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Crónicas

DAIMON…ese obscuro objeto de deseo…

Crónica

DAIMON...ese obscuro objeto de deseo...

Matarile Teatro

Todas y todos debiéramos tener uno de esos Daimon, que propone Matarile, bien dentro, en las entrañas, agarrado muy fuerte a ellas.

Porque si Daimon estuviera entre nosotras, otro gallo nos cantaría.

Porque Daimon es la ternura contenida, los mil pedazos de un corazón de artista roto por miserables sin consideración artística alguna y que por desgracia son los que manejan el cotarro cultural  en el que perecen los Daimon.

Daimon es la lucha contra la mediocridad, el avance lento de la muerte del teatro en todas sus significancias e insignificancias.

Daimon no está, ni se le espera por desgracia, ni entre la alta alcurnia cultural ni tan siquiera, en la mayoría de las gentes del teatro.

Me gustaría ser crítica de verdad, de esas que no dejan títere con cabeza, de las que asumen la crítica como baluarte para desprestigiar, pero ante este trabajo de Matarile me rindo, me resulta imposible ponerle una pega. Quisiera no caer en la trampa del “buen rollismo” pero no puedo. Caigo irremediablemente ante la ternura del dolor.

Tuve la suerte de asistir a un ensayo de “Daimon y la jodida lógica” y pensé que, a lo mejor, ya no era necesario repetir el día de la función al que iba a asistir porque contaba con quedarme satisfecha. Pero en cuanto salí del ensayo, mientras caminaba por la calle, decidí que tenía que volver, que quería revivir de nuevo aquella sensación inigualablemente teatral y que pocas veces ocurre: tener ganas de llorar, de gritar: ¡tenéis razón, joder!

Asistir a esta función me hizo preguntarme una vez más: ¿Cambiará algo el mundo teatral después de esto? Debería…pero lo dudo.

Así, Daimon, se quedará en la utopía descrita por Ana Vallés. En el lugar secreto y profundo de los escenarios, atravesado por la historia de los que lucharon por cambiar las formas y los discursos: Pina, Kantor, Artaud…y que sobreviven en contadas ocasiones, machacados por el “infulismo” los “egos atronadores” y las “circunstancias proclives a la apariencia” más que otra cosa.

No voy a destripar nada, Daimon hay que verlo, sentirlo y de nada vale que me ponga a contar de qué va porque, de lo que va, es precisamente de sentir aquí, allí. Hic et nunc, ¡maldito seas!

De las múltiples imágenes que podría elegir de “Daimon y la jodida lógica”, me quedo con aquella en la que las bailarinas se doblan hacia atrás, parece que se caen, viciadas por la danza, pero una mano, la metáfora de esa que todo lo recoloca siempre desde un plano superior, las va poniendo de nuevo en pie, intentado que se mantengan erguidas, en el camino correcto. Pero ellas, indisciplinadas, se vuelven a doblar, como el junco que no se rompe, reivindicando el lugar correcto, aunque parezca complicado a los ojos de los otros. Esa metáfora, como muchas otras de este trabajo, bien podría formar parte de la resiliencia como defensa cultural (La Resiliencia es un bonito vocablo y muy de moda por eso lo uso. Pero, aún más hermoso es su significado).

Las bases físicas se entremezclan con las verbales y así, Ana Vallés conspira desde la intertextualidad modificando a cada paso el mensaje, dándole la forma adecuada para atrapar al espectador/a en el mundo opresivo del teatro y, al mismo tiempo, salvador de una sociedad determinada e indeterminada.

Un catálogo de personajes desfila desinhibido por el escenario, como si el final del mundo teatral acabara de producirse y sólo nos quedara la magia escénica. Y Daimon por ahí, pululando a sus anchas.

Ajenos al superfluo mundo que los rodea, Ana Vallés y Baltasar Patiño, sol y sombra de la compañía Matarile, son dos personas amables, sinceras y tremendamente tímidas que parecen no ser conscientes del poderoso trabajo que hacen. No es que no se den cuenta, es que no alardean de ello, quería decir. Y te explican, sin tapujos, los difíciles momentos que atraviesa la cultura, los festivales, el teatro y por lo tanto, lo complicado y valiente que es sacar adelante semejante producción.

¡Me alegra que sigáis resistiendo, compañeros!

En pleno siglo veintiuno estamos aún a años luz de un avance real en el teatro y la danza contemporáneos. Es cierto, es tan cierto que produce sentimientos encontrados con las artes escénicas.

Una vez más, salgamos del teatro sonrientes, felices por haber sido espectadoras de un trabajo magnifico, lleno de dolor y que aúlla ante nuestros ojos. Aún así, no hagamos nada, no movamos un dedo. Al fin y al cabo: el espectáculo debe continuar. ¡Mierda!… ¡Mucha mierda!

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Por Lola Correa

DAIMON…ese obscuro objeto de deseo…
(Crítica de Lola Correa)

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¡AY! ¡YA!

Entrevista

¡AY! ¡YA!

Macarena Recuerda Shepherd

“Las matrioshkas de Bilbao”

Cae una suave lluvia de finales de verano, cuando me reúno con Lidia e Idurre para tomarnos un vermú y charlar de teatro, de cómo van las cosas y sobre todo, de su vuelta a Vigo con el último trabajo de la compañía: “¡AY! ¡YA!”

Tras Macarena Recuerda Shepherd se esconde la timidez y la fuerza de la artista Lidia G. Zoilo ex-miembro de la compañía catalana Amaranto que desde hace algunos años vive en Bilbao y que sigue trabajando como siempre, imparable, en lo que más le gusta: experimentar en escena.

Macarena Recuerda lleva en su haber unos cuantos espectáculos: “That´s the story of my life”, “Whose are these eyes?” y el documental: “Greenwich_Animation”.

Ahora la acompaña otra gran artista: Idurre Azkue, vasca por los cuatro costados y con una larga trayectoria a sus espaldas. Entre las dos han creado este palíndromo teatral que juega a hacer y deshacer ante los ojos del espectador. Imágenes revueltas y resueltas que son consecuencia unas de las otras. ¿Adónde vamos o creemos ir? ¿De dónde venimos o creemos venir? Son quizá las cuestiones que planean por el enrevesado trabalenguas físico que deshojan, reemplazan y que semeja una caja de muñecas rusas matrioshka.

Ni son muñecas, ni son rusas. Idurre y Lidia son dos mujeres con un amplio conocimiento del escenario, de la pasión por el oficio y de lo que hay que dejar atrás para seguir resistiendo.

Hablamos de feminismo, de la necesidad de superar lo asimilado durante décadas y de cómo acercar a los más jóvenes al teatro. Un teatro con “voz” femenina pero con carácter universal.

LIDIA: La verdad es que hemos llevado “¡AY! ¡YA!” a institutos, ante público muy joven y siempre, antes de salir, sientes un cierto acongoje porque nunca sabes si aquello que vas a mostrar va a ser muy raro, si es lo que esperan, en fin, esa inseguridad tan implantada en las y los artistas. Ese miedo de última hora que obliga a replantearte todo en segundos y que, por suerte, sólo dura eso, unos segundos. Al final el resultado es maravilloso porque los chavales y las chicas no tienen miedo al juego, para ellos lo que hacemos es algo que entra dentro de su lógica: jugar, pasarlo bien.

Pero no sólo es juego lo que esconde este trabajo, hay un potente entrenamiento físico detrás. Les pregunto en qué género incluirían “¡AY! ¡YA!”.

IDURRE: Efectivamente, no se puede definir esta pieza sólo como un juego. También es danza, composición y performance.

LIDIA: El género es difícil de explicar en este caso porque no hay texto, por lo que no entra en lo que socialmente se entiende por teatro, o sea por texto. El problema con los adultos, muchas veces, es la ausencia de palabra. Cuando no hay texto que explique lo que ocurre, mucha gente dice no entender nada y se queda con eso. El poder de las imágenes pasa, entonces, a un segundo plano. 

Les pregunto si creen que el cine y el teatro más tradicional, quizá, hayan creado en el público la necesidad del eterno: presentación, nudo, desenlace. 

LIDIA: En mayor o menor medida esta costumbre tan arraigada en el espectador viene del cine, del teatro de texto y, sobre todo, de la literatura, dónde la palabra es el máximo exponente de la historia, por eso cuesta introducir otro discurso. Nuestro trabajo es necesario en la medida que te transporta a un tiempo distinto y crea estímulos diferentes. Además, si pensamos que el público de ahora viene viciado por la utilización desmedida de las nuevas tecnologías, aún peor. Por eso, romper con lo virtual es muy necesario ya que te pone en otro lugar.

IDURRE: Hay que añadir, además, que nuestro trabajo trata de llegar a todos los públicos y para ello nada mejor que incluir el humor en la pieza.

El humor, ese género desgastado por el uso y abuso de sí mismo. Pero “¡AY! ¡YA!” no es humor basto, no hace reír a carcajadas porque la sutileza, esa que maneja el tiempo de forma lenta y precisa, como dice Lidia, supera el chiste fácil.

En “¡AY! ¡YA!” hay que sumergirse como en una piscina, dejar que el agua te envuelva, crear esa magia entre la piel y el líquido para, poco a poco, poder nadar y flotar. 

No quiero despedirme de Lidia e Idurre sin preguntarle qué será lo próximo, porque espero ansiosa su vuelta.

LIDIA: Me apetece mucho trabajar con las sombras, los efectos que crean, la composición. Estoy investigando y documentándome para el próximo proyecto que irá por esa línea. 

Recordamos a Lotte Reiniger, aquella artista alemana de principios del siglo pasado, famosa por sus películas de animación con siluetas.

Y poco a poco, después de una comida y dos cafés, las dejo irse al teatro para la función de la noche, siempre con la esperanza de que acuda público.

Es sábado, ¿será buen día? Me pregunta Lidia.

El eterno dilema de las gentes de las artes en vivo…seguro que sí, le contesto confiada.

Ha dejado de llover. El mundo es más bonito después de hablar con dos talentos como Lidia e Idurre.

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Por Lola Correa

Macarena Recuerda Shepherd
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Crónicas

Guirigai, buen amor y mejor teatro

Crónica

Guirigai, buen amor y mejor teatro

Teatro Guirigai ha cumplido los 40. Quienes nos dedicamos a la cultura sabemos qué significa esto: cuatro décadas de experiencia ininterrumpida te dan estilo, calidad y genio. Y en el caso que nos atañe, gente de teatro, nos brindan la oportunidad de deleitarnos con la versión dramática de Libro de Buen Amor

Los versos del Arcipreste de Hita me han acompañado siempre, forman parte de mi estructura mental, han contribuido a configurar mi visión del mundo y han ayudado a entender esa amalgama que es la cultura ibérica; pero, sobre todo, han perfilado mi personalidad artística”, explica el dramaturgo, director y actor Agustín Iglesias, quien fundó en aquel Madrid de 1979 la compañía Teatro Guirigai. Desde entonces ha llovido y ante todo florecido: concretamente, Guirigai ha producido 56 espectáculos; 56 obras diferentes con un sello distintivo: el de la contemporaneidad.

De hecho, este Libro de Buen Amor descubre y valora la obra del mester de clerecía del siglo XIV en contemporaneidad con la trayectoria de la propia compañía. En cierto modo, y de qué manera, el teatro de calle está presente en el espectáculo a través de una ‘Comparsa del Arcipreste’ que entra en acción haciendo bullicio, y que continúa su guirigay interactuando con el público para terminar rogando un “Pater Noster por esta compañía”. Porque también ahora, como en aquel inolvidable Viaje a Eldorado de 1986, Teatro Guirigai pretende reencontrar el sentido a lo irrespetuoso, fundamentalmente cuando de la Iglesia católica se trate. 

Mientras se degusta, este Libro de Buen Amor produce una interrogante constante al público no experto en Juan Ruiz: ¿cuánto de fiel tiene el texto teatral con respecto al original? Es complicado imaginar que allá por 1330 un hombre concluyera a los personajes femeninos como mujeres sabias, chistosas, poderosas, estoicas a la vez que ardientes. Agustín Iglesias así lo concibe gracias también al espléndido trabajo de las actrices Magda García-Arenal, Asunción Sanz y Mercedes Lur, quienes se desdoblan en personajes diversos que adquieren voz propia, pero protegen, persistentemente, la voz de todas las mujeres: las de las lavanderas, prostitutas, serranas, venus, trotaconventos… Escenas de sexo homosexual, de tórridas decisiones estimuladas por ellas, acciones en las que “no es no”, etc., nos sitúan en la lucha feminista actual y nos retrotraen a aquellos espectáculos de Guirigai de los ochenta, como La viuda valenciana (1980) y Una mujer sola (1981).

En este mismo sentido, el ‘Arcipreste de Hita’, interpretado por Raúl Rodríguez, no deja aquí el poso del personaje misógino tan referenciado en la bibliografía sobre Libro de Buen Amor, sino que advertimos a un protagonista jovial y juguetón que crece y aprende del contexto femenino que le rodea. Por su parte, Jesús Peñas y su sugerente ‘Don Melón’ nos devuelven a otra constante del teatro de Guirigai: la lucha de clases. En resumen lo digo, entiéndelo mejor:| el dinero es del mundo el gran agitador| hace señor al siervo y siervo hace al señor;| toda cosa del siglo se hace por su amor.

La Comparsa del Arcipreste es elenco habitual de la compañía, como lo son el responsable de la sorpresiva escenografía, Marcelino Santiago ‘Kukas’  -quien casual o causalmente también cumple cuarenta años en la escena teatral nacional-, y de la música original, Fernando Ortiz -creador de las bandas sonoras de La Celestina, Camino del Paraíso, El Deleitoso y otras Delicias y Soldadesca-. El vestuario, hermoso y llamativo, es obra de la extremeña Isabel Santos.

Todos los elementos escénicos forman una armoniosa amalgama que encadena con el ritmo del espectáculo: una obra de noventa minutos y dieciséis escenas; una dramaturgia fiel a la estructura del Libro desde una mirada del siglo XXI;  una comedia para celebrar la vida y una admirable trayectoria de buen amor y mejor teatro.

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Por Bernardo Cruz

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Bernardo Cruz

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Anne Lepper Ejemplar 5

ANNE LEPPER: LA DRAMATURGIA DEL MANIQUÍ

Ensayos

ANNE LEPPER: LA DRAMATURGIA DEL MANIQUÍ

Anne Lepper

En ocasiones la fuerza de una imagen es tan poderosa que parece determinar, al menos en la conciencia del lector, el conjunto de la obra de un autor. Así tenemos la impresión de que ocurre en el caso de la dramaturga alemana Anne Lepper. Aunque su obra está llena de numerosos hallazgos, tanto temáticos como lingüísticos, el lector retiene principalmente su imagen de un hombre muñeco u hombre maniquí en Chica en apuros, su pieza más reconocida hasta el momento. El poder de dicha imagen deriva no solo del hecho visual, sino también de la radical inversión tanto de la perspectiva de género como de la tradición literaria. En efecto, tanto en una como en otra ha sido siempre la mujer, y no el hombre, quien tradicionalmente ha sido vista como una muñeca ―o como una estatua o una autómata, entre otras manifestaciones, como más tarde veremos. Y ha sido siempre el hombre, y no la mujer, quien tradicionalmente ha impuesto su perspectiva, masculina, por el hecho mismo de ser quien mira, quien impone el deseo de su mirada sobre la persona contemplada, de ese modo convertida en simple objeto de su deseo. Anne Lepper, en cambio, otorga la mirada ―y la palabra― a la mujer y convierte al hombre en objeto del deseo femenino, en un maniquí.  

Nacida en 1978, en Essen (Alemania), Anne Lepper escribió su primera obra dramática en 2009, titulada Todo lo demás está dentro, por la cual recibió el Premio Munich de Fomento de la Dramaturgia en Lengua Alemana. A continuación llegó, en 2011, la obra Adónde vamos perro, con la que participó en los célebres Encuentros Teatrales de Berlín (Berliner Theatertreffen). Siguieron, en 2012, Seymour o estoy aquí solo por equivocación y Cati Hermann, esta última una de sus piezas más relevantes. Por ambas fue elegida, por la revista Theater heute, como la autora dramática joven del año 2012. En 2015 aparecieron La Chemise Lacoste, Ay el mundo y Esbozo de un teatro total. En 2016 publicó Chica en apuros, su obra más emblemática, que fue escogida como la segunda mejor obra del año por Theater heute y por la que Lepper recibió, al año siguiente, el prestigioso Premio Mühlheim de Dramaturgia. Tras ella, en 2018, vino Maxim, su último trabajo hasta el presente, una pieza de teatro juvenil por la que viene de ser galardonada, en 2019, con el Premio neerlandés-alemán de Dramaturgia Juvenil e Infantil.  

Uno de los temas centrales de las obras de Anne Lepper, recurrente en su práctica totalidad, es el deseo del individuo por escapar de una realidad oprimente. Sus personajes protagonistas suelen ser mujeres o, en todo caso, muchachos jóvenes o todavía adolescentes ―nunca hombres maduros― inmersos en una situación social o familiar asfixiante ―marcada en no pocas ocasiones por la precariedad económica― de la que buscan liberarse, sin saber muy bien cómo, en busca de una existencia mejor. En Todo lo demás está dentro, por ejemplo, Anne, la heroína, es una mujer de cuarenta años que, tras la muerte de su madre, vive encerrada con un padre absorbente en una casa que se cae en pedazos, carente de recursos económicos e incapaz de llevar a cabo su deseo de independencia. En Cati Hermann la anécdota es similar: Cati, madre de familia y viuda, vive con dos hijos ya mayores ―Irmi y Martin, a los que ve como una carga― en una casa que se empeña en reformar aunque vive bajo permanente amenaza de desalojo; su deseo, o más bien su sueño, es volver a la escena ―se trata de una bailarina frustrada que en el pasado hubo de abandonar las tablas debido al nacimiento de los niños― para salir de su actual existencia y acceder a una mejor situación económica. Llegamos así a otro de los temas principales de Lepper: la tensión entre la realidad y el sueño. Atenazados por las circunstancias reales e incapaces de superarlas, sus personajes se refugian, a veces, en un mundo onírico de fantasía, cayendo incluso en lo grotesco. En Todo lo demás está dentro, Anne y su padre sueñan con que su conejo de competición gane una carrera para poder así salir de la pobreza. En Cati Hermann no solo sueña la madre, sino también los hijos: así Martin, caracterizado por una discapacidad física y su condición homosexual, pero sobre todo por su descontento de ser quien es, sueña con ser otra persona llamada Rocco ―el protagonista de Rocco y sus hermanos, la película de Visconti. En Esbozo de un teatro total, la protagonista, una mujer llamada Bonnie, huye de su vida cómoda y convencional de mujer casada y madre de dos hijos para ir en busca de experiencia y, sobre todo, del teatro, que aquí aparece como el ideal de una vida más auténtica.              

En Seymour y Ay el mundo los protagonistas son, en cambio, un grupo de muchachos. En Ay el mundo, tres jóvenes viven en un depósito de chatarra, apartados de los adultos, carentes de perspectivas de trabajo y de futuro y enfrentados al mundo y al sistema (encarnado simbólicamente por el empresario nazi Alfried Krupp.) En Seymour cinco adolescentes gordos se hallan aislados, por voluntad de sus padres, en una especie de balneario en las montañas, sometidos a una cura de adelgazamiento, deseosos, sin embargo, de la asistencia adulta, ya la del doctor Bärfuss, el director de la institución, siempre ausente ―otra figura masculina ausente―, ya la de los padres, por quienes se sienten rechazados debido a su gordura. Leo, uno de los muchachos, no solo sufre por ese abandono, sino que también es consciente de que sus padres lo han sustituido por Seymour, un primo suyo más delgado, a quien aquellos han dado, en su ausencia, su habitación. Nos adentramos aquí en otro de los temas nucleares de Anne Lepper: la conflictiva relación del individuo con la sociedad y, en particular, la necesidad individual de adaptación a las normas sociales, incluso a costa de la renuncia personal. Los muchachos gordos, víctimas del aislamiento y la tortura psicólogica, se esfuerzan, en efecto, por adelgazar ―sin conseguirlo―, a fin de agradar a sus padres y poder así volver a sus hogares y reintegrarse en la sociedad familiar. La pieza viene a ser un símbolo muy acabado de la moderna tiranía social de la imagen y de la apariencia física y expone con crudeza la necesidad del individuo por adaptarse a esa exigencia. En Ay el mundo, cuando las cosas se ponen feas, los muchachos rebeldes acaban por claudicar ante el sistema, renunciando a su modo de vida y regresando a lo que ellos llaman el Club de los Hijos, es decir, a la vida acomodada, ordenada y burguesa, bajo el amparo de los padres ―una alusión directa a Metrópolis, la película de Fritz Lang: en ella, el Club de los Hijos es la despreocupada sociedad de los hijos de la clase priviligiada que, en contraste con la ciudad de los trabajadores ―situada en las profundidades―, habita en la soleada superficie de Metrópolis. Esta necesidad de adaptación social se hace aún más patente en La Chemise Lacoste. Allí, en su primera parte, Félix, un joven de baja clase social, recibe una ayuda del Estado, gracias a la cual se le abre un futuro considerado prometedor: puede abandonar el pobre y desesperanzado hogar familiar ―a su padre, a su madre y a sus seis hermanos sin perspectivas―, convertirse en recogepelotas de tenis y, sobre todo, aspirar a ser, con el tiempo, una estrella del tenis (el tenis aparece aquí como la vida de las clases altas y la camiseta Lacoste, uniforme del tenista, como su materialización simbólica). Ahora bien, para cumplir su sueño de crecimiento social y de riqueza personal, Félix debe primero adaptarse a la sociedad de sus nuevos compañeros, recogepelotas como él, pero de clase alta y adinerada que, para su desgracia, no lo recibe con los brazos abiertos, sino que, al contrario, descarga sobre él todos los prejuicios que las clases altas tienen sobre las bajas. La existencia de Félix se transforma entonces de una lucha por salir de la pobreza en una lucha por ser aceptado por los más pudientes, al punto de la denigración personal, pero fracasando al fin y a la postre. Lepper introduce aquí otra cuestión que es constante preocupación suya: las diferencias económicas y sociales entre ricos y pobres y cómo estos se ven impedidos de alcanzar una existencia mejor o incluso la felicidad, asociada así, en armonía con los dictados sociales, a la posición económica. 

Esta lucha por la aceptación social se torna más conflictiva e incluso más patética cuando el personaje que la emprende es una mujer. En la segunda parte de esa misma obra desaparece Félix, el protagonista masculino, y entra en escena Kay, la protagonista femenina, pero también víctima de una problemática social semejante: ahora se da paso a una fiesta a la que llegan Sebastián, una gran estrella del tenis (modélica ejemplificación del triunfo social), y su novia Kay. Esta, de procedencia social baja al igual que Félix y reducida a objeto sexual de compañía, debe someterse a las continuas exigencias que la sociedad de invitados le impone como acompañante femenina de la estrella masculina. El propio Sebastián porta consigo una lista en la que aparece registrado cada uno de los requisitos que necesariamente debe cumplir la fiesta (ha de ser una fiesta del siglo XXI, Sebastián debe sentir el glamur de la fiesta, es obligatorio que lleve una mujer a la fiesta, tiene que cantarle una canción a Kay y, sobre todo, Kay debe llevar a cabo un baile en círculo, no de otro modo, sino obligatoriamente en círculo, como magnífico y absurdo símbolo de obediencia a las normas sociales). Si algo no aparece en la lista, entonces no debe producirse. Resulta inadmisible, por ejemplo, que Kay, despreciada por los invitados y agredida por uno de ellos, sangre y se caiga al suelo, ya que con ello echa a perder el glamur de la fiesta (y, en consecuencia, cae en desgracia a ojos de Sebastián). Kay, a semejanza de Félix, llega al extremo de la renuncia personal, con tal de ser aceptada en sociedad. Consiente incluso en ser travestida en hombre por algunos invitados, en ser vestida con corbata, sombrero y esmoquin («¿Somos amigos ahora que soy un hombre?», llega a preguntar). El tema de la necesidad individual de aceptación social entronca aquí con la cuestión de género, otra de las grandes inquietudes temáticas de Lepper. En sus obras, la mujer aparece con frecuencia como víctima de la presión que sobre ella descarga una sociedad dominada por las normas, los clisés y los prejuicios masculinos. A este respecto, resulta recurrente el motivo del travestismo. En Ay el mundo, Marie-Ann, la protagonista femenina, llega al extremo de someterse a una operación de sexo con el único objetivo de conseguir el amor de los muchachos, ya que ellos la rechazan por ser mujer (al ser homosexuales, ni quieren su amor, ni la aceptan siquiera). 

En Chica en apuros el travestismo aparece aplicado, en lugar de a la mujer, al hombre, con consecuencias radicales. En esta obra, en efecto, Baby, la protagonista, harta de estar sometida a las exigencias de los hombres, tanto de su marido Franz, como de su amante Jack, decide abandonarlos a ambos. Para sustituirlos, se propone establecer una relación con un muñeco para poder hacer con él lo que le venga en gana, acostarse con él cuando quiera, insultarlo si así lo desea, etc. Nos hallamos aquí ante una inversión absoluta de los roles tradicionales de la mujer y del hombre tanto respecto de la cuestión de género como de la tradición literaria. Como ya hemos apuntado más arriba, por lo general ha sido el hombre quien, tanto en uno como en otro ámbito, ha cosificado a la mujer convirtiéndola en muñeca sin voluntad propia, como simple recipiente de sus deseos masculinos. Esta visión se remonta hasta la Antigüedad grecorromana: en las Metamorfosis, Ovidio (poeta romano del siglo I d. C.) cuenta la historia de Pigmalión, rey de Chipre, quien, deseando casarse con la mujer perfecta y no encontrándola, decidió esculpir, con espléndido arte, una estatua de mujer tan bella y tan sin tacha que se enamoró de ella. El hombre se enamora aquí de su propia creación, una estatua ideal con forma de mujer ―trasunto de la muñeca―, carente de entidad propia, respuesta al deseo ideal y a la mirada del amante masculino. Por otra parte, la cuestión de la muñeca ―o de la marioneta― es un tema predilecto del romanticismo alemán (véase el pequeño ensayo Sobre el teatro de las marionetas de Heinrich von Kleist, autor de los siglos XVIII-XIX). E.T.A Hoffmann (siglos XVIII-XIX) cuenta, en su célebre relato El hombre de la arena, la historia de Natanael, un joven romántico e impresionable, que se enamora de una autómata (antecesora de los modernos robots) con forma de mujer llamada Olimpia (otra manifestación más de la muñeca). La mujer aparece aquí de nuevo como un ser sin personalidad propia, que solo cobra vida por obra de la imaginación masculina. El motivo ha tenido, asimismo, una recepción afortunada en nuestra propia cinematografía: en la película Tamaño natural (1973), Luis García Berlanga desarrolló la delirante historia de Michel ―magistralmente interpretado por el gran Michel Piccoli―, un odontólogo parisino que, presa de la crisis de la edad madura, se enamora de un maniquí con forma de mujer. Una vez más, la mujer es el maniquí y el hombre quien proyecta sobre este sus emociones. Toda esta tradición es lo que subvierte de raíz Anne Lepper. En Chica en apuros es la mujer quien, saturada de los hombres de carne y hueso, pretende mantener una relación amorosa con un maniquí masculino. Sin embargo, Franz y Jack, sus antiguos marido y amante, sintiendo no solo la amenaza sobre su propia masculinidad, sino también el miedo a que el ejemplo de Baby prospere y cunda entre las mujeres, deciden convertirse ellos mismos en muñecos para tener vigilada y bajo control a su antigua esposa y amante. Se redobla así el impacto de la conversión del hombre en maniquí. Produce, además, un efecto muy poderoso el hecho de que el personaje femenino busque su liberación no a través de la erradicación de los prejuicios de género, sino más bien a través de su apropiación. Baby, en efecto, no pretende eliminar los prejuicios que los personajes masculinos proyectan sobre ella, sino simplemente invertirlos, apoderarse de ellos para poder emplearlos en su propio beneficio. La liberación de Baby consiste, en definitiva, en acceder a disfrutar de las mismas prerrogativas que los hombres: principalmente poder cosificarlos a ellos.

Otro de los distintivos de la autora es su originalísimo estilo literario. Sus obras están compuestas, en general, por pequeños cuadros que se suceden unos a otros rápidamente y con aparente ligereza, ―que a veces ni siquiera llegan a desarrollarse, reduciéndose incluso, en ocasiones puntuales, a una sola frase. La composición parece así, en cierto sentido, impresionista: una pincelada aquí, otra allá, y de ahí resulta un paisaje de impresiones, una atmósfera de sorprendente fuerza. Por otra parte, su lenguaje combina una aparente inocencia ―casi se diría que infantil― con un penetrante análisis social, a lo cual se viene a añadir un marcado gusto por lo absurdo y lo grotesco. Por ejemplo, cuando Baby, la protagonista de Chica en apuros, decide cambiar de vida, su lenguaje, lejos de parecerse al de los adultos cuando toman una decisión, se asemeja al de los niños cuando desean algo: Baby expresa, repetida, ingenua y francamente ―como acostumbran a hacer los niños cuando sienten un deseo, con esa urgente necesidad de satisfacerlo, sin pararse a pensar dificultades o indeseadas consecuencias―, su deseo, absurdo y grotesco, de tener una relación amorosa con un hombre maniquí. Ahora bien, al igual que el lenguaje de los niños, el lenguaje de Lepper tiene la capacidad de desnudar, sin atender a censuras, los prejuicios de la realidad social circundante. El conjunto resulta, en suma, de una fresca singularidad.

Con todo, nos parece que la originalidad del estilo de Anne Lepper trasciende lo puramente estilístico. Esa originalidad, esa voz en apariencia infantil, corre en paralelo con la subversión derivada de la transformación del hombre en muñeco y de la liberación de la mujer, ya que, a semejanza de estas, aspira a ser un intento verdaderamente adulto de subvertir el orden y la uniformidad, en este caso literarias. En este sentido, su dramaturgia puede ser considerada como una dramaturgia del maniquí, imagen en cuyo rebelde simbolismo se reúnen, con gran maestría, las esferas de lo visual, lo social ―la cuestión de género―, lo estilístico y, en definitiva, lo literario.  

La recepción de Anne Lepper en España ha sido escasa. En la web del Instituto Goethe (www.goethe.de) se pueden solicitar las traducciones al castellano de dos de sus obras: Cati Hermann y Chica en apuros, la primera realizada por Maurici Farré y la segunda por Pilar Sánchez Molina y Franziska Muche. El propio Instituto Goethe, en el marco del ciclo Camino Escena, presentó en Madrid, a principios de 2018, la lectura escénica de Chica en apuros, bajo la dirección de Eva Parra.

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Por Antonio Mauriz

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Katharina Dielenhein / Cristian Kleiner / Dennis Weinert / Yehuda Swed

Fotos: Katharina Dielenhein / Teatro Koblenz
Una escena de “Chica en apuros” en el Nationaltheater Mannheim, premio de dramaturgo Mülheim.FOTO: CHRISTIAN KLEINER / TEATRO NACIONAL MANNHEIM / MÜLHEIM THEATERTAGE / DPA
Anne Lepper
Anne_Lepper_privat © Dennis Weinert
Fotos: Katharina Dielenhein / Teatro Koblenz

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ESPONTÁNEA O EL ESPÍRITU Ejemplar 5

ESPONTÁNEA O EL ESPÍRITU JUGLARESCO: UN NUEVO ESPACIO ESCÉNICO…

ESPONTÁNEA O EL ESPÍRITU JUGLARESCO: UN NUEVO ESPACIO ESCÉNICO EN SANTIAGO DE COMPOSTELA

El pasado día 27 de septiembre abrió sus puertas, en pleno casco antiguo de la ciudad de Santiago de Compostela (rúa Porta da Pena, nº 10), un nuevo espacio escénico denominado Espontánea. Tan próxima es su ubicación a la emblemática iglesia de San Martiño Pinario que se tiene la impresión de que allí conviven, en armoniosa mezcla, el teatro y la fe religiosa. Más allá de que el teatro pueda consistir también en un acto de fe, la combinación de lo mundano y lo sagrado es un fenómeno no poco frecuente en Santiago. Al visitante le bastará con darse una vuelta para comprobar cómo, por ejemplo, mientras las monjas de Antealtares elevan sus rezos en el interior del monasterio, justo delante de su fachada artistas y músicos callejeros, herederos de los antiguos juglares, alzan sus melodías profanas incluso entre la lluvia pertinaz, compitiendo con el alborotado tintineo de los cascos de cerveza -transportados por camiones de reparto entre estrechas callejuelas- y conformando un paisaje humano en cierta medida todavía medieval. A buen seguro imbuidos de ese espíritu juglaresco, los promotores de Espontánea (alguno de ellos proveniente de la maravillosa juglaría que viene a ser el circo) se han propuesto desarrollar, entre piedras sagradas, su proyecto escénico.

Haciendo honor a la promesa que expresa el nombre del espacio, la inauguración fue un acto espontáneo, sencillo y desenvuelto, en el que los gestores de la iniciativa, los primeros alumnos, amigos, curiosos y alguna que otra célebre cara de la escena gallega compartieron proyecto, esperanzas, sueños y algún pincho. La velada fue agradablemente amenizada por el Dj Jackinsane. Los promotores de la empresa son Antón Coucheiro, actor y payaso muy conocido en la capital de Galicia, y Gala Martínez-Romero, periodista y actriz. Como colaboradores suyos se cuentan Natalia Outeiro «Pajarito», Alfredo Pérez Muíño y Mónica Paradela. Espontánea nace con el objetivo de convertirse en un laboratorio escénico y de fomentar comunidades artísticas. Por el momento, en su comienzo, es un espacio dedicado a la docencia, que oferta, para adultos, clases de clown, danza teatro, pilates y consciencia corporal e improvisación; y para niños, teatro y radio. En el futuro, según nos cuenta Gala Martínez-Romero, planea albergar espectáculos, sobre todo muestras de alumnos, y quizá elaborar una programación. Consta de dos salas, una grande y una más pequeña, ideales para el ejercicio de la experimentación escénica.

Su irrupción viene a insuflar aliento a un ámbito cultural que, por desgracia, se ha visto muy asfixiado en Compostela durante los últimos años. En efecto, en menos de una década, han venido desapareciendo de la ciudad no pocos espacios escénicos privados, algunos tras una larga y ardua trayectoria, aunque también exitosa. A día de hoy Santiago no cuenta, por ejemplo, con una sala privada con programación propia y estable. Sí existen, no obstante, espacios dedicados principalmente a la docencia. Si dejamos a un lado las escuelas de danza (cuya presencia es llamativamente abundante: mencionemos, como ejemplos, Can Cun Quinque, Lodanzas, BSdanza y Siliria, entre las más conocidas), el resto de disciplinas escénicas no tienen una representación muy numerosa. Existen, aparte de Espontánea, solamente dos escuelas de teatro, limitadas a la enseñanza, que no han dado el paso de convertirse en salas con programación: Espazo Aberto y Pábulo (la primera, escuela también de danza, especializada principalmente en la formación de actores y dirigida exitosamente por Carlos Neira desde hace 26 años, ha llegado a ser, con todo merecimiento, una verdadera institución en Galicia; la segunda, de más reciente creación, está dirigida, con gran entusiasmo, por Marcos Grande). Asimismo, mantiene su actividad desde hace ya unos cuantos años, de manera realmente admirable, Circonove, una nave de circo que funciona, entre otras cosas, como escuela de payasos (en la senda de Pistacatro, otro colectivo circense, aunque ubicado no exactamente en Santiago, sino en la cercana localidad de Milladoiro). Pese a la notable actividad de todos estos espacios, se echan de menos los efervescentes tiempos, no tan lejanos (a comienzos del milenio y del siglo XXI, aunque, dicho así, pareciera que fue hace una eternidad), en que florecían las salas privadas con programación propia y estable, como la mítica Sala Nasa (dirigida por la compañía Chévere, una de las más reconocidas tanto en Galicia como en el conjunto de España, Premio Nacional de Teatro 2014) o el no menos mítico Teatro Galán (espacio gestionado entre 1993 y 2008 por Matarile, quizá la compañía gallega de mayor talento artístico, dirigida por Ana Vallés y Baltasar Patiño, entre cuyos muchos logros cabe destacar el extraordinario festival internacional de danza, En pé de pedra: nunca, hasta entonces, se había visto en toda Galicia algo parecido; nunca, desde entonces, se ha vuelto a ver en toda Galicia algo parecido. Hoy solamente el festival herDanza, organizado por Can Cun Quinque, bajo la dirección de Isabel Sánchez Temprano y Leodan Rodríguez Casas, puede enorgullecerse de haber seguido sus pasos). En aquella época funcionaban también, a pleno rendimiento, la Sala Yago (gestionada por la compañía Teatro do Noroeste, bajo la dirección de Eduardo Alonso -histórico director de escena y dramaturgo, uno de los fundadores y primer director del Centro Dramático Galego– y de Luma Gómez, una de las mejores actrices de Galicia), la Sala Santart (dirigida por Theodor Smeu Stermin, talentoso director de escena rumano) o, en los últimos años, A Regadeira de Adela (espacio escénico dedicado, entre otras cosas, al microteatro, a semejanza de proyectos como La casa de la portera, en Madrid). Por desgracia, todos estos espacios ya no existen, en algún caso debido al insuficiente apoyo -cuando no al perjuicio- de ciertas instituciones públicas. Por ello, cabe saludar calurosamente la aparición de Espontánea y desearle una larga y fructífera andadura. Esperamos, desde luego, que su espíritu juglaresco, esa fe mundana tan juguetona como tenaz, sea capaz de facilitársela entre piedras centenarias.

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Por Antonio Mauriz

ESPONTÁNEA O EL ESPÍRITU
Gala Martínez-Romero en el interior de Espontánea
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Exterior de Espontánea

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RICARDO III

RICARDO III

DE WILLIAM SHAKESPEARE
Versión libre de MIGUEL DEL ARCO y ANTONIO ROJANO
Dirigido por MIGUEL DEL ARCO

Un nombre sobre un sillón vacío e iluminado por un cenital dorado: pasó a la historia, se transformó en polvo el elegido, nada queda. De todo aquello que fue, tan pequeña huella… El principio es un final, un clamor por escapar de su destino. Ante la muerte, lo que queda del ser escapa por la boca, por mucho que se haya cerrado la mueca última de la ironía.

El polvo o el humo que somos deambulaba sobre la escena la otra tarde, ascendiendo a las alturas, como una bandada de estorninos dibujando su presencia coreografiada en el aire. El público murmuraba asuntos triviales desde sus asientos, sin percatarse del futuro, único y el mismo para todos los seres vivos.

Los villanos que ejercen de protagonistas suelen hacer las delicias del público. La otra tarde en el Pavón, Ricardo III resultó simpático, gracioso, inteligente, poderoso, atractivo, fue el blanco de todas las miradas. Ese hombre de acción nos miró desde el escenario sin vernos -pese a la luz incidiendo sobre el patio de butacas-, atravesándonos con su mirada aviesa, maquinando planes precisos para sus propósitos, apretando los dientes en una sonrisa extraña, como si el dolor y el placer se uniesen en su interior para impulsarle lejos, demasiado lejos… La mecánica de su deformidad venía sin duda de su esfuerzo en someter, no solo su propio cuerpo y su propia mente, sino también los cuerpos y las mentes de todas aquellas personas  que saliesen a su encuentro, que se cruzasen en su camino. Ningún ser humano puede ejercer el sadismo sin escepticismo extremo. Cuando esas capacidades empáticas que presuponemos humanas son tan solo imitaciones, frías estrategias cerebrales que se repiten hasta convertirse en hábitos huecos, no es raro que se retuerza una pierna o que nos salga joroba, aunque seamos aparentemente los más bellos del mundo, incluso iconos publicitarios. Manda el Sistema, también sobre “la belleza”.

La otra tarde, el Ricardo III de Israel Elejalde se nos antojó un showman, un personaje de cabaret carismático, una caricatura parlante pegada a un micrófono. Su bastón de mando: el control de los medios informativos, en él apoyaba su cojera, su desigualdad de cuna. Sabe muy bien lo que se hace, es plenamente consciente del ejercicio del poder y de sus consecuencias, experimenta el poder como lo hace un yonki con cada dosis de droga dura, que solo responder  ya a cantidades de poder que se extreman, desorbitadas, alucinatorias. Para mayor gloria del personaje, es un villano de comedia, y eso le salva. Puede hacer cualquier cosa ante nuestros ojos, no apartaremos la mirada, pueden oírse incluso las carcajadas tras sus fechorías. Es natural, el entusiasmo de Ricardo la otra tarde resultaba contagioso, su capacidad de persuasión y su maestría en el lenguaje, dignas de admirar. No hay nada dentro de Ricardo, es una máscara hueca, un símbolo. Su estrategia final, la cobardía: “Dejadme salir de aquí. Mi reino por un caballo.” Al igual que no hay piedad, no cabe arrepentimiento. La fiereza de lo sistémico.

El mundo de Ricardo III la otra tarde fue un mundo de pesadilla, en el que los muertos se desentierran para desconsuelo de viudas melodramáticas, en el que el público podría ser asesinado si no aclama a Ricardo debidamente. Podrían haber rodado nuestras cabezas, como la de Buckingham, no es cosa de broma. Sé al menos de un “payaso” capaz de desordenar mi mundo más cercano desde la lejanía, desde el otro lado del globo terráqueo. Particularmente a mí nunca me hizo gracia, ese “payaso”, pero llegó a la cima del Sistema apoyándose sobre todo en los medios informativos, en publicitar el escándalo, en utilizarlo como reclamo. Maquiavélica conquista. La seducción es un arma de doble filo. La pérdida de la voluntad, el abandonarnos, reduce el peso atroz de nuestra existencia; pero la muerte es irresoluble y exacta cuando llega. No hay abandono en la vida, excepto el sueño tras la vigilia. Todos somos responsables de permitir ejercer al poderoso.

Así que estamos allí reunidos para observar tranquilamente el modus operandi de Ricardo, congregados frente a la barbarie, sin pestañear, como frente a un televisor con tarifa plana, sin perdernos ni una salpicadura de sangre. Nos divertimos con el sufrimiento de los otros, somos torturadores, pero podríamos ser víctimas. Es excitante, el terror siempre nos atrajo. Y esta perversión se ha colado en nuestra sexualidad, ha hecho estragos. Somos un poco Ricardo III y un poco Lady Ana, hasta que nos entra el pavor a un paso de la tumba. Sálvese quien pueda.

¿Qué es lo que nos encandila de Ricardo? Esa energía inagotable, tan de Elejalde, tan animal, esa potencia libérrima, sin prejuicios ni contradicciones. Como si de un juego de roll se tratase, Ricardo III pasa por la vida, cumple su papel a la perfección y deja su impronta. Ni un ápice de sufrimiento por su parte. O bien, una alquimia del dolor que se resuelve tan de inmediato en algo placentero, de forma tan eficaz, que el dolor sucumbe, apenas acontece en su persona. Se ama a sí mismo, soledad suprema.

Miguel del Arco, con la colaboración de Antonio Rojano en la dramaturgia, ha versionado esta comedia del dramaturgo inglés más universal. En esta propuesta, los personajes de la época Isabelina son travestidos a personajes de esta época nuestra, tan evolucionada hacia ninguna parte. Del Arco se permite en el montaje guiños teatrales que aluden a la situación sociopolítica española actual, muy concretos, proclives a suscitar la polémica. La dirección de Del Arco maneja a la perfección el ritmo vertiginoso que Shakespeare supo imponer al texto original, pese a que se le hayan amputado algunas partes y reescrito otras tantas, o precisamente por eso -ya no le temo a la herejía-.

En cuanto a la puesta en escena, el patio de butacas queda invadido por la acción, el público tiene presencia y voz, es invitado a tomar parte. Se busca la identificación del respetable con lo que transcurre a través de elementos diversos, se pretende que le afecten los acontecimientos como parte implicada. Y se consigue. El público queda preso en el entramado de luchas por el poder, en las intrigas entre los que quisieran alcanzarlo, sin darse cuenta de que también desde el patio de butacas se están obviando las cuestiones éticas. El público se está divirtiendo sin más, no está valorando las consecuencias.

La vida misma, el propio mundo, esta misma España convulsa. Solo a posteriori se reflexiona, se cae en la cuenta de lo vivido. Mientras la tragedia tiene lugar, tiene tono de comedia. Disfruten mientras puedan.

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Por MJ CORTÉS ROBLES

CRÓNICAS DEL Pavón Teatro Kamikaze

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El germen teatral en Zambrano Ejemplar 5

El germen teatral en Zambrano

El germen teatral en Zambrano

–una aproximación a su filosofía teatral–

La razón poética

María Zambrano comienza a intuir esta razón en los años treinta del siglo pasado (antes de su largo exilio desde 1939 hasta 1984) impulsada por la razón vital de su maestro, Ortega y Gasset, pero a diferencia de esta otra razón, la suya no solo busca insertarse en la vida, sino ser generadora de trayectos capaces de proyectarse en territorios más profundos. O como lo dejó expresado en una carta fechada el 7 de noviembre de 1944 a su amigo Rafael Dieste:

«Hace ya años, en la guerra, sentí que no eran “nuevos principios”, ni “una reforma de la razón”, como Ortega había postulado en sus últimos cursos, lo que ha de salvarnos, sino algo que sea razón, pero más ancho, algo que se deslice también por los interiores, como una gota de aceite que apacigua y suaviza, una gota de felicidad. Razón poética es lo que vengo buscando. Y ella no ha de ser como la otra, tiene, ha de tener muchas formas, será la misma en géneros diferentes»

Apelamos a la idea de intuición porque la razón poética no es un libro, no es un momento, es la vida entera de Zambrano. Esto es así porque de principio a fin podemos entrever la fusión entre su vida y su obra como respuesta a la grave crisis política, cultural y espiritual de Occidente durante la modernidad. No podemos obviar que fue testigo privilegiada de los devenires oscuros del siglo XX, devenires que se verán culminados en su radical filosofía de la esperanza, la reconciliación y la piedad. El camino que emprende va «hacia un saber sobre el alma» resuelto en su concepción de la piedad entendida como «saber tratar a lo otro como otro». En la razón poética existe, pues, una simbiosis entre la vida y la obra, entre la experiencia y el pensar de una autora convencida de que «el mundo del pensamiento no deja de pertenecer a la vida»1 ; convencimiento que la lleva a querer «reconciliarse» a pesar la tragedia del mundo y de la suya personal, hablamos de su saber de experiencia: el exilio.

El exilio

En María Zambrano el exilio no es solo una experiencia personal e histórica, aunque también, sino una dimensión histórica trascendida por una dimensión metafísica y mística en la que el exiliado es un sujeto trágico, en crisis, que expresa su padecer. Lo trágico en María Zambrano lo podemos entender si nos aproximamos a la idea de «sentir originario», un sentir que nace en la experiencia básica y primera de todo ser humano, del que brotan los anhelos más íntimos que al no verse resueltos producen una insatisfacción, pero también, por ello mismo, al no tener cumplimiento inmediato se difieren en esperanzas; esperanzas que, a su vez, al toparse con la realidad se transforman en tragedias. Esta multiplicidad de sentires sitúa aquí la tragedia como un sentimiento. Un sentimiento que difiere de la concepción de los existencialistas al hablar del ser humano como ser arrojado al mundo, pues Zambrano lo hace como «un ser a medias nacido», un ser consciente de su insatisfacción, que quiere más y que va en busca de ello como el exiliado que expresa su sentimiento de orfandad y abandono porque no tiene un lugar donde enraizar su existencia. Esta «hambre de nacer del todo» se ofrece en clave mística como nos recuerda la filósofa Mercedes Gómez Blesa en su pormenorizado estudio sobre la fenomenología del exilio:

«Este sentimiento que experimenta el exiliado sólo adviene tras haber atravesado varias etapas que se le ofrecen, como exigentes pruebas, a todo aquel que ha tenido que abandonar su suelo natal. Zambrano concibe, pues, el exilio, en clave mística, como un rito de iniciación que ha de ser consumado atravesando varias moradas hasta alcanzar “el exilio logrado”»2

Esta última morada se ofrece como revelación que aparece tras poner la existencia al límite, en el momento en que se está entre la vida y la muerte. La conciencia aquí se identifica con «el saber de experiencia» a través del padecimiento, un saber trágico que nos remite al «saber padeciendo»3 de Esquilo en el momento de la anagnórisis.

La tragedia

El verbo con el que nombrar este ir padeciendo se emparenta con el delirio desde su concepción prelingüística. Pues el origen del teatro es para Zambrano, precisamente, el delirio, es decir, el grito primordial que al articularse encuentra su sentido: una razón que va destilándose hasta universalizar lo individual, una palabra que sigue la máxima de Empédocles y que «hay que repartir bien por las entrañas», una palabra que será la palabra que otorgue a su Antígona. A Zambrano le llevará más de treinta años la escritura de La tumba de Antígona (1967) ahondando en el mito, en la tragedia y sus personajes, pero de manera significativa en la idea de lo trágico en términos históricos. Comienza en 1937 con un inédito que titula «Tragedia y Filosofía» que escribe desde Chile cuando ya sabe que «es matemático que se ha perdido la guerra». Una década después, en pleno exilio, desde la Habana, escribe Delirio de Antígona en la Revista Orígenes. Este ahondar lento durante años, este conocimiento profundo es, en verdad, el propio de Zambrano que, como los místicos, se convierte en una reflexión de descenso para encontrar un camino de ascenso; el mismo camino que busca su Antígona desde su tumba-cuna. El interés de Zambrano por Antígona se debe a diversos motivos; Antígona, es sabido, fue en el siglo XX figura de conciencia colectiva que habla de la resistencia y de la libertad4 y, en este sentido, la Antígona de Zambrano es hija de su tiempo, también: voz contra la tiranía del poder, la manipulación y el ocultamiento de la verdad y la memoria. Y para llegar ahí el lenguaje del delirio se presenta como revelación, como misterio. Delirando nos encontramos a Antígona entre la vida y la muerte, en esa tierra intermedia, lugar de exilio y al mismo tiempo de acogida. Es la voz de los oprimidos, de los desterrados, de los mendigos, de los niños, Antígona delira con el lenguaje de los desposeídos de tierra. Pero esa palabra es, parafraseando a Unamuno5, una intrapalabra, porque es una palabra que cada vez nos aleja más de una lógica de conceptos, un verbo interior que va hacia un territorio donde el pensamiento poetizante adquiere forma de espiral, la misma forma que tienen los sueños nos dice en su libro El sueño creador (1965).

Los sueños

El estudio que hace Zambrano de los sueños comienza poniendo de manifiesto la relación de estos con la creación literaria porque como la literatura, los sueños «salvan lo que ha nacido sin tiempo en el tiempo»6 , o lo que es lo mismo, es el paso de la atemporalidad a la creación de la palabra en el argumento que se ofrece en el tiempo sucesivo. Aquí, en el sueño, las palabras aparecen, visitan, llegan sueltas «como sin dueño en el océano del silencio»7. Con esas palabras comienza a escribir la obra; pues una noche, en la soledad de su escritorio, una voz le susurra «nacida para el amor he sido devorada por la piedad». Y así, a través de la palabra es que el sujeto –doble en este caso, la propia Zambrano y Antígona– se descubre a sí mismo dejando entrever que es la propia tragedia la que ha de llegar a su anagnórisis. O lo que es lo mismo, que para que Antígona llegara a ser tuvo que llegar a la palabra, es decir, hacerse conciencia:

«Quise oírla siempre, la voz de la piedra, la voz y el eco, esos dos hermanos que son la voz y eco; hermana y hermano, sí. Mas las humanas voces no me dejan oírlas. Porque no escuchan, los hombres. A ellos, lo que menos les gusta hacer es eso: escuchar. Pero yo, mientras muero, quiero oírte a ti, mi tumba, quiero oíros a vosotras, piedras de esta tumba mía blanca como la boca del alba»8

Esas piedras, son las piedras del muro de la Historia sobre las que Antígona se hace conciencia. A este respecto, en diálogo profundo con la tragedia, habla extensamente en su primordial libro Persona y democracia (1956) donde analiza la conciencia íntima, familiar y la histórica, colectiva. Para Zambrano la conciencia histórica es ir «haciéndose cuestión», dudar. Y eso hace Antígona, cuestiona su estirpe. Pero no solo, al hacerlo también se cuestiona en términos de esperanza, es decir, en la promesa de una ley nueva para la ciudad que anhela la vida en libertad. Esa ley nueva es la democracia moral para Zambrano. Pero la historia, como lo sueños, también se presenta en forma de laberinto y por ello en Zambrano nunca es lineal, se dan ascensos y caídas una y otra vez, pero en unos de esos ascensos puede darse «la conversión de la historia trágica en historia ética»; ese es el deseo de Antígona, esa es la radical fraternidad, parábola de la Guerra Civil, que sostiene la obra dramática de Zambrano.

El germen de la luz

Al verter en la creación literaria toda su filosofía, María Zambrano consigue tejer toda una vida de coherencia vital y artística. Y elige el teatro, la forma dramática, para tal fin. Entiende que es en el espacio público, el espacio de la comunión, de la expresión democrática donde han de converger la poesía y la filosofía. En la afilada mirada que arroja sobre Antígona inserta las reflexiones que hemos ido acercando a lo largo de este escrito: la razón poética, una razón mediadora e integral que abrace a lo otro; su fenomenología del sueño, otra razón para ir a la conquista del tiempo; su reflexión ontológica sobre el exilio, la revelación de poder nacer de nuevo y, por último, su estudio sobre la tragedia, un estudio que se fundamenta en el valor de la palabra como germen de un “verbo de luz”. Todas estas aportaciones son de por sí píldoras para una filosofía teatral que después de María Zambrano se ha visto resuelta en diferentes manifestaciones teatrales. Quisiéramos citar tres, fundamentalmente: La palabra danzante de Karlik Danza Teatro que se estrenó en julio de 2016, con motivo del 25º aniversario de la muerte de la filósofa y el aniversario de la compañía extremeña liderada por Cristina Silveira. Es esta una pieza donde la danza, la música y la palabra de Zambrano se integran en una hibridez que pone en valor la razón poética, el delirio y, sobre todo, la reflexión sintiente, la del cuerpo, aquella que no queda supeditada a la razón cartesiana. Posteriormente tuvo lugar en Madrid Diotima, una creación de Eva Varela Lasheras y Raúl Iaiza en el Teatro de la Puerta Estrecha en noviembre de 2017. Eva Varela lleva al teatro, íntegramente, el texto Diotima de Mantinea, uno de los más bellos de la filósofa y cuya puesta en escena, además de arriesgada, resultó ser un viaje hacia la confesión, ese género literario que Zambrano practicó. Unos meses después, en el Centro Dramático Nacional se estrenó La tumba de María Zambrano –pieza poética en un sueño–, de Nieves Rodríguez Rodríguez, una pieza que se adentra en su fenomenología del sueño y en el lenguaje del delirio que, en su resolución escénica, dirigida por Jana Pacheco, se convirtió en poema visual. No han sido las únicas incursiones teatrales alrededor de Zambrano, se han publicado libros, artículos y realizado lecturas dramatizadas en buena parte de la geografía española desde el ámbito escénico. Y no serán las únicas, habrán de venir otras creaciones, otros diálogos al calor de la luz de una de las filosofías contemporáneas más importantes del siglo XX. Y XXI. Un pensamiento para hacer del espacio teatral una práctica indagatoria donde filosofía y teatro se estrechen. Una filosofía teatral que integre lo clásico y lo moderno en una comunión que permita acercarse al teatro que no existe, al otro teatro, ese que Zambrano soñó en el exilio.

[1] ZAMBRANO, María (2011). «Prólogo» a Persona y democracia, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p.379.

[2] GÓMEZ BLESA, Mercedes (2016). «María Zambrano: el exilio como no-lugar» en Debes conocerlas, Ediciones Huso, Madrid, p. 153.

[3] Zambrano cita a menudo la frase «aprender padeciendo» que encontramos en Las Coéforas de Esquilo.

[4] A este respecto cabe citar el estudio Antígonas: la travesía de un mito universal por la historia de Occidente, de George Steiner que da buena cuenta de la influencia del mito griego en el S. XX. Libro, por otra parte, en el que María Zambrano está ausente.

[5] Citamos aquí a Unamuno, maestro de Zambrano junto a Antonio Machado y Blas José Zambrano, porque dialogan en lo que al sentimiento trágico se refiere. La filósofa lo hace, expresamente, en un ensayo que le dedica al pensador vasco titulado así: Unamuno.

[6] ZAMBRANO, María (2011). El sueño creador, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 1004.

[7] Ibid., p. 1041.

[8] ZAMBRANO, María (2011). La tumba de Antígona, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 1132.

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Por Nieves Rodríguez Rodríguez

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GRAND FINALE

GRAND FINALE

Coreografía y música: Hofesh Shechter

Todo lo que vemos y escuchamos está mezclado con la pasta de lo que ya somos. Si nos enseñaran desde pequeños que todas las teorías culturales están enmarañadas en la subjetividad de los que las pensaron y pusieron por escrito, o sea, que todo lo que no es ciencia pura, tiene mucho de carne, de conciencia pasajera, y en ese sentido, incluso de desecho, leeríamos de otra manera, sin esperar verdades absolutas.

Intentar escribir asépticamente sobre danza, desde una perspectiva despegada y objetiva me parece igual de ridículo que explicarle a alguien que mover el pie así o la mano allá “está mal”. El arte, igual que los textos que hablan de él, es rabiosamente subjetivo y fluido, embadurnado en las flemas de los cuerpos que lo hacen. Una lanza rompo en ese sentido por David Zambrano que presenta sus improvisaciones diciendo “Aquí vengo hoy a mostrarles una danza”. Asentando en la mente del público que es solo una de las muchas posibles, que su danza no viene a decir que hay que moverse así, ni que esto es lo bueno.

Hago esta introducción para hablar de Grand Finale porque es una pieza de danza muy corporal y por eso se me pega a la subjetividad. Pero ¿cómo? ¿danza corporal? ¿acaso no lo son todas? Pues creo que no. Hay danzas que utilizan el cuerpo de los bailarines como medio para enseñar el intelecto del creador, posicionándose política o estéticamente, usan el cuerpo como forma del concepto. Pero esta pieza hace algo muy difícil que es coreografiar (estructurar y fijar posibilitando la repetición) la espontaneidad de la danza de la fiesta. Esa que nace de las vísceras, del inconsciente, como las ganas de besar.

Si fue bueno para mí ir el viernes a ver Grand Fínale, fue porque me regalaron casi dos horas de trance. Si me faltó algo, fue no poder subirme al escenario a bailar con ellos. Y si tengo alguna duda es: ¿se ve esta pieza bien desde la cuarta pared? ¿No se vería mejor, y redoblaría su efecto, desde alrededor o desde entremedias?

Lo que la hace tan placentera, un masaje a mi nostalgia, es el lenguaje físico natural y relajado (release para enterados), tan humano, tan suavecito, tan respirado, tan aparentemente fácil como si todos los que hemos bailado en una discoteca hasta el amanecer pudiéramos hacerlo. A esto se suma un exquisito equilibrio musical entre tecno y música clásica que no permite aburrirse. A veces suena a Max Richter pero con un residuo sucio que le quita cursilería, y de nuevo se vuelve electrónica (¿sonará igual la electrónica de ahora que la que escuchaba yo en el Nature en 1997?)

Leo que el coreógrafo Hofesh Shechter fue batería antes que bailarín y me parece tan adecuado, porque es una profesión musical muy física en la que hay que golpear para sustentar el ritmo de la banda. También el viernes nos dirigió como un chamán a bailarines y público hacía ese trance, celebratorio o funerario, que se presenta de vez en cuando en la vida y que es tan difícil de imitar cuando no surge por si solo.

Porque ¿sabes cuando pierdes a alguien y buscas respuestas, pero del tipo que no vas a encontrar en los libros ni en las palabras de tus amigos, sino, en todo caso, yéndote de borrachera y bailándolo todo, o corriendo -si eres de esos- en el gimnasio? Parece como si tuvieras que agitarte para reencontrarte. Sacudirte, sudarlo, dejarlo salir.

Leo en la descripción del espectáculo de la Web de Teatros del canal que esta obra “habla del caos del mundo”, pero para mí, es un sacudirse por el gusto de hacerlo y porque a veces hay verdadera necesidad. El punto de partida conceptual de este trabajo no me parece tan importante. Lo importante es que captura elegantemente la vibración de estar vivo que se siente en las entrañas, con todas sus incógnitas.

Escuché mucho silencio entre la gente a la salida del teatro. No el silencio de la ovación, ni el de la reflexión, sino el de no poder, o no querer, poner en palabras. Los rostros estaban relajados como después de darse un baño. Y es que no se sale de un spa comentando “lo que más me ha gustado ha sido cuando el chorro de agua caliente me ha caído por el supraespinoso, ¿y a ti?” Como tampoco se sale de la discoteca comentando que entre la segunda y tercera copa se bailó utilizando pasos del folklore senegalés por casualidad intercalados con movimientos de cabeza grunges. No, se comparte un silencio en el que se entiende el gusto que nos ha dado. Así sentí al público el viernes, como que nos alegrábamos de haber ido, de que nos hubieran dado un buen baño de música y cuerpo refrescante tan diferente a nuestra cotidianidad. Lavadero de coche para la conciencia.

Escuché también, durante los aplausos, a un grupo de jóvenes entusiastas gritando, muy fans, casi hooligans. Esto me hizo sentir un poco vieja -porque no hace tanto pude haber sido una voz más pero ya no- aunque lo entendí perfectamente: cuando bailas todos los días en una escuela o un conservatorio y te esfuerzas mucho, y le ponen notas a tu manera de bailar, a tus líneas, a tus ideas creativas, y lo pasas mal si te suspenden, y luego te vas de fiesta con tus compañeros, y ahí, en la pista de la disco, sin profesor, sin público crítico, sin cuaderno, simplemente bailas y recuerdas por qué empezaste a hacerlo, y eso te da fuerzas para volver el lunes, ponerte unas zapatillas de ballet si hace falta, y seguir.

Y un día llega Hofesh Shechter a tu ciudad y te dice: “Mira, desde la música noise, desde el punk, desde el tecno, desde la danza de la discoteca también se puede bailar en Teatros del Canal”, y tú, jovencita, tierna estudiante, apasionado aprendiz, encuentras maestro en el hueco que dejan tus profesores académicos que te dice lo que está bien y lo que está mal, y por eso te brillan los ojos y aplaudes con ganas, un aplauso que suena a: ¡gracias por mostrarme este camino! ¡espero hacer eso algún día!

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Por Paula Lamamie de Clairac

CRÓNICA DE Teatros del Canal

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®Rahi-Rezvani

Teatros del Canal
GRAND FINALE Coreografía y música: Hofesh Shechter
®Rahi Rezvani 2017 Media

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Masticar hielo

Masticar hielo

(Versión de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de EDWARD ALBEE)

Dirección y adaptación: MARC RIVERA

Co-producción: EL EJE y TEATRE TANTARANTANA

Hay obras que transcienden por sí mismas, que dejan atrás a sus autores, cobrando protagonismo en épocas posteriores a su alumbramiento, con pleno sentido. El título de una obra es su presentación ante el universo literario y, en el caso del teatro, frente al público. No sé por qué no se le suele prestar atención a estas primeras palabras no dichas sobre el escenario pero que preceden al texto dramático y, de algún modo, condensan el contenido de lo que se va a representar en cada función. ¿Por qué alguien habría de temer a Virginia Woolf? ¿Por qué Albee retaba a sincerarse a aquella persona que temiera a la literata, famosa por su perspectiva feminista ante el mundo? ¿Cuál era el motivo por el cual quizá Albee ironizaba, cuestionándose tal cosa?

“No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”

Así amenazaba a quien se interpusiese en su camino esta pionera con habitación propia, capaz de pensar por sí misma, pese a condicionamientos y convenciones. Es lógico imaginar el temor que pudiera provocar en un mundo en el que los hombres tenían no solo la primera palabra sino, lo que es más importante, la última, la que dictamina, mandato y ejemplo para generaciones futuras.

Masticar hielo es un título distinto al de Albee, se refiere a una acción, a la costumbre de algo tan cotidiano como masticar, sea lo que sea que nos llevemos a la boca; nos transmite sensaciones físicas concretas, provocadas al imaginar algo tan inusual como la deglución del hielo en estado sólido. Si lo que nos llevamos a la boca es la emoción desbocada, a lomos de la cual cabalgan pensamientos gélidos y con aristas, tenemos armada la representación de una obra del gran Edward Albee, versionada en esta ocasión por Marc Rivera. Es el propio Rivera el que dirige a El eje, compañía independiente que formó parte de El Ciclo, programa de residencias artísticas de Teatre Tantarantana, sito en la ciudad de Barcelona.

¡Qué bueno que los espectáculos gestados en Cataluña salgan de gira y lleguen a Madrid, y qué afortunada soy al seleccionarlos para mis crónicas! Este elenco de cuatro interpretes me puso la otra tarde contra las cuerdas, me dejó sin aliento, me zarandeó a conciencia -o la conciencia-, me colocó boca abajo y dejó caer todos mis prejuiciosos hábitos románticos. Se destripó este concepto del “amor romántico” desde el escenario del mismo modo que se limpia un pescado crudo, sin ápice de escrúpulo ante el hedor de lo extraído y la sangre derramada, coagulada ya en exceso por haber sido tanto tiempo retenida. Los intérpretes envistieron unos contra otros como si no hubiera un mañana, como si todo en el mundo fuese pérdida, como si el romanticismo consistiese en internarse para siempre en una fosa séptica sin esperanza de aire fresco, en un agujero profundo sin vistas al cielo.

La toxicidad de las relaciones cuando se interpone el maltrato queda garantizada, suele convertirse en un círculo infernal de repetición de roles, como si se tratase de uno de esos juegos en los que la única ganancia consiste en interpretar el papel desde el principio al fin aferrándose, por si acaso, a las constantes vitales. Como espectadora desee más de una vez que se soltasen, que se quedaran quietos en el suelo, que las balas no fuesen de fogueo, que terminase el suplicio. Les tuve compasión y me horrorizaron. Pero, antes, me identifiqué con cada personaje en diferentes momentos, me hicieron reír a carcajadas, pese a las reiteradas crueldades mutuas. Es para hacérselo mirar, para hacérnoslo mirar todos y cada uno, todas y cada una de las personas allí presentes. La perplejidad vino a rescatarnos al final de la función y nos llevó en volandas hasta nuestras vidas respectivas.

Es de lo mejor que he presenciado en teatro en mucho tiempo, eso le dije a mi acompañante. ¡Qué entrega intelectual y qué desgaste físico para encarnar estas pasiones! La emoción de los actores y actrices se proyectaba desde lugares distintos, diferenciados por lo esencial en cada uno de los personajes. Entre todo el elenco se construía un entramado de lógicas de acción bestiales, apocalípticas, hermanas del suicidio intelectual y de la ingravidez que provoca la falta de ética cuando se han traspasado ciertos límites. La destrucción de un ser humano es cosa de poco, tan solo hay que dar un paso en una dirección equivocada, o ser incapaz de superar un acontecimiento y quedarse atrapado en ese infierno acompañado por quien antiguamente construía a tu lado la ilusión de emparejar dos vidas en un tiempo compartido, la ilusión de un compromiso firme que después supone una condena o, a lo peor, una mortaja.

Cada uno de los intérpretes tuvo su momento estelar, cada quien se quedó desnudo en escena frente al público -en sentido figurado, aunque relativamente, pues queda más a la intemperie el alma desnuda de un ser humano que el cuerpo, es siempre materia más sensible, más frágil-. Lo tremendo es la intuición de que el “juego” volverá a repetirse de forma sistémica, lo terrible ese quedarse mudo e inmóvil de los espectadores y espectadoras, frente a sus gritos de “socorro”. Les aplaudimos por su valentía y su talento, pero no fue suficiente. Nada es suficiente frente a un texto así, ni siquiera esta crónica deslavazada y estéril. Albee decía que sus obras debían ser útiles, no meramente decorativas. Era un dramaturgo comprometido en lo social y lo político. ¿De qué nos reíamos entonces con tanto ahínco, en amalgama cobarde, entre el público? Queríamos disfrazar el dolor, igual que los personajes, queríamos olvidar el daño y sus consecuencias, queríamos hurgar en la herida y convencernos de que existe una salida hacia el pasado, sin tener en cuenta que lo único que verdaderamente existe es el presente, este presente deslumbrante y perecedero.

Mi acompañante opinaba que, si continuaban “intentándolo”, los protagonistas tendrían una oportunidad de superarlo juntos. Mi acompañante es inteligente y sensible, con formación cultural y una mentalidad abierta, nada sospechoso de resistirse a los cambios. Se me puso el bello de punta al escuchar su afirmación. Esta anécdota vino a corroborarme que la sociedad está muy enferma y que los vínculos que se establecen entre los individuos necesitan revisarse de forma urgente, como ya se está haciendo desde los movimientos feministas, siendo claro ejemplo este montaje. No se pueden justificar ciertos comportamientos nunca, pese a que entendamos qué resortes los provocan. Hay que proteger a las personas, su integridad física, intelectual y emocional, independientemente de que se vean envueltas en un acontecimiento o circunstancia, hay que hacer lo posible por erradicar cualquier forma de violencia. Si esto resultase utópico, empecemos por establecer medidas de control sobre los agresores que se cumplan, programas educativos que traten de modificar conductas o de evitar que se den en el futuro. Y, por encima de todo, hay que desenmascarar los constructos sociales que nos conducen a ser artífices y víctimas de estos infiernos emocionales sufridos en el seno de las relaciones de pareja. El maltrato es maltrato, las agresiones nunca son expresiones de cariño ni quedan justificadas por el descontrol de los impulsos. Solo es fortuita una agresión cuando se produce como reacción inmediata, en legítima defensa, y siempre y cuando esta reacción lógica no se convierta en el inicio de un bucle, de una repetición constante de dinámicas nocivas. Y esto sin conocer las leyes, sin echar mano de la normativa, considerando de forma superficial lo que mis valores éticos me inspiran…

Da miedo: los enganches emocionales pueden llegar a ser tan fuertes que los individuos involucrados pierden no solo autonomía sino identidad, pasando a formar parte de un tándem que los desdibuja, que otorga sentido a lo que no lo tiene en absoluto. El terror a enfrentar la verdad, a admitir que la vida se acabe, que todo en la existencia es perecedero, nos hace inventarnos una alternativa vital en la que respiramos ilusiones. Pero las ilusiones no son más que fuegos fatuos que se disipan en cuanto aparece la realidad con su guadaña dispuesta, con sus fauces abiertas y su cola de serpiente, para inocularnos su veneno, cáliz de crueldad e irreverencia. Sálvese quien pueda… O empeñémonos, no obstante, en transformar la forma de vincularnos. Llamadlo “amor” o como os parezca, ponedle otro apellido, pero es urgente revisarlo, deconstruirlo, reinventarlo.

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Por MJ CORTÉS ROBLES

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Aitor Rodero

Companyia El Eje Tantarantana
Mastica Hielo © Aitor Rodero.

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Violeta Arellano, prendas desobedientes en sesión continua

Violeta Arellano

prendas desobedientes en sesión continua

En 2014 se licenció con un novedoso proyecto centrado en el vestuario escenográfico. Dejó huella entre sus profesores y un año después fue seleccionada para representar a La Rioja en los XXX Premios Nacionales de la Moda para Jóvenes Diseñadores.

Violeta Arellano nació en julio de 1984 en Calahorra y estudió Diseño de Interiores en la localidad navarra de Corella. Mientras trabajaba en varios proyectos relacionados con el interiorismo decidió que quería estudiar Moda. “Un día que pasaba por delante de la Escuela de Diseño de La Rioja, en Logroño, vi en un cartel que iban a introducir los estudios de Moda. Sin pensármelo dos veces entré para informarme y me inscribí. Tuve la suerte de ser admitida en la primera promoción de la ESDIR”, asegura Violeta.

Su pasión es el cine y el teatro. Con un referente: Tim Burton. “Me considero una persona autodidacta, siempre estoy involucrada en proyectos artísticos, en especial en lo referente a las artes escénicas”. Está decidida a labrarse un nombre propio en el campo de la escenografía y el vestuario. Aún recuerda lo que significó para ella Alicia en el país de las maravillas (2010, Tim Burton). “Me gusta todo lo que hace Burton, tiene una estética muy marcada que queda reflejada en sus películas y con la que me siento muy identificada. Por eso en algunos de mis diseños puede verse ese toque artístico que le caracteriza. Fue a raíz de Alicia cuando decidí que quería estudiar moda y dirigirme al diseño artístico y de vestuario”.

La estadounidense Colleen Atwood ganó el tercero de los cuatro Oscar que posee al mejor diseño de vestuario por esa película. Ha sido nominada en doce ocasiones y también se llevó la estatuilla a casa por Chicago, Memorias de una geisha y Animales fantásticos. “Atwood realizó un magnífico trabajo de vestuario, cuidando cada detalle y creando verdaderas piezas de arte que encajan con la estética de la película”, señala Arellano. Y añade: “El cine es mi gran pasión, sobre todo de fantasía y ciencia ficción. Me dejo llevar a mundos imaginarios que conviven con mi inquieta personalidad. Me fijo mucho en lo concerniente a la dirección artística, la ambientación y la fotografía. Aparte de Alicia, si tuviese que elegir otra película me quedaría con Gran Hotel Budapest (2014, Wes Anderson)”.

La artista riojana se encargó de la dirección de vestuario del cortometraje Decisiones, de la productora Uniko, dirigido por Iván Miñambres y protagonizado por Ramón Barea, Gorka Otxoa y Yannick Vergara. “Trata sobre las dificultades que existen a la hora de decidir. La vida no se detiene cuando se presenta ante nosotros una encrucijada, aunque puede cambiar de arriba abajo”, subraya la calagurritana. “Cuando leí el guión me pareció un tema muy interesante. Además, casi toda la historia transcurría en un sueño, por lo que todavía me llamo más la atención. Después de tener varias reuniones y hablar tanto con el director como con la parte de ambientación y dirección artística pude completar todo el vestuario”.

Violeta vistió a los personajes con el mismo color, “una estrategia que casaba con la trama y la ambientación pero que, al mismo tiempo, respetaba la esencia de cada rol”. Cinco días de rodaje sirvieron para que las ganas de dedicarse en cuerpo y alma al diseño de vestuario para cine, teatro y televisión se asentaran en Violeta. “Gracias a esta oportunidad aprendí cómo funciona un rodaje desde dentro. El equipo se convirtió en mi familia. En un proyecto audiovisual tienes que estar pendiente de muchos detalles que pasan desapercibidos o que no tienen tanta importancia como cuando realizas otro tipo de proyecto. La experiencia me resultó fascinante y muy enriquecedora”.

Lo que más le gusta del diseño de vestuario es la necesidad de crear partiendo de una historia, un cambio significativo con respecto a la confección tradicional de sus creaciones. “Cuando pienso en mis prendas para un desfile o una colección me dejo llevar desde cero. En el caso de teatro o cine el panorama cambia porque tienes que ceñirte a un guión. Al principio esto me daba un poco de miedo porque yo soy un ser libre y no quería seguir unos cánones establecidos, pero cuando me adentré en el mundillo descubrí que es maravilloso crear para una historia ya definida. Además, siempre me han dejado espacio para ser yo misma”.

En 2015, participó en otro proyecto audiovisual en el que realizó el vestuario de Uxue Serrano, cantante del grupo Reloj de Papel, para el videoclip Duda Razonable, dirigido por Distrito 101. “Me resultó muy interesante porque era el primer videoclip en el que tenía que realizar el diseño de vestuario”. Anteriormente, Violeta había prestado una de sus colecciones para el videoclip Bailar, del cantante Jafi Marvel. “En esta ocasión se trataba de realizar un vestido para Uxue acorde con la escenografía, que se caracterizaba por una estética y unos colores muy marcados. La escena se componía de un espacio interior dividido en dos, una parte rosa y otra azul. Confeccioné un vestido con esos dos tonos y el resultado fue precioso”.

La experiencia con Reloj de papel hizo que el gusanillo del diseño de vestuario para videoclips se le metiera dentro. Ha prestado sus trajes en el primer trabajo del grupo Andrōmeda, llamado Feniletelamina y, actualmente, colabora con Antifan en el último vídeo musical de la cantante Lennis Rodríguez, para quien ha realizado muchos de sus estilismos. “Estoy muy contenta y pienso centrarme cada vez más en el mundo de la farándula, tanto cine como televisión o teatro”, afirma la diseñadora. “Trabajar con Lenny me encanta. Si tuviese que elegir algún conjunto, me quedo con la portada de Fuego, junto a Henry Méndez, donde aparece con un pantalón muy atrevido y llamativo, tanto por su diseño como por el tejido iridiscente, de mi última colección”.

A este paso vemos dentro de nada a Violeta recogiendo un Goya al mejor diseño de vestuario. De hecho, como se mencionaba al principio, fascinó a la ESDIR con su trabajo final de carrera. “Opté por realizar el vestuario para la película La Casa del Viento, basada en el libro Aradia o El Evangelio de las Brujas, una novela basada en el Medievo cuyo eje conductor es la mitología pagana. De esta forma surgió la colección La Bella Peregrina”. Su novedosa apuesta, compuesta por 16 personajes que cuentan una historia, con mezcla de fantasía y realidad, cautivó a propios y extraños.

“Siempre me han entusiasmado las hadas y las brujas. Por eso la diosa Aradia me fascinó. Cuenta la leyenda que se encarnó para instruir en las artes de la brujería a los campesinos para que se defendieran de los señores feudales y la Iglesia Católica”. El estadounidense Charles Leland escribió El evangelio de las brujas en 1899 , aunque no fue hasta mediados del siglo XX cuando la obra alcanzó cierta repercusión.

“Un diseñador necesita saber de todo, no solo de lo relativo a la moda. Crear una marca implica tocar muchos campos: la imagen, la creación de las colecciones, el patronaje y la confección, el marketing y la publicidad. Todo ello confiere personalidad al negocio. Por lo tanto, es indispensable estar al tanto de materias como diseño gráfico y de interiores”.

El dominio de varias disciplinas le ha abierto las puertas del vestuario para cine y teatro. Pretende combinar esta faceta con su propia firma de moda y el diseño artesanal de sus prendas. Hace tres años creó su marca oficial y, con perseverancia, va obteniendo resultados. “Hace un tiempo viví una temporada en Florencia y, al volver a España, lo tenía claro: me labraría un nombre en el sector. Lo que experimenté en la Toscana fue único, sensaciones, olores que jamás había percibido, maestros que me inculcaron su amor hacia el arte con mayúsculas”.

A Violeta la pasión por la moda le viene desde la cuna. “Me la inculcó mi madre, una mujer elegante y con un gusto exquisito, amante del arte y el saber estar. He crecido rodeada de revistas y viendo la evolución de los grandes diseñadores”, subraya la artista. “Esto se une a mi faceta artística. Me gusta crear desde cero, como los orfebres, que tienen que trabajar con las manos y jugar con los materiales para hacer algo nuevo”.

Tras su paso por los XXX Premios Nacionales de Moda con Sinuous Line, fue finalista en la VII Muestra de Jóvenes Diseñadores de Cantabria con la colección The House of the Wind. “Llevo tres años esforzándome al máximo para consolidar mi marca, darla a conocer y mostrar al mundo lo que realizamos”, comenta. “Todavía nos queda mucho trabajo por delante; lo importante es mantenerse a flote y seguir creando prendas que transmitan nuestra personalidad, que evoquen sentimientos”.

Violeta Arellano (https://violetaarellano.com) es una marca de moda alternativa dirigida a un público independiente. Sus diseños artísticos son únicos y exclusivos y en ellos se refleja la personalidad de la artista, bagual e indómita. Realizan prendas sostenibles y confortables en las que prima la calidad.

“En el vestuario que realizo para teatro y cine es donde más se perciben mis fuentes de inspiración. Recurro constantemente al mundo artístico, arquitectura, escultura, pintura e historias de fantasía o ciencia ficción. Además existe una fuerte influencia del arte urbano y la cultura underground. Mezclo elementos de la naturaleza y la geometría para crear un estilo futurista con un toque mágico”.

La calagurritana afincada en Logroño se mueve de momento a nivel nacional, “pero una vez esté consolidada la marca nos gustaría poder expandirnos internacionalmente. Sabemos que la marca podría encajar en las ciudades más cosmopolitas del mundo, donde la moda es más loca y transgresora”. Justo esa transgresión es la que ha intentado plasmar en los trajes que ha hecho para cine: “Mezclar los tonos de la paleta de colores me da la vida. Mi color preferido es el violeta, el color de la magia, de los sueños y la imaginación. Es un color relajante y sutil que se asocia con fuerza espiritual y sensibilidad. Además, representa la mezcla de lo femenino con lo masculino, el rojo con el azul”.

A pesar de su juventud, Arellano ha trabajado con artistas de fama mundial como Bibian Blue, especializada en corsetería, o Assaad Awad, experto en cuero, cuyos diseños suelen emplearse en teatro y ballet. “Bibian es increíble. Admiraba su trabajo desde hace años. Todo lo hace artesanalmente, como si fuera alta costura, de ahí que el patronaje y la confección sean muy importantes en su taller de Barcelona”.

Del libanés Assaad Awad recuerda con cariño un curso intensivo en el que aprendió mucho, sobre todo aquello relacionado con el cuero, “material que trabaja maravillosamente y que, al mezclarlo con metal, crea piezas espectaculares”. Awad ha cautivado a artistas como Madonna o Lady Gaga.

“Otra de mis experiencias más gratificantes fue un seminario que realicé con el figurinista Paco Delgado, que ha trabajado en películas como Los Miserables, Balada triste de trompeta o Blancanieves. Nos contó un montón de vivencias y anécdotas relacionadas con su proceso de creación y analizamos conjuntamente varias de las películas en las que había trabajado”.

Ilusión y ganas no le faltan. Formación, tampoco. “El diseño de vestuario para las artes escénicas me llena por completo porque es muy versátil. Es un campo en el que quiero seguir trabajando y estoy dispuesta a recibir nuevos encargos”, afirma Violeta. “Quiero desarrollar algo impactante y tener total libertad en el proceso de creación. Puestos a soñar, me encantaría crear el vestuario para una película de fantasía y desplegar mi imaginación al máximo”.

… Tim, what are you waiting for?

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Por Eduardo Viladés

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