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INSTANTES crítica

INSTANTES

INSTANTES

Paloma Pedrero Sandro Cordero Néstor Villazón

Dirección: Elisa Marinas

Protagonizada por Sergio Otegui, Melida Molina, Carlos Lorenzo y Ana Blanco.

Habría que salir más de la capital a visitar los alrededores. “En Aranjuez se unen las delicias del campo con los placeres de la ciudad”, reza una inscripción en la fachada del Teatro Real Carlos III de Aranjuez, una preciosa bombonera. Edificio del siglo XIII rehabilitado con esmero en el XX, conserva los frescos del techo y las vigas de madera en su cubierta. Es un placer llegar caminando desde el tren hasta su fachada, atravesar uno de sus cinco arcos hacia la penumbra de su vestíbulo y resguardarse del calor sofocante de estos días de julio. Ni callejeando para ir buscando la sombra evitamos que salga a nuestro encuentro lo monumental y mágico de este rincón de la provincia de Madrid. Siempre he adorado sus palacios y jardines, el vergel que brota de una tierra bañada por dos ríos. Con razón su paisaje cultural fue declarado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad.

El patio de butacas no estaba repleto, quizá el calor, quizá la dispersión de intereses en una ciudad con tantos alicientes culturales. Me consta que desde la Concejalía de Cultura se intenta promover la asistencia de un público joven a esta sala de teatro con historia. La selección de obras en cartelera es seleccionada en ese sentido. Encaja el espectáculo que nos ocupa en la premisa de “para todos los públicos” y es adecuada desde luego a esa franja de edad llamada juventud. Otra cuestión es que surta efecto la llamada y se acuda a estos eventos. Habría quizá que reforzar los reclamos con persistencia e imaginación. Confío en ello, el objetivo lo merece. ¿Qué pretensiones puede albergar el arte dramático con respecto a un público joven? No hay límites. Desde entretenerles hasta hacerles más libres, ciudadanos capaces de pensar por sí mismos. Pero para atraer a las fieras, a la fauna salvaje, para influir sobre generaciones vírgenes, habrá primero que alimentar su deseo de asistencia, sus intereses, remover sus voluntades.
Instantes es una obra refrescante y lúdica, una comedia no tan ligera, con mensaje. La composición del libreto, unión de tres textos de diferentes autores, tiene como esqueleto-guía los puntos de unión de tres reflexiones sobre el amor, esclavo de nuestro miedo al paso del tiempo. En un instante, surge el amor como vehículo de salvación. En un instante perdemos lo que amamos. En un instante la disyuntiva de atreverse o no a vivir con la plenitud de lo elegido. En un instante entregarlo todo con la esperanza de conservarlo en formol, empresa imposible.

Todos somos para los demás desconocidos, hasta que se demuestre lo contrario. Lo apasionante de las relaciones humanas es ese desconocimiento del otro que no cesa de asombrarnos y atraernos, o en nuestro lado enfermo, de aislarnos. Somos seres cambiantes, de contrastes, de luces y de sombras. Y en un instante, vislumbramos un retazo de la verdad de un semejante. O nos topamos frente a un espejo, el de una mirada ajena que refleja claramente el reflejo instantáneo de nuestra realidad en el mundo. ¡Qué misterioso y extraño, qué adictivo, esto del amor ajeno y el propio! ¡Cuánto cuesta arrancarlo de nuestro centro vital cuando se pudre, devolverlo a otras arenas no movedizas, con abono! ¡Qué mezquinos y miserables al asirnos de ese modo! Pero también, ¡qué hermosa nuestra fragilidad, nuestra necesidad de formar parte de algo más grande que nosotros mismos!

El humor y la ternura son ingredientes que mezclan bien, máxime cuando los actores tienen oficio y saben llevar las directrices recibidas junto con la aportación de su talento a buen término: transmitir retazos de vida con los que el espectador se identifique, plantear cuestiones vitales, divertir y conmover. La catarsis a través de la risa es tanto o más saludable que a través de la lágrima, y si fuera por ambos conductos, mejor que mejor. Aunque en vez de un llanto brote una punzada en el estómago, un escalofrío, o un estremecimiento suave que nos reconforte. Sensaciones verídicas fruto de convenciones teatrales creíbles. Eso es lo que se busca al ir a ver teatro y lo mínimo que se pretende como profesional de este arte.

Desde mi butaca comprobé un ejemplo de esto esperado en una señora entre el público, sentada al otro lado del pasillo central. Esta mujer estuvo a punto de troncharse el cuello a base de carcajadas. Seguro que dormiría muy bien esa noche. En mi caso no dejé de sonreír, que es una reacción más comedida. Algo de espontaneidad se pierde cuando una está concentrada en observar el máximo de detalles posibles para desentrañarlos y comentarlos, pero el disfrute permanece. Salí de la sala reconfortada, más liviana que a mi llegada.

Elisa Marinas ha ideado una puesta en escena sencilla, al servicio de las capacidades del actor, y eso es muy de agradecer. Se cumple así la máxima artística ineludible: “Menos es más”. Igual me da si el ahorro ha sido promovido por lo económico que por lo artístico que por ambas cuestiones, el caso es que funciona. Soy proclive a apoyar el concepto de “teatro pobre”, aunque no reniegue de los avances de la técnica y sus bondades, excepto cuando emborronan la hoja en blanco y esconden lo esencial. Marinas no se ha servido de artificios. Sobre el escenario, los elementos considerados imprescindibles para la acción. Los mínimos para la caracterización de los personajes, colgados de un perchero. Los diálogos y personajes son de plena actualidad, con lo que se facilita la selección de complementarios como utilería, vestuario, maquillaje… Si hay un bolso, vuela de unos brazos a los contrarios como expresión de pánico. Si un paraguas, apunta hacia el estómago de un contrincante como defensa. Se crean espacios distintos con mobiliario escaso que pasa desapercibido.

Eso sí: música para festejar como se debe el encuentro con el público, la ruptura de la cuarta pared y la reconstrucción de la misma para imponer una distancia mínima que aporte perspectiva, para reconvertir al público en observadores anónimos sin peligro de ser observados. Al inicio de cada uno de los diferentes textos, una pared de alegres bailarines nos miraban provocativos para insuflarnos ritmo en los oídos, los ojos y, a ser posible, las venas. Tras esto, monólogos directos, sin apartar cada intérprete su mirada de nuestros rostros emergentes de la penumbra. Y una vez enganchados a su estela luminosa, arrastrarnos a la curiosidad de intimidades ajenas, a mirar por el ojo de la cerradura la reproducción de otras vidas.

Dice Paloma Pedrero en una entrevista lo siguiente: “Me he pasado la vida jugando a hacer teatro, así que cuando plasmo una realidad en mis obras no puedo dejar de seguir jugando. Ocurre, también, que en el teatro la máscara hace que se caiga la máscara y se vean los auténticos deseos de los personajes. Es un efecto hermosísimo de desinhibición y reconocimiento, y, a veces, te permite afrontar situaciones muy duras con humor.”

Mucho de esto hubo la otra tarde sobre el escenario del Teatro Real Carlos III de Aranjuez. No se puede decir mejor. Para qué añadir más. Busquen ustedes entre las obras en cartelera, seleccionen Instantes y disfruten.

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© Estefania Torres
Paloma Pedrero Sandro Cordero Néstor Villazón
Paloma Pedrero Sandro Cordero Néstor Villazón
INSTANTES crítica
© Eduardo García | Marta Belaustegui y Manuel Galiana
Sergio Otegui
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Marta Belaustegui y Manuel Galiana

NOSTALGIA DEL AGUA Ernesto Caballero

NOSTALGIA DEL AGUA

Ernesto Caballero

Dirección: Jesús García Salgado

Para acceder a la Sala Arapiles 16 hay que bajar dos tramos de escaleras metálicas cubiertas con moqueta. Se trata de un lugar escondido bajo el nivel de la calle, un espacio cuidado y confortable, que recibe al público con sus paredes repletas de imágenes, de recuerdos. Una queda algo absorta por el envite de lo visual, por esa exposición de instantes artísticos atrapados en un marco. Pero hay que atravesar el pasillo y dejarlo atrás, llegar hasta el asiento designado, sentarse y esperar.

El escenario se eleva mínimamente frente al patio de butacas, se puede observar el suelo desde las primeras filas. El pasado domingo aparecía cubierto de agua. Claro que no era líquida, pero el material utilizado servía a tal efecto. Toda la escena, la sala entera, se mantuvo sumergida en los cambiantes reflejos de un pantano, de las aguas aún cristalinas de su superficie. Según avanzaba el texto, según se abría el asombro a lo poético, se intuía más y más lo turbio del fondo, la quietud del fango. Pero, mientras tanto, escuchamos saltar las piedras sobre nuestras cabezas sumergidas, los ojos abiertos y los cabellos flotando como fragmentos de plástico en desuso. Abandonados así, nos dejamos hipnotizar por ella, Marta Belaustegui, la incógnita, la niña, la risa encapsulada, la dama, la serpiente, la proyección imaginaria de una emoción tan nuestra que nos conmueve mencionarla: nostalgia.

Antes, habíamos percibido el gotear de los instantes desde la caja de resonancia del tiempo, el deslizarse de un rastro de luz sobre el agua estancada, el molesto revolotear de un arco contra unas cuerdas de violín. Todo ello alcanzaba nuestros oídos, felizmente distraídos en acertijos y enredos. Y para mecer el encuentro de dos partes, una melodía añeja y sus cadencias. La ejecutante de estos sortilegios, presencia casi imperceptible -pero ineludible-, observadora atenta desde algún ángulo muerto: Natalia Fernández.

¿Cómo identificar la carne entre tanta sombra? Manuel Galiana vino a situarnos en la perspectiva idónea, la de un pescador de recuerdos, embriagado por la nostalgia. Él nos tiró el anzuelo, nos metió en su cesto y nos mantuvo boqueando como peces fuera del agua, para al final devolvernos al caudal de nuestras vidas con el corazón alterado. Un visionario de ruinas anegadas por el tiempo, resulta un sujeto intrigante y solitario, que se desdobla para hablarse, que fantasea con lo que pudiera ser o con lo que quién sabe si ha ocurrido. Un ser insatisfecho, pero incapaz de desasirse de tanta vida vivida. Más cercano al desfallecer que predispuesto a dar el paso siguiente. Pero sediento, siempre sediento. Un ser humano, al cabo, uno de los nuestros.

¡Qué hermosa y significativa la puesta en escena que decidió llevar a cabo el director, Jesús García Salgado! Dos elementos sólidos donde apoyarse, encaramarse, o tumbarse, del color de la herrumbre cuando aún resplandece. Podrían ser barcas volcadas y varadas, o dos ataúdes ciegos que se agolpan insinuando lo vertical de la caída, señalando la dirección de ese lugar oscuro hasta donde hundirse y desaparecer, los umbrales del sueño más profundo. Ahogarse, beberse el último sorbo simulando que se toma de otros labios cómplices. O por el contrario, regresar, traicionar la soledad, continuar vivo.

Es un verdadero privilegio asistir a funciones con un reparto de tanta calidad artística. Belaustegui y Galiana conectan en escena de forma que una se pregunta si llevan trabajando juntos toda una vida. Contrastan sus roles, pero se funden como gotas caídas de un mismo cielo. La maestría de ambos actores resuelve de manera que se nos antoja fácil lo difícil. El trabajo de dirección ha debido ser minucioso y exhaustivo, para llegar a llenar esos silencios y crear esas atmósferas. A ello ayuda la música, desde luego, entendida como un personaje más.

Este texto inédito de Ernesto Caballero, que él mismo consideraba destinado a guardarse en un cajón, no solo se salva del olvido gracias a UNIR Teatro (Universidad Internacional de la Rioja) y a Teatro del Duende, sino que irrumpe en el panorama teatral con pleno derecho, añadiéndose a cierta tendencia actual de textos con similar carga poética. Lo simbólico resulta clave para desentrañar el sentido que tenga nuestra existencia, la esencia de lo que somos. Es verdad que este texto tiene algo de leyenda, algo de cuento, un aspecto naif que reverbera. Pero va más allá, entronca con las obras de Maeterlinck, por poner un ejemplo. También está salpicado de un humor semejante al del ‘teatro del absurdo’, con sus esquemas de pregunta sin respuesta. Este ingrediente aligera la obra, curiosamente al señalarnos lo indescifrable. Porque es la dificultad que entraña el tema lo que ha conducido a E. Caballero a distinguirse utilizando esta forma surrealista y no otra. Pone el acento en lo poético para intentar desentrañar un sentimiento humano en concreto.

‘La nostalgia’ se encarna en escena como concepto, desestructurado en partes, y se experimenta en el patio de butacas por entero, con el peso de plomo de lo que nos supone la pérdida. ¿Por qué no calmamos la sed? ¿Con qué nos embriagamos? ¿Qué es lo que hemos perdido? ¿Qué buscamos? Yo tampoco quiero pronunciarlo, también me duele. Averigüen. Vayan a ver la obra. Si no la atesoran, ni siquiera habrá pérdida.

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© Eduardo García
Natalia Fernández
© Eduardo García | Natalia Fernández
Marta Belaustegui y Manuel Galiana
© Eduardo García | Marta Belaustegui y Manuel Galiana
Manuel Galiana
© Eduardo García | Manuel Galiana
NOSTALGIA DEL AGUA critica
NOSTALGIA DEL AGUA teatro
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Dimeco

LA MANADA Daniel Dimeco

LA MANADA

Daniel Dimeco

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Acabo de terminar de leer a Coetzee – concretamente, Desgracia- Durante la lectura, me sobrevino un soterrado caudal de desesperanza que se acaba de desbordar hasta anegarme entera. Sé que no es exactamente así, tan sórdido. Y sé también que esa sordidez es exacta. En algún momento he oído decir que la tragedia, en cuanto a género literario, ya no tiene cabida en nuestro tiempo. Creo que es una apreciación errónea. El caso no es tanto captarla, sino logar exponerla ante un público distraído en mares de información instantánea, encontrar la forma de concentrar a ese público para que sea capaz de reconocer la tragedia como tal, de reconocerse inmerso en ella. La dificultad estriba en eso, en no intelectualizar ni censurar, en plasmar lo complejo.
Lo que me ha empujado hasta Coetzee, me azuzó la otra tarde también a visitar una sala de teatro singular -en una concatenación de empellones he llegado a escribir este artículo-. Hacía frío en La Puerta Estrecha. El aliento gélido de la tarde alcanzaba a mordisquear los tobillos de los espectadores, sentados dócilmente alrededor de una cocina rústica. Dos sencillos calefactores no fueron capaces de aliviar la baja temperatura con éxito, siendo desconectados justo antes de la función. Cada cual solventó el frío como pudo -supongo-, yo no me sobrepuse a ello, no sé el elenco de actores. En todo momento se jugaba en escena lo contrario, el calor sofocante, el ardor. Si bien es verdad que el agua hervía literalmente en un puchero, también es cierto que se suponía fría cuando lavaban las hortalizas. Impregnaban con ella su propia piel, se posaba frecuentemente sobre la desnudez de sus cuerpos en acción, justo en los lugares donde se desboca el pulso. Al mismo tiempo, un fuego oculto que se propagaba, brotaba de sus bocas y anidaba en sus sexos. La palabra se dibujaba unos instantes en el aire denso, para desmayarse en cada ocasión sobre un cúmulo de cenizas. Las ascuas de lo silenciado, sin embargo, chisporroteaban constantes, amenazando con prender también sobre nuestra presencia expectante. Al acabar la función, el público podría haberse disuelto en columna de humo junto a los actores. Pero, aunque el fuego interno quema, la combustión espontánea no suele ser una reacción habitual. Antes bien, las abrasiones en capas profundas del ser persisten, son delicadas de regenerar, y no hay dolor más vivo que el de esas quemaduras.

No daré más rodeos para afirmar que el texto de Daniel Dimeco es brillante, y que la puesta en escena se ajustaba a la perfección al espacio de La Puerta Estrecha, pese a que la salida que se abatía hacia el patio no dejase adivinar ni horizonte ni desierto. De allí fuera, sin embargo, nos llegaba el hedor de la sangre derramada, las quejas ahogadas y los gritos -la imaginación también juega-. Puerta adentro, carne muerta alimentando carne viva. No es un texto amable, resulta incómodo al encarnarse. Describe el discurrir viciado de una intimidad límite, el encierro de tres almas laceradas desde la infancia, cercadas por una sociedad, por una época, por la convivencia de dos mundos, por la naturaleza salvaje, azuzadas por sus oscuros impulsos, incapaces de romper el círculo perfecto que les aboca a la tragedia. No es que el final sea trágico, es que no hay final, es que son vidas entrelazadas que se tensan sin lograr soltarse ni quebrantarse. Esa es la condena, asfixiarse, asfixiar, cuerpo contra cuerpo, eternamente. La búsqueda imposible de lo placentero cuando el olvido no sacia, la venganza como consecuencia gélida, el horror de lo hermético.
Así, el frío madrileño en febrero fue un invitado más, la otra tarde. Llegó para instalarse en nuestros corazones y congelarlos, para filtrarse en nuestras mentes y ralentizarlas, para involucionarnos en criaturas perplejas ante nuestra propia brutalidad hecha costumbre. El ser entre las fauces del hambre, la sed de poder sobre otros seres. La pura supervivencia. Y deshilvanándose, como una sombra invisible y quebradiza, la esencia de lo humano.

El título de esta producción de Karoo Teatro nos trae reminiscencias de cierta noticia de actualidad. ¿Es casual? ¿Es anterior a la violación en grupo acaecida en 2016 durante los San Fermines? La obra fue Premio Max Aub de Teatro en Castellano ese mismo año, 2016. Sin embargo, no puedo desvelar la incógnita, no tengo datos contrastados -quizá no quiera tenerlos…- Creo que el título es el adecuado, sea o no coincidencia. También esta Manada de Dimeco se reúne en torno a la “caza” y al sacrificio, también el abuso y sus consecuencias son potentes ingredientes en esta ficción. Solo que esta manada es mixta, recordándonos que es el género humano el que está a expensas de conformarse como tal en cada ciclo vital, en cada oportunidad de acción individual. Sin embargo, la dificultad para lograrlo no es idéntica para los humanos en su conjunto. Nacer en el seno de una familia o habitar el abandono, ya condiciona. Hasta el clima al que nos vemos expuestos nos influye. ¡Qué decir de los condicionantes de género! Lo que nos acontece nos pone nombre, pero también el origen, las raíces o su ignorancia. ¿Quién lleva el sello de víctima? ¿Quién carga con la culpa? En los escondrijos a la sombra no existe remordimiento, tan solo la estridencia repetitiva del tedio. ¿Cuánto poder nos corresponde? ¿Cómo vamos a ejercerlo?

Me resta destacar el bien hacer de actrices y actor. Los personajes creados por Dimeco requieren del elenco la capacidad de imbuirse en simas opacas y de asirse, al mismo tiempo, a peculiaridades externas que les otorguen realidad y vulnerabilidad –ahí estaría la luz, la posible salida, en lo todavía vulnerable- Las huellas, los impactos, fueron visibles y creíbles en cada uno de ellos. También los procesos individuales, las atmósferas creadas conjuntamente. Me pareció un gran trabajo, y nada fácil.

Aún tienen la oportunidad de vivir esta experiencia en La Puerta Estrecha, los sábados de marzo. No lo duden. Sean valientes. El teatro arriesgado y comprometido es imperdible.

Raquel Domenech
© Carmen Garrido | Reparto: Raquel Domenech, Roksana Nievadis y Rodolfo Sacristán
© Carmen Garrido
Carmen Garrido
La palabra se dibujaba unos instantes en el aire denso, para desmayarse en cada ocasión en un cúmulo de cenizas
LA MANADA
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Jorge Candeal

ABSENS Compañía Al Descubierto Physical Theater

ABSENS

Compañía Al Descubierto Physical Theater

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El cuerpo como vehículo de la experiencia. Unos poemas de Wyslawa Szimborska y testimonios de refugiados sirios. Podrían haber sido palabras semejantes, otros “ausentes” huyendo de otras guerras. El mismo viaje sin final, la misma espiral de violencia, semejantes fracasos. La amenaza, lo forzoso de una huida, el miedo, la muerte, la carencia de recursos, la falta de afectos, el esfuerzo sin recompensa. El titánico esfuerzo. El castigo sin causa. Los intereses que se imponen a las necesidades perentorias, a la seguridad, a la supervivencia. Peligro, desintegración, emergencia, comercio, odisea, fronteras, asilo. Exceso de número, control, procesos, reparto, distribución, administración, procedimiento, objeciones. Imposición de sistemas, vulneración de derechos, detención, exclusión, hacinamiento, hambruna, epidemias. Desplazados, perdidos, desprotegidos, solícitos, expulsados, hundidos. Reacción en cadena. Podría ser África, podría ser Europa.

Nos inquieta tanto lo que nos viene de fuera, que le damos la espalda y no cumplimos con nuestras obligaciones. El olvido es poderoso. El poderoso es olvido. Nuestra mezquindad tendrá sus consecuencias. Siempre hay consecuencias, ya deberíamos saberlo. La compañía de Teatro Físico Al Descubierto es consciente de ello, y pone el foco y el talento en denunciarlo. A veces, a través de lo esencial nos es más sencillo percatarnos de los sucesos tal cual son, de lo que transcurre y de sus causas. Esta disciplina dentro del teatro que investiga la acción a través del cuerpo, dejando que la intuición inunde lo físico, puede ser un potente catalizador, colocar a los espectadores pasivos en el lugar exacto, hacerles sufrir en propias carnes ciertas experiencias. Y no me refiero a las artísticas, sino a la reales. Al alejarle de lo racional, los prejuicios preconcebidos del espectador se desestabilizan, baja la guardia, sin darse tanta cuenta del material sensorial y emocional que se va filtrando a través de sus sentidos, sin intentar comprender a toda costa lo que presencia. Es al finalizar la función cuando todo encaja como en un puzzle, incluida la emoción que nos provoca.

La función que presencié la otra tarde en El Umbral de la Primavera, fue dura y hermosa, como un diamante de sangre cristalizada que de pronto fluye y se entrega. Desnuda. Cuidada. Honesta. Comprometida. Impecable. Se podía adivinar la ardua tarea en común que los tres artistas -bailarines y actores- habían llevado a cabo previamente, sus búsquedas y hallazgos, irrumpiendo como trazos feroces en lo dibujado en el espacio. Apoyándose en escasos elementos para la ejecución de las coreografías escénicas, fueron capaces de otorgar una gran plasticidad a las composiciones corporales sucesivas, a las consecutivas acciones físicas. La música, entendida como melodía y como efecto sonoro, fue fundamental, acertada, a mi parecer, exquisita. No solo era el medio por el que la danza se desataba, deseosa de escape, sino que otorgaba sentido a esas emociones no razonadas a las que antes me he referido. De las imágenes más conmovedoras, curiosamente, tal vez sea la última la más conmovedora: Los tres corredores de fondo contra la pared del rincón más lejano y escondido al público, quietos, apartados, como despojos, después de tanta lucha. Hay muchos otros momentos memorables, como el inicio, que no voy a desvelar ahora. Diré tan solo que es simbólico, que es significativo y estético, que se refiere al mar y a la travesía. Igualmente bellos la barca y sus vaivenes en un oleaje imaginario, las espaldas desnudas asomando entre cartones, la huida sobre ruedas que no avanza, el desesperado cabalgar en círculos de un crucificado, las múltiples manos que despojan, los cuerpos contra las paredes, los montones de cuerpos.

Algunos de los textos seleccionados interpelaban directamente al público, otros le atraían hacia un momento íntimo, tocaban la fibra de lo empático a través de la poesía. En el uso de la palabra llamaba la atención la diversidad de los modos de dirigirse al público, las peculiaridades de cada voz, el acento extranjero de una de las actrices -Nataliya Andrukhnenko, directora del espectáculo y responsable de la dramaturgia-. Resultaba muy apropiado a la narración, eran matices que añadían veracidad a las ideas, sobrevolando por encima de la acción como libélulas. El elenco funcionaba, cohesionado, en contraste con la falta de acuerdo del mundo ante problemática como la que se exponía. Es de resaltar, puesto que la compañía fue creada en 2015 y tienen en su haber conjunto poco recorrido, siendo “Absens” su cuarto montaje. Con razón han sido finalistas de Festivales como el Certamen de Nuevos Investigadores que organiza el Centro de Investigación Teatral del grupo Atalaya. Han participado en residencias artísticas internacionales, dirigidas por artistas tan prestigiosos como Bob Wilson. Son jóvenes y entusiastas. No olvidaré sus lágrimas durante el cerrado aplauso de los asistentes. El público se puso en pie para reconocer su valía y augurarles un espléndido futuro.

© Sara Fraguas y David Martín Rodero
Jorge Candeal
Nataliya Andrukhnenko, Miren Muñóz, Jorge Candeal
ABSENS teatro
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PAREJA

LA EXTRAÑA PAREJA

LA EXTRAÑA PAREJA

Neil Simon

Dirección: Andrés Rus

Regreso a Teatro Nueve Norte. Es mi segunda ocasión en esta sala tan acogedora. El reclamo, un actor-director del que conozco la trayectoria y al que le tengo fe: Chema Coloma. También a María Muñoz, de la que hace tiempo perdí la pista. Ambos forman parte del elenco de actores. Voy a ver un clásico de Neil Simon: La Extraña Pareja. Apetezco de comedia. También mi acompañante. La revisión actualizada de la versión femenina del texto, junto con la dirección de la obra, a cargo de Andrés Rus. Las protagonistas, Susana Hernáiz y Elda García. Completan el reparto: Puerto Caldera, Teresa Soria Ruano y Diego Quirós (este último, también ejerce como ayudante de dirección). Ya tenemos la ficha artística. -No suelo pormenorizarla en todos mis artículos, y menos al inicio, pero últimamente estoy muy sensibilizada con respecto a la labor que ejercemos los cronistas; con cómo a veces ninguneamos, con pretensión o sin ella, a determinados componentes de las compañías.- Faltaría mencionar a Javier Sanabria como diseñador de iluminación y sonido. ¡Ah! Y que es una producción de Calibán Teatro. -Ya no se me olvida nadie, tómese como acto reivindicativo.-

Aquí estoy, de nuevo, sentada en el centro de la segunda fila, contemplando el desbarajuste de apartamento que se nos muestra como inicio de puesta en escena. El ambiente en esta sala es el de un público joven. Eso me gusta, le da sentido a lo artístico, nos coloca en la tesitura de la conexión de lo clásico con las nuevas generaciones. Todas las circunstancias confluyen para hacernos disfrutar de una estupenda tarde de teatro.

Pasemos ya a lo destilado tras el disfrute. Antes de proceder a mi análisis, tengo que decir que los actores han estado sobresalientes, apoyados sin duda por el éxito en las propuestas de dirección de Andrés Rus. En relación a esto último, lo que más me ha interesado de esta nueva versión, ha sido el aspecto reivindicativo de la misma, sacándole punta a lo que tiene que ver con la mujer y su papel en la sociedad, arremetiendo contra el machismo con valentía e inteligencia. Son pequeños apuntes, como al margen de lo que transcurre, pero que le dan una rabiosa actualidad al montaje. El público se ríe de lo que está mal, de lo que está peor y de lo que es sin lugar a dudas bochornoso. La reflexión vendrá después, esa es la catarsis que se espera. Dice Luigi Pirandello que “el humorismo produce una cierta perplejidad entre el llanto y la risa”.

También está revisada la localización de la acción, trayéndola a nuestro país, a nuestra ciudad y a nuestra época. Puede parecer, a priori, que la versión original pudo tener un efecto más jocoso, dados el ámbito y la época en los que fue estrenada. No puedo hablar como testigo de entonces, pero el texto, en esta versión, dirigido al público madrileño, resulta fresco e incisivo, funciona de maravilla. Lo insólito del emparejar a dos personas del mismo sexo, diseccionando ese tándem para encontrar las carencias en la convivencia de cualquier matrimonio de la clase media al uso, sigue estando vigente como revulsivo de coherencia. Hay que ponerse en el lugar del otro para comprender las causas y las consecuencias de nuestra dificultad para convivir. Ya que somos incapaces de hacerlo de forma inmediata, tras una ruptura sentimental, el autor nos propone que sea un amigo el que nos sirva de espejo, alguien que supuestamente nos quiere de forma incondicional, pero que nos devuelve la imagen franca de en lo que nos convertimos al convivir, de nuestra intolerancia y nuestras obsesiones, de cómo nos abandonamos, de lo erróneo en nuestra lucha por comprender y por crecer.

Neil Simon transciende lo anecdótico, de ahí su vigencia. Hay multitud de aspectos del ser humano que se ponen de relevancia en esta obra: apego, dependencia, orgullo herido, amor propio, autocomplacencia, sentido erróneo de la responsabilidad sobre el otro, melancolía romántica fundada en lo que pudo haber sido, la huella que nos deja el otro al convivir, el chantaje emocional, la culpabilidad, la represión.

En esta versión, por otro lado, se ejemplifican ciertos prejuicios sociales de la clase media en la actualidad (como la alusión irónica de los principios ideológicos de la dieta vegana). Hay, además, en la trasformación de los personajes masculinos para actualizarlos, una fina ironía que incide en la dificultad en la comunicación, alude a la inmigración y el choque de culturas, resolviendo con el exotismo de la mezcla, del mestizaje y de la ruptura de lo establecido.
El texto se sirve de alusiones eróticas veladas en donde la mujer busca su propio placer, sin perjuicio de otorgarlo a su pareja de juego. De algún modo se utiliza el equívoco, también, se insinúa la posibilidad de una relación a todos los niveles entre individuos del mismo sexo, aunque de manera indirecta. No se llega a plantear abiertamente la homosexualidad, ni en el original ni en esta versión revisada. Pero quizá sea así más interesante: la letra con humor entra, podríamos argumentar.

La mujer actual aparece identificada con perfiles femeninos que, aunque rompen estereotipos, nos presentan un abanico de mujeres absolutamente distintas unas de otras, que no dejan de recorrer los distintos niveles evolutivos, del sometimiento al empoderamiento. Es muy interesante el perfil del personaje de Clara, totalmente sometida a los deseos de su marido, lo cual la impide disfrutar del momento; nos trae reminiscencias del Mito de Cenicienta, reiterando continuamente “Me tengo que ir a las doce”. Y, por supuesto, el sujeto paciente, Flori, la desequilibrada, por la que todos se tienen que preocupar, ya que esa es su manera de relacionarse, provocar preocupación en el otro.
“Que te quieran es mejor que si te necesitan”. Algo tan obvio podría resultar un consejo desfasado en boca de cualquiera, si no fuera porque la dependencia emocional es un mal enquistado en nuestra educación sentimental, una pandemia mundial que quizá tenga algo que ver con nuestro carácter gregario como especie. No somos criaturas que toleren soledades extremas. Es cierto que admiramos a los leopardos, pero nos identificamos más con los gorilas. ¿Cómo alcanzar ese equilibrio de lo humano que está en un punto intermedio? El amor no puede ser la excusa para dejar de esforzarnos por nuestra independencia, objetivo costoso de alcanzar y, sobre todo, de mantener. Nacemos desvalidos, necesitados de todos los cuidados posibles, extremadamente vulnerables y sensibles, puro egocentrismo, ansiedad desmedida. La sacrificada devoción de nuestros progenitores, nos acostumbra pronto al confort emocional de la protección desmedida. Así que, en la adolescencia, sentimos por un lado que queremos liberarnos pero, en seguida, que estamos por completar. A partir de entonces tenemos fe en el cliché romántico que se nos ha vendido, creemos que ensamblamos seguramente con alguien especial que, como nosotros, anda por el mundo perdido, intentando reunirse con su otra mitad. Pero hete aquí que una vez nos vamos encontrando y comprometiendo con cada persona elegida como pareja de vida, la plenitud nunca acaba de alcanzarnos. Rompemos relaciones, seguimos buscando y el tesoro se nos esconde. Quizá dentro de nosotros mismos. He leído que está demostrado científicamente que en un alto porcentaje los seres humanos somos polvo de estrellas. Es justo lo que buscamos, el sentido de pertenencia, de formar parte. Pero nuestras capacidades son minúsculas, inmersos como estamos en el universo inabarcable. ¿Cómo vamos a captar lo intelectualmente indefinible? ¿Cómo? Con nuestra sensibilidad extrema, esa que tiene que ver con el instinto animal y lo trasciende. Estoy convencida de que sucede, de que vislumbramos la magia de que estamos hechos a través de nuestro reflejo en lo semejante. Pero que solo dura unos instantes, unos momentos vitales que se esfuman. Lo maravilloso es efímero, pero verdadero. El amor es una certeza, no un invento fruto solo de la cultura. Pero el amor más puro es una energía estelar que nos libera, no quiere amarres, no quiere cauces, no sabe de formas fijas. Para que acabe ese amor solo hace falta el aparatoso trasiego de nuestras preguntas sin respuesta, nuestra impaciencia, nuestra intolerancia, nuestro capricho transitorio, nuestra tendencia acomodaticia, nuestro desinterés por más vida.

Podemos subrayar un tema fundamental en la obra, llegado a este punto, que la proyecta hacia esta dimensión trascendente, espiritual incluso, pero desde una perspectiva de humor negro. Se trata del miedo a la muerte, a la propia y a la ajena. En concreto de algo tan tabú como el suicidio. Tanto la calidad del texto de Simon como la excelente resolución sobre el escenario de los episodios de supuestos intentos de suicidio de Flori, provocan en el espectador un aligerarse del peso de su propio temor por la posibilidad de un final -elegido o no- que constantemente nos acecha.

“Siempre se puede sobrevivir mientras se sepa amar”, nos susurran los actores desde la escena.

Que este sea nuestro lema.

© Javier Sanabria
Susana Hernáiz y Elda García
Susana Hernáiz y Elda García
Susana Hernáiz
Diego Quirós, Chema Coloma, Elda García y Susana Hernáiz
LA EXTRAÑA PAREJA Neil Simon
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Maya Reyes y Nüll García

LA ESTÉTICA DE LAS COSAS

LA ESTÉTICA DE LAS COSAS

Neil Labute

Dirección: CHEMA COLOMA

Una sola persona no puede cambiar el sistema, pero todos podemos cuestionarnos sus valores, cuestionar el sistema. Podemos volcar la tortilla y pasar de ser puestos a prueba a diario por el sistema, a poner a prueba al sistema en sí, como acto de rebeldía. La dificultad estriba en la materia prima a utilizar para llevar a la práctica ese impulso transgresor. Resulta que el sistema es abstracto en su formulación pero, al concretarlo, tiene un corpus compuesto por seres humanos. ¿Cuál es la cuota de sacrificio aceptable en un experimento de tales características?

Desde nuestra perspectiva occidental, el mundo se nos presenta disfrazado, matizado bajo una capa de barniz en su superficie. A ese nivel todo son brillos, apenas notamos la ley de la gravedad, nos desplazamos de un extremo a otro de nuestra vida, fingiéndonos felices y satisfechos. Pero, en cada individuo, hay un esfuerzo soterrado que pretende la aprobación de los demás, la aceptación. El sentido de la vida a menudo se reduce a la sensación categórica de pertenencia a un grupo. Somos seres sociales. Esa es nuestra bendición y nuestra condena. Pero, ¿quién marca las directrices? ¿Qué líderes invisibles gobiernan nuestro modo de vida? ¿Qué categoría ética sostiene los cánones de la estética imperante?

Es un verdadero placer sentarse una tarde de un viernes o de un sábado en una butaca de la Sala Nueve Norte, en Madrid, para presenciar un trabajo artístico impecable en cuanto a dirección e interpretación. Degustar, con el ritmo y la energía que corresponde, una comedia ácida e inteligente. Su director, Chema Coloma, apuesta en esta ocasión por la adaptación y puesta en escena de un texto de Neil LaBute, acicate para mentes dormidas o combustible para inteligencias encendidas. Un texto de rabiosa actualidad, espejo de la sociedad en la que “deambulamos” (término este reiterativo en las acotaciones de la obra en cuestión)

En el cartel que anuncia la función, aparecen un punzón y un martillo de escultor delicadamente decorados con motivos de la naturaleza. Resumen alegórico muy acertado. Lucía, uno de los personajes de la obra, el que vertebra las escenas sucesivas, desvela al final de la misma la que ha sido su intención desde el inicio. Este objetivo suyo es llevado a cabo de un modo sórdido y cruel, sin medir las posibles consecuencias. Busca una certeza. Sin embargo, la verdad es siempre ese susurro que pronunciamos para olvidarlo al instante. El misterio de estar vivos es inaprensible. Por lo tanto, somos misterio hecho carne, o carne de misterio. Curioso que el nombre de este personaje guía lleve inserto el concepto ‘lucir’, pero en tiempo pasado: Lucía.

En las relaciones interpersonales utilizamos al otro de espejo. Unos más que otros. Cesar, por ejemplo, el personaje de la obra que se nos presenta desprovisto de aristas, junto con Laura. La inseguridad es una consecuencia enfermiza del abandono de uno mismo. Es incongruente preservar la inocencia, pues se trata de vivir, y la vida es cambio, cada instante es distinto. Sin embargo, podemos procurar defender nuestra identidad de lo que nos resulta ajeno. Deberíamos construir una base sólida desde donde navegar, pese a que “Alicia de las Maravillas” se dispusiese a llorar torrencialmente, a arrastrarnos con su histeria un buen trecho del camino. Siempre podremos virar para retomar la dirección adecuada, orientarnos hacia un horizonte elegido libremente. La voluntad es algo intrínseco y, al mismo tiempo, externamente manipulable. Conviene un cierto grado de alerta, cuestionarse de vez en cuando qué nos mueve. Entre los peligros que acechan en esta sociedad donde impera la fuerza, se encuentran precisamente el de ser barridos por algún tsunami ideológico, o el de ser reducidos a objeto de deseo en manos de un monstruo. Lo más tremendo no es que algo de esto pudiera sucedernos, o incluso que nos esté ocurriendo, sino que seamos consentidores de ello, que nos entreguemos voluntariamente a causas carentes de sentido solo por la emoción que nos provocan o por una espantosa necesidad bidireccional de pertenencia, que no utilicemos hasta las últimas reservas de energía para defendernos de aquello que nos perjudica gratuitamente. Con tal de no hacernos cargo de nuestra condición de seres únicos e indivisibles, somos capaces de arrojarnos en brazos de cualquiera o incapaces de dejar fluir a aquel con el que durante un tiempo hemos compartido intimidades, ideas o experiencias. De esto a un sentido de posesión exacerbado y al maltrato de cualquier índole, hay una delgada línea. Silenciamos lo que en otros tiempos no tan lejanos llamaríamos conciencia, concepto actualmente en desuso, desvirtuado por acepciones peyorativas de contenido religioso. Pero ¿de qué sustancia estamos hechos?

Deambulamos, desnortados. Las palabras talismán han perdido su inmanencia. ¿Quién sabe ya lo que es ‘amor’, lo que es ‘alma’? ¿Quién comprende el paso específico de estos conceptos? Confundimos el centro de equilibrio y lo solemos fijar entre las piernas. Buscamos santificar lo sexual, ponernos en trance y saciar así nuestro vacío. Añoramos imposibles. Solo para lo inmediato a nuestros ojos ahuecamos las manos. Para conseguir lo espiritual beneficioso, estamos ciegos. Nos emparejamos siguiendo impulsos básicos y efímeros, estériles como abono de relaciones sólidas. Lo morboso nos conduce a callejones sin salida, a techos de acero. Es de agradecer, por cierto, el delicado tratamiento de este aspecto durante la función, tanto por parte del director como de los actores implicados. La belleza de alguna escena de cama emanaba tintes cinematográficos: El sufrido deleite de ‘una gata sobre un tejado de zinc caliente’.

¿Qué alimenta el espíritu? El autor pone en cuestión nuestra obsesión por la estética. Lo importante en nuestra sociedad es la apariencia. El espectáculo virtual sin tregua, repleto de sonrisas forzadas, de máscaras huecas. Lo primordial es seguir en el candelero, colgar el selfie diario que atestigua lo óptimo de nuestro pasar por la vida, compartir esa falacia con multitudes prácticamente anónimas. Y aquel que suele atreverse a absurdas hazañas que expone con fruición en redes sociales, se miente a sí mismo más que ninguno, busca una eternidad ficticia, vive aterrado por el final que a todos se nos garantiza por adelantado. El miedo nos mantiene rígidos y va creciendo hasta engullirnos, como una sombra espantosa que se inició pegada a nuestros talones. ¿Cómo sacudirnos de encima el pavor que nos atenaza y permanecer solo en lo esencial?

“La experiencia es un plus”. No sé quién dijo esto… Alguien posiblemente sin experiencia que copió la cita de alguna web… No hay parapeto que nos salve de experimentar por nosotros mismos. Ningún artefacto o paraíso virtual puede sustituir a la confrontación directa con el mundo. Tampoco el arte. Las prolijas lecturas de Cesar no constituyen para él un refugio infranqueable. También su nombre contiene cierta ironía. Pero ¿en qué mundo vivimos?- se preguntaría mi abuela con las manos sobre la cabeza- ¿No es lo virtual un desdoblarse del mundo para dar cabida a nuestros sueños? ¿Podríamos considerar, entonces, lo experimentado a su través como parte integrante de nuestra verdadera vida? Ahí está la clave. Cuanto más evolucionamos, más cabida tiene la mentira, la capacidad de engaño, más necesidad tenemos de una brújula potente que nos señale un destino. Solo cabe aumentar la necesidad de hacerse preguntas. Únicamente el continuar siendo capaces de pensar por nosotros mismos, de razonar, de argumentar, de tomar decisiones propias, podrá redimirnos de lo vacuo de la existencia. Para “vivir en los pronombres”, que dijo el poeta

LaBute no deja títere sin cabeza en esta obra, pone en entredicho tanto la utilidad del arte como la naturaleza del artista. Para que Lucía pueda lucir este apelativo como escudo ante las críticas, es suficiente con que podamos definirla como un persona supuestamente creativa, entregada a su labor y lo suficientemente narcisista como para creer que el mundo acaba donde acaba su obra. El arte, este proceso simbólico que se dirige a la sensación del que lo recibe, ¿debería tener además un super-objetivo ético? Buscar la verdad y cambiar el mundo. ¿Pero a costa de quién? ¿Qué límites serían imprescindibles y quién debe precisarlos? ¿No habría que cuestionarse las obsoletas normativas que pretenden encorsetar la evolución humana en todos los ámbitos sociales, incluido el artístico? Y, al mismo tiempo, ¿no sería lógico y sano echar la vista atrás para no desaprender lo supuestamente aprendido? Porque, si todo es subjetivo, ¿qué es arte? ¿Quién o qué decide sobre lo verídico? ¿Los poderes fácticos? ¿El mercado, que pone el precio y trasforma el valor de las cosas? El arte no debe ser únicamente objeto especulativo. La mayoría permanecemos aturdidos, dejándonos llevar por las corrientes. Pero tenemos la voluntad para buscar propiciar los cambios que consideremos oportunos, siempre y cuando seamos capaces de aumentar la fortaleza individual dirimiendo y aunando criterios. Ya está manido el eslogan, se utiliza hasta en publicidad: ”Un solo hombre puede cambiar el mundo”. El propio artista, por ejemplo, se beneficiaría si fuera además un emprendedor que supiera hacerse cargo del aspecto negociable de su producción artística. Pero, no nos estamos refiriendo aquí solamente al minúsculo entorno de un individuo, que también, por ahí se empieza, educando a los niños para la independencia. El mundo es inmenso, cada vez más amplio para conciencias despiertas. No olvidemos esto. Lo que ocurre en otros continentes, por ejemplo, nos concierne, directamente nos afecta, es también responsabilidad nuestra.

Habría que armar intelectualmente a nuestros niños y jóvenes para el devenir tan complejo que les espera. No podemos permitir que ignoren qué es lo que propicia que las cosas sucedan. Hay que prever ciertos acontecimientos para que sea posible impedirlos. Vamos justo en dirección contraria, aquí, en España, eliminando la filosofía y las disciplinas artísticas de los planes de estudio. Habría que educar la sensibilidad hacia el fondo de las cosas, hacia el acontecer de la vida, ya desde la escuela. En los tiempos que vivimos, no emerge tan obviamente lo que acontece. Estamos instalados en una frenética tendencia a lo novedoso que pretende tapar la perpleja conclusión capitalista de que todo venga a ser lo mismo.

El artista también está sometido al marco estructural, no hay duda, aunque su sensibilidad marque la obra que finalmente realice. Desde luego, los espectadores de La Estética de las Cosas no pueden esgrimir la queja de que LaBute no cuente algo de interés. El texto, junto con el talento de los actores que lo encarnan y de su director, hizo llegar a los espectadores la otra tarde un exhaustivo análisis de situación del tiempo en el que vivimos, un reflejo de lo turbio de nuestro tiempo. Y esto arrancándonos la risa, lo cual resultó no solo grato, sino intelectualmente muy efectivo. Quizá sea la risa una herramienta indispensable para la cerrazón y el abandono de mentes en prolongado barbecho. Lo cierto es que esa tarde en que tuve la fortuna de estar entre los espectadores, se pudo apreciar una mayoría de jóvenes entre las butacas. Solo este hecho ya es interesante a muchos niveles, teniendo en cuenta que se trata de teatro de texto, con una dimensión político-social innegable.

Mientras este artículo espera ver la luz, Sala Nueve Norte ha prorrogado la obra en sucesivas ocasiones, vendiendo la totalidad de las entradas. Desde aquí animo a los programadores de otras salas de teatro a que se rifen la posibilidad de tenerla en cartel.

foto © Emilio Viciana
Maya Reyes y Nüll García
Maya Reyes y Nüll García
David Blanka
David Blanka
Nüll García teatro
Maya Reyes teatro
David Blanka teatro
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LOS DESIERTOS CRECEN DE NOCHE

LOS DESIERTOS CRECEN DE NOCHE

LOS DESIERTOS CRECEN DE NOCHE

José Sanchis Sinisterra

Dirección: JESÚS NOGUERO | CLARA SANCHIS

Hay crónicas que se escriben solas, tras presenciar un espectáculo. Finalizada la función, suele pasar también que los espectadores desaten su lengua con todo tipo de dimes y diretes sobre gustos o disgustos de lo que ha sido consumido. Al fin y al cabo, el que más y el que menos, ha ido a pasar el rato, y se sabe soberano tras abonar su entrada; opina salvaguardado en la distancia que le separa del escenario, del propio hecho teatral -para ser claros-.

Al finalizar Los desiertos crecen de noche la otra tarde, en Teatro del Barrio, los aplausos fueron firmes; tanto como el mutismo de los espectadores. Creo que se oyeron un par de “bravos” ahogados. Salimos en perfecto orden y prácticamente mudos. Me dejé llevar por mis pies y avancé un trecho junto a mi acompañante, calle abajo, sin ganas ningunas de abrir los labios. De pronto, uno de los dos dijo algo sobre el impacto que la función le había causado, una expresión onomatopéyica, alejada del discurso. Eso trajo reminiscencias de una conversación al uso, pero ni tan siquiera así llegó a darse del todo. Por mi parte, he dejado reposar las consecuencias de ese impacto, antes de acometer esta crónica.

Es cierto que no puedo generalizar –pese a que suela hacerse- al intentar transmitir ahora lo que me supuso esa tarde de teatro. También me doy cuenta de que el trascurrir del tiempo va trasformando mis impresiones de entonces. Pero sigo convencida de que estuve inmersa en una meditación inducida y compartida. No es tan sencillo que esto ocurra en una sala de teatro, se dan muchos condicionantes, como la propia circunstancia, el propio bagaje vital y cultural, el fluctuar del estado anímico. Quizá mi acompañante y yo veníamos predispuestos, sin saberlo. Este es el misterio del arte, es un hallazgo, se produce un reencuentro con lo que reconocemos como propio, aunque jamás fuimos capaces de concebirlo de ese modo. Ahora está allí, frente a nosotros, nos habla con una voz semejante a la nuestra, con palabras capaces de contener lo más íntimo, lo impronunciable, lo silenciado, lo oculto. El torrente del lenguaje como vehículo de la experiencia, ajeno a lo sagrado, aunque igualmente fascinante. Sin adorno en el ritual, la escena casi desnuda. Tan solo lo humano, luz que fluctúa, muebles y objetos mínimos, algunos instrumentos para argumentar el ruido y el festejar la vida. Y es estando así situados -iniciado el viaje, desde el principio interpelados, activos pero libres de culpa- que se nos sugiere que vayamos hurgando en lo recóndito, rebuscando en nosotros mismos la ausencia de respuestas. Porque lo que transcurre en escena nos perturba, no nos resuelve nada, nos empuja a los límites, nos invita a la búsqueda. La sensación más intensa que queda como residuo es la de haber participado en un experimento, o más bien, la de ser el objeto de dichas indagaciones experimentales. Y, claro, eso desconcierta.

Espero no confundir al lector aludiendo de forma demasiado tangencial a lo que tenga que ver con el disfrute. Esta amalgama de fragmentos de varias obras menores de Sinisterra -ensambladas de manera que funcionen por Jesús Noguero y Clara Sanchis- es capaz de llevar de la mano a los espectadores para transitar con ellos emociones distintas, de la desolación a la risa, de lo patético a lo tierno, del extrañamiento al asombro. Como parte del público puedo decir que lo pasamos bien y mal, sin término medio. En general, nos mantuvimos atentos o perplejos, nunca satisfechos. Cuando parecía que el humor venía a rescatarnos, nos alcanzaba su contrario. Todo el montaje fluía hasta converger en un círculo cerrado, que nos abandonó en una angustia final, opaca y seca. Así nos fuimos, al menos yo y mi acompañante, noqueados, sumidos en nuestros debates internos.

Que cada cual disponga de lo que le impulsa a lo artístico y determine qué hacer con ello. Que cada potencial espectador comprenda la verdadera naturaleza de su necesidad de acudir a un teatro. Quizá decida seleccionar una sala cuyo edificio presuma de arquitectura, u otro tipo de espectáculo, de esos que se digieren a la primera y provocan bienestar a corto plazo. Sanchis Sinistierra opta por lo reflexivo y por lo austero. Tiene una firme vocación experimental como dramaturgo, como director y como pedagogo, como hombre de teatro. Su incidencia en la cultura adquiere una dimensión política, ya que su vocación es la de investigar la identidad del individuo. No se salva uno de su microscopio por estar sentado del otro lado del escenario, al contrario.

Si habéis leído hasta aquí, puede que alguien siga esperando que le explique de qué trata, que me centre en el tema de la obra. Entonces es que aún no he sabido explicarme. Es verdad que se exponen cuestiones sobre las que replantearse otras, y estas últimas podrían llevarnos a establecer más preguntas, y, así hasta el infinito. Planteamientos llevados a cabo desde lo artístico con sutileza y destreza, nunca obvios ni inocentes. Por ende, lo que el acontecer en escena provoque depende de cada individuo allí sentado, en las gradas del Teatro del Barrio, acechando en la oscuridad. El espectador es tan misterioso como el sentido o sentidos que puedan establecerse a raíz de un rostro asomando de la penumbra, un sonido que nos quiebra la oscuridad, una presencia extraña, una palabra rotunda, una retahíla, un silencio forzoso, un gesto inesperado, una acción física recurrente e interrumpida, la amplificación de lo inaudible, el interponerse irónico de una música, o el singular y específico relacionarse en escena entre los actores y entre los personajes. Sí, digo bien, porque se despliegan varias dimensiones, la del teatro dentro del teatro, incluida. Dimensiones externas que van en fuga, e internas que nos abisman.

No obstante, ahí va un ramillete de apuntes sobre lo que recuerdo haber reflexionado: El temor a lo efímero y vacuo de la existencia, la soledad inherente contra la conexión constitutiva, la necesidad del otro, la problemática de ciertos procesos artísticos y su vacío de contenidos, el descontrol del ego hasta dañar a otros, el abuso de poder y la estructura social que lo sostiene, la imposibilidad como circunstancia adversa insuperable, lo imprescindible del silencio, el ansia por comunicarse y su despropósito, el vivir nuestra oportunidad de llegar a ser a través de lo que realizan otros, el alma que desafina en la armonía conjunta, el absurdo de la espera y sus rutinas, la sensibilidad extrema desembocada en lo patético, la vocación de entrega, el afán de otorgar sentido frente a la inminente tragedia, la salvación inesperada del instante irrepetible, la perspectiva de los márgenes y el fulgor cálido de su esperanza, la importancia inexorable del camino. No se tomen como conclusiones, nada más lejos, empiezo ahora a destilar el jugo de esta experiencia artística. En caso de concluir en algunas certezas, tan solo a mí me serán útiles -o eso espero, depende de que las convierta en combustible y se traduzcan en acciones-. Para que el pensamiento nos impulse a mejorar la vida, tiene que procesarse a base de esfuerzo y voluntad de cambio. Pero el pensador ha de beber directamente de la fuente. Vayan al teatro y calmen su sed.

Tiene sentido el nombre de la compañía: Producciones los Pájaros. Solo un grupo de artistas orientados al vuelo podrían abordar un reto de estas características, de espaldas al mercado, pese al peso específico del que firma los textos. Un puñado de rebeldes talentosos colaborando para sacar adelante este primer proceso como grupo artístico, y espero que muchos más. Elaborando caminos es como se amplía el horizonte.

Intérpretes: David Lorente, Clara Sanchis, Jesús Noguero, Concha Delgado y Vanesa Rasero
David Lorente
Jesús Noguero
David Lorente, Clara Sanchis, Jesús Noguero, Concha Delgado y Vanesa Rasero
LOS DESIERTOS CRECEN DE NOCHE crítica artepoli
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DEADTOWN

DEADTOWN

DEADTOWN

Hermanos Forman

NAVES MATADERO

LSi hubiera sido yo, habría recreado una de indios, no de vaqueros. Algún indio fue arrastrado en su plataforma, como un suvenir rodante, la otra tarde, en Naves Matadero, pero quedó en eso… No he sido yo, han sido los Hermanos Forman los que han imaginado Deadtown. Entiendo perfectamente lo que les atrae de esos otros salvajes con sombrero y armas de fuego, pero donde estén los del torso desnudo con caballos de tres colores, cuchillo de cortar cabelleras y códigos éticos ancestrales… Cuando yo era pequeña, y no tan pequeña, mi apodo era “India”, porque siempre llevaba dos trenzas y una cinta en la cabeza. Luego me solté el pelo y se me fue el encanto. Esto es lo que logran rescatar los Forman: el encanto, la extrañeza del paso del tiempo desde un observatorio mágico: lo imaginario y su contraste. Y para que no perdamos la inocencia -pervertida siempre en aras de la perspectiva-, se empeñan en que nos sintamos inmersos, creando una ensoñación en tres dimensiones. Todo es un truco. De hecho el maestro de ceremonias que guía el espectáculo es un mago. Podemos hacer dos cosas: empeñarnos en desvelar la clave del engaño, o disfrutar de él sin ambages. Yo anduve algo bipolar, de un lado a otro de las posibilidades. A veces con la boca abierta, absorbiendo a través de los sentidos. Otros ratos indagando en el cómo lo hacían. No tengo conclusiones a esto último, solo teorías más o menos baratas que no voy a exponer aquí, por pudor. Puedo describir a mi manera la naturaleza del “objeto artístico” que se nos ofrecía. Era un híbrido: circo, cabaret, animación, marionetas. -Me fascina lo que huye de lo absoluto- Los referentes más adecuados podrían ser las películas de Karel Zeman. Desde luego, ingredientes de la industria de cine checa. Solo que es una vuelta de tuerca a meta-teatro. Y ni siquiera así queda definido. Cine dentro del teatro. Teatro dentro del cine. Según cómo se mire. Poliédrico.

Desde el inicio se nos invitaba al juego. El humor y la alegría eran herramientas del elenco, en el más riguroso directo, incluida la música. En Madrid lo teníamos de frente, el espectáculo, aunque desde la entrada se interactuase con el público -yo no podía dejar de mirar al acomodador de los bigotes retorcidos y él me saludaba cada vez con un gesto de su cabeza-. Dicen que en otros lugares lo que se construye para la representación es una cantina en la que los espectadores se ingresan, es decir, que forman parte. En esta ocasión el formato se ha tenido que adaptar al espacio de la Sala Fernando Arrabal. La escenografía resultaba como esos juguetes antiguos con departamentos de donde extraer los diferentes accesorios. Aparecían y desaparecían personajes y estancias como los conejos de las chisteras. Conejos no había, pero sí payasos, no de los cutres sino de los checos, de los que montan en bicicleta al tiempo que saltan en la cama elástica. Uno bailó con una cantante subido a su caballo rodante. En general, cantaron mucho y bailaron más, con la cara estirada de los tontos cuando son felices.

Un ápice de reiteración entre las sorpresas, y nos trasladamos desde lo rancio de ese cabaret portátil, a los inmensos paisajes vacíos del oeste americano. Ahí todo era posible: las sombras avanzaban hacia un destino, todo artificio tenía sentido, pese a quien pese. Daba igual que los caballos tuvieran ruedas o que les brotasen alas. El caso es que rodaban los ramajes resecos -hechos bola- ante el fondo sepia. Estábamos en una de vaqueros en tres dimensiones. Lo que nos separaba ahora de los actores, de sus siluetas en negro, era tan sutil como eficiente a la hora de conseguir el efecto. Este viaje alucinatorio nos paseó por los alrededores de una ciudad fantasma en medio de la nada y derivó en el interior de una cantina, la única cantina, donde todo Deadtown se reunía, o al menos todo el que iba armado.
La trama que se sucedía no importaba demasiado. Lo alucinatorio era todo el aparato puesto en pie para que esa historia fuera un hecho imaginable allí, en un teatro, frente al público actual, en esta época enfurecida por la técnica, devorada por la plaga de imágenes, hiper-conectada y obtusa. ¡Qué necesidad tenemos de oasis! Y qué mejor oasis -con tanto ruido- que el cine mudo. En este código fuimos introducidos. Nos dejamos bambolear de lo frenético y coloreado de la comedia, a la cámara lenta y los claroscuros del drama. Fue sutil y placentero este trance inesperado, gracias a la maestría de los actores. La multiplicidad de las disciplinas que se pusieron en práctica durante la función y el nivel en la ejecución de las mismas, otorgan gran valor al espectáculo.

Llegados de este modo a la supuesta tierra prometida que era América, nos dimos cuenta de que allí todo se resuelve a tiros –antes se estilaba mucho la frase “aquí muere hasta el apuntador”, pues eso…- Gocé mucho, porque resultaba ridículo: “A ver quién la tiene más grande” -la pistola- ¿No os suena de algo? A mí, sí, mucho… También me percaté de algún roll femenino de “la mala de la película”. De la ejemplificación del supuesto control ejercido por la “mala mujer” sobre los vaqueros. Y, por otro lado, aparecía alguna mujer empoderada, con escopeta de las de cañones largos. Este ejemplo último es tolerable como una muestra digamos “arqueológica” de las excepciones. El lugar real que ocupa la mujer, como colectivo de género, en el sistema social hegemónico que invade el mundo, es otro, ya se sabe. El país que fue cuna de ese nido de podredumbre capitalista llamado “Hollywood”, lo permite y lo abandera. Esa mentalidad machista resaltaba en el “western”, pero lo más relevante es que permanezca enquistada en la cultura actual, como una enfermedad crónica de la sociedad que se ha convertido en pandemia.

Es sano mostrar los síntomas de lo decadente, pero seamos capaces de tener ante esto una actitud crítica que nos impulse a extirpar el daño en cada huella. El espectador o espectadora que presencia la obra de arte tiene que hacer su trabajo. El objeto de arte es el que es. Tras su “consumo” -que buena palabra para introducir lo político-, cada cual tiene que digerirlo. Nuestra energía transformadora es creativa. El arte no cambia nada, pero nos recuerda que todo cambia, nuestra capacidad de transformarnos y la incidencia que eso tiene en lo colectivo. Me niego a degustar los manjares centrada exclusivamente en mis sentidos. Tenemos intelecto, imaginación, capacidades múltiples -como este fantástico elenco de actores que nos ocupa-. Yo lo paso por los filtros y procuro sea útil. Para mí los Hermanos Forman se han recreado en esa mirada irónica hacia América desde Europa. Ojalá el arte africano contase con los medios necesarios para poder mirar hacia Europa a su modo, y reírse de nuestra controversia. Es bueno mirarse en los espejos, sin temor a la diversidad de sus formas, buscarse y reconocerse en la claridad de lo que reflejan. Agradezco la oportunidad que me ha ofrecido este espectáculo inusual.

Así que bajo de mi pedestal a los indios de antaño, para subir a un personaje del imaginario de los Forman capaz de despertar en mí la maravilla: la muñeca autómata… Curiosa elección, ¿no es cierto? Por algo será. No voy a desvelarlo.
Acudan en masa a la llamada del banyo. No sean cobardes. Atraviesen las puertas abatibles con medio cuerpo a la vista. Desvelen ustedes mismos.

Fotos DEADTOWN, The Forman Brothers’ Wild West Show. Foto (c) Irena Vodákobá, Jana Lábrová, Josef Lepša
The Forman Brothers Wild West Show.
La trama
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Dirección: YAYO CÁCERES

SIGLO DE ORO, SIGLO DE AHORA (FOLÍA)

SIGLO DE ORO, SIGLO DE AHORA (FOLÍA)

Álvaro Tato

Dirección: YAYO CÁCERES

Lo cómico se nos escapa, no es nada constante en sus formas. Habría que esforzarse en describir el contenido y el tono de cada espectáculo de humor, o de cada humorista, para intentar apresarlo de un modo conceptual. Pero sería del todo inútil, se escurriría entre las costuras, por más que rematásemos. Esta necesidad del ser humano de deshacer contradicciones a través de la risa, nos es grata y beneficiosa, eso sí es un hecho. Necesitamos de este modo peculiar de reflexión que no se esconde del espectador, sino que comulga con él en un juicio jocoso a nuestra confrontación con el mundo.

Este espectáculo de Ron Lalá tiene algo de borrachera conjunta: empieza una a reírse porque nadie entiende nada y acabamos entendiéndolo todo -todos a una, como Fuenteovejuna, da igual la procedencia y el pelaje-. Es una celebración de la vida, y contra eso no hay reproche. Nos entra la letra y nos fluye la sangre, y hasta se nos van los pies al compás de la música. Y es que, ¿cómo le vas a argumentar mesura a un conjunto entrañable de locos? Si no puedes con el enemigo… La unión ‘pone las pilas’. ¿A qué vamos al teatro? Por encima de todo, a que nos despierten, a que nos enchufen a una corriente alterna -que venimos medio muertos, sonámbulos-. Luego ya tendremos tiempo de argumentar ‘la razón de la sinrazón’, a favor o en contra. En principio, participemos en los rituales, juguemos, adoptemos otras reglas. ¡Qué liberación! Aún me duele la mandíbula –que no tendría por qué, si batirla a pleno pulmón fuera mi costumbre.-

Pero ‘hete aquí’ -por utilizar una expresión del barroco- que los bufones suelen ser los seres más inteligentes de la tierra, sobre todo porque su oficio fluye libre de prejuicios y de otros condicionantes… -imagínese como guiño un ojo y entiéndase lo que se quiera- Estos de los que hablo, se me antojan cómicos ilustrados, sospecho que tienen doble peligro, el del desparpajo y el del fundamento. No se trata de simplezas o de chistes huecos lo que sale de su boca, sino de provocación y de cultura, en proporciones áureas. Se pone el caldero al fuego y se van añadiendo ingredientes para cocinar esta obra: historia, literatura, poesía, crítica social y política. El envoltorio de este manjar exquisito: la música. Todo ello se nos ofrece como si su elaboración sucediese a ojos vista, con inmediatez, azuzando nuestros sentidos y excitando nuestra mente. Sin embargo, no es difícil concluir que los ‘ronlaleros’ se nutren de provechosas fuentes.

Tengo mucha curiosidad sobre la naturaleza de sus procesos creativos, me pregunto de dónde parten y cómo evolucionan. ¿Nadarán en un mar de ideas o se ceñirán a unas cuantas? ¿Cuáles serán los criterios con los que dará por concluido el montaje su director, el argentino Yayo Cáceres? Supongo que asistir como público a la creación del espectáculo podría ser una experiencia alucinatoria, si es que esa opción fuera posible… Cuánto trabajo se adivina, cuánto trabajo.

La trayectoria de la compañía es larga y compleja, aunque tremendamente lógica, habiendo recorrido España y varios países de América. No hay que olvidar el dato de que su nacimiento está ligado al ámbito universitario. Fue fundada en 1996, y en 2011 ya empezó a recibir premios. Con “Mundo y final” fue finalista a los Max del 2008 como mejor espectáculo revelación. “Mi ministerio del Interior” estuvo nominada a los Premios de Teatro Mayte en 2006.
Ahora, en este siglo, nos reúnen en los Teatros del Canal para hacer un recorrido irreverente por el teatro de antaño, del Siglo de Oro, mostrando únicamente sus respetos a sobresalientes artífices, a Cervantes y a Shakespeare, a Hamlet y al Quijote -‘tanto monta, monta tanto’-, a algún otro que se escapa de su ironía transversal, de la agudeza de su envite. Revuelven los entresijos de posturas acomodaticias y poco éticas que permanecen activas socialmente. A más de un espectador le aprieta el cuello de la camisa, otros muchos se ríen francamente, sueltan lastre. Nos importa poco, si somos sinceros, la tramoya de que se sirven para que luzca la palabra hasta deslumbrarnos, para que broten los ritmos y se desenrosquen melodías para hipnotizarnos como a serpientes bailongas. La puesta en escena es simple, y es de agradecer, ya bastante barroco es el resto en cuanto a resonancias múltiples, y hay que digerirlo. Nos exigen, nos ponen a prueba, nos hacen partícipes, nos piden ayuda. Somos el eco de su atrevimiento, figurada y literalmente. Y, por momentos, nos suspenden en remansos de paz en los que deleitarnos.

De los actores, resultan obvias su profesionalidad y su exigencia, el nivel de entrenamiento, la puesta a punto técnica. Años de formación y lo que aportan las tablas y, por supuesto, el talento. No en vano cuentan con un público amplio y fiel que les secunda.

Lucho en esta crónica por no desvelar la trama, por no dibujar detalles que es mejor degustar en vivo. Podría destacar a alguno de los actores, aunque funcionen como una maquinaria perfecta en la que ninguno es prescindible… Podría decir, por ejemplo, que me entusiasmaron los apartes de Íñigo Echevarría. Comentar la maestría con que tañían sus instrumentos Juan Cañas o Daniel Rovalher. Festejar el travestismo de Miguel Magdalena (como Thalía). Aplaudir con entusiasmo el trabajo de Álvaro Tato -poeta, además de comediante- … Pero no nos desviemos. Aunque doy valor a su arte por separado, lo más importante es lo que generan juntos.

Cualquiera podría pensar que entre las once piezas que componen su Folía no hay enjundia, que no pesa el contenido, pues se desborda alegría suficiente como para que se torne en ruido. Nada más incierto. Entre loas, entremeses, mojigatas, jácara, discurso, censura y fin de fiesta; datos y explicaciones, puyas y reflexiones, reivindicaciones justas. “Un espejo de la vida entre alegrías y penas” que se sirve de la rima para ensartar picardías. “Vaya táctica más fea / bombardear con ideas.” “Esa peste intelectual / es contagiosa y letal.”

El panorama cultural español necesita de este humor inteligente y revolucionario, de este revulsivo cultural discordante que se vale de lo armónico. No sé qué más decir, sino que se acuda en masa a sus espectáculos, pero eso ya está ocurriendo. “Apaguen todos los móviles / enciendan la inteligencia.”

Reparto: Juan Cañas, Iñigo Echevarría, Miguel Magdalena, Daniel Rovhaler, Álvaro Tato
Dirección: YAYO CÁCERES
Lo cómico se nos escapa, no es nada constante en sus formas. Habría que esforzarse en describir el contenido y el tono de cada espectáculo de humor, o de cada humorista, para intentar apresarlo de un modo concept
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María Morales, Jesús Noguero, Israel Elejalde, Fernanda Orazi

ENSAYO

ENSAYO

Pascal Rambert

Aún no me he recuperado del impacto que me causó en su día La Clausura del Amor, de Pascal Rambert. Menos aún de Ensayo, obra del mismo autor, que se representa estos días en el Pavón Teatro Kamikaze.


Pascal Rambert es, sin duda, uno de los artistas más interesantes y reconocidos en el panorama europeo, traducido a varios idiomas y premiado precisamente por Ensayo con el Émile Augier de Literatura y Filosofía en 2015. En 2016 recibió el Premio de Teatro de la Academia Francesa al conjunto de su obra. Fue el creador del centro nacional de creación contemporánea Théâtre de Gennevilliers “T2G”, y es artista residente del Théâtre des Bouffesdu Nord en París. Estas son sus credenciales, aunque no todas. Es también coreógrafo y, en la actualidad, prepara una película. Como director de teatro, suele hacerse cargo de la puesta en escena de sus propios textos. Así ha sido en el caso que nos ocupa, Ensayo, dirigiendo a dos actrices y dos actores en estado de gracia.

Rambert no necesita que le avale su currículo, basta con presenciar el goce de su palabra viva sobre el escenario, para darse cuenta de su particularidad y de su excelencia. Estamos hablando de un artista único, con una forma específica, novedosa y brillante de escritura dramática. Podríamos definir el conjunto de su obra escrita como teatro poético, dado el bello uso que hace de la palabra, la presencia de lo metafórico y el privilegiado sentido del ritmo que trasmiten sus textos. Sin embargo, la libertad y la crudeza con que construye el discurso, el franquear constante de los límites de lo supuestamente adecuado verbalmente, le alejan de los cánones clásicos de la belleza. Sus planteamientos estéticos, de raíz filosófica, transcienden lo poético para desembocar en lo político. El suyo es un teatro comprometido, que cuestiona, que provoca, que enciende el ánimo en busca de respuesta activa, que indaga en las posibilidades de escape del estado de cosas en que nos hallamos inmersos, en donde nos acomodamos, abandonados a nuestro certero y oscuro final. La identificación del público con lo que trascurre en escena es total, pese a la aparente distancia que impone su estética.

Los actores portadores de su mensaje en Ensayo, cogen por el cuello al espectador desde la primera frase pronunciada, no le dan un respiro hasta no derramar por completo el chorro ininterrumpido de pensamiento que parece como inoculado por el autor y director. Los cuatro monólogos dirigidos se suceden en un ‘crecendo’ de intensidades múltiples, singulares en el fondo y en la forma, ausentes de estereotipos, veraces, estremecedoras, violentas; con sutiles brotes de belleza que conectan las almas de los presentes, todos expuestos bajo la misma luz potente y analítica. No se delimita el espacio a través de la iluminación, determinando así los distintos roles, distinguiendo de este modo entre actuantes y observadores; antes bien, se incluye al público en la misma atmósfera, considerándole parte implícita, cómplice, verdadero y último receptor de cada diatriba. Los silencios elocuentes se van extendiendo en escena, bajo la presión de un texto sin freno, como una mancha de sangre fresca bajo el martilleo del decir sin pausa. Lo dicho y lo que espera turno se desbordan hacia el patio de butacas, barriendo las hordas de indiferencia enquistadas en sensibilidades enfermizas, características de nuestros tiempos. El arte así generado y consumido es un reconstituyente, resucita a los muertos, nos hace salir de las tumbas, alzarnos de nuestras butacas para aplaudir con fuerza, nos emociona, nos impulsa.

En cuanto al entramado de lo narrativo, la obra se somete al intento de descripción de las diferentes dimensiones de la experiencia, desde las perspectivas distintas de un mismo hecho, profundizando tanto en lo sensorial como en el sentido. Es un instante preciso el que se disecciona, momento que queda suspendido, pero al borde del precipicio, predispuesto a la tiranía de lo consecutivo. En ese ralentizar el suceso relevante, el ser humano se muestra tal cual vino a este mundo, con su mezquindad y su grandeza. Equipara a la mujer y al hombre, presos entre lo real y la ficción.
¿Qué sostiene al ser humano sino su propia creación, la generación de vínculos con sus semejantes, las creencias que le movilizan, la voluntad de reiterarse en el intento infinito, su búsqueda perpetua, su afán de conocimiento? Y, Por otro lado, ¿qué somos sino parte sensible de lo vivo, carne que sufre y que goza? Late en el trasfondo de lo escrito por Rambert en esta obra una atmósfera ‘chejoviana’ que se resquebraja por el impacto de algo tan nimio como un gesto, de lo que el gesto esconde en su categoría de mundo posible. Todos los cuerpos que laten en escena -y sus respectivas voces- aman. De distintos modos, todos se corresponden. Es la falta de perspectiva, la imposibilidad de abarcar la totalidad lo que aboca al sufrimiento. Todo podría ser más sencillo si no estuviéramos inmersos, solo que, entonces, no existiríamos para poder contarlo. Hay que hacer el esfuerzo de crecerse hasta las estrellas, para ver desde allí, para darse un respiro. El arte puede ser lo que nos catapulte, la vía de ascenso. Hubo un momento sencillo y conmovedor en la función de la otra tarde, que nos recuerda a esto: Israel Elejalde decide poner música. Fernanda Orazi y él se conectan a una canción que versa sobre el desengaño amoroso, sobre la anécdota vital que les consume. En esa escucha conjunta, en la coincidencia en el reflejo de nosotros mismos que nos devuelve el otro, somos capaces de desanudar los conflictos y relajarnos, de estrechar más los lazos, de permanecer enteros y dispuestos al gozo.

Estos dos actores mencionados son los que obligan a la estructura teatral a recuperar la forma que permita el significado perseguido. Fernanda Orazi incia la obra como una auténtica kamikaze -será que es contagioso lo de actuar en este espacio escénico, será que ella misma es una bestia escénica-. La energía con la que prende la mecha con su primera palabra es sorprendente, y resulta imprescindible -en cuanto a grado- para que corra como la pólvora en el resto de los cuerpos y las voces, en la totalidad del elenco. Tengo fija en mi recuerdo su mirada ardiente, de animal herido, clavándose directamente en la de los espectadores. Por su parte, Elejalde tensa su silencio de modo que, al soltar lo que ha callado, aunque sea el último, la obra entera se cierra en infinitos círculos concéntricos que nos absorben para sacudirnos. ¡Qué ímpetu transmite su presencia, casi eléctrica, la potencia de su voz clamando en el desierto! Apelaba a los jóvenes, a la renovación, al relevo que cargue con este testigo incandescente que es la vida, que son nuestros sueños realizables, que es la imagen holográfica de un mundo nuevo. No hubo respuesta. ¿O sí? La hubo, quiero creerlo. Estoy segura de ello.

foto © Vanessa Rabade | María Morales, Jesús Noguero, Israel Elejalde, Fernanda Orazi
María Morales, Jesús Noguero, Israel Elejalde, Fernanda Orazi
foto © Vanessa Rabade | Pascal Rambert
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