumo y me consumen y soy consumida. Trabajo, formo parte del sistema capitalista, por mucho que me escore hacia la izquierda, donde el barranco se abre hacia un paisaje más humanista, más compasivo y empático. Cualquier estructura sistémica engulle identidades individuales, tenga el nombre que tenga. Todos los –ismos acaban siendo atroces. Pero el más feroz hasta el momento, dada su tendencia monstruosa y violenta, es el Capitalismo.

Producir o fracasar. Sonreír o fracasar. Ser “feliz” o fracasar. Como si la felicidad pudiese meterse en un frasco y ponérsela una día tras día detrás de las orejas… Como si el ser humano estuviese hecho de una pieza y no fuese la maravilla cambiante que en realidad es, con todas las emociones juntas y dispuestas en amalgama misteriosa… Nos quieren concretos y productivos, y como última opción, productos consumibles. Si no, a la cuneta, a esperar un milagro en los márgenes, a desaparecer, a desdibujarse como un holograma invisible para los transeúntes que sí producen.

Vivo del dinero que me dan por producir arte -supuestamente-, por utilizar el arte como herramienta social -supuestamente-… Lo único que me salva de la quema a fuego lento es esta tarea de escribir autoimpuesta por la que no percibo remuneración alguna y que, sin embargo, beneficia no solo a mí, sino a terceros. Temo tener suerte y que esta labor de cronista se convierta en un negocio y que deje por eso de tener sentido. Aunque, visto en perspectiva, ya supongo un plan de negocio para quienes se sirven de mis crónicas como plataforma de difusión. No hay forma: estoy inmersa, pertenezco al Sistema. Mi sueño de adolescente se despierta cada mañana con el canto de los pájaros y huye durante el día del atronador rugido de las máquinas, del ensordecedor aullido de las almas presas en sus hangares, quebrado su instinto de vuelo.

El miedo a lo desconocido, al abandono, al dolor y a la muerte, paraliza. Es mejor no pensar y tirar por la calle de en medio, liarse la manta a la cabeza, violentar nuestra inocencia y la de quien se cruce en nuestro camino, hacer camino, andar sin pausa, sin echar la vista atrás hacia “la senda que nunca se ha de volver a pisar” -como un poeta se entretuvo en decirnos- De niña escribía poesía… No sé quién soy, pero sé quién era y lo que me ha arrebatado el Sistema. Y, en todo caso, soy afortunada, en comparación con muchas otras personas.

Los inmigrantes, por ejemplo, esos que huelen a Kebab, que huelen a pobreza, que nos contaminan con sus costumbres, que nos contagian de vete tú a saber cuántos males, que se venden por poca cosa… Si se venden es porque alguien compra, porque compramos. La venta de la carne humana suele gestionarla un hombre, y la carne vendida suele tener nombre de mujer. Son las costumbres más occidentales y sistémicas, las que acepta todo el mundo, esas que se deben al ejercicio de “la profesión más antigua del mundo”. Pero el márquetin lo maquilla todo, hasta los golpes que la noche anterior recibió una puta con la que nos damos placer. Mientras sirva a nuestros intereses, le pagaremos, podrá vivir de sus ganancias, podrá estar dentro del Sistema.

Justifiquen lo que quieran y engañen al vecino con sus discursos, pero no se miren al espejo cuando se queden a solas; puede que ya no se reflejen, como los vampiros, sedientos de sangre pero muertos vivientes.

Kebab: Esta obra fue prohibida por un teatro de Bucarest. Se estrenó en la prestigiosa Schaubühne, de Berlín. Después se ha representado en medio mundo. Esta temporada se ha estrenado en Madrid, en Nave 73, una traducción fiel al texto original, de la cual es responsable Javier Lago. Gabriel Fuentes ha dirigido a un dúo de actores que han debido de transitar por un proceso difícil, hasta asumir el papel que les había tocado en suerte de la manera en que lo hicieron, siendo testigo quien escribe del resultado. Pero imagino que este esfuerzo de actores y director no es comparable con la asunción heroica de la actriz, al experimentar como artista la crudeza que le imponía la encarnación de su personaje. El arte no da la felicidad, ni mucho menos. Parece inútil al Sistema, cuando se opone, pero entonces es cuando adquiere pleno sentido. El Arte es instrumento que corta los hilos y nos fuerza a movernos con voluntad propia, a pensar sin cortapisas, a reflexionar sobre los hechos, al menos durante unos minutos, tras presenciar la función, cuando las sensaciones y emociones provocadas por lo vivido desde el patio de butacas permanecen aún intactas, silenciosas, vírgenes tras la máscara del anonimato. La impronta permanece: imágenes proyectadas por Águeda A. Millán, música original de Gastón Horischnick y Daniel Ibáñez, cuerpos devorando otros cuerpos, cuerpos macerados en constante sacrificio. ¿Dónde queda “la buena vida”? ¡Ah, de la Vida! ¿Dónde queda?

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Por MJ CORTÉS ROBLES

Daniel Ibáñez, Eva Rubio y Pablo Sevilla
Puctum Compañía

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DAIMON…ese obscuro objeto de deseo…

Crónica

DAIMON...ese obscuro objeto de deseo...

Matarile Teatro

Todas y todos debiéramos tener uno de esos Daimon, que propone Matarile, bien dentro, en las entrañas, agarrado muy fuerte a ellas.

Porque si Daimon estuviera entre nosotras, otro gallo nos cantaría.

Porque Daimon es la ternura contenida, los mil pedazos de un corazón de artista roto por miserables sin consideración artística alguna y que por desgracia son los que manejan el cotarro cultural  en el que perecen los Daimon.

Daimon es la lucha contra la mediocridad, el avance lento de la muerte del teatro en todas sus significancias e insignificancias.

Daimon no está, ni se le espera por desgracia, ni entre la alta alcurnia cultural ni tan siquiera, en la mayoría de las gentes del teatro.

Me gustaría ser crítica de verdad, de esas que no dejan títere con cabeza, de las que asumen la crítica como baluarte para desprestigiar, pero ante este trabajo de Matarile me rindo, me resulta imposible ponerle una pega. Quisiera no caer en la trampa del “buen rollismo” pero no puedo. Caigo irremediablemente ante la ternura del dolor.

Tuve la suerte de asistir a un ensayo de “Daimon y la jodida lógica” y pensé que, a lo mejor, ya no era necesario repetir el día de la función al que iba a asistir porque contaba con quedarme satisfecha. Pero en cuanto salí del ensayo, mientras caminaba por la calle, decidí que tenía que volver, que quería revivir de nuevo aquella sensación inigualablemente teatral y que pocas veces ocurre: tener ganas de llorar, de gritar: ¡tenéis razón, joder!

Asistir a esta función me hizo preguntarme una vez más: ¿Cambiará algo el mundo teatral después de esto? Debería…pero lo dudo.

Así, Daimon, se quedará en la utopía descrita por Ana Vallés. En el lugar secreto y profundo de los escenarios, atravesado por la historia de los que lucharon por cambiar las formas y los discursos: Pina, Kantor, Artaud…y que sobreviven en contadas ocasiones, machacados por el “infulismo” los “egos atronadores” y las “circunstancias proclives a la apariencia” más que otra cosa.

No voy a destripar nada, Daimon hay que verlo, sentirlo y de nada vale que me ponga a contar de qué va porque, de lo que va, es precisamente de sentir aquí, allí. Hic et nunc, ¡maldito seas!

De las múltiples imágenes que podría elegir de “Daimon y la jodida lógica”, me quedo con aquella en la que las bailarinas se doblan hacia atrás, parece que se caen, viciadas por la danza, pero una mano, la metáfora de esa que todo lo recoloca siempre desde un plano superior, las va poniendo de nuevo en pie, intentado que se mantengan erguidas, en el camino correcto. Pero ellas, indisciplinadas, se vuelven a doblar, como el junco que no se rompe, reivindicando el lugar correcto, aunque parezca complicado a los ojos de los otros. Esa metáfora, como muchas otras de este trabajo, bien podría formar parte de la resiliencia como defensa cultural (La Resiliencia es un bonito vocablo y muy de moda por eso lo uso. Pero, aún más hermoso es su significado).

Las bases físicas se entremezclan con las verbales y así, Ana Vallés conspira desde la intertextualidad modificando a cada paso el mensaje, dándole la forma adecuada para atrapar al espectador/a en el mundo opresivo del teatro y, al mismo tiempo, salvador de una sociedad determinada e indeterminada.

Un catálogo de personajes desfila desinhibido por el escenario, como si el final del mundo teatral acabara de producirse y sólo nos quedara la magia escénica. Y Daimon por ahí, pululando a sus anchas.

Ajenos al superfluo mundo que los rodea, Ana Vallés y Baltasar Patiño, sol y sombra de la compañía Matarile, son dos personas amables, sinceras y tremendamente tímidas que parecen no ser conscientes del poderoso trabajo que hacen. No es que no se den cuenta, es que no alardean de ello, quería decir. Y te explican, sin tapujos, los difíciles momentos que atraviesa la cultura, los festivales, el teatro y por lo tanto, lo complicado y valiente que es sacar adelante semejante producción.

¡Me alegra que sigáis resistiendo, compañeros!

En pleno siglo veintiuno estamos aún a años luz de un avance real en el teatro y la danza contemporáneos. Es cierto, es tan cierto que produce sentimientos encontrados con las artes escénicas.

Una vez más, salgamos del teatro sonrientes, felices por haber sido espectadoras de un trabajo magnifico, lleno de dolor y que aúlla ante nuestros ojos. Aún así, no hagamos nada, no movamos un dedo. Al fin y al cabo: el espectáculo debe continuar. ¡Mierda!… ¡Mucha mierda!

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Por Lola Correa

DAIMON…ese obscuro objeto de deseo…
(Crítica de Lola Correa)

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Guirigai, buen amor y mejor teatro

Crónica

Guirigai, buen amor y mejor teatro

Teatro Guirigai ha cumplido los 40. Quienes nos dedicamos a la cultura sabemos qué significa esto: cuatro décadas de experiencia ininterrumpida te dan estilo, calidad y genio. Y en el caso que nos atañe, gente de teatro, nos brindan la oportunidad de deleitarnos con la versión dramática de Libro de Buen Amor

Los versos del Arcipreste de Hita me han acompañado siempre, forman parte de mi estructura mental, han contribuido a configurar mi visión del mundo y han ayudado a entender esa amalgama que es la cultura ibérica; pero, sobre todo, han perfilado mi personalidad artística”, explica el dramaturgo, director y actor Agustín Iglesias, quien fundó en aquel Madrid de 1979 la compañía Teatro Guirigai. Desde entonces ha llovido y ante todo florecido: concretamente, Guirigai ha producido 56 espectáculos; 56 obras diferentes con un sello distintivo: el de la contemporaneidad.

De hecho, este Libro de Buen Amor descubre y valora la obra del mester de clerecía del siglo XIV en contemporaneidad con la trayectoria de la propia compañía. En cierto modo, y de qué manera, el teatro de calle está presente en el espectáculo a través de una ‘Comparsa del Arcipreste’ que entra en acción haciendo bullicio, y que continúa su guirigay interactuando con el público para terminar rogando un “Pater Noster por esta compañía”. Porque también ahora, como en aquel inolvidable Viaje a Eldorado de 1986, Teatro Guirigai pretende reencontrar el sentido a lo irrespetuoso, fundamentalmente cuando de la Iglesia católica se trate. 

Mientras se degusta, este Libro de Buen Amor produce una interrogante constante al público no experto en Juan Ruiz: ¿cuánto de fiel tiene el texto teatral con respecto al original? Es complicado imaginar que allá por 1330 un hombre concluyera a los personajes femeninos como mujeres sabias, chistosas, poderosas, estoicas a la vez que ardientes. Agustín Iglesias así lo concibe gracias también al espléndido trabajo de las actrices Magda García-Arenal, Asunción Sanz y Mercedes Lur, quienes se desdoblan en personajes diversos que adquieren voz propia, pero protegen, persistentemente, la voz de todas las mujeres: las de las lavanderas, prostitutas, serranas, venus, trotaconventos… Escenas de sexo homosexual, de tórridas decisiones estimuladas por ellas, acciones en las que “no es no”, etc., nos sitúan en la lucha feminista actual y nos retrotraen a aquellos espectáculos de Guirigai de los ochenta, como La viuda valenciana (1980) y Una mujer sola (1981).

En este mismo sentido, el ‘Arcipreste de Hita’, interpretado por Raúl Rodríguez, no deja aquí el poso del personaje misógino tan referenciado en la bibliografía sobre Libro de Buen Amor, sino que advertimos a un protagonista jovial y juguetón que crece y aprende del contexto femenino que le rodea. Por su parte, Jesús Peñas y su sugerente ‘Don Melón’ nos devuelven a otra constante del teatro de Guirigai: la lucha de clases. En resumen lo digo, entiéndelo mejor:| el dinero es del mundo el gran agitador| hace señor al siervo y siervo hace al señor;| toda cosa del siglo se hace por su amor.

La Comparsa del Arcipreste es elenco habitual de la compañía, como lo son el responsable de la sorpresiva escenografía, Marcelino Santiago ‘Kukas’  -quien casual o causalmente también cumple cuarenta años en la escena teatral nacional-, y de la música original, Fernando Ortiz -creador de las bandas sonoras de La Celestina, Camino del Paraíso, El Deleitoso y otras Delicias y Soldadesca-. El vestuario, hermoso y llamativo, es obra de la extremeña Isabel Santos.

Todos los elementos escénicos forman una armoniosa amalgama que encadena con el ritmo del espectáculo: una obra de noventa minutos y dieciséis escenas; una dramaturgia fiel a la estructura del Libro desde una mirada del siglo XXI;  una comedia para celebrar la vida y una admirable trayectoria de buen amor y mejor teatro.

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Por Bernardo Cruz

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Bernardo Cruz

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GRAND FINALE

GRAND FINALE

Coreografía y música: Hofesh Shechter

Todo lo que vemos y escuchamos está mezclado con la pasta de lo que ya somos. Si nos enseñaran desde pequeños que todas las teorías culturales están enmarañadas en la subjetividad de los que las pensaron y pusieron por escrito, o sea, que todo lo que no es ciencia pura, tiene mucho de carne, de conciencia pasajera, y en ese sentido, incluso de desecho, leeríamos de otra manera, sin esperar verdades absolutas.

Intentar escribir asépticamente sobre danza, desde una perspectiva despegada y objetiva me parece igual de ridículo que explicarle a alguien que mover el pie así o la mano allá “está mal”. El arte, igual que los textos que hablan de él, es rabiosamente subjetivo y fluido, embadurnado en las flemas de los cuerpos que lo hacen. Una lanza rompo en ese sentido por David Zambrano que presenta sus improvisaciones diciendo “Aquí vengo hoy a mostrarles una danza”. Asentando en la mente del público que es solo una de las muchas posibles, que su danza no viene a decir que hay que moverse así, ni que esto es lo bueno.

Hago esta introducción para hablar de Grand Finale porque es una pieza de danza muy corporal y por eso se me pega a la subjetividad. Pero ¿cómo? ¿danza corporal? ¿acaso no lo son todas? Pues creo que no. Hay danzas que utilizan el cuerpo de los bailarines como medio para enseñar el intelecto del creador, posicionándose política o estéticamente, usan el cuerpo como forma del concepto. Pero esta pieza hace algo muy difícil que es coreografiar (estructurar y fijar posibilitando la repetición) la espontaneidad de la danza de la fiesta. Esa que nace de las vísceras, del inconsciente, como las ganas de besar.

Si fue bueno para mí ir el viernes a ver Grand Fínale, fue porque me regalaron casi dos horas de trance. Si me faltó algo, fue no poder subirme al escenario a bailar con ellos. Y si tengo alguna duda es: ¿se ve esta pieza bien desde la cuarta pared? ¿No se vería mejor, y redoblaría su efecto, desde alrededor o desde entremedias?

Lo que la hace tan placentera, un masaje a mi nostalgia, es el lenguaje físico natural y relajado (release para enterados), tan humano, tan suavecito, tan respirado, tan aparentemente fácil como si todos los que hemos bailado en una discoteca hasta el amanecer pudiéramos hacerlo. A esto se suma un exquisito equilibrio musical entre tecno y música clásica que no permite aburrirse. A veces suena a Max Richter pero con un residuo sucio que le quita cursilería, y de nuevo se vuelve electrónica (¿sonará igual la electrónica de ahora que la que escuchaba yo en el Nature en 1997?)

Leo que el coreógrafo Hofesh Shechter fue batería antes que bailarín y me parece tan adecuado, porque es una profesión musical muy física en la que hay que golpear para sustentar el ritmo de la banda. También el viernes nos dirigió como un chamán a bailarines y público hacía ese trance, celebratorio o funerario, que se presenta de vez en cuando en la vida y que es tan difícil de imitar cuando no surge por si solo.

Porque ¿sabes cuando pierdes a alguien y buscas respuestas, pero del tipo que no vas a encontrar en los libros ni en las palabras de tus amigos, sino, en todo caso, yéndote de borrachera y bailándolo todo, o corriendo -si eres de esos- en el gimnasio? Parece como si tuvieras que agitarte para reencontrarte. Sacudirte, sudarlo, dejarlo salir.

Leo en la descripción del espectáculo de la Web de Teatros del canal que esta obra “habla del caos del mundo”, pero para mí, es un sacudirse por el gusto de hacerlo y porque a veces hay verdadera necesidad. El punto de partida conceptual de este trabajo no me parece tan importante. Lo importante es que captura elegantemente la vibración de estar vivo que se siente en las entrañas, con todas sus incógnitas.

Escuché mucho silencio entre la gente a la salida del teatro. No el silencio de la ovación, ni el de la reflexión, sino el de no poder, o no querer, poner en palabras. Los rostros estaban relajados como después de darse un baño. Y es que no se sale de un spa comentando “lo que más me ha gustado ha sido cuando el chorro de agua caliente me ha caído por el supraespinoso, ¿y a ti?” Como tampoco se sale de la discoteca comentando que entre la segunda y tercera copa se bailó utilizando pasos del folklore senegalés por casualidad intercalados con movimientos de cabeza grunges. No, se comparte un silencio en el que se entiende el gusto que nos ha dado. Así sentí al público el viernes, como que nos alegrábamos de haber ido, de que nos hubieran dado un buen baño de música y cuerpo refrescante tan diferente a nuestra cotidianidad. Lavadero de coche para la conciencia.

Escuché también, durante los aplausos, a un grupo de jóvenes entusiastas gritando, muy fans, casi hooligans. Esto me hizo sentir un poco vieja -porque no hace tanto pude haber sido una voz más pero ya no- aunque lo entendí perfectamente: cuando bailas todos los días en una escuela o un conservatorio y te esfuerzas mucho, y le ponen notas a tu manera de bailar, a tus líneas, a tus ideas creativas, y lo pasas mal si te suspenden, y luego te vas de fiesta con tus compañeros, y ahí, en la pista de la disco, sin profesor, sin público crítico, sin cuaderno, simplemente bailas y recuerdas por qué empezaste a hacerlo, y eso te da fuerzas para volver el lunes, ponerte unas zapatillas de ballet si hace falta, y seguir.

Y un día llega Hofesh Shechter a tu ciudad y te dice: “Mira, desde la música noise, desde el punk, desde el tecno, desde la danza de la discoteca también se puede bailar en Teatros del Canal”, y tú, jovencita, tierna estudiante, apasionado aprendiz, encuentras maestro en el hueco que dejan tus profesores académicos que te dice lo que está bien y lo que está mal, y por eso te brillan los ojos y aplaudes con ganas, un aplauso que suena a: ¡gracias por mostrarme este camino! ¡espero hacer eso algún día!

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Por Paula Lamamie de Clairac

CRÓNICA DE Teatros del Canal

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®Rahi-Rezvani

Teatros del Canal
GRAND FINALE Coreografía y música: Hofesh Shechter
®Rahi Rezvani 2017 Media

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Masticar hielo

Masticar hielo

(Versión de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de EDWARD ALBEE)

Dirección y adaptación: MARC RIVERA

Co-producción: EL EJE y TEATRE TANTARANTANA

Hay obras que transcienden por sí mismas, que dejan atrás a sus autores, cobrando protagonismo en épocas posteriores a su alumbramiento, con pleno sentido. El título de una obra es su presentación ante el universo literario y, en el caso del teatro, frente al público. No sé por qué no se le suele prestar atención a estas primeras palabras no dichas sobre el escenario pero que preceden al texto dramático y, de algún modo, condensan el contenido de lo que se va a representar en cada función. ¿Por qué alguien habría de temer a Virginia Woolf? ¿Por qué Albee retaba a sincerarse a aquella persona que temiera a la literata, famosa por su perspectiva feminista ante el mundo? ¿Cuál era el motivo por el cual quizá Albee ironizaba, cuestionándose tal cosa?

“No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”

Así amenazaba a quien se interpusiese en su camino esta pionera con habitación propia, capaz de pensar por sí misma, pese a condicionamientos y convenciones. Es lógico imaginar el temor que pudiera provocar en un mundo en el que los hombres tenían no solo la primera palabra sino, lo que es más importante, la última, la que dictamina, mandato y ejemplo para generaciones futuras.

Masticar hielo es un título distinto al de Albee, se refiere a una acción, a la costumbre de algo tan cotidiano como masticar, sea lo que sea que nos llevemos a la boca; nos transmite sensaciones físicas concretas, provocadas al imaginar algo tan inusual como la deglución del hielo en estado sólido. Si lo que nos llevamos a la boca es la emoción desbocada, a lomos de la cual cabalgan pensamientos gélidos y con aristas, tenemos armada la representación de una obra del gran Edward Albee, versionada en esta ocasión por Marc Rivera. Es el propio Rivera el que dirige a El eje, compañía independiente que formó parte de El Ciclo, programa de residencias artísticas de Teatre Tantarantana, sito en la ciudad de Barcelona.

¡Qué bueno que los espectáculos gestados en Cataluña salgan de gira y lleguen a Madrid, y qué afortunada soy al seleccionarlos para mis crónicas! Este elenco de cuatro interpretes me puso la otra tarde contra las cuerdas, me dejó sin aliento, me zarandeó a conciencia -o la conciencia-, me colocó boca abajo y dejó caer todos mis prejuiciosos hábitos románticos. Se destripó este concepto del “amor romántico” desde el escenario del mismo modo que se limpia un pescado crudo, sin ápice de escrúpulo ante el hedor de lo extraído y la sangre derramada, coagulada ya en exceso por haber sido tanto tiempo retenida. Los intérpretes envistieron unos contra otros como si no hubiera un mañana, como si todo en el mundo fuese pérdida, como si el romanticismo consistiese en internarse para siempre en una fosa séptica sin esperanza de aire fresco, en un agujero profundo sin vistas al cielo.

La toxicidad de las relaciones cuando se interpone el maltrato queda garantizada, suele convertirse en un círculo infernal de repetición de roles, como si se tratase de uno de esos juegos en los que la única ganancia consiste en interpretar el papel desde el principio al fin aferrándose, por si acaso, a las constantes vitales. Como espectadora desee más de una vez que se soltasen, que se quedaran quietos en el suelo, que las balas no fuesen de fogueo, que terminase el suplicio. Les tuve compasión y me horrorizaron. Pero, antes, me identifiqué con cada personaje en diferentes momentos, me hicieron reír a carcajadas, pese a las reiteradas crueldades mutuas. Es para hacérselo mirar, para hacérnoslo mirar todos y cada uno, todas y cada una de las personas allí presentes. La perplejidad vino a rescatarnos al final de la función y nos llevó en volandas hasta nuestras vidas respectivas.

Es de lo mejor que he presenciado en teatro en mucho tiempo, eso le dije a mi acompañante. ¡Qué entrega intelectual y qué desgaste físico para encarnar estas pasiones! La emoción de los actores y actrices se proyectaba desde lugares distintos, diferenciados por lo esencial en cada uno de los personajes. Entre todo el elenco se construía un entramado de lógicas de acción bestiales, apocalípticas, hermanas del suicidio intelectual y de la ingravidez que provoca la falta de ética cuando se han traspasado ciertos límites. La destrucción de un ser humano es cosa de poco, tan solo hay que dar un paso en una dirección equivocada, o ser incapaz de superar un acontecimiento y quedarse atrapado en ese infierno acompañado por quien antiguamente construía a tu lado la ilusión de emparejar dos vidas en un tiempo compartido, la ilusión de un compromiso firme que después supone una condena o, a lo peor, una mortaja.

Cada uno de los intérpretes tuvo su momento estelar, cada quien se quedó desnudo en escena frente al público -en sentido figurado, aunque relativamente, pues queda más a la intemperie el alma desnuda de un ser humano que el cuerpo, es siempre materia más sensible, más frágil-. Lo tremendo es la intuición de que el “juego” volverá a repetirse de forma sistémica, lo terrible ese quedarse mudo e inmóvil de los espectadores y espectadoras, frente a sus gritos de “socorro”. Les aplaudimos por su valentía y su talento, pero no fue suficiente. Nada es suficiente frente a un texto así, ni siquiera esta crónica deslavazada y estéril. Albee decía que sus obras debían ser útiles, no meramente decorativas. Era un dramaturgo comprometido en lo social y lo político. ¿De qué nos reíamos entonces con tanto ahínco, en amalgama cobarde, entre el público? Queríamos disfrazar el dolor, igual que los personajes, queríamos olvidar el daño y sus consecuencias, queríamos hurgar en la herida y convencernos de que existe una salida hacia el pasado, sin tener en cuenta que lo único que verdaderamente existe es el presente, este presente deslumbrante y perecedero.

Mi acompañante opinaba que, si continuaban “intentándolo”, los protagonistas tendrían una oportunidad de superarlo juntos. Mi acompañante es inteligente y sensible, con formación cultural y una mentalidad abierta, nada sospechoso de resistirse a los cambios. Se me puso el bello de punta al escuchar su afirmación. Esta anécdota vino a corroborarme que la sociedad está muy enferma y que los vínculos que se establecen entre los individuos necesitan revisarse de forma urgente, como ya se está haciendo desde los movimientos feministas, siendo claro ejemplo este montaje. No se pueden justificar ciertos comportamientos nunca, pese a que entendamos qué resortes los provocan. Hay que proteger a las personas, su integridad física, intelectual y emocional, independientemente de que se vean envueltas en un acontecimiento o circunstancia, hay que hacer lo posible por erradicar cualquier forma de violencia. Si esto resultase utópico, empecemos por establecer medidas de control sobre los agresores que se cumplan, programas educativos que traten de modificar conductas o de evitar que se den en el futuro. Y, por encima de todo, hay que desenmascarar los constructos sociales que nos conducen a ser artífices y víctimas de estos infiernos emocionales sufridos en el seno de las relaciones de pareja. El maltrato es maltrato, las agresiones nunca son expresiones de cariño ni quedan justificadas por el descontrol de los impulsos. Solo es fortuita una agresión cuando se produce como reacción inmediata, en legítima defensa, y siempre y cuando esta reacción lógica no se convierta en el inicio de un bucle, de una repetición constante de dinámicas nocivas. Y esto sin conocer las leyes, sin echar mano de la normativa, considerando de forma superficial lo que mis valores éticos me inspiran…

Da miedo: los enganches emocionales pueden llegar a ser tan fuertes que los individuos involucrados pierden no solo autonomía sino identidad, pasando a formar parte de un tándem que los desdibuja, que otorga sentido a lo que no lo tiene en absoluto. El terror a enfrentar la verdad, a admitir que la vida se acabe, que todo en la existencia es perecedero, nos hace inventarnos una alternativa vital en la que respiramos ilusiones. Pero las ilusiones no son más que fuegos fatuos que se disipan en cuanto aparece la realidad con su guadaña dispuesta, con sus fauces abiertas y su cola de serpiente, para inocularnos su veneno, cáliz de crueldad e irreverencia. Sálvese quien pueda… O empeñémonos, no obstante, en transformar la forma de vincularnos. Llamadlo “amor” o como os parezca, ponedle otro apellido, pero es urgente revisarlo, deconstruirlo, reinventarlo.

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Por MJ CORTÉS ROBLES

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Aitor Rodero

Companyia El Eje Tantarantana
Mastica Hielo © Aitor Rodero.

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