DEADTOWN

Hermanos Forman

NAVES MATADERO

LSi hubiera sido yo, habría recreado una de indios, no de vaqueros. Algún indio fue arrastrado en su plataforma, como un suvenir rodante, la otra tarde, en Naves Matadero, pero quedó en eso… No he sido yo, han sido los Hermanos Forman los que han imaginado Deadtown. Entiendo perfectamente lo que les atrae de esos otros salvajes con sombrero y armas de fuego, pero donde estén los del torso desnudo con caballos de tres colores, cuchillo de cortar cabelleras y códigos éticos ancestrales… Cuando yo era pequeña, y no tan pequeña, mi apodo era “India”, porque siempre llevaba dos trenzas y una cinta en la cabeza. Luego me solté el pelo y se me fue el encanto. Esto es lo que logran rescatar los Forman: el encanto, la extrañeza del paso del tiempo desde un observatorio mágico: lo imaginario y su contraste. Y para que no perdamos la inocencia -pervertida siempre en aras de la perspectiva-, se empeñan en que nos sintamos inmersos, creando una ensoñación en tres dimensiones. Todo es un truco. De hecho el maestro de ceremonias que guía el espectáculo es un mago. Podemos hacer dos cosas: empeñarnos en desvelar la clave del engaño, o disfrutar de él sin ambages. Yo anduve algo bipolar, de un lado a otro de las posibilidades. A veces con la boca abierta, absorbiendo a través de los sentidos. Otros ratos indagando en el cómo lo hacían. No tengo conclusiones a esto último, solo teorías más o menos baratas que no voy a exponer aquí, por pudor. Puedo describir a mi manera la naturaleza del “objeto artístico” que se nos ofrecía. Era un híbrido: circo, cabaret, animación, marionetas. -Me fascina lo que huye de lo absoluto- Los referentes más adecuados podrían ser las películas de Karel Zeman. Desde luego, ingredientes de la industria de cine checa. Solo que es una vuelta de tuerca a meta-teatro. Y ni siquiera así queda definido. Cine dentro del teatro. Teatro dentro del cine. Según cómo se mire. Poliédrico.

Desde el inicio se nos invitaba al juego. El humor y la alegría eran herramientas del elenco, en el más riguroso directo, incluida la música. En Madrid lo teníamos de frente, el espectáculo, aunque desde la entrada se interactuase con el público -yo no podía dejar de mirar al acomodador de los bigotes retorcidos y él me saludaba cada vez con un gesto de su cabeza-. Dicen que en otros lugares lo que se construye para la representación es una cantina en la que los espectadores se ingresan, es decir, que forman parte. En esta ocasión el formato se ha tenido que adaptar al espacio de la Sala Fernando Arrabal. La escenografía resultaba como esos juguetes antiguos con departamentos de donde extraer los diferentes accesorios. Aparecían y desaparecían personajes y estancias como los conejos de las chisteras. Conejos no había, pero sí payasos, no de los cutres sino de los checos, de los que montan en bicicleta al tiempo que saltan en la cama elástica. Uno bailó con una cantante subido a su caballo rodante. En general, cantaron mucho y bailaron más, con la cara estirada de los tontos cuando son felices.

Un ápice de reiteración entre las sorpresas, y nos trasladamos desde lo rancio de ese cabaret portátil, a los inmensos paisajes vacíos del oeste americano. Ahí todo era posible: las sombras avanzaban hacia un destino, todo artificio tenía sentido, pese a quien pese. Daba igual que los caballos tuvieran ruedas o que les brotasen alas. El caso es que rodaban los ramajes resecos -hechos bola- ante el fondo sepia. Estábamos en una de vaqueros en tres dimensiones. Lo que nos separaba ahora de los actores, de sus siluetas en negro, era tan sutil como eficiente a la hora de conseguir el efecto. Este viaje alucinatorio nos paseó por los alrededores de una ciudad fantasma en medio de la nada y derivó en el interior de una cantina, la única cantina, donde todo Deadtown se reunía, o al menos todo el que iba armado.
La trama que se sucedía no importaba demasiado. Lo alucinatorio era todo el aparato puesto en pie para que esa historia fuera un hecho imaginable allí, en un teatro, frente al público actual, en esta época enfurecida por la técnica, devorada por la plaga de imágenes, hiper-conectada y obtusa. ¡Qué necesidad tenemos de oasis! Y qué mejor oasis -con tanto ruido- que el cine mudo. En este código fuimos introducidos. Nos dejamos bambolear de lo frenético y coloreado de la comedia, a la cámara lenta y los claroscuros del drama. Fue sutil y placentero este trance inesperado, gracias a la maestría de los actores. La multiplicidad de las disciplinas que se pusieron en práctica durante la función y el nivel en la ejecución de las mismas, otorgan gran valor al espectáculo.

Llegados de este modo a la supuesta tierra prometida que era América, nos dimos cuenta de que allí todo se resuelve a tiros –antes se estilaba mucho la frase “aquí muere hasta el apuntador”, pues eso…- Gocé mucho, porque resultaba ridículo: “A ver quién la tiene más grande” -la pistola- ¿No os suena de algo? A mí, sí, mucho… También me percaté de algún roll femenino de “la mala de la película”. De la ejemplificación del supuesto control ejercido por la “mala mujer” sobre los vaqueros. Y, por otro lado, aparecía alguna mujer empoderada, con escopeta de las de cañones largos. Este ejemplo último es tolerable como una muestra digamos “arqueológica” de las excepciones. El lugar real que ocupa la mujer, como colectivo de género, en el sistema social hegemónico que invade el mundo, es otro, ya se sabe. El país que fue cuna de ese nido de podredumbre capitalista llamado “Hollywood”, lo permite y lo abandera. Esa mentalidad machista resaltaba en el “western”, pero lo más relevante es que permanezca enquistada en la cultura actual, como una enfermedad crónica de la sociedad que se ha convertido en pandemia.

Es sano mostrar los síntomas de lo decadente, pero seamos capaces de tener ante esto una actitud crítica que nos impulse a extirpar el daño en cada huella. El espectador o espectadora que presencia la obra de arte tiene que hacer su trabajo. El objeto de arte es el que es. Tras su “consumo” -que buena palabra para introducir lo político-, cada cual tiene que digerirlo. Nuestra energía transformadora es creativa. El arte no cambia nada, pero nos recuerda que todo cambia, nuestra capacidad de transformarnos y la incidencia que eso tiene en lo colectivo. Me niego a degustar los manjares centrada exclusivamente en mis sentidos. Tenemos intelecto, imaginación, capacidades múltiples -como este fantástico elenco de actores que nos ocupa-. Yo lo paso por los filtros y procuro sea útil. Para mí los Hermanos Forman se han recreado en esa mirada irónica hacia América desde Europa. Ojalá el arte africano contase con los medios necesarios para poder mirar hacia Europa a su modo, y reírse de nuestra controversia. Es bueno mirarse en los espejos, sin temor a la diversidad de sus formas, buscarse y reconocerse en la claridad de lo que reflejan. Agradezco la oportunidad que me ha ofrecido este espectáculo inusual.

Así que bajo de mi pedestal a los indios de antaño, para subir a un personaje del imaginario de los Forman capaz de despertar en mí la maravilla: la muñeca autómata… Curiosa elección, ¿no es cierto? Por algo será. No voy a desvelarlo.
Acudan en masa a la llamada del banyo. No sean cobardes. Atraviesen las puertas abatibles con medio cuerpo a la vista. Desvelen ustedes mismos.

Fotos DEADTOWN, The Forman Brothers’ Wild West Show. Foto (c) Irena Vodákobá, Jana Lábrová, Josef Lepša
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