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Gon Ramos

UN CUERPO EN ALGÚN LUGAR

UN CUERPO EN ALGÚN LUGAR

Gon Ramos

Me insistieron en que fuese a ver la exitosa Yogurt Piano y me la perdí. En cuanto supe que Gon Ramos presentaba un nuevo espectáculo en el Pavón Teatro Kamikaze, me faltó tiempo para gestionar la entrada. Luego me sobró, el tiempo, y allí me presenté el día del estreno, una hora antes. Estuve tomando cerveza, admirando los girasoles de la fachada, y acogiendo lo que alcanzaba a mi oído de las conversaciones del público que se iba congregando. Me es muy grato ir en esta actitud a un espectáculo y tomarme, a ser posible, el tiempo necesario para asumir el acontecimiento artístico de un modo menos brusco, para dejarle espacio donde nacer en mí, calmando mi sensibilidad y potenciando mi receptividad. Me concentro unos minutos, unas horas previas. ¿En algo reflexivo e intelectual? Nada más lejos: libero los sentidos, procuro disfrutar del instante. Mis reflexiones todas son de ahora, mientras que escribo.

Este proyecto vivo del Pavón Kamikaze es incapaz de contenerse en la estructura arquitectónica en donde se lleva a cabo, ni en el entramado humano que se responsabiliza de su buena salud. Este proyecto profundiza día a día en la búsqueda de su propia voz, se retroalimenta con esfuerzo, se nutre de los seres que se sumergen en sus aguas, resuena como un mar sujeto exclusivamente a la influencia de los astros -aunque sea imposible-, se derrama hasta la calle para dejar un rastro de latidos, de ecos refugiados en caracolas, en intelectos ávidos de pensamiento, en sensibilidades propiciatorias. Este proyecto es Premio Nacional de Teatro 2017.

Pero adentrémonos ya en la experiencia artística concreta de ese día, esa tarde de su estreno, en el Ambigú, repleto de espectadores, desde la perspectiva de mi lugar de siempre, con las telas negras cubriendo las ventanas del fondo, reunido el público a tres bandas, a nivel del suelo el escenario. En escena nos recibió una composición dual de escenografía y elenco: dos sillas, dos barbudos. También se contraponía la acción escénica: marcar el lugar donde supuestamente se van a tener que colocar las sillas, contra esperar tumbado a que los espectadores ocupen su lugar y se inicie el espectáculo. Desde el principio se nos advertía de que jugaba nuestra presencia, que se nos iba a tener en cuenta como parte implicada, que éramos espectadores cómplices, receptores inmediatos y reales. En un prólogo se hizo explícito el código que se iba a establecer y que todos aceptamos. Por lo demás, palabra y luz en distintas intensidades como único ambiente. El resto, lo imaginario, hasta la utilería ausente. Teatro valiente, desnudo, que se centra en el sentido y la emoción que nos provoca. Los actores estaban ocupados en sus tareas, principalmente en comunicarse entre ellos, pero con una vía directa al público de comunicación abierta. Teníamos un intermediario amable, versátil, con humor despierto, capaz de desasirse de cualquier conato de drama o de tragedia que arrastrase alguno de sus múltiples personajes, para hacerse cargo de nosotros, desamparados ante la incógnita de lo expuesto en escena. Su nombre, Luis Sorolla. Y contábamos también con el ensimismamiento tras la cuarta pared de Fran Cantos Arana, su entrega al partner, cuerpo de enorme presencia, ojos cerrados o abiertos, mirada siempre en busca de un asidero veraz, oído atento, voz conmovedora. Fran tenía sus herramientas, nosotros las nuestras, compartíamos una, Luís.

El viaje emocional trascurría sin necesidad de una trama, sujeto a lo aparentemente anecdótico, saltando de uno a otro suceso sin el apoyo de lo consecutivo, con el impulso de una indagación en la que se nos va la vida -y que nos va la vida en ello, porque no es otra cosa sino vida-. Entonces, nos encaramamos al árbol de la existencia humana, de uno de sus ejemplos, y estuvimos recorriendo su majestuoso entramado. Acariciamos la perspectiva de poder abarcar el rizoma, la composición de sueños anudados entre sí y trasformados en posibilidades que quizá llegan a realizarse hasta cierto punto, que generan nuevos sueños posibles, y así, hasta lo finito o lo infinito -quién en conciencia lo sabe-. Cuál sea el motor, es lo que intentamos averiguar, la raíz de esta hermosa hipótesis de Gon Ramos. ¿Para qué nombrarlo? Está tan manido eso de “el amor”, es tan inexacto. Sería, más bien, una intimidad entre los seres lo que ansiamos, sin etiquetas, profunda, única, como cada ser que la conforma. Puede ser precisamente este compartir los sueños, este abrir nuestra capacidad de soñar al otro, este hacerle partícipe de nuestro más hondo anhelo, aquel que ni siquiera nosotros comprendemos, incapaces de abarcarlo, eso que precisamente es la materia común de la que estamos hechos, más cerca de la palabra “esperanza”, un palpitar al unísono, una armonía que nos transciende.

Este modo de contar, esta narración atípica, resulta un manojo de llaves efectivo que va abriendo los cerrojos de los rincones más recónditos de la sensibilidad de cada individuo entre el público. Después, solo tiene que ser capaz de llevarse entre algodones lo que se le ha entregado. Una misiva, un mensaje dentro de un mensaje -ya no de una botella-. Es una materia frágil y costosa, un tesoro mínimo y deslumbrante, un esbozo de algo vivo. Hay que resucitarlo y compartirlo. Resucitarlo. Compartirlo… Soñarlo cada vez. Soñarlo juntos. Vivirlo.

Foto © SamuelGarAr
Gon Ramos
Fran Cantos Arana
Gon Ramos
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ARTE

ARTE

ARTE

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Yasmina Reza

Dirección: MIGUEL DEL ARCO

No había leído a Yasmina Reza ni había visto ningún espectáculo sobre una de sus obras. La primera ocasión que he tenido tuvo lugar la otra tarde, en el Teatro Pavón Kamikaze. Por lo visto, Arte es una de sus obras más exitosas en nuestro país y en el resto del mundo. Comienzo este artículo reconociendo mi ignorancia porque es importante, tiene que ver con mi experiencia como espectadora de la representación de esta obra de arte, y enlaza precisamente con uno de los temas de los que trata el texto.

Para explicarlo, quiero empezar comentando mi reacción final, inesperada, tras escuchar el parlamento final de uno de los personajes -Marcos, encarnado de forma veraz por uno de los actores, Roberto Enríquez-. Sentí un escalofrío. Fue un giro intelectual que instantáneamente conectó con la totalidad de mis sentidos, con las emociones. Experimenté la intuición precisamente cuando el personaje desvelaba algo intuitivo, ya razonado y discutido intelectualmente, combatido emocionalmente, desprovisto por fin del estorbo de la obcecación. Cuando salí del teatro caminé bajo la noche madrileña alegre y conmovida, no sabía muy bien por qué, tan solo había visto una comedia… En esos momentos, me identificaba profundamente con Iván, personaje interpretado con brillantez y frescura por Jorge Usón. Me percibí ingenua y esperanzada hasta la médula.

¿A qué caja de Pandora accede la llave de la risa? El humor es la mejor herramienta para mirar la realidad, pues puede abarcar con flexibilidad y ligereza la totalidad de su espectro. La forma que tiene Yasmina Reza de provocarnos la risa, conlleva una sombra de incertidumbre, una sospecha de estar inmersos sin posible evasión en una tragedia. Todos vamos a morir, este es un dato a tener en cuenta. La obra es una cruda reflexión sobre el paso del tiempo y su capacidad para transformarnos, es más, para destruirnos. Pero la clave es la risa y eso es maravilloso. El público en ningún momento se pone a la defensiva, pese a que se acometen asaltos contra cuestiones controvertidas referidas a cuestiones intelectuales, artísticas y morales. La moral es la que se subraya como posible remedio que nos ayude a pasar el trance de la desaparición segura sin tanta amargura. Los personajes tipo que nos presenta la autora se mueven por el impulso principal de una actitud ante el mundo, diferente en cada cual, característica individual que en un principio les atrajo y que más tarde les irrita, incluso les repele, motivo por el que se enfrentan. Cristóbal Suárez sostiene el montaje, con gran soltura técnica y total implicación como artista -esta frase podría haberla dicho su personaje, Sergio. La dejo tal cual, no sin cierta ironía que pone en duda mi propia capacidad discursiva-.

Hay que destacar la maestría de Miguel del Arco como director de actores. La puesta en escena es hermosa y funcional, respeta las indicaciones de la autora, pero añadiendo algún elemento del imaginario de M. del Arco. Utiliza además recursos de sonido que confieren una identidad concreta al espacio, delimitado por el alzarse o la ruptura de una cuarta pared, invisible a ojos del público. Es interesantísimo el uso de estos apartes, en principio tan añejos, que adquieren sin embargo en el texto y en la dirección de del Arco, una dimensión imprescindible para la conexión con el público, sin perturbar el transcurrir de la acción ni trastocar la organicidad de los sucesos. Sirven también, junto con los silencios y ciertos efectos de sonido, para marcar un ritmo escénico no exento de dificultad, dado que no es una comedia al uso, sino algo más interesante, a mi entender (me sonrío entre paréntesis, otra vez, de esta última frase de mi exposición, menos mal que no he escrito ningún ‘-ismo’). Pese a la ausencia de la música en el espectáculo, tanto el texto como la dirección escénica, destilaron una cadencia que penetró nuestro sentido de la armonía sin dificultad, como melodía mundana reconocible. Una atmósfera cargada de poesía, que nos fue calando como la nieve, apenas sin notarlo. Algo que iba tecleando nuestras emociones hasta componer sentimientos. Resultó algo mágico gracias a su delicada percepción, en contraste con la batalla campal que se iba desarrollando en escena, subiendo de intensidad trágicamente, hasta el límite de una posible ruptura de la amistad entre los tres personajes. Estos van despertando nuestra empatía, así que, estamos en sus manos, estamos perdidos. Como ellos, perdidos en la dialéctica intelectual, en la cerrazón mental. Solo un corazón abierto late en la mesa en la que se le disecciona -es una metáfora, yo también utilizo cosas de esas-, un corazón que nos toca la zona interior más tierna, que marca el compás de lo humano, sin estrategia, ajeno al raciocinio. Ese corazón les une, el más denostado, el aparentemente sin consistencia. ¿Qué les separa entonces? Les distancia el mundo. Suena grandilocuente, pero es lo cierto: nos distancia nuestra confrontación con el mundo. Pese a no negar la identidad de cada individuo, somos esencialmente lo mismo. Pero nos perdemos la pista, cada cual en sus circunstancias, dedicados a desentrañar la incongruencia que nos rodea.

Plantea diversas cuestiones de interés este texto, además de las ya sugeridas, problemas a resolver en los que se nos implica como público atento, en los que se nos ofrecen distintos posicionamientos, todos ellos aceptables si escuchamos a las partes. Nuestra perplejidad va en aumento, y evitamos tomar partido, procuramos quedarnos al margen, aunque resulte imposible. Nos identificamos, no estamos de acuerdo, rectificamos, no concluimos. La obra no ofrece las soluciones del formulario. El tema que sirve de esqueleto a las conversaciones mantenidas en escena es el de la discusión sobre lo que quiera que sea el arte, ya lo dice el título. Dos de los personajes se empeñan en rebatirse mutuamente, mientras que un tercero, en todo caso, a disfrutarlo, aunque en el fondo no esté demasiado interesado en lo artístico. Su mayor interés estriba en fomentar la amistad de un modo básico, pero efectivo.

Se toca también de soslayo el tema de las relaciones de pareja. Según el tratamiento por parte de la autora, es este tipo de relación personal objetivo imposible de llevar a cabo como proyecto de futuro, dada su naturaleza absurda. Es precisamente tras su acelerado parlamento sobre las complicaciones de la preparación de su futura boda, cuando Jorge Usón se mete al público en el bolsillo, arrancándole una marejadilla de aplausos muy beneficiosa para la continuidad del buen hacer del conjunto. Podría parecer que Miguel del Arco, desde las alturas, dio la entrada con una batuta a esta intervención del público. Del Arco nunca haría tal cosa, eso es sabido. Para artistas como él, el público es soberano. En el texto también se expone esta cuestión, la de nuestra actitud frente a la idiosincrasia del artista, la de la tendencia a rendirle pleitesía. Miguel del Arco es una persona muy de carne y hueso; aunque es imposible que se libre de los ‘palmeros’, tampoco de los detractores, y me consta que en ambos casos sabe defenderse. Al pensar en él e intentar valorarle como persona –sin tener en cuenta su talento ni su categoría profesional-, lo primero que acude a mi mente es un sonido: su risa, a carcajadas. Le he oído reírse tantas veces, dentro y fuera del teatro, que me parece lógico que sea genial como director de comedia. La misma apuesta en las tablas que en la vida: el sentido del humor para no perder la perspectiva, la integridad como bandera.

Yasmina Reza se cuestiona a través de sus personajes la necesidad de unos principios morales para la vida en general, herramienta muy útil a la hora de adjudicar valor artístico a un objeto o a un acto. El mercado del arte, en concreto el de las Bellas Artes, es un lugar salvaje en el que el precio pone en valor al objeto por el que interesarse y pujar. Parece ser la única norma. ¿Quién pone el precio? Influyen los rabiosos intereses particulares de los que hacen negocio a través de la cultura -haciéndolo ya extensible al Arte Dramático-. Cuanto mayor poder adquisitivo o mayor poder político, mayor influencia en el mercado. Está probado el blanqueo de capital a través del arte, actividad para nada inofensiva. Toda acción inmoral, incluso aunque se trate de una transacción económica entre tan solo dos activos, siempre atañe a terceros en situación social más o menos vulnerable. Podemos abandonar en los márgenes de nuestra sociedad mercantil a la belleza incuestionable o a los sujetos más válidos, si no andamos con cuidado. Pero resulta difícil definir, delimitar lo intelectual, apresar en algo legible los conceptos. El arte es solo un medio de expresión, ni más ni menos, una libertad de acción imprescindible para el ser humano. Que genere discusión es justo lo más sano, lo que le convierte en arte vivo, relativamente fácil de consumir, pero difícil de digerir. Ahora bien, cualquier sometimiento es deleznable y, por encima de todos, el que impone el poder del dinero.

¿Qué nos sugiere la autora como posible salida de este túnel de la inercia y lo irreflexivo? La educación, el prepararnos para asumir un consumo responsable, en general de cualquier producto del mercado, también de lo artístico. Solo así experimentaremos algo insólito: tendremos algún control en nuestras vidas, seremos más conscientes de nuestra evolución, participando más en ella, no nos quedaremos inmóviles en un tramo de nuestro camino, seguiremos esforzados hasta el final, aunque el final sea el que todos sabemos, pero aún no conocemos. Todo conocimiento es laborioso y experimental, aunque la intuición sea algo intrínseco con lo que ya contamos. Y en este cultivar el intelecto, la sensibilidad y la empatía, los márgenes imprescindibles que deberíamos autoimponernos, como legado a las futuras generaciones, deberían ser siempre de carácter ético.

Si tienen la oportunidad, les animo a que aporten a este espectáculo del Pavón Kamikaze la contribución de su presencia, de su reflexión y de su risa; y, por qué no decirlo, del apoyo económico que un proyecto de gestión privada de un teatro así también necesita.

Por mi parte, ya he leído a posteriori la obra en cuestión y pienso seguir cultivándome acudiendo a este teatro y a otros. También con más lecturas, en las que incluyo a Yasmina Reza.

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Foto © Vanessa Rabade
ARTE
Foto © Vanessa Rabade
Jorge Usón
Rabade | Jorge Usón
Cristobal Suárez
Cristobal Suárez
Miguel del Arco
Miguel del Arco
Roberto Enríquez
Roberto Enríquez
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Cristina Redondo

INTEMPERIE

INTEMPERIE

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Cristina Redondo

Directora: Laura Ortega

Según la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ‘la familia es el elemento natural, universal y fundamental de la sociedad’. Cristina Redondo le toma el pulso a esta institución en su obra Intemperie, que se estrena estos días en El Ambigú del Pavón Teatro Kamikaze. El tema que late de fondo en este texto es muy concreto y, al ser tabú, se expresa de forma tácita: El incesto. Es cierto que, una vez llevado a escena, se podría intentar obviar, pues nada grave ocurre en apariencia. Podríamos indagar en la emoción que se destila a través de cada elemento escénico, fijarnos en la coreografía de movimientos, en la iluminación, en los apoyos musicales, en lo que nos sugieren otros efectos. Sin embargo, algo queda sujeto de la gestualidad de los actores, de la sensualidad rítmica que los envuelve, de lo pronunciado y de los silencios. Algo se desprende lentamente para sobrevenirnos de pronto y generar desasosiego. A muchos quizá ya fuera del teatro, o al cabo de los días, en medio de su acontecer cotidiano. Todo secreto común se enquista.

Espero que el público no se quede en lo anecdótico, por muy afectado que se encuentre a esos niveles… Quiero creer que la mezcla de crudeza y metáfora en el texto, junto con la sensibilidad con la que ha dirigido Laura Ortega, harán despertar a los que dormiten, los pondrá en alerta y, en suma, evidenciará la controversia. ‘La delicadeza es la única fuerza’ -que dice Soraya García, poetisa y amiga-

Me interesa mucho esta raza de artistas valientes y la repercusión de sus apuestas. Les necesitamos. Que un pilar fundamental de nuestra sociedad se tambalee, creo que algo quiere decir, y que es conveniente llevarlo a los escenarios, que urge reflexionarlo. Quizá los hechos incómodos que dan sentido a este texto sean consecuencia de lo enfermizo de la estructura social en la que estamos insertos, de la caducidad de unos esquemas mentales que habría que replantearse. Lo que convendría es hacer limpieza.

Eso es precisamente lo que pretende Nita (Andrea Trepart) cuando convoca a su hermano Johnny (Juan Trueba) -el resto de su familia brillará por su ausencia-. No se posa el olvido sobre una herida abierta, pese al tiempo y la distancia. La impronta de lo vivido cuando es virgen la ternura, nos conforma como adultos. El amor filial corre siempre por las venas, aunque a veces se estanque y se corrompa. Nita sabe que no hay salida. Tan solo deambular al filo de lo imposible, en la intemperie. “Quedar expuesto a todo tipo de inclemencias, sin protección”. Lanzarse al vacío. Remontar a su hermano ahogado, hundido por fin en las profundidades. Una alucinación de muerte en vida, o de vida en muerte.
Como cronista teatral, me doy cuenta del interés que suscita el subconsciente, lo no dicho, lo oculto. Tanto es así, que lo onírico, lo referido al sueño, a la trasformación vertiginosa del espacio y a la ausencia de tiempo, se hace presente en cuanto al lenguaje escénico utilizado en muchos montajes, también en el caso que nos ocupa, con la dirección de Laura Ortega. En el ensayo previo al estreno al que fui convocada la otra tarde, fragmentos de algunas escenas tendían a ralentizarse, se escapaban del presente de los personajes para rememorar sensaciones, emociones, acciones o diálogos de su pasado. A veces, se distinguían al unísono varios planos temporales. Incluso el desdoblarse en el sueño, la extraña capacidad de vernos pese a la ausencia de espejo, quedó patente unos instantes, mientras Nita observaba su propia sombra proyectada en la pared. Se juega también la perspectiva espacial, introduciendo variaciones de profundidad y de ángulo con respecto a la mirada del público. Esta estructura de dimensiones diversas evoca lo reflexivo, nos convoca a cuestionarlo todo. También alude al acontecer alterado en el que se ven inmersos los personajes, a la imposibilidad de romper esa sucesión de lo recurrente que les condiciona, lo obsesivo. El texto de Cristina Redondo utiliza la repetición como recurso. El inicio de los parlamentos de los personajes en distintas escenas es prácticamente el mismo, con leves diferencias. El público podría considerar que todo está ocurriendo en la cabeza de Nita, que fantasea con la posibilidad de un último encuentro con su hermano y que, en realidad, este nunca llega a producirse. Sería la necesidad de Nita, sus propios deseos, lo que la llevaría a montar y desmontar una y otra vez en su imaginación lo que podría pasar entre ellos, si se diese tal circunstancia.

Parece ser que los traumas sexuales producen en las víctimas una desconexión con su propio cuerpo. La insatisfacción sexual podría instalarse, por tanto, de modo permanente. Lo traumático es tan simple, a veces, como una contradicción entre la moral y los impulsos. Algunas escenas de la función de Intemperie eran muy gráficas, consecuentes con esto mismo, que a todos nos afecta. En una sociedad que incita al consumo desenfrenado de todo tipo de placer, siempre y cuando genere beneficios, lo reprimido tiende a salir a flote de algún modo, como los deshechos pestilentes tras las inundaciones. El miedo a ser, eso tan humano, tan constitutivo, nos deforma. Por el pavor de mirar lo que somos, por ese enigma perenne, deambulamos ciegos, abocados a nuestra desgracia y la de los otros, incluida la de los ‘nuestros’ -esa apreciación tan abusiva e injusta de la querencia, de lo consanguíneo-. La supremacía de unos seres sobre otros, apoyada en cualquier razonamiento, ejercida con cualquier excusa, debe identificarse siempre como violencia o abuso. Obligado pedir permiso, recibir clara licencia, ponernos de acuerdo en lo mutuo, medir siempre nuestros actos para poder asumir las consecuencias. Este sería un buen código, en mi opinión, evitaríamos lacras tremendas como el machismo. Pero, antes, hay que saber de la causa y la consecuencia, que es lo que articula el conocimiento. Si no se trata un tema, si no hay libertad para debatirlo incluso en las escuelas, será siempre algo sin resolver que generará sufrimientos inútiles. También dará pie a lo monstruoso: el morbo, por el que babea el pervertido y con el que se lucran los negociantes sin escrúpulos, la mirada externa, sin análisis, sin comprensión, sin empatía. La apetencia sin freno, el vicio.

Cualquier daño causado a un semejante tiene que ver con el individualismo exacerbado, con lo egocéntrico. ¿Nacemos ligados los unos a los otros, conectados a través del cordón umbilical de nuestras madres? La cultura del apego funciona, hace girar los engranajes de la reproducción, la vida se regenera. ¿Pero permanece protegida? Eso, al menos, es lo que socialmente interesa creer, a consta de lo que sea, incluso de la confusión más absoluta.

¿El incesto debe considerarse como parte de la libertad y de la autonomía personal? ¿Cómo proteger a los menores de sus congéneres? Pese a ser reprobada socialmente, esta conducta incestuosa se manifiesta más a menudo de lo que se quiere admitir. Los conocedores y los testigos miran para otro lado. Son hechos silenciados por la vergüenza que acarrearía evidenciarlos. La sociedad no está preparada para lidiar con lo inevitable, prefiere ponerse una venda y taparse los oídos. Habría que admitir los hechos, mirarlos bajo una lupa y trazar un mapa minucioso que nos colocase lo más a salvo posible.

La normativa legal vigente, los códigos morales, deberían estar en revisión constante. ¿A dónde acudir para resolver dudas vitales de esta índole? El ejercicio del libre pensamiento y el debate no están contemplados en los planes de estudio. Eso sí, estamos sometidos a un estricto sistema de imposiciones y condenas. Todo tiene un precio. Para pagarlo, no nos alcanza con nuestra escasa fortuna. La vida es corta. ¿Es preferible saldar las deudas adquiridas con la sociedad o las que vamos acumulando con nosotros mismos?

Con esa disyuntiva finalizo la crónica. Ojalá el proyecto Pavón Teatro Kamikaze llegue a buen puerto, pese a las dificultades que entraña tan encumbrado objetivo. Disfruto su programación. Es variada, pero selectiva. Ponen el foco en artistas que despuntan, por supuesto, pero también en otros no tan conocidos que tampoco defraudan, que interesan, que sorprenden, que aportan la veracidad necesaria, la belleza imprescindible. Incluso que se crecen y nos desbordan.

foto: © Lau Ortega
Andrea Trepart y Juan Trueba
Andrea Trepart y Juan Trueba
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TRÍBADAS

LA NOCHE DE LAS TRÍBADAS

LA NOCHE DE LAS TRÍBADAS

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Per Olov Enquist

Dirección: Miguel del Arco

Siempre me han atraído las mentes que rozan el precipicio, la semblanza de los genios. Mi primer recuerdo de su nombre es una fotografía. August Strindberg me incitaba a la lectura de sus obras completas desde la portada de un libro. Mirada hipnótica: espirales de curiosidad y asombro. No parecía inseguro, sino esforzado. Yo lo imaginaba atormentado, golpeándose la cabeza contra las paredes de un zulo. Mientras, los demás cautivos lo observábamos, parapetados en la distancia justa, acechando, como ratas sedientas de su sangre. Así me hizo sentir. Qué paz la del lector que juzga lo escrito sin poner nada en juego, sin intercambio de fluidos. La vida real es peligrosa. Strindberg lo sabía. Yo era joven. Más adelante aprendí que todo lo humano me concierne, incluso lo artificioso, lo oscuro.

Miguel del Arco dirige La Noche de las Tríbadas teniendo muy en cuenta las notas previas y las acotaciones de su autor, Per Olov Enquist, escritor sueco contemporáneo varias veces propuesto para el Premio Nobel. La puesta en escena resulta la adecuada para un trasiego de energías que se entrecruzan, chocan, se repelen, se funden, arden y deslumbran. Estas potencias vivas, cuya naturaleza no es otra que la de cuatro seres humanos reencarnados en dos actores y dos actrices, mantienen al público en jaque durante las dos horas en las que se desarrolla la función. Al igual que en la obra de Pirandello con la que tanto éxito tuvo del Arco en sus comienzos, la técnica del metateatro coloca al público en una suerte de perspectiva en la que se le incluye en varias escenas, aunque se le presupone ausente. Esto tiene lugar dado que el patio de butacas juega como espacio añadido. Lo cierto es que yo hubiera deseado que mi asiento fuese giratorio, para no perderme nada de lo que transcurría a mis espaldas. Sin embargo, entiendo que este esfuerzo que se pide al público de removerse en sus asientos, o bien, de concentrar toda su atención en lo escuchado y no visto, le condiciona para no dormirse en los laureles, para no acomodarse en lo frontal y unívoco, siendo el prisma a través del cual se quiere mirar poliédrico. Y es así porque no podría ser de otro modo, si se pretende entrar en la mente de un genio, en su delirio visionario, en angustia existencial ebria de emociones tibias. Es de este modo porque tres de los personajes de Enquist son excepcionales, cada cual con su carácter específico y su modo de enfrentarse al mundo. Incluso el cuarto, el mediocre, viene a convertirse en aliado de las batallas que libra el genio y, por tanto, en un ser extremadamente útil.

Este drama aderezado de humor salvaje, se sostiene sobre el bien hacer de los actores, alternando contención con desmesura, según conviene. El ritmo frenético del montaje queda suspendido de pronto en momentos de singular belleza. Los personajes se internan en sus propios pensamientos o recuerdos para recrear sensaciones y emociones mediante la acción física, mostrando al ojo del espectador despierto la descomposición del tiempo y el desdoblamiento del espacio, una vida paralela oculta en el subconsciente. Esta danza ritual en la que algo esencial del ser se ofrece en sacrificio, lejos de producir extrañamiento, conmueve. La iluminación consigue efectos oníricos, atmósferas en las que las figuras de los vivos se tornan fantasmagóricas y, sin embargo, se nos antojan entrañables criaturas perdidas en un laberinto, exhaustas por la búsqueda sin tregua.

La trasformación que sufre la figura femenina a nivel social durante el siglo XIX, trastoca los cimientos de una sociedad machista hasta la médula. Strindberg -un hombre inteligente y sensible, pero con todos los prejuicios de aquella época- se debate entre aceptar o rechazar estos cambios sociales y las consecuencias que conllevan. Durante toda la obra hay un resquebrajarse de las paredes del refugio de la familia como estructura social sólida con núcleo paternalista. El personaje central, Strindberg, lo sufre como si estuviese inmerso en un agujero habitado por alimañas. Tiembla.
No se puede vivir con miedo, dicen. Yo creo que se equivocan. Lo que no se puede es morir, morir sin miedo, aventajando así a la vida ya vivida. Si uno nace, no hay más que hablar, se siente el vértigo. Somos engendros mixtos de mente, piel y entraña, con hambre atroz, con afán infinito de conocimiento. Buscamos saciarnos de algún modo. Estamos condenados a lo razonable y sus quebrados, a la protuberancia de la lógica. Y, al unísono, vamos forjando anhelos, capaces como somos de proyectarnos hacia lo intangible. El talento puede resultar una tortura, si no se da en equilibrio. La sensibilidad exacerbada de Strindberg, en amalgama con su pensamiento liberado de excusas, arrastra al artista hasta la vanguardia del pánico, al filo mismo de la trinchera más honda, o a la retaguardia, ralentizado el paso hasta la quietud de lo inerte. El inmovilismo intelectual resulta corrupción de lo sensible, angostado el impulso vital entre aparatosas ideologías decadentes. Lo que se estanca, se envilece. No se puede escapar al paso del tiempo, a la trasformación continua. Nada permanece. Lo digno de demandarse es la valentía, que no es otra cosa que vencer el miedo y la parálisis a base de esfuerzo. Tampoco las Tríbadas están exentas, si quieren ganarse consideración y respeto.

Dice el autor que reconocería a Strindberg como a “un chico disfrazado de hombre”. La indefensión de la infancia, si se arrastra largo trecho, si asoma bajo un disfraz de adulto, genera sufrimiento, a uno mismo y a su entorno. Individuos así, por muy geniales que sean, son síntoma de sociedades enfermas. Ningún tema de los que se exponen en La Noche de las Tríbadas ha quedado obsoleto. Ninguno de los enigmas que se plantean los personajes ha sido resuelto en el siglo XXI. Ni la mujer ha alcanzado sus objetivos de libertad e independencia, ni el hombre ha dejado de responder con violencia ante los cambios de rol y la pérdida del control subyacente, ni han conseguido que se reconozcan sus derechos los diferentes tipos de ‘familias’ posibles hoy en día. La trasformación social continúa siendo imprescindible. Son tremendas las reacciones de intolerancia y violencia. Maltratos, abusos, violaciones, muertes. ¿Se ha avanzado en algo, o es un espejismo? El Teatro Pavón Kamikaze no ceja en su compromiso contra esta lacra. Por mi parte, agradezco la generosidad de estos artistas que se arriesgan a la controversia, que optan por cuestionarse el mundo y provocar la reflexión del público con sus pesquisas. El elenco de actores estuvo sobresaliente, desde que se subieron al escenario hasta el saludo final, cuando ambas actrices se despojaron de algo impuesto, genuinas bajo la mera apariencia.

Fotografiías © Emilio Tenorio & Vanessa Rabade
TRÍBADAS
Manuela Paso, Jesús Noguero, Daniel Pérez Prada, Miriam Montilla
Foto © Vanessa Rabade - Ana Wagner | Israel Elejalde
ritmo frenético
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Teatro del Absurdo

La voz humana

La voz humana

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Jean Cocteau

Versión y dirección: ISRAEL ELEJALDE

Ana Wagener, en rueda de prensa, subrayaba lo costoso a nivel personal de haberse metido en la piel del personaje que construyó Cocteau para esta pieza. “No me ha visto así ni mi familia” -nos decía- Desnudar el alma en público no es fácil, quedarse en cueros implica valentía. Pero iniciar una función ya sin disfraz, sin asideros, como un despojo humano sobre su propia tumba, se me antoja realmente heroico.

Tras disfrutar su trabajo, comprendo perfectamente el esfuerzo subyacente en abandonarse de ese modo y, sin embargo, sostenerse como artista, controlando en todo momento lo aparentemente descontrolado. Como bien indica el título, la actriz solo cuenta con su voz en escena. Su partenaire es un terrorífico silencio al otro lado del auricular telefónico. Ni siquiera puede volcar su discurso en la mirada atenta y sensible de un público. Ana Wagener construye su aislamiento con materiales sólidos. Lo externo es obviado, o incorporado del modo en que lo hace con el ruido a pie de calle de la vida real, que transcurre ajena a su tragedia. El resuello palpitante de la sala repleta no la impide recibirnos dormitando sobre un mármol negro.

En cuanto a la escenografía, esa suerte de espejo que se nos muestra, la lápida en el suelo y su réplica en el techo, tiene la lógica de lo onírico. Tal elemento duplicado aumenta la sensación de asfixia. Del mismo modo, los diferentes planos en los que sucede el hecho artístico, gracias a la propuesta de Elejalde, tienen que ver con la estructura del sueño. Al incluir como escenografía tanto las ventanas del edificio del teatro como lo que se ve a través de sus cristales, consigue la confusión entre realidad y ficción. De este modo se las ha ingeniado el director para implicar al público, para impedirle la tranquilidad de los márgenes. La anécdota vital del personaje lleva implícito el carácter surrealista del monólogo: no puede asumir su circunstancia, solo desea caer en alguna suerte de olvido, para despertarse de la pesadilla en que se ha convertido su propia vida. Sin embargo, el dolor sobreviene en la vigilia como un estallido de la conciencia, tras algún sueño inquietante. El sufrimiento agudo penetra por sí solo hacia otros niveles de conciencia, es una llave certera capaz de abrir los cerrojos del subconsciente. En algunas ocasiones, el ansia por calmar ese dolor conduce al uso de estupefacientes. Es en esos casos en los que las drogas fuerzan en nuestra mente las compuertas de lo oscuro. Sea como sea, las reacciones a los agravios de desamor son proclives a la desesperación y a la angustia. Como defensa, el intelecto herido desea bajar peldaño a peldaño hacia lugares recónditos, adormecerse allí donde habita la extrañeza, donde la voluntad puede desbaratarse, asemejarse a lo yerto.
Retomemos la soledad de la actriz en el escenario. Este monólogo es un páramo. El paisaje del desierto es traicionero, cuidemos pues escapar al engaño. ¿Cuál sería el conflicto? Puede parecer que lo que se ha de resolver es la ausencia del otro. No es más que un espejismo perfilándose en el vaho, sobre el cristal de la ventana: ‘¿Para qué sirve el amor?’ Con solo borrar la última letra de esta pregunta, obtenemos la respuesta, corregimos el error de perspectiva.
Que el personaje sea mujer, no parece significativo. Hay que remitirse al título del monólogo: es humana, su voz. El ser humano en su conjunto es el que nace desvalido, el que se niega a crecer por conservar los cuidados. Es nuestra condición de seres civilizados la que nos ha mermado lo salvaje, la que nos incapacita para acometer la lucha por la supervivencia. La mutua dependencia, esa es la enfermedad. Solo en la libertad está la cura.

Tengo una teoría fecunda que suelo esgrimir en estos casos. Creo que el amor que sentimos es siempre mérito propio, una capacidad con la que venimos de fábrica y que vamos desarrollando. No es el objeto de amor el meritorio. Si aceptásemos esta premisa, el sentimiento de pérdida quedaría libre de autocompasión o resentimiento. El otro no es más que un espejo en el que reconocernos. Es mejor dejarlo intacto, a ser posible, no resquebrajarlo en ningún caso, liberarnos así de malos augurios. Pero el tornasol de la pasión deslumbra a cualquiera, nos ciega, nos enloquece. Pretendemos frenar el constante transformarse de la existencia, buscamos la permanencia y nos damos de bruces contra el tedio o la sorpresa desagradable. Sublimamos lo supuestamente adquirido, pretendiendo que alcance un rango más excelso que la vida, deliramos imposibles. Mil veces mejor sería el propio amor de mi teoría. Sin embargo, nuestra cultura arrastra una larga tradición de idealización del amado, literaria, destructiva. Lo que prima cuando acontece el desamor es lo humillante, lo indigno, el sacrificio como valor supremo, la peligrosa desintegración de la autoestima.

Amar debería hacernos crecer, nunca empequeñecernos. Nadie nos pertenece, ni siquiera nuestros hijos. La solución al conflicto amoroso siempre está en nuestra mano. Si cerramos el puño pensando que no se deslizará la arena del tiempo llevándose lo que fue, estamos equivocados. Si sostenemos nuestra ofrenda en la palma de la mano pese al viento gélido, podría congelarse y hacerse pedazos. Hay que aceptar y desligarse. No por resignación, sino por impulso de vida. La quietud no trae nada bueno, excepto la vegetación espesa en los pantanos, las flores en las tumbas. Tenemos voluntad, el dolor no nos impide darle uso. No hay más que dos salidas: rehacer nuestra la vida o saltar hacia el abismo. En toda voz desesperada hay resquicios que pueden alertarnos de esto último.

El pensamiento mismo, antes de ser pronunciado, el propio discurso, es un castillo en el aire que construimos para darle sentido a algo. La búsqueda de la veracidad nos convierte en seres dignos. Pese a lo inalcanzable de lo absoluto, pronunciar lo incierto en ningún caso va a reconstruirnos. La mujer del monólogo se oculta. Miente, dice lo que otro quiere oír para hacerse digna a sus oídos. Miedo a la desconexión definitiva. Todo es estrategia. Resulta profundamente conmovedora la descripción que la protagonista hace del estado de su perro, subrayando sin querer su propia situación emocional, su propio comportamiento. Un perro no olvida nunca a su amo. Algunos dicen que debemos ser responsables, que no se puede abandonar a un perro. Otros argumentan que por encima del perro siempre estarán las personas. Pero volvamos a la mujer y su actitud frente al amor perdido. Se alegra de oírle al teléfono y festeja este contacto, como lo haría el perro tras una ausencia impuesta, sin sopesar las causas, ni pedir justificaciones. Se pone de su lado, le defiende. Carga con toda la culpa para descargar de culpa al dueño. Espera una recompensa. Con una caricia y algo que roer, podría contentarse un gran trecho de su vida. Él la ha tratado muy bien hasta el último momento, como a un animal de compañía que se prepara para el sacrificio. Pero olvidó la anestesia.
El autor plantea la incomunicación como tema principal. Se propone indagar sobre nuestra necesidad de comunicarnos y sobre la falacia de conseguirlo, sobre los actos fallidos que se esconden tras el aumento de posibilidades que nos ofrece la técnica. El autor ciñe su texto a una de las partes del diálogo surgido a través de una llamada telefónica. Todo está en contra, la protagonista no consigue una conexión correcta, se pierde información sensible, surgen interferencias, confusiones, sospechas… Aparecen tintes del Teatro del Absurdo, como la llamada errónea de una extraña que insiste en establecer un contacto imposible. Es irónico el paralelismo de esta llamada aparentemente prescindible, con el empeño de la protagonista en comunicar lo incomunicable al que ya no desea oír. La patente pérdida de tiempo, es lo absurdo, su comicidad opaca e incómoda. También la falsedad implícita en muchas partes del monólogo, siendo el público testigo de un acontecer contrario. Desde este distanciamiento de la palabra, el público contempla lo gestual con ansia de descubrimiento. El humor viene a descargar algo de la tensión emocional que transmite la situación del personaje. Por ejemplo, cuando se menciona el instante de olvido que le sobrevino gracias al dolor físico intenso, el que le provocó el torno del dentista. Hay también ironía en la relación del personaje con su perro. El público identifica el comportamiento del animal que ella describe, por un lado, como idéntico al que ella misma tiene con su expareja y, por otro, semejante al que su expareja tiene con ella. No mueve a risa, aunque es cómico. Le permite al público relajarse, distanciarse, comprender.

La comunicación telefónica fue un avance tecnológico muy grande. Este texto de Jean Cocteau indaga en la controversia que pudiera acarrear el invento del teléfono, manteniendo su vigencia en nuestra época. En la actualidad, la era de la informática, las telecomunicaciones se han tornado imprescindibles, anulando las distancias, tendiendo redes diversas que se extienden por todo el mundo. Gracias a la informática, el trasvase de información se ha acelerado, aligerando contenidos, apostando por lo trivial, por un consumo obsesivo de lo instantáneo. Sin embargo, nada puede sustituir al contacto directo, a lo presencial, compartido a través de los cinco sentidos. Un aparato electrónico puede traducir la experiencia solitaria para ponerla en común, pero en esta alquimia cabe la mentira en todos sus tamaños. Donde falta la piel, con su transpiración y su latido, se esfuma la vida. Deambulamos sonámbulos por las calles y los trenes, con el cuello quebrado y la vista fija en la pantalla del dispositivo móvil. Tenemos tantos simuladores, que lo vivo ha perdido su prestigio. Y esto va a ir a más, hasta que citarse en un café para charlar, darse un abrazo en la calle, tener sexo no virtual, se convierta en algo obsceno, directamente prohibido. O puede que le pongan precio a la experiencia carnal en todas sus formas, ampliando así el mercado. No es ciencia-ficción, ya está ocurriendo. La vida nos resulta más cómoda, menos lacerante, estamos a salvo, parapetados de maquinaria hasta los dientes. ¿Dónde queda lo humano? Perdido en el maremágnum, pidiendo auxilio. A esta voz se refiere Cocteau. “Conócete a ti mismo” -dijo el filósofo-. ¿Cómo, sin introspección y sin espejos?

Es posible que mi visión apocalíptica sea excesiva. Sería aceptable la creencia en la capacidad del ser humano para discernir y medir, para salir de laberintos infernales. Pero cuestionemos las señales que nos llegan. No dejemos de reaccionar a la llamada del que se siente abandonado, aislado, malherido. Nuestra esencia es eso contradictorio entre lo emocional y lo razonado. Que la felicidad no sea una mueca en un mundo que ignora lo soterrado. Sigamos escavando para el hallazgo de tesoros.

¿Y si sobreviene un apagón, un fallo inmenso de lo técnico? ¿Y si la escasez de energía provoca recortes? ¿Y si agotamos las fuentes energéticas definitivamente? Todo es susceptible de sucedernos a todos y cada uno. También la contingencia de un suicidio. Habrá que reinventarse o perecer. Retroceder, aunque digan que no, para tomar impulso hacia algo nuevo. En todo desmoronamiento está la salvación, también en el desamor.
Hágase en mí según mis palabras.

Que nadie dude en aventurarse a esta auténtica experiencia artística. Israel Elejalde selecciona sus nuevos retos de dirección con un gusto exquisito y los supera con creces. ¡Qué actriz, Ana Wagener! ¡Qué técnica, qué entrega! El Ambigú del Teatro Pavón Kamikace temblaba de lado a lado, soportando en su estructura aclamaciones y aplausos. Decidan ustedes privarse o deleitarse, están en su derecho.

Ana Wagner | © Vanessa Rabade
Ana Wagner
© Vanessa Rabade
Foto © Vanessa Rabade - Ana Wagner Israel Elejalde
Foto © Vanessa Rabade - Ana Wagner | Israel Elejalde

El autor plantea la incomunicación como tema principal. Se propone indagar sobre nuestra necesidad de comunicarnos y sobre la falacia de conseguirlo, sobre los actos fallidos que se esconden tras el aumento de posibilidades que nos ofrece la técnica.

La voz humana Jean Cocteau
La voz humana ISRAEL ELEJALDE
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Aparecen tintes del Teatro del Absurdo, como la llamada errónea de una extraña que insiste en establecer un contacto imposible

Foto © Diego Ruiz

Una habitación propia

Una habitación propia

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Virginia Woolf

Versión y dirección: MARÍA RUIZ

Me acerco al Teatro Pavón Kamikaze para disfrutar de un monólogo del siglo pasado, una conferencia de Virginia Woolf, versionada y dirigida por María Ruiz. Se incluye en la programación de Femenino Plural, sobrenombre con el que se engloba a un conjunto de obras significativas con respecto al tema de la mujer. Comprobemos la vigencia de este texto emblemático para el movimiento feminista.

En El Ambigú, me gusta sentarme centrada, pero en la última fila. Dejo mis cosas sobre la barra de bar que me sirve de respaldo y observo cómo el público ocupa la sala por completo. Sin que apenas nos percatemos, Clara Sanchis sale a escena. Nos mira directamente a los ojos con firmeza. Su elegancia no estriba solo en el vestir de aquella época. Marcando los latidos de su corazón y la cadencia de sus movimientos está Virginia Woolf, que se incorpora así al presente desde un pasado no tan lejano… Prendida ya nuestra atención a su silencio preñado de incógnitas, se permite por fin dar uso a la palabra. Nos habla con camaradería, de igual a igual, como si cada asiento estuviese ocupado por una mujer en busca de respuestas, por una estudiante anhelante de conocimientos, repleta de poesía, hambrienta de mundo. El público, por el contrario, es mixto: también hay hombres.

Inicia un tema controvertido y lo acomete con paciencia, con templada elocuencia, con entusiasmo. Con pasión, diría yo, en algunos momentos álgidos. Quiere que saquemos nuestras propias conclusiones sobre las diferencias entre mujeres y hombres, no solo a la hora de escribir, sino de contar con la oportunidad de dedicarse a la literatura. Su palabra es grácil y cargada de sentido. Más que irónica, de un humor inteligente que la salva de la amargura. Busca ardientemente la verdad, dando el golpe de gracia a la ilusión, para silenciarla y que no estorbe a sus pesquisas. “Cuantos más ciertos los hechos, mejor la obra de imaginación”. A cada rato, se toma un respiro. Desliza sus dedos sobre las teclas de un piano que hay en la sala. ¡Qué sabemos a dónde le transporta la música! Puedo adivinar que al centro vital que la proyecta. Regresa enardecida, con energía renovada, para seguir desgranando su pensamiento: “el efecto de la pobreza en la mente”.

Según Virginia Woolf, la inseguridad económica no alienta al artista a realizar su tarea, excepto las consabidas excepciones. Antes bien, resulta un condicionante alienante y disuasorio. Todo artista se beneficiaría de una base sólida sobre la que apoyarse, de cierta tranquilidad para poder centrarse en su labor, de una vida mínimamente confortable que le permita contar con un lugar adecuado en donde trabajar y del tiempo imprescindible para una dedicación artística plena. Es decir, de independencia y de un cierto nivel económico. Eso dice Virginia, por boca de Clara Sanchis. Si el artista es mujer, la cosa se complica.

Incluso hoy en día, la desigualdad entre hombres y mujeres no ha desaparecido. Tampoco en el ámbito laboral. Pese a estar mejor formadas, las mujeres ocupan puestos de trabajo peor pagados que los hombres. Son datos constatables en el informe de la OIT (Organización Mundial del Trabajo), no los invento. El trabajo que realizan las mujeres continúa infravalorado. La sociedad penaliza por razones de género, por ejemplo, a las madres.

Los hombres están más arraigados en sus puestos laborales, sean los que sean, llegaron antes. Pero, ¿qué le impidió a la mujer avanzar en los siglos pasados, qué se lo impide ahora? Dice Woolf que “la mujer es el animal más discutido del universo”. Cuando se discute sobre algo es que ese algo nos preocupa o nos interesa. Tras la preocupación está el miedo. Tras el miedo, viene la cólera, aunque no tendría por qué. Dice Erica Jong que “las mujeres constituyen el único grupo explotado en la historia que ha sido idealizado hasta la impotencia”. El poder es adictivo. El que lo ejerce necesita confianza en sí mismo. Para que esa confianza sea ciega, basta el pensar que los demás son inferiores, que la superioridad es innata. Pero el ser humano vive preso de la ilusión de su reflejo. El hombre necesita espejos donde recrearse en su grandeza.

No resulta fácil deshacerse de patrones adquiridos, incluso aunque nos perjudiquen. Tendemos a repetirnos por pura inercia, es así de triste, y por miedo. Abogo por reaccionar primero, antes de enarbolar la queja. También Virginia Woolf nos lanza desde la escena consejos semejantes, aunque señale las causas que nos son ajenas, los condicionantes contra los que luchar sin tregua. Convengamos todos en que “las grandes mentes son andróginas”. Woolf menciona a Shakespeare. Lo verdaderamente revolucionario sería iniciar el camino que nos llevase a “mentes que conectan con otras mentes sin obstáculos, creadoras por naturaleza”.

Si nos remitimos a lo exclusivamente intelectual, “la libertad de pensar directamente en las cosas” -que dice Virginia– podrá llevarse a cabo a partir de cierta independencia económica. Y esto es válido para hombres y mujeres. Saberlo resulta un acicate. Al mismo tiempo, nos hace reflexionar sobre el valor del arte, sobre su precio, tantas veces llevado a tela de juicio. Algunos suponen que el artista, al ser vocacional, está dispuesto a trabajar gratis. Este menosprecio es intolerable e inviable.

La cultura no es algo superfluo, es la base de la historia de la humanidad, lo que nos sostiene, lo que nos conforma como seres humanos. La sociedad no se puede permitir el lujo de prescindir de algo constitutivo, que le acompaña desde sus orígenes. El arte es una manifestación concreta de nuestra necesidad de desentrañar el sentido de la existencia, de nuestra tendencia a la trascendencia, a superar el tiempo, a permanecer en la memoria de los vivos; es un limo intelectual y sensitivo del que se alimentan generaciones sucesivas.

¿Al alcance de quién está la cultura? El debate no hace más que expandirse. Son las bondades de un texto como el seleccionado por María Ruiz. La dirección escénica ejercida parece simple: generar lo creíble desde la escena, conectar, hacer reaccionar al público. Así lo percibí y lo asimilé.

Me considero afortunada por ser mujer, vivir donde vivo y poder asistir a una función como esta en el Teatro Pavón Kamikaze. Clara Sanchis estuvo espléndida. Durante algo más de una hora, tuvo en sus manos la llave de mi pensamiento y de mis emociones.

Nos queda mucho por hacer. “Es necesario que haya libertad y es necesario que haya paz, en nuestras mentes creadoras”. Centrémonos en ello.

Foto © Diego Ruiz
Clara Sanchis
Foto © Diego Ruiz
Clara Sanchis
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SAMANTA SCHWEBLIN

La distancia

la distancia

Adaptación de “Distancia de Rescate”, de:

SAMANTA SCHWEBLIN

Director: PABLO MESSIEZ

Tras presenciar La Distancia en el Pavón Teatro Kamikaze, una tiene que recuperarse poco a poco, como cuando despertamos de una pesadilla que recordamos de forma inusual aunque, en apariencia, solo parcialmente. La sensación es de inquietud, de extrañamiento, de haber estado expuestos a cuestiones cuya resolución entraña un peligro y al mismo tiempo es perentoria. Hay una lucha interna por evocar sus personajes atormentados o siniestros, por clarificar los mensajes disfrazados de acontecimientos, por aumentar el tamaño de los detalles para comprender su verdadera naturaleza, por acertar en la respuesta a la pregunta que se reitera sin descanso: ‘¿Qué es lo importante?’

Respetar la vida en todas sus formas, sacralizarla, ponernos a su servicio. Antes que humanos, somos seres vivos, aunque lo olvidemos, tan apegados como estamos a lo virtual, tan alejados física y mentalmente de la naturaleza. Esta identificación con ‘lo natural’, varía de unas épocas a otras de la historia, de unas sociedades a otras, de unos a otros individuos, de un momento a otro de cada biografía. La infancia podría ser esa etapa de la vida en la que aún se mantiene un contacto directo con el misterio del hecho mismo de haber nacido, se permanece más cercano al instante preciso de la concepción y a las transformaciones posteriores en el útero materno. Puede que esto enlace directamente con lo hueco del ser, cuando aún no se es más que un proyecto de vida, una intención en vacío. Nuestro proceso vital, en este sentido, es circular. El final es regresivo, se comprende lo que se intuía en el origen: el sentido de la vida. La vida misma es el sentido, la búsqueda.

¿Pero qué sucede si el hilo invisible que nos conecta a la naturaleza se enreda en nuestro cuello hasta asfixiarnos, o es sesgado de pronto? El terror también se oculta en lo natural, en lo que nos alimenta, en lo que debiera protegernos. Generalmente es hijo de nuestra propia manipulación del medio. Lo terrible es esa responsabilidad que nos sepulta, de la que no podemos escaparnos. ¿Cómo proteger a los que amamos, a nuestros vástagos? Hay un único modo: protegiendo a la humanidad entera. Y, del mismo modo, habría que proteger a la naturaleza en su conjunto para estar protegidos también nosotros, ya que formamos parte de ella, aunque lo hayamos olvidado. Seguimos siendo insignificantes, con todo nuestro empeño en crecernos y endiosarnos. Poco podemos hacer, por ejemplo, ante catástrofes naturales una vez que se nos vienen encima. Sin embargo, somos capaces de estudiar ‘el cómo’, incluso ‘el cuándo’. Nos falta centrar el foco en ‘el qué podemos hacer o dejar de hacer’ para evitar aumentar los desastres naturales que nos acechan. Tendríamos que regresar a ciertos códigos de conducta y generalizarlos, inventar otros tantos; rescatar ciertos condicionamientos morales, inventar otros tantos.

Pero la La Distancia va mucho más allá, le lima las aristas a la dentellada de lo monstruoso y trastorna la lógica emocional. ¿Nos reconocemos unos a otros? Es más, ¿nos reconocemos a nosotros mismos? Si no somos capaces de identificar de qué sustancia estamos hechos, ¿cómo sabremos distinguir lo natural de lo que no lo es tanto? ¿Alcanza nuestra perspectiva a distinguir lo semejante de lo extraño? Si un campo de cultivo, en apariencia beneficioso, puede estar envenenado y suponer un peligro, ¿qué es susceptible de sucederle al ser humano y a su esencia?
En los momentos finales, cuando todo se confunde, incluso los planos temporales, ¿regresará la intuición a traernos luz y consolarnos, pese al horadar vertiginoso del tiempo en las entrañas? Se parecería esto a la esperanza. ¿El dolor desaparece? ¿Es eso lo importante? Solo que ya estaremos muertos. ¿O no?

La puesta en escena del director, Pablo Messiez acierta recogiendo el simbolismo contenido en la novela de Samanta Schweblin, Distancia de Rescate. Utiliza los elementos precisos, de gran impronta visual y resonancias oníricas. En el trabajo con los actores, se agradecen las notas de humor que aporta la sabia construcción de algunos de los personajes, como la Mujer de la casa verde, o Nina en alguna de sus escenas. Es muy interesante el punto álgido en el que, rompiendo la cuarta pared, Nina ve al público: Los espectadores pasan de ser un campo de cultivo al que se asoman los personajes, a adquirir otra identidad humana. Todos los seres son vulnerables y es necesario convivan en equilibrio, nos recuerdan. De nuevo la necesidad del vínculo, también en el propio hecho artístico. La función se nutre de un trabajo muy coral por parte de los actores, empeñados en tejer esas redes espacio-temporales que sustentan la adaptación a teatro de un texto complejo en fondo y forma, al mismo tiempo que cargado de hipnotismo.

Debo confesarlo: Salí del teatro sin entender lo que había visto, eso es así. Pero lo sensitivo estaba ahí, me había tocado. Las luces y las sombras, los colores emocionales, la coreografía de movimientos, los silencios, lo pronunciado, el ritmo. Las imágenes. Las preguntas. Este tipo de experiencias artísticas suelen ser de las que me zarandean. Suelo defenderme de ellas, esgrimiendo la razón. Me pasó lo mismo con el monólogo de Ofelia, en el Hamlet de Miguel del Arco. También con la primera obra que vi de La Zaranda. Antes, con Tadeusz Kantor. Hoy día conservo estas experiencias intactas en mi imaginario. Sus huellas me conforman como artista.

Quique Marí
Intérpretes: María Morales, Fernando Delgado, Luz Valdenebro y Estefanía de los Santos
©QuiqueMarí
©QuiqueMarí
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Javier Navares

EL PLAN

EL PLAN

IGNASI VIDAL

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El Teatro Pavón Kamikaze ofrece El Plan (Premio Godoff a la Mejor Obra Teatral de la Escena Madrileña en 2015) entre su repertorio de dramaturgia contemporánea. Su autor, Ignasi Vidal, no es solamente prolijo, sino brillante. Esta obra, su primera propuesta como director, se estrenó hace un año en La Pensión de las Pulgas con gran éxito de público y crítica, continuando su periplo con una gira que le ha traído de regreso a Madrid, de la mano de Uroboro Producción.

En esta ocasión, se incorpora como actor Manuel Baqueiro en sustitución de David Arnáiz. Continúan en el elenco Javier Navares y Chema del Barco (finalista a mejor actor en los Premios Godoff 2015). Todos actores con recorrido en teatro, cine y televisión, animales escénicos no precisamente faltos de recursos.

El Plan puede parecer una comedia de sofá. Nada más lejos de la realidad. El público se ríe, eso sí. Durante la función, el espectador tiene la sensación de contemplar a través de una ventana abierta en un barrio cualquiera, una tarde cualquiera de un grupo de amigos cualquiera.

¿Y qué es la amistad? ¿Qué une a los amigos? A veces, circunstancias adversas que permiten y fomentan el trato, por ejemplo, el desempleo. Hay que tener tiempo para relacionarse. El problema estriba en que todo exceso deforma. Cuando el tiempo se dilata en una secuencia repetitiva, sin vertiente novedosa, suele alcanzar la estridencia de un tiovivo averiado que gira y gira sin pausa.

Aparentemente todo va bien, como siempre. Juntos podrán trazar un plan que bloquee un instante la máquina, para poder saltar y desvincularse del tedio. La intención es lo que importa. Y cada día ese impulso les reúne en torno a los suyos, para reconocerse. Y algún día lo harán. Todo se solucionará si su intención es firme.

Ocurre que se entretienen rascando el sedimento que se incrusta entre lo sórdido, recolocando objetos en posiciones precisas de las que nunca están conformes, masticando semillas, resolviendo inconvenientes menores que se van enredando en sus ansias de cambio hasta la asfixia.

Pero, bueno, lo toman con humor, pasan el rato, se desahogan. Quien más quien menos está afectado por la desidia, se siente presionado por su familia, tiene problemas con su pareja. Ya se conocen. Aunque a veces sorprende lo que el otro es capaz de obviar, lo que oculta, por un malentendido pundonor, o por un absurdo intento de proteger al amigo, o porque el dolor se transforma en un pitido sordo que aturde.

Ese va a ser el día en que todo se resuelva. Pero, antes, hay que permitir la lucha entre iguales, mancillar lo intacto, explicar traiciones, tolerar sospechas y bajas autoestimas, sonsacar algo que escueza, que haga sentir más allá de esta cosa insalubre y sanguinolenta que se viene a la boca. Todo está presto a desmoronarse. Hay que sostenerlo. De una cosa a otra hay un paso. Y no hay opción para el regreso. Desesperar es confluir en un punto ciego.

Ignasi Vidal se propone, en principio, relajarnos en las butacas a través de la identificación y de la risa. Todo lo que ocurre en escena es reconocible, nos caen bien los personajes, nos recuerdan a nosotros mismos, comprendemos perfectamente lo que les pasa. Hasta el golpe de gracia de lo perplejo.

Esta fábula, jocosa y cruel, no tiene moraleja. No ofrece solución alguna, sino desasosiego. Nos hace desconfiar de nuestra propia naturaleza. Y, por otra parte, nos hermana de un modo incontestable con todo ser humano. Esta es la grandeza del arte, el ser capaz de abarcar lo complejo para formularlo de una forma sencilla y verdadera. El Plan es un pedazo de vida y su contrario. Solo en el contraste con lo oscuro la luz brilla.

Qué más decirles sobre El Plan, que deban saber de antemano… Quizá que vayan desarmados, pero lleven bien afilada la punta de la esperanza. Tal vez, que fijen a algún fondo sólido el bloque helado y parcialmente sumergido sobre el que navegamos todos a la deriva. Seguramente, que no ignoren esos silencios incómodos que durante la función van tejiendo su tela de araña… Sin duda, que no se la pierdan.

Pero el ser humano está imbuido de un espíritu libre, algo que se escapa a su lógica, que pugna por salir de su boca sin significado aparente, sonido armónico y vibrante que le eleve. En cada desfallecer, se deshace la entraña, como una bandada de pájaros que no se resignan a la oscuridad del nido. ¡Cuánto mejor será la levedad del ser que se despierta!

Manuel Baqueiro
Chema del Barco, Javier Navares y Manuel Baqueiro
© Carlos Núñez de Arenas
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Elena Floris y Pavarthy Baul

EL ÁRBOL

EL ÁRBOL

ODIN TEATRET

Dirección: EUGENIO BARBA

¿Por qué “menudo pájaro está hecho” o “pajarraco” son expresiones que conllevan un uso despectivo? ¿Qué tiene la sociedad contra los pájaros, para haber aceptado estos usos del lenguaje como válidos? Yo amo a los pájaros desde la infancia, me hicieron alzar la cabeza y ver el cielo con otros ojos, ese último horizonte. Ya no soy tan ingenua y sé de la peligrosidad de las rapaces si eres un gorrión, pero amo a los gorriones y a las rapaces. Es una pena, que no sea ingenua, pero no me queda otro remedio, supongo. ¡Ya no pateo charcos, pero aún persigo el canto de los mirlos! Continúo ocupada en resolver lo que me inquieta más allá de la belleza. Ya sé del daño, del propio y del ajeno. Creo mis propios lodazales a base de sufrimiento, aunque también río mucho. Dice Hannah Arendt algo así como que el mal es superficial, que solo la bondad es profunda. Intuyo que es muy cierto, por lo que conozco, incluso de mí misma. Hecha esta breve semblanza del “paraíso perdido”, me toca reconocer el descoloque al que me condujeron la otra tarde los Odin Teatret. ¿Sabéis cuando en una situación nueva para una, “una” no sabe cómo reaccionar, si reír o llorar? Pues así. Incluso al final de su propuesta (no quiero llamarlo espectáculo) que no sabía si aplaudir o largarme -como se me instaba a hacerlo con urgencia, a través de una de las actrices situada estratégicamente en la salida- Me sentí bastante estúpida en numerosas ocasiones, durante la función. Yo también portaba la nariz roja de payaso, incluso me ardía por momentos, debido a una mezcla de vergüenza y disfrute. Porque disfruté la función como una niña pero, al tener a la mitad del público justo en frente, me sentía observada todo el tiempo, como si mi propia imagen en un espejo se empeñara en burlarse de lo que debería reflejar. Para más inri, había localizado entre el graderío contrario a Juan Mayorga -al que admiro-. Brillaba en la oscuridad con su camisa blanca. ¡Qué estresante mi vanidad sin asidero! Así me sentía, perpleja. Observada y juzgada. ¿Y por qué? Yo no encarnaba a ninguno de esos “personajes” que deambulaban bajo la falsa carpa de circo color arena. Y, en todo caso, de ser alguno, me identificaba más bien con la niña que quería volar junto a su padre. Sin embargo, me atraían como un imán los Señores de la Guerra, no podía dejar de mirarlos, se me antojaban fascinantes, por mucho que intentara dibujar en mi rostro una máscara ética que alejase esas sensaciones, esa emoción que nace ajena a la empatía. Me conmovió profundamente Furia -la mujer que huía de la guerra-, me provocó un llanto tranquilo, sin nostalgia ni sentimentalismo. Su silencio me traspasó, su verborrea desmedida me despertó una emoción que apenas reconocía. Creo que fue lo más cerca que estuve de comprender de raíz. El resto del tiempo me lo pasé con la boca abierta, presa de la experiencia, acumulando enigmas. ¿Me refiero a la complejidad de las formas de expresión, de los textos, del lenguaje escénico? Nada más lejos, todo resultaba de una ingenuidad insultante, aunque traía reminiscencias de lo ajeno y de lo propio, de lo común. Mientras, el hermetismo de lo complejo nos iba atrapando de un modo envolvente. A través de los sentidos se nos acondicionaba para abandonar los asideros de la tibieza, abocándonos al escalofrío. Aunque a mí esa reacción me sobrevino en mi casa, días después, junto con algunas certezas. Me poseyó, de repente, la idea de que habíamos sido tratados en todo momento, durante la función, como subordinados, como esclavos, como extranjeros desprovistos de voluntad que inician un viaje ansiando refugio, movidos por la ilusión de un futuro. ¿Qué nos lleva a asistir al teatro? ¿O acaso vamos sin más, siguiendo la tediosa inercia del ocio? Esperamos continuar vivos al día siguiente, por lo menos. Procuramos mantener en el olvido nuestra condición mortal, mediante estas actividades. Al menos, buscamos reconfortarnos con el bálsamo de la belleza, adormilarnos, mecidos por algún canto. El canto, la celebración de la vida. ¿Cómo celebrar la vida tras una masacre? Tras un desastre natural, la propia naturaleza guarda silencio. El tiempo cesa, para darle tiempo a la vida misma a recuperarse. También justo antes de la hecatombe ocurre algo parecido, hay un silencio preñado de ojos abiertos, expectantes. Pero la vida se alza sobre el sacrificio, para regenerarse. ¿Siempre? ¿Hasta cuándo? Lo vivo engulle lo que le es ajeno. El problema es el veneno. La naturaleza nos ignora mientras puede. Únicamente hay dos posturas frente a esto: ser abono o ser veneno. El impulso de muerte puede condenarnos al silencio. Voluntariamente, podemos cualquiera de nosotros acceder a asumir el papel de verdugo. El que mata, también ama. El asesino tiene ideales. Si desde niños nos despertamos con el ruido de las bombas y alguien nos pone -a esa edad- un fusil entre las manos, si nos conmina a dar muerte, no erraremos con los disparos. Da igual que proliferen en algún lugar los ritos ancestrales, da igual el fervor de los inocentes clamando por el regreso de los pájaros. Las semillas chocarán contra la tierra reseca como si fuesen piedras. Solo la piedad es fértil. Solo la comunión de todos los seres sigue permitiendo que los astros giren. ¿Pero cómo podemos realmente “ponernos en lugar del otro”? Somos marionetas en manos de la experiencia. Lo que no se experimenta, no se sabe. Entonces, ¿cómo juzgar? ¿Quiénes son los sabios? ¿A qué cabezas obedecen las normas preestablecidas? ¿Deben ser rígidas o flexibles? ¿Resulta más fructífera la prevención que el castigo? Hace poco he aprendido una palabra nueva “provención”. No la busquéis en el diccionario, porque no aparece. A ciertos colectivos nos ha dado por inventar palabras. Esto da mucho miedo. La creatividad, en general, asusta mucho. Nos solemos anclar a lo ya conocido, presos en la verosimilitud de los refraneros. Pero el ser humano está imbuido de un espíritu libre, algo que se escapa a su lógica, que pugna por salir de su boca sin significado aparente, sonido armónico y vibrante que le eleve. En cada desfallecer, se deshace la entraña, como una bandada de pájaros que no se resignan a la oscuridad del nido. ¡Cuánto mejor será la levedad del ser que se despierta! Filosofar es fácil. Lo cierto es que no sé nada de la guerra ni de sus consecuencias, excepto la información sesgada y tergiversada que nos llega a través de infinitud de medios de comunicación, gracias a los milagros de la técnica. Y no todo, una mísera parte. Además, pongo poco ahínco en preservar y contrastar los datos, en ahondar en las causas de los conflictos. Me quedo en la superficie. No es mi cometido. Son noticias de tan lejos. Y ni te digo ya si hablamos de la historia, aunque sea de la de España. La memoria histórica tiene peso específico, la vaciamos de nuestros bolsillos para intentar ir más rápido. Hay voces que nos advierten de que seguimos interconectados, y no solo a través de las redes sociales, que lo que nos salva es la lucha por lo colectivo. Por mi parte, empiezo a hacerles caso. Bueno, siempre he sabido, a mi manera, que es eso lo que somos, fragmentos de lo mismo. Pese a todo, algo se descolocó dentro de mí, la otra tarde, en Teatro de la Abadía, mientras Odín Teatret desplegaba ante los presentes el mapa de un mundo desprovisto de ángeles y de demonios, la desolación más absoluta, poniendo el foco de atención en nuestro propio desconcierto. No os he desvelado nada, me lo he desvelado a mí misma, o lo he intentado. Por lo demás, apuntar que forma parte ya de mi imaginario la marcha a ritmo de acordeón de Kai Bredholt. -¡Qué actor!-, la forma en que le enjugaba la frente Roberta Carreri, la danza en círculos de Pavarthy Baul -con sus cabellos sueltos como guía-, la llamada a los pájaros de Julia Varley, la crucifixión de Donald Kitt, la forma de encaramarse al árbol y de morder una pera de Carolina Pizarro, la plegaria constante de I Wayan Bawa, el violín de Elena Floris, el juego con sus muñecas de una anciana encarnada en Iben Nagel Rasmussen… Los niños-marioneta, el esqueleto de árbol, las piedras, las mangas de sangre, la calabaza preñada, las cabezas cortadas y sonrientes, la blancura viva de un manto de nieve. Esta compañía nació en 1964, el año que nací yo. No creo en las casualidades. Aunque tienen un dramaturgo, el texto -como el espectáculo en sí- suele crearse tras un largo proceso de investigación. Me hice con él, para leerlo repetidas veces. Puede que lo diga en alto, como un mantra.

Pero el ser humano está imbuido de un espíritu libre, algo que se escapa a su lógica, que pugna por salir de su boca sin significado aparente, sonido armónico y vibrante que le eleve. En cada desfallecer, se deshace la entraña, como una bandada de pájaros que no se resignan a la oscuridad del nido. ¡Cuánto mejor será la levedad del ser que se despierta!

Elena Floris y Pavarthy Baul
Me poseyó, de repente, la idea de que habíamos sido tratados en todo momento, durante la función, como subordinados, como esclavos, como extranjeros desprovistos de voluntad que inician un viaje ansiando refugio, movidos por la ilusión de un futuro.
Elena Floris y Pavarthy Baul
Kai Bredholt y I Wayan Bawa
Voluntariamente, podemos cualquiera de nosotros acceder a asumir el papel de verdugo.
Kai Bredholt y I Wayan Bawa
Julia Varley
Julia Varley
Luis Alonso
Luis Alonso, Parvathy Baul, I Wayan Bawa, Kai Bredholt, Roberta Carreri, Elena Floris, Donald Kitt, Carolina Pizarro, Fausto Pro, Iben Nagel Rasmussen, Julia Varley
HE NACIDO

HE NACIDO PARA VERTE SONREIR

HE NACIDO PARA VERTE SONREIR

Santiago Loza

Director: PABLO MESSIEZ

He nacido. Soy mujer. ¿Qué sentido tiene?

Quiero compartir una anécdota. Un paseo en la mañana, ataviada con un abrigo largo, con capucha sobre la cabeza. Vestida de blanco. Está nevando desde la noche anterior. A cada paso, el paisaje aparece completamente cubierto por un frío manto. Inesperadamente, observo el acercarse de un trote silencioso hasta el cercado de un prado que tengo en frente. Me paro a cierta distancia de esa presencia, con temor de espantarla. Es un caballo blanco. Nos miramos. Ambos nos quedamos quietos bajo la nieve que cae. Entro en otra dimensión, se para el tiempo.

Quiero compartir otra anécdota. El día anterior he parido a mi bebé. He pasado la noche intentando darle de mamar, pero ella no ha extraído una sola gota de mi pecho, permanece tranquila y en silencio, con los ojos cerrados desde su nacimiento. La sujeto para mirar su rostro -desconocido hasta ayer- mis manos en su nuca, sus pies apoyados en mi vientre. Lentamente se van filtrando a través de los cristales los primeros rayos del alba. Entonces, mi bebé abre los ojos despacio. No me mira a mí, sino que busca la luz, girasol de carne y hueso. Entro en otra dimensión, se para el tiempo.

¿Para cuál de estos dos instantes he nacido yo? De los dos recuerdos, ¿cuál es el que dice más de quién soy? ¿Puedo categorizar de menos a más las distintas sensaciones, las efímeras emociones? ¿Qué diversidad de cicatrices dejan en el alma acontecimientos aparentemente sin nexo? No podemos olvidar que nuestra percepción de la vida vivida es siempre única. Ni tampoco que ante lo que acontece, hacemos lo que podemos. Otra persona en mi lugar hubiera aligerado el paso el día de la nieve, en lugar de pararse, pese al frío. Otra madre en mi lugar… no tengo ni idea. No pude darle el pecho a mi hija, pero le cantaba siempre mientras que tomaba el biberón. Ella dejaba de chupar de la tetina, si yo no cantaba. Siento que desde entonces estoy ligada a su alegría. Pero dejemos de hablar de mí. Aunque soy yo la que asistí la otra tarde al estreno de He nacido para verte sonreír, en la Sala Jose Luís Alonso del Teatro Abadía. No puedo obviar que soy mujer, que soy madre, ni que el autor del texto -Santiago Loza- indaga sobre lo que quiera que sea eso de “la maternidad”, además de sobre la imposibilidad de comunicación, y sobre la soledad, y sobre la locura, y sobre tantas otras cosas de las que he llegado a percatarme o no. Intentaré desmenuzarlas ahora sin desvelarlas, tan solo para rendir homenaje a esta pieza de exquisita belleza y profundo misterio que ha dirigido Pablo Messiez.

Belleza oscura. Escenografía, sonido e iluminación se confabulan para construir un nido, un lugar donde esconderse del mundo, donde mecerse en el ronroneo de lo incomprensible. Pero, pese a todo, una naturaleza salvaje pugna por entrar, por invadir la pulcritud de un espacio adecuado que no contenta a los inadaptados que lo habitan. Porque la madre cuyo hijo está ya huido -sea de una forma u otra-, es una extraña carcelera, es más bien una presa de confianza que planea la fuga. Los nidos suelen vaciarse cuando la necesidad de vuelo es perentoria. Los pájaros bien lo saben, es inútil entretenerse, hay que dejarse llevar por el impulso de preservar la vida. Pero ¿qué ocurre si un polluelo cae del nido y se lastima? ¿Le abandonaremos a su suerte porque nuestro hábitat es el cielo? ¿O pisaremos la tierra y empolvaremos las alas, ya nunca desplegadas? No somos pájaros. ¿Qué somos? Seres más indefensos que los pájaros, sin plumaje que nos proteja de la intemperie. Seres cargados de culpa. Seres cegados por mirar insistentemente a las estrellas. Siempre en búsqueda de sentido, intentando unir lejanos puntos luminosos para crear una figura reconocible, un vaticinio, la causa primigenia, lo que concatena las tragedias. El programa de mano es un mapa de estrellas. Un aria que suena durante la función -el de Los pescadores de perlas-, es un canto a las estrellas. ¡Qué sublime acierto!

Esta dimensión que intento atrapar, especificándola, es tan solo una capa de la obra, la más profunda. Es donde hayamos instalado el germen de la locura -amalgama de ternura, extrañamiento y escalofrío, encarnada por Fernando Delgado Hierro con verdad y delicadeza-. Es el desequilibrio de un alma, lo que nos va guiando entre presencias sin contexto. Electrodomésticos que consuelan, mesas como regazos donde apoyar sueños perdidos. Un chorro de voz que busca cauce sin encontrarle, músicas inmensas brotando de pronto como lava ardiente, silencios perplejos como estancias de hospital. Gestos constreñidos que se toman por pequeños. La distancia infinita entre dos cuerpos que en su origen fueron lo mismo. La idealización como una telaraña que envuelve. La parálisis ante la incertidumbre. La grandilocuencia hecha pedazos contra el tenue velo de una sonrisa. Tanta piedad.www

Pero no es onírica, sino cruda, esta textura interna del montaje de Messiez. ¿Cómo se consigue esto? Mi teoría sería que insistiendo en el contraste. Porque, más en la superficie, también nos muestra lo cotidiano, lo aparentemente trivial pero teñido de melodrama y no exento de humor ácido. Por un lado está el sentimentalismo, lugar común al que nadie puede sustraerse por completo, ya que es constitutivo. Como un bolero que se rescata del olvido, es la historia entre esta madre y su hijo, la relación que los une. Y, en contraposición a la lágrima, una ternura insólita haciéndonos cosquillas. No es solamente que Isabel Ordaz nos haga reír -esto depende del aguante a las cosquillas de cada espectador implicado-, es que su perspectiva como actriz trivializa el sufrimiento de esa madre que encarna, le quita peso por momentos con su parloteo incontenido, con su naturalidad, su cercanía, su semejanza a lo nuestro. Pero es solo una capa, tras otra capa, ya lo he dicho. Nada es lo que parece nunca, porque todo se transforma. Eso es la vida, ¿no? Será que el verdadero arte se asemeja a la vida.

El montaje es como una mina, podemos seguir extrayendo tesoros. La narración de la situación a nivel social del personaje femenino de la obra, por ejemplo. Ella es “una mujer de su casa” de los años treinta, con el marido ausente y omnipotente, paradoja del tiempo. No se hace explícito, pero esa ausencia de figura paterna, unida a la actitud vital de la madre ante su propia desidia, ante lo anodino de su vida, podría haber abocado al hijo hacia el cataclismo que le aqueja. Transciende este aspecto social del personaje femenino al apuntar a temas candentes actualmente, pero sin ofrecer soluciones, sin establecer ningún juicio. -Algo hemos avanzado, en este sentido. Al menos, queremos creerlo.-

No he querido caer en lo anecdótico de la trama, dando pistas a los que se mueven por gustos y disgustos, por apetencias. Tan solo he intentado plasmar mi experiencia, como siempre. Espero que a alguien le sea útil. Quería demostrarles cómo no solo he tenido la fortuna de haber sido testigo del estreno, sino que volvería a verla. En el patio de butacas no cabía un alma esa tarde. Fui acompañada, pero es lo mismo, no pude evitar que este trabajo artístico me tomase del cuello y me zarandeara. Y soy difícil a mi manera, no crean, lo que pasa es que elijo cada vez más y cada vez mejor.

Dicen que Messiez es “el director de moda”. A mi nada me importa eso. He visto dos montajes suyos nada más, La Distancia, en el Pavón Kamikaze, y este que nos ocupa. Me quedé con ganas de ver otros, como Bodas de Sangre, también en La Abadía. Lo que realiza como artista me interesa, me emociona, me hace pensar, me conmueve –verbo, este último, que tiene bastante que ver con ser llamada a la acción-

En cuanto a la actriz me ha parecido siempre muy interesante también. El público la conoce de sobra por otros trabajos suyos. Hace tiempo supe que es escritora, poetisa, que ha tenido algo que ver con La Fundación José Hierro. Conozco este lugar de encuentro de poetas… Es hermoso. Los astros se alinean, Messiez lo sabe. Está científicamente probado: somos polvo de estrellas.

Del autor, Santiago Loza, no puedo decir mucho más, excepto toda esta maravilla que he mencionado y que me ha traído el encuentro con su obra en La Abadía. Es argentino, como el director. Muy valorado y representado allá. Y es la primera vez que se representa en España. Que no sea la última.

portada ejemplar piloto
HE NACIDO
Pero no es onírica, sino cruda, esta textura interna del montaje de Messiez. ¿Cómo se consigue esto? Mi teoría sería que insistiendo en el contraste.
Isabel Ordaz
Fernando Delgado Hierro
Esta dimensión que intento atrapar, especificándola, es tan solo una capa de la obra, la más profunda. Es donde hayamos instalado el germen de la locura -amalgama de ternura, extrañamiento y escalofrío, encarnada por Fernando Delgado Hierro con verdad y delicadeza-
Fernando Delgado Hierro
Fernando Delgado Hierro
Fernando Delgado Hierro
He nacido. Soy mujer. ¿Qué sentido tiene?
Santiago Loza
Director: PABLO MESSIEZ

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