la distancia

Adaptación de “Distancia de Rescate”, de:

SAMANTA SCHWEBLIN

Director: PABLO MESSIEZ

Tras presenciar La Distancia en el Pavón Teatro Kamikaze, una tiene que recuperarse poco a poco, como cuando despertamos de una pesadilla que recordamos de forma inusual aunque, en apariencia, solo parcialmente. La sensación es de inquietud, de extrañamiento, de haber estado expuestos a cuestiones cuya resolución entraña un peligro y al mismo tiempo es perentoria. Hay una lucha interna por evocar sus personajes atormentados o siniestros, por clarificar los mensajes disfrazados de acontecimientos, por aumentar el tamaño de los detalles para comprender su verdadera naturaleza, por acertar en la respuesta a la pregunta que se reitera sin descanso: ‘¿Qué es lo importante?’

Respetar la vida en todas sus formas, sacralizarla, ponernos a su servicio. Antes que humanos, somos seres vivos, aunque lo olvidemos, tan apegados como estamos a lo virtual, tan alejados física y mentalmente de la naturaleza. Esta identificación con ‘lo natural’, varía de unas épocas a otras de la historia, de unas sociedades a otras, de unos a otros individuos, de un momento a otro de cada biografía. La infancia podría ser esa etapa de la vida en la que aún se mantiene un contacto directo con el misterio del hecho mismo de haber nacido, se permanece más cercano al instante preciso de la concepción y a las transformaciones posteriores en el útero materno. Puede que esto enlace directamente con lo hueco del ser, cuando aún no se es más que un proyecto de vida, una intención en vacío. Nuestro proceso vital, en este sentido, es circular. El final es regresivo, se comprende lo que se intuía en el origen: el sentido de la vida. La vida misma es el sentido, la búsqueda.

¿Pero qué sucede si el hilo invisible que nos conecta a la naturaleza se enreda en nuestro cuello hasta asfixiarnos, o es sesgado de pronto? El terror también se oculta en lo natural, en lo que nos alimenta, en lo que debiera protegernos. Generalmente es hijo de nuestra propia manipulación del medio. Lo terrible es esa responsabilidad que nos sepulta, de la que no podemos escaparnos. ¿Cómo proteger a los que amamos, a nuestros vástagos? Hay un único modo: protegiendo a la humanidad entera. Y, del mismo modo, habría que proteger a la naturaleza en su conjunto para estar protegidos también nosotros, ya que formamos parte de ella, aunque lo hayamos olvidado. Seguimos siendo insignificantes, con todo nuestro empeño en crecernos y endiosarnos. Poco podemos hacer, por ejemplo, ante catástrofes naturales una vez que se nos vienen encima. Sin embargo, somos capaces de estudiar ‘el cómo’, incluso ‘el cuándo’. Nos falta centrar el foco en ‘el qué podemos hacer o dejar de hacer’ para evitar aumentar los desastres naturales que nos acechan. Tendríamos que regresar a ciertos códigos de conducta y generalizarlos, inventar otros tantos; rescatar ciertos condicionamientos morales, inventar otros tantos.

Pero la La Distancia va mucho más allá, le lima las aristas a la dentellada de lo monstruoso y trastorna la lógica emocional. ¿Nos reconocemos unos a otros? Es más, ¿nos reconocemos a nosotros mismos? Si no somos capaces de identificar de qué sustancia estamos hechos, ¿cómo sabremos distinguir lo natural de lo que no lo es tanto? ¿Alcanza nuestra perspectiva a distinguir lo semejante de lo extraño? Si un campo de cultivo, en apariencia beneficioso, puede estar envenenado y suponer un peligro, ¿qué es susceptible de sucederle al ser humano y a su esencia?
En los momentos finales, cuando todo se confunde, incluso los planos temporales, ¿regresará la intuición a traernos luz y consolarnos, pese al horadar vertiginoso del tiempo en las entrañas? Se parecería esto a la esperanza. ¿El dolor desaparece? ¿Es eso lo importante? Solo que ya estaremos muertos. ¿O no?

La puesta en escena del director, Pablo Messiez acierta recogiendo el simbolismo contenido en la novela de Samanta Schweblin, Distancia de Rescate. Utiliza los elementos precisos, de gran impronta visual y resonancias oníricas. En el trabajo con los actores, se agradecen las notas de humor que aporta la sabia construcción de algunos de los personajes, como la Mujer de la casa verde, o Nina en alguna de sus escenas. Es muy interesante el punto álgido en el que, rompiendo la cuarta pared, Nina ve al público: Los espectadores pasan de ser un campo de cultivo al que se asoman los personajes, a adquirir otra identidad humana. Todos los seres son vulnerables y es necesario convivan en equilibrio, nos recuerdan. De nuevo la necesidad del vínculo, también en el propio hecho artístico. La función se nutre de un trabajo muy coral por parte de los actores, empeñados en tejer esas redes espacio-temporales que sustentan la adaptación a teatro de un texto complejo en fondo y forma, al mismo tiempo que cargado de hipnotismo.

Debo confesarlo: Salí del teatro sin entender lo que había visto, eso es así. Pero lo sensitivo estaba ahí, me había tocado. Las luces y las sombras, los colores emocionales, la coreografía de movimientos, los silencios, lo pronunciado, el ritmo. Las imágenes. Las preguntas. Este tipo de experiencias artísticas suelen ser de las que me zarandean. Suelo defenderme de ellas, esgrimiendo la razón. Me pasó lo mismo con el monólogo de Ofelia, en el Hamlet de Miguel del Arco. También con la primera obra que vi de La Zaranda. Antes, con Tadeusz Kantor. Hoy día conservo estas experiencias intactas en mi imaginario. Sus huellas me conforman como artista.

Quique Marí
Intérpretes: María Morales, Fernando Delgado, Luz Valdenebro y Estefanía de los Santos
©QuiqueMarí
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