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Guirigai, buen amor y mejor teatro

Crónica

Guirigai, buen amor y mejor teatro

Teatro Guirigai ha cumplido los 40. Quienes nos dedicamos a la cultura sabemos qué significa esto: cuatro décadas de experiencia ininterrumpida te dan estilo, calidad y genio. Y en el caso que nos atañe, gente de teatro, nos brindan la oportunidad de deleitarnos con la versión dramática de Libro de Buen Amor

Los versos del Arcipreste de Hita me han acompañado siempre, forman parte de mi estructura mental, han contribuido a configurar mi visión del mundo y han ayudado a entender esa amalgama que es la cultura ibérica; pero, sobre todo, han perfilado mi personalidad artística”, explica el dramaturgo, director y actor Agustín Iglesias, quien fundó en aquel Madrid de 1979 la compañía Teatro Guirigai. Desde entonces ha llovido y ante todo florecido: concretamente, Guirigai ha producido 56 espectáculos; 56 obras diferentes con un sello distintivo: el de la contemporaneidad.

De hecho, este Libro de Buen Amor descubre y valora la obra del mester de clerecía del siglo XIV en contemporaneidad con la trayectoria de la propia compañía. En cierto modo, y de qué manera, el teatro de calle está presente en el espectáculo a través de una ‘Comparsa del Arcipreste’ que entra en acción haciendo bullicio, y que continúa su guirigay interactuando con el público para terminar rogando un “Pater Noster por esta compañía”. Porque también ahora, como en aquel inolvidable Viaje a Eldorado de 1986, Teatro Guirigai pretende reencontrar el sentido a lo irrespetuoso, fundamentalmente cuando de la Iglesia católica se trate. 

Mientras se degusta, este Libro de Buen Amor produce una interrogante constante al público no experto en Juan Ruiz: ¿cuánto de fiel tiene el texto teatral con respecto al original? Es complicado imaginar que allá por 1330 un hombre concluyera a los personajes femeninos como mujeres sabias, chistosas, poderosas, estoicas a la vez que ardientes. Agustín Iglesias así lo concibe gracias también al espléndido trabajo de las actrices Magda García-Arenal, Asunción Sanz y Mercedes Lur, quienes se desdoblan en personajes diversos que adquieren voz propia, pero protegen, persistentemente, la voz de todas las mujeres: las de las lavanderas, prostitutas, serranas, venus, trotaconventos… Escenas de sexo homosexual, de tórridas decisiones estimuladas por ellas, acciones en las que “no es no”, etc., nos sitúan en la lucha feminista actual y nos retrotraen a aquellos espectáculos de Guirigai de los ochenta, como La viuda valenciana (1980) y Una mujer sola (1981).

En este mismo sentido, el ‘Arcipreste de Hita’, interpretado por Raúl Rodríguez, no deja aquí el poso del personaje misógino tan referenciado en la bibliografía sobre Libro de Buen Amor, sino que advertimos a un protagonista jovial y juguetón que crece y aprende del contexto femenino que le rodea. Por su parte, Jesús Peñas y su sugerente ‘Don Melón’ nos devuelven a otra constante del teatro de Guirigai: la lucha de clases. En resumen lo digo, entiéndelo mejor:| el dinero es del mundo el gran agitador| hace señor al siervo y siervo hace al señor;| toda cosa del siglo se hace por su amor.

La Comparsa del Arcipreste es elenco habitual de la compañía, como lo son el responsable de la sorpresiva escenografía, Marcelino Santiago ‘Kukas’  -quien casual o causalmente también cumple cuarenta años en la escena teatral nacional-, y de la música original, Fernando Ortiz -creador de las bandas sonoras de La Celestina, Camino del Paraíso, El Deleitoso y otras Delicias y Soldadesca-. El vestuario, hermoso y llamativo, es obra de la extremeña Isabel Santos.

Todos los elementos escénicos forman una armoniosa amalgama que encadena con el ritmo del espectáculo: una obra de noventa minutos y dieciséis escenas; una dramaturgia fiel a la estructura del Libro desde una mirada del siglo XXI;  una comedia para celebrar la vida y una admirable trayectoria de buen amor y mejor teatro.

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Por Bernardo Cruz

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Bernardo Cruz

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Anne Lepper

ANNE LEPPER: LA DRAMATURGIA DEL MANIQUÍ

Ensayos

ANNE LEPPER: LA DRAMATURGIA DEL MANIQUÍ

Anne Lepper

En ocasiones la fuerza de una imagen es tan poderosa que parece determinar, al menos en la conciencia del lector, el conjunto de la obra de un autor. Así tenemos la impresión de que ocurre en el caso de la dramaturga alemana Anne Lepper. Aunque su obra está llena de numerosos hallazgos, tanto temáticos como lingüísticos, el lector retiene principalmente su imagen de un hombre muñeco u hombre maniquí en Chica en apuros, su pieza más reconocida hasta el momento. El poder de dicha imagen deriva no solo del hecho visual, sino también de la radical inversión tanto de la perspectiva de género como de la tradición literaria. En efecto, tanto en una como en otra ha sido siempre la mujer, y no el hombre, quien tradicionalmente ha sido vista como una muñeca ―o como una estatua o una autómata, entre otras manifestaciones, como más tarde veremos. Y ha sido siempre el hombre, y no la mujer, quien tradicionalmente ha impuesto su perspectiva, masculina, por el hecho mismo de ser quien mira, quien impone el deseo de su mirada sobre la persona contemplada, de ese modo convertida en simple objeto de su deseo. Anne Lepper, en cambio, otorga la mirada ―y la palabra― a la mujer y convierte al hombre en objeto del deseo femenino, en un maniquí.  

Nacida en 1978, en Essen (Alemania), Anne Lepper escribió su primera obra dramática en 2009, titulada Todo lo demás está dentro, por la cual recibió el Premio Munich de Fomento de la Dramaturgia en Lengua Alemana. A continuación llegó, en 2011, la obra Adónde vamos perro, con la que participó en los célebres Encuentros Teatrales de Berlín (Berliner Theatertreffen). Siguieron, en 2012, Seymour o estoy aquí solo por equivocación y Cati Hermann, esta última una de sus piezas más relevantes. Por ambas fue elegida, por la revista Theater heute, como la autora dramática joven del año 2012. En 2015 aparecieron La Chemise Lacoste, Ay el mundo y Esbozo de un teatro total. En 2016 publicó Chica en apuros, su obra más emblemática, que fue escogida como la segunda mejor obra del año por Theater heute y por la que Lepper recibió, al año siguiente, el prestigioso Premio Mühlheim de Dramaturgia. Tras ella, en 2018, vino Maxim, su último trabajo hasta el presente, una pieza de teatro juvenil por la que viene de ser galardonada, en 2019, con el Premio neerlandés-alemán de Dramaturgia Juvenil e Infantil.  

Uno de los temas centrales de las obras de Anne Lepper, recurrente en su práctica totalidad, es el deseo del individuo por escapar de una realidad oprimente. Sus personajes protagonistas suelen ser mujeres o, en todo caso, muchachos jóvenes o todavía adolescentes ―nunca hombres maduros― inmersos en una situación social o familiar asfixiante ―marcada en no pocas ocasiones por la precariedad económica― de la que buscan liberarse, sin saber muy bien cómo, en busca de una existencia mejor. En Todo lo demás está dentro, por ejemplo, Anne, la heroína, es una mujer de cuarenta años que, tras la muerte de su madre, vive encerrada con un padre absorbente en una casa que se cae en pedazos, carente de recursos económicos e incapaz de llevar a cabo su deseo de independencia. En Cati Hermann la anécdota es similar: Cati, madre de familia y viuda, vive con dos hijos ya mayores ―Irmi y Martin, a los que ve como una carga― en una casa que se empeña en reformar aunque vive bajo permanente amenaza de desalojo; su deseo, o más bien su sueño, es volver a la escena ―se trata de una bailarina frustrada que en el pasado hubo de abandonar las tablas debido al nacimiento de los niños― para salir de su actual existencia y acceder a una mejor situación económica. Llegamos así a otro de los temas principales de Lepper: la tensión entre la realidad y el sueño. Atenazados por las circunstancias reales e incapaces de superarlas, sus personajes se refugian, a veces, en un mundo onírico de fantasía, cayendo incluso en lo grotesco. En Todo lo demás está dentro, Anne y su padre sueñan con que su conejo de competición gane una carrera para poder así salir de la pobreza. En Cati Hermann no solo sueña la madre, sino también los hijos: así Martin, caracterizado por una discapacidad física y su condición homosexual, pero sobre todo por su descontento de ser quien es, sueña con ser otra persona llamada Rocco ―el protagonista de Rocco y sus hermanos, la película de Visconti. En Esbozo de un teatro total, la protagonista, una mujer llamada Bonnie, huye de su vida cómoda y convencional de mujer casada y madre de dos hijos para ir en busca de experiencia y, sobre todo, del teatro, que aquí aparece como el ideal de una vida más auténtica.              

En Seymour y Ay el mundo los protagonistas son, en cambio, un grupo de muchachos. En Ay el mundo, tres jóvenes viven en un depósito de chatarra, apartados de los adultos, carentes de perspectivas de trabajo y de futuro y enfrentados al mundo y al sistema (encarnado simbólicamente por el empresario nazi Alfried Krupp.) En Seymour cinco adolescentes gordos se hallan aislados, por voluntad de sus padres, en una especie de balneario en las montañas, sometidos a una cura de adelgazamiento, deseosos, sin embargo, de la asistencia adulta, ya la del doctor Bärfuss, el director de la institución, siempre ausente ―otra figura masculina ausente―, ya la de los padres, por quienes se sienten rechazados debido a su gordura. Leo, uno de los muchachos, no solo sufre por ese abandono, sino que también es consciente de que sus padres lo han sustituido por Seymour, un primo suyo más delgado, a quien aquellos han dado, en su ausencia, su habitación. Nos adentramos aquí en otro de los temas nucleares de Anne Lepper: la conflictiva relación del individuo con la sociedad y, en particular, la necesidad individual de adaptación a las normas sociales, incluso a costa de la renuncia personal. Los muchachos gordos, víctimas del aislamiento y la tortura psicólogica, se esfuerzan, en efecto, por adelgazar ―sin conseguirlo―, a fin de agradar a sus padres y poder así volver a sus hogares y reintegrarse en la sociedad familiar. La pieza viene a ser un símbolo muy acabado de la moderna tiranía social de la imagen y de la apariencia física y expone con crudeza la necesidad del individuo por adaptarse a esa exigencia. En Ay el mundo, cuando las cosas se ponen feas, los muchachos rebeldes acaban por claudicar ante el sistema, renunciando a su modo de vida y regresando a lo que ellos llaman el Club de los Hijos, es decir, a la vida acomodada, ordenada y burguesa, bajo el amparo de los padres ―una alusión directa a Metrópolis, la película de Fritz Lang: en ella, el Club de los Hijos es la despreocupada sociedad de los hijos de la clase priviligiada que, en contraste con la ciudad de los trabajadores ―situada en las profundidades―, habita en la soleada superficie de Metrópolis. Esta necesidad de adaptación social se hace aún más patente en La Chemise Lacoste. Allí, en su primera parte, Félix, un joven de baja clase social, recibe una ayuda del Estado, gracias a la cual se le abre un futuro considerado prometedor: puede abandonar el pobre y desesperanzado hogar familiar ―a su padre, a su madre y a sus seis hermanos sin perspectivas―, convertirse en recogepelotas de tenis y, sobre todo, aspirar a ser, con el tiempo, una estrella del tenis (el tenis aparece aquí como la vida de las clases altas y la camiseta Lacoste, uniforme del tenista, como su materialización simbólica). Ahora bien, para cumplir su sueño de crecimiento social y de riqueza personal, Félix debe primero adaptarse a la sociedad de sus nuevos compañeros, recogepelotas como él, pero de clase alta y adinerada que, para su desgracia, no lo recibe con los brazos abiertos, sino que, al contrario, descarga sobre él todos los prejuicios que las clases altas tienen sobre las bajas. La existencia de Félix se transforma entonces de una lucha por salir de la pobreza en una lucha por ser aceptado por los más pudientes, al punto de la denigración personal, pero fracasando al fin y a la postre. Lepper introduce aquí otra cuestión que es constante preocupación suya: las diferencias económicas y sociales entre ricos y pobres y cómo estos se ven impedidos de alcanzar una existencia mejor o incluso la felicidad, asociada así, en armonía con los dictados sociales, a la posición económica. 

Esta lucha por la aceptación social se torna más conflictiva e incluso más patética cuando el personaje que la emprende es una mujer. En la segunda parte de esa misma obra desaparece Félix, el protagonista masculino, y entra en escena Kay, la protagonista femenina, pero también víctima de una problemática social semejante: ahora se da paso a una fiesta a la que llegan Sebastián, una gran estrella del tenis (modélica ejemplificación del triunfo social), y su novia Kay. Esta, de procedencia social baja al igual que Félix y reducida a objeto sexual de compañía, debe someterse a las continuas exigencias que la sociedad de invitados le impone como acompañante femenina de la estrella masculina. El propio Sebastián porta consigo una lista en la que aparece registrado cada uno de los requisitos que necesariamente debe cumplir la fiesta (ha de ser una fiesta del siglo XXI, Sebastián debe sentir el glamur de la fiesta, es obligatorio que lleve una mujer a la fiesta, tiene que cantarle una canción a Kay y, sobre todo, Kay debe llevar a cabo un baile en círculo, no de otro modo, sino obligatoriamente en círculo, como magnífico y absurdo símbolo de obediencia a las normas sociales). Si algo no aparece en la lista, entonces no debe producirse. Resulta inadmisible, por ejemplo, que Kay, despreciada por los invitados y agredida por uno de ellos, sangre y se caiga al suelo, ya que con ello echa a perder el glamur de la fiesta (y, en consecuencia, cae en desgracia a ojos de Sebastián). Kay, a semejanza de Félix, llega al extremo de la renuncia personal, con tal de ser aceptada en sociedad. Consiente incluso en ser travestida en hombre por algunos invitados, en ser vestida con corbata, sombrero y esmoquin («¿Somos amigos ahora que soy un hombre?», llega a preguntar). El tema de la necesidad individual de aceptación social entronca aquí con la cuestión de género, otra de las grandes inquietudes temáticas de Lepper. En sus obras, la mujer aparece con frecuencia como víctima de la presión que sobre ella descarga una sociedad dominada por las normas, los clisés y los prejuicios masculinos. A este respecto, resulta recurrente el motivo del travestismo. En Ay el mundo, Marie-Ann, la protagonista femenina, llega al extremo de someterse a una operación de sexo con el único objetivo de conseguir el amor de los muchachos, ya que ellos la rechazan por ser mujer (al ser homosexuales, ni quieren su amor, ni la aceptan siquiera). 

En Chica en apuros el travestismo aparece aplicado, en lugar de a la mujer, al hombre, con consecuencias radicales. En esta obra, en efecto, Baby, la protagonista, harta de estar sometida a las exigencias de los hombres, tanto de su marido Franz, como de su amante Jack, decide abandonarlos a ambos. Para sustituirlos, se propone establecer una relación con un muñeco para poder hacer con él lo que le venga en gana, acostarse con él cuando quiera, insultarlo si así lo desea, etc. Nos hallamos aquí ante una inversión absoluta de los roles tradicionales de la mujer y del hombre tanto respecto de la cuestión de género como de la tradición literaria. Como ya hemos apuntado más arriba, por lo general ha sido el hombre quien, tanto en uno como en otro ámbito, ha cosificado a la mujer convirtiéndola en muñeca sin voluntad propia, como simple recipiente de sus deseos masculinos. Esta visión se remonta hasta la Antigüedad grecorromana: en las Metamorfosis, Ovidio (poeta romano del siglo I d. C.) cuenta la historia de Pigmalión, rey de Chipre, quien, deseando casarse con la mujer perfecta y no encontrándola, decidió esculpir, con espléndido arte, una estatua de mujer tan bella y tan sin tacha que se enamoró de ella. El hombre se enamora aquí de su propia creación, una estatua ideal con forma de mujer ―trasunto de la muñeca―, carente de entidad propia, respuesta al deseo ideal y a la mirada del amante masculino. Por otra parte, la cuestión de la muñeca ―o de la marioneta― es un tema predilecto del romanticismo alemán (véase el pequeño ensayo Sobre el teatro de las marionetas de Heinrich von Kleist, autor de los siglos XVIII-XIX). E.T.A Hoffmann (siglos XVIII-XIX) cuenta, en su célebre relato El hombre de la arena, la historia de Natanael, un joven romántico e impresionable, que se enamora de una autómata (antecesora de los modernos robots) con forma de mujer llamada Olimpia (otra manifestación más de la muñeca). La mujer aparece aquí de nuevo como un ser sin personalidad propia, que solo cobra vida por obra de la imaginación masculina. El motivo ha tenido, asimismo, una recepción afortunada en nuestra propia cinematografía: en la película Tamaño natural (1973), Luis García Berlanga desarrolló la delirante historia de Michel ―magistralmente interpretado por el gran Michel Piccoli―, un odontólogo parisino que, presa de la crisis de la edad madura, se enamora de un maniquí con forma de mujer. Una vez más, la mujer es el maniquí y el hombre quien proyecta sobre este sus emociones. Toda esta tradición es lo que subvierte de raíz Anne Lepper. En Chica en apuros es la mujer quien, saturada de los hombres de carne y hueso, pretende mantener una relación amorosa con un maniquí masculino. Sin embargo, Franz y Jack, sus antiguos marido y amante, sintiendo no solo la amenaza sobre su propia masculinidad, sino también el miedo a que el ejemplo de Baby prospere y cunda entre las mujeres, deciden convertirse ellos mismos en muñecos para tener vigilada y bajo control a su antigua esposa y amante. Se redobla así el impacto de la conversión del hombre en maniquí. Produce, además, un efecto muy poderoso el hecho de que el personaje femenino busque su liberación no a través de la erradicación de los prejuicios de género, sino más bien a través de su apropiación. Baby, en efecto, no pretende eliminar los prejuicios que los personajes masculinos proyectan sobre ella, sino simplemente invertirlos, apoderarse de ellos para poder emplearlos en su propio beneficio. La liberación de Baby consiste, en definitiva, en acceder a disfrutar de las mismas prerrogativas que los hombres: principalmente poder cosificarlos a ellos.

Otro de los distintivos de la autora es su originalísimo estilo literario. Sus obras están compuestas, en general, por pequeños cuadros que se suceden unos a otros rápidamente y con aparente ligereza, ―que a veces ni siquiera llegan a desarrollarse, reduciéndose incluso, en ocasiones puntuales, a una sola frase. La composición parece así, en cierto sentido, impresionista: una pincelada aquí, otra allá, y de ahí resulta un paisaje de impresiones, una atmósfera de sorprendente fuerza. Por otra parte, su lenguaje combina una aparente inocencia ―casi se diría que infantil― con un penetrante análisis social, a lo cual se viene a añadir un marcado gusto por lo absurdo y lo grotesco. Por ejemplo, cuando Baby, la protagonista de Chica en apuros, decide cambiar de vida, su lenguaje, lejos de parecerse al de los adultos cuando toman una decisión, se asemeja al de los niños cuando desean algo: Baby expresa, repetida, ingenua y francamente ―como acostumbran a hacer los niños cuando sienten un deseo, con esa urgente necesidad de satisfacerlo, sin pararse a pensar dificultades o indeseadas consecuencias―, su deseo, absurdo y grotesco, de tener una relación amorosa con un hombre maniquí. Ahora bien, al igual que el lenguaje de los niños, el lenguaje de Lepper tiene la capacidad de desnudar, sin atender a censuras, los prejuicios de la realidad social circundante. El conjunto resulta, en suma, de una fresca singularidad.

Con todo, nos parece que la originalidad del estilo de Anne Lepper trasciende lo puramente estilístico. Esa originalidad, esa voz en apariencia infantil, corre en paralelo con la subversión derivada de la transformación del hombre en muñeco y de la liberación de la mujer, ya que, a semejanza de estas, aspira a ser un intento verdaderamente adulto de subvertir el orden y la uniformidad, en este caso literarias. En este sentido, su dramaturgia puede ser considerada como una dramaturgia del maniquí, imagen en cuyo rebelde simbolismo se reúnen, con gran maestría, las esferas de lo visual, lo social ―la cuestión de género―, lo estilístico y, en definitiva, lo literario.  

La recepción de Anne Lepper en España ha sido escasa. En la web del Instituto Goethe (www.goethe.de) se pueden solicitar las traducciones al castellano de dos de sus obras: Cati Hermann y Chica en apuros, la primera realizada por Maurici Farré y la segunda por Pilar Sánchez Molina y Franziska Muche. El propio Instituto Goethe, en el marco del ciclo Camino Escena, presentó en Madrid, a principios de 2018, la lectura escénica de Chica en apuros, bajo la dirección de Eva Parra.

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Por Antonio Mauriz

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Katharina Dielenhein / Cristian Kleiner / Dennis Weinert / Yehuda Swed

Fotos: Katharina Dielenhein / Teatro Koblenz
Una escena de “Chica en apuros” en el Nationaltheater Mannheim, premio de dramaturgo Mülheim.FOTO: CHRISTIAN KLEINER / TEATRO NACIONAL MANNHEIM / MÜLHEIM THEATERTAGE / DPA
Anne Lepper
Anne_Lepper_privat © Dennis Weinert
Fotos: Katharina Dielenhein / Teatro Koblenz

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ESPONTÁNEA O EL ESPÍRITU

ESPONTÁNEA O EL ESPÍRITU JUGLARESCO: UN NUEVO ESPACIO ESCÉNICO…

ESPONTÁNEA O EL ESPÍRITU JUGLARESCO: UN NUEVO ESPACIO ESCÉNICO EN SANTIAGO DE COMPOSTELA

El pasado día 27 de septiembre abrió sus puertas, en pleno casco antiguo de la ciudad de Santiago de Compostela (rúa Porta da Pena, nº 10), un nuevo espacio escénico denominado Espontánea. Tan próxima es su ubicación a la emblemática iglesia de San Martiño Pinario que se tiene la impresión de que allí conviven, en armoniosa mezcla, el teatro y la fe religiosa. Más allá de que el teatro pueda consistir también en un acto de fe, la combinación de lo mundano y lo sagrado es un fenómeno no poco frecuente en Santiago. Al visitante le bastará con darse una vuelta para comprobar cómo, por ejemplo, mientras las monjas de Antealtares elevan sus rezos en el interior del monasterio, justo delante de su fachada artistas y músicos callejeros, herederos de los antiguos juglares, alzan sus melodías profanas incluso entre la lluvia pertinaz, compitiendo con el alborotado tintineo de los cascos de cerveza -transportados por camiones de reparto entre estrechas callejuelas- y conformando un paisaje humano en cierta medida todavía medieval. A buen seguro imbuidos de ese espíritu juglaresco, los promotores de Espontánea (alguno de ellos proveniente de la maravillosa juglaría que viene a ser el circo) se han propuesto desarrollar, entre piedras sagradas, su proyecto escénico.

Haciendo honor a la promesa que expresa el nombre del espacio, la inauguración fue un acto espontáneo, sencillo y desenvuelto, en el que los gestores de la iniciativa, los primeros alumnos, amigos, curiosos y alguna que otra célebre cara de la escena gallega compartieron proyecto, esperanzas, sueños y algún pincho. La velada fue agradablemente amenizada por el Dj Jackinsane. Los promotores de la empresa son Antón Coucheiro, actor y payaso muy conocido en la capital de Galicia, y Gala Martínez-Romero, periodista y actriz. Como colaboradores suyos se cuentan Natalia Outeiro «Pajarito», Alfredo Pérez Muíño y Mónica Paradela. Espontánea nace con el objetivo de convertirse en un laboratorio escénico y de fomentar comunidades artísticas. Por el momento, en su comienzo, es un espacio dedicado a la docencia, que oferta, para adultos, clases de clown, danza teatro, pilates y consciencia corporal e improvisación; y para niños, teatro y radio. En el futuro, según nos cuenta Gala Martínez-Romero, planea albergar espectáculos, sobre todo muestras de alumnos, y quizá elaborar una programación. Consta de dos salas, una grande y una más pequeña, ideales para el ejercicio de la experimentación escénica.

Su irrupción viene a insuflar aliento a un ámbito cultural que, por desgracia, se ha visto muy asfixiado en Compostela durante los últimos años. En efecto, en menos de una década, han venido desapareciendo de la ciudad no pocos espacios escénicos privados, algunos tras una larga y ardua trayectoria, aunque también exitosa. A día de hoy Santiago no cuenta, por ejemplo, con una sala privada con programación propia y estable. Sí existen, no obstante, espacios dedicados principalmente a la docencia. Si dejamos a un lado las escuelas de danza (cuya presencia es llamativamente abundante: mencionemos, como ejemplos, Can Cun Quinque, Lodanzas, BSdanza y Siliria, entre las más conocidas), el resto de disciplinas escénicas no tienen una representación muy numerosa. Existen, aparte de Espontánea, solamente dos escuelas de teatro, limitadas a la enseñanza, que no han dado el paso de convertirse en salas con programación: Espazo Aberto y Pábulo (la primera, escuela también de danza, especializada principalmente en la formación de actores y dirigida exitosamente por Carlos Neira desde hace 26 años, ha llegado a ser, con todo merecimiento, una verdadera institución en Galicia; la segunda, de más reciente creación, está dirigida, con gran entusiasmo, por Marcos Grande). Asimismo, mantiene su actividad desde hace ya unos cuantos años, de manera realmente admirable, Circonove, una nave de circo que funciona, entre otras cosas, como escuela de payasos (en la senda de Pistacatro, otro colectivo circense, aunque ubicado no exactamente en Santiago, sino en la cercana localidad de Milladoiro). Pese a la notable actividad de todos estos espacios, se echan de menos los efervescentes tiempos, no tan lejanos (a comienzos del milenio y del siglo XXI, aunque, dicho así, pareciera que fue hace una eternidad), en que florecían las salas privadas con programación propia y estable, como la mítica Sala Nasa (dirigida por la compañía Chévere, una de las más reconocidas tanto en Galicia como en el conjunto de España, Premio Nacional de Teatro 2014) o el no menos mítico Teatro Galán (espacio gestionado entre 1993 y 2008 por Matarile, quizá la compañía gallega de mayor talento artístico, dirigida por Ana Vallés y Baltasar Patiño, entre cuyos muchos logros cabe destacar el extraordinario festival internacional de danza, En pé de pedra: nunca, hasta entonces, se había visto en toda Galicia algo parecido; nunca, desde entonces, se ha vuelto a ver en toda Galicia algo parecido. Hoy solamente el festival herDanza, organizado por Can Cun Quinque, bajo la dirección de Isabel Sánchez Temprano y Leodan Rodríguez Casas, puede enorgullecerse de haber seguido sus pasos). En aquella época funcionaban también, a pleno rendimiento, la Sala Yago (gestionada por la compañía Teatro do Noroeste, bajo la dirección de Eduardo Alonso -histórico director de escena y dramaturgo, uno de los fundadores y primer director del Centro Dramático Galego– y de Luma Gómez, una de las mejores actrices de Galicia), la Sala Santart (dirigida por Theodor Smeu Stermin, talentoso director de escena rumano) o, en los últimos años, A Regadeira de Adela (espacio escénico dedicado, entre otras cosas, al microteatro, a semejanza de proyectos como La casa de la portera, en Madrid). Por desgracia, todos estos espacios ya no existen, en algún caso debido al insuficiente apoyo -cuando no al perjuicio- de ciertas instituciones públicas. Por ello, cabe saludar calurosamente la aparición de Espontánea y desearle una larga y fructífera andadura. Esperamos, desde luego, que su espíritu juglaresco, esa fe mundana tan juguetona como tenaz, sea capaz de facilitársela entre piedras centenarias.

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Gala Martínez-Romero en el interior de Espontánea
SANTIAGO DE COMPOSTELA teatro
Exterior de Espontánea

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RICARDO III

RICARDO III

DE WILLIAM SHAKESPEARE
Versión libre de MIGUEL DEL ARCO y ANTONIO ROJANO
Dirigido por MIGUEL DEL ARCO

Un nombre sobre un sillón vacío e iluminado por un cenital dorado: pasó a la historia, se transformó en polvo el elegido, nada queda. De todo aquello que fue, tan pequeña huella… El principio es un final, un clamor por escapar de su destino. Ante la muerte, lo que queda del ser escapa por la boca, por mucho que se haya cerrado la mueca última de la ironía.

El polvo o el humo que somos deambulaba sobre la escena la otra tarde, ascendiendo a las alturas, como una bandada de estorninos dibujando su presencia coreografiada en el aire. El público murmuraba asuntos triviales desde sus asientos, sin percatarse del futuro, único y el mismo para todos los seres vivos.

Los villanos que ejercen de protagonistas suelen hacer las delicias del público. La otra tarde en el Pavón, Ricardo III resultó simpático, gracioso, inteligente, poderoso, atractivo, fue el blanco de todas las miradas. Ese hombre de acción nos miró desde el escenario sin vernos -pese a la luz incidiendo sobre el patio de butacas-, atravesándonos con su mirada aviesa, maquinando planes precisos para sus propósitos, apretando los dientes en una sonrisa extraña, como si el dolor y el placer se uniesen en su interior para impulsarle lejos, demasiado lejos… La mecánica de su deformidad venía sin duda de su esfuerzo en someter, no solo su propio cuerpo y su propia mente, sino también los cuerpos y las mentes de todas aquellas personas  que saliesen a su encuentro, que se cruzasen en su camino. Ningún ser humano puede ejercer el sadismo sin escepticismo extremo. Cuando esas capacidades empáticas que presuponemos humanas son tan solo imitaciones, frías estrategias cerebrales que se repiten hasta convertirse en hábitos huecos, no es raro que se retuerza una pierna o que nos salga joroba, aunque seamos aparentemente los más bellos del mundo, incluso iconos publicitarios. Manda el Sistema, también sobre “la belleza”.

La otra tarde, el Ricardo III de Israel Elejalde se nos antojó un showman, un personaje de cabaret carismático, una caricatura parlante pegada a un micrófono. Su bastón de mando: el control de los medios informativos, en él apoyaba su cojera, su desigualdad de cuna. Sabe muy bien lo que se hace, es plenamente consciente del ejercicio del poder y de sus consecuencias, experimenta el poder como lo hace un yonki con cada dosis de droga dura, que solo responder  ya a cantidades de poder que se extreman, desorbitadas, alucinatorias. Para mayor gloria del personaje, es un villano de comedia, y eso le salva. Puede hacer cualquier cosa ante nuestros ojos, no apartaremos la mirada, pueden oírse incluso las carcajadas tras sus fechorías. Es natural, el entusiasmo de Ricardo la otra tarde resultaba contagioso, su capacidad de persuasión y su maestría en el lenguaje, dignas de admirar. No hay nada dentro de Ricardo, es una máscara hueca, un símbolo. Su estrategia final, la cobardía: “Dejadme salir de aquí. Mi reino por un caballo.” Al igual que no hay piedad, no cabe arrepentimiento. La fiereza de lo sistémico.

El mundo de Ricardo III la otra tarde fue un mundo de pesadilla, en el que los muertos se desentierran para desconsuelo de viudas melodramáticas, en el que el público podría ser asesinado si no aclama a Ricardo debidamente. Podrían haber rodado nuestras cabezas, como la de Buckingham, no es cosa de broma. Sé al menos de un “payaso” capaz de desordenar mi mundo más cercano desde la lejanía, desde el otro lado del globo terráqueo. Particularmente a mí nunca me hizo gracia, ese “payaso”, pero llegó a la cima del Sistema apoyándose sobre todo en los medios informativos, en publicitar el escándalo, en utilizarlo como reclamo. Maquiavélica conquista. La seducción es un arma de doble filo. La pérdida de la voluntad, el abandonarnos, reduce el peso atroz de nuestra existencia; pero la muerte es irresoluble y exacta cuando llega. No hay abandono en la vida, excepto el sueño tras la vigilia. Todos somos responsables de permitir ejercer al poderoso.

Así que estamos allí reunidos para observar tranquilamente el modus operandi de Ricardo, congregados frente a la barbarie, sin pestañear, como frente a un televisor con tarifa plana, sin perdernos ni una salpicadura de sangre. Nos divertimos con el sufrimiento de los otros, somos torturadores, pero podríamos ser víctimas. Es excitante, el terror siempre nos atrajo. Y esta perversión se ha colado en nuestra sexualidad, ha hecho estragos. Somos un poco Ricardo III y un poco Lady Ana, hasta que nos entra el pavor a un paso de la tumba. Sálvese quien pueda.

¿Qué es lo que nos encandila de Ricardo? Esa energía inagotable, tan de Elejalde, tan animal, esa potencia libérrima, sin prejuicios ni contradicciones. Como si de un juego de roll se tratase, Ricardo III pasa por la vida, cumple su papel a la perfección y deja su impronta. Ni un ápice de sufrimiento por su parte. O bien, una alquimia del dolor que se resuelve tan de inmediato en algo placentero, de forma tan eficaz, que el dolor sucumbe, apenas acontece en su persona. Se ama a sí mismo, soledad suprema.

Miguel del Arco, con la colaboración de Antonio Rojano en la dramaturgia, ha versionado esta comedia del dramaturgo inglés más universal. En esta propuesta, los personajes de la época Isabelina son travestidos a personajes de esta época nuestra, tan evolucionada hacia ninguna parte. Del Arco se permite en el montaje guiños teatrales que aluden a la situación sociopolítica española actual, muy concretos, proclives a suscitar la polémica. La dirección de Del Arco maneja a la perfección el ritmo vertiginoso que Shakespeare supo imponer al texto original, pese a que se le hayan amputado algunas partes y reescrito otras tantas, o precisamente por eso -ya no le temo a la herejía-.

En cuanto a la puesta en escena, el patio de butacas queda invadido por la acción, el público tiene presencia y voz, es invitado a tomar parte. Se busca la identificación del respetable con lo que transcurre a través de elementos diversos, se pretende que le afecten los acontecimientos como parte implicada. Y se consigue. El público queda preso en el entramado de luchas por el poder, en las intrigas entre los que quisieran alcanzarlo, sin darse cuenta de que también desde el patio de butacas se están obviando las cuestiones éticas. El público se está divirtiendo sin más, no está valorando las consecuencias.

La vida misma, el propio mundo, esta misma España convulsa. Solo a posteriori se reflexiona, se cae en la cuenta de lo vivido. Mientras la tragedia tiene lugar, tiene tono de comedia. Disfruten mientras puedan.

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Por MJ CORTÉS ROBLES

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El germen teatral en Zambrano

El germen teatral en Zambrano

El germen teatral en Zambrano

–una aproximación a su filosofía teatral–

La razón poética

María Zambrano comienza a intuir esta razón en los años treinta del siglo pasado (antes de su largo exilio desde 1939 hasta 1984) impulsada por la razón vital de su maestro, Ortega y Gasset, pero a diferencia de esta otra razón, la suya no solo busca insertarse en la vida, sino ser generadora de trayectos capaces de proyectarse en territorios más profundos. O como lo dejó expresado en una carta fechada el 7 de noviembre de 1944 a su amigo Rafael Dieste:

«Hace ya años, en la guerra, sentí que no eran “nuevos principios”, ni “una reforma de la razón”, como Ortega había postulado en sus últimos cursos, lo que ha de salvarnos, sino algo que sea razón, pero más ancho, algo que se deslice también por los interiores, como una gota de aceite que apacigua y suaviza, una gota de felicidad. Razón poética es lo que vengo buscando. Y ella no ha de ser como la otra, tiene, ha de tener muchas formas, será la misma en géneros diferentes»

Apelamos a la idea de intuición porque la razón poética no es un libro, no es un momento, es la vida entera de Zambrano. Esto es así porque de principio a fin podemos entrever la fusión entre su vida y su obra como respuesta a la grave crisis política, cultural y espiritual de Occidente durante la modernidad. No podemos obviar que fue testigo privilegiada de los devenires oscuros del siglo XX, devenires que se verán culminados en su radical filosofía de la esperanza, la reconciliación y la piedad. El camino que emprende va «hacia un saber sobre el alma» resuelto en su concepción de la piedad entendida como «saber tratar a lo otro como otro». En la razón poética existe, pues, una simbiosis entre la vida y la obra, entre la experiencia y el pensar de una autora convencida de que «el mundo del pensamiento no deja de pertenecer a la vida»1 ; convencimiento que la lleva a querer «reconciliarse» a pesar la tragedia del mundo y de la suya personal, hablamos de su saber de experiencia: el exilio.

El exilio

En María Zambrano el exilio no es solo una experiencia personal e histórica, aunque también, sino una dimensión histórica trascendida por una dimensión metafísica y mística en la que el exiliado es un sujeto trágico, en crisis, que expresa su padecer. Lo trágico en María Zambrano lo podemos entender si nos aproximamos a la idea de «sentir originario», un sentir que nace en la experiencia básica y primera de todo ser humano, del que brotan los anhelos más íntimos que al no verse resueltos producen una insatisfacción, pero también, por ello mismo, al no tener cumplimiento inmediato se difieren en esperanzas; esperanzas que, a su vez, al toparse con la realidad se transforman en tragedias. Esta multiplicidad de sentires sitúa aquí la tragedia como un sentimiento. Un sentimiento que difiere de la concepción de los existencialistas al hablar del ser humano como ser arrojado al mundo, pues Zambrano lo hace como «un ser a medias nacido», un ser consciente de su insatisfacción, que quiere más y que va en busca de ello como el exiliado que expresa su sentimiento de orfandad y abandono porque no tiene un lugar donde enraizar su existencia. Esta «hambre de nacer del todo» se ofrece en clave mística como nos recuerda la filósofa Mercedes Gómez Blesa en su pormenorizado estudio sobre la fenomenología del exilio:

«Este sentimiento que experimenta el exiliado sólo adviene tras haber atravesado varias etapas que se le ofrecen, como exigentes pruebas, a todo aquel que ha tenido que abandonar su suelo natal. Zambrano concibe, pues, el exilio, en clave mística, como un rito de iniciación que ha de ser consumado atravesando varias moradas hasta alcanzar “el exilio logrado”»2

Esta última morada se ofrece como revelación que aparece tras poner la existencia al límite, en el momento en que se está entre la vida y la muerte. La conciencia aquí se identifica con «el saber de experiencia» a través del padecimiento, un saber trágico que nos remite al «saber padeciendo»3 de Esquilo en el momento de la anagnórisis.

La tragedia

El verbo con el que nombrar este ir padeciendo se emparenta con el delirio desde su concepción prelingüística. Pues el origen del teatro es para Zambrano, precisamente, el delirio, es decir, el grito primordial que al articularse encuentra su sentido: una razón que va destilándose hasta universalizar lo individual, una palabra que sigue la máxima de Empédocles y que «hay que repartir bien por las entrañas», una palabra que será la palabra que otorgue a su Antígona. A Zambrano le llevará más de treinta años la escritura de La tumba de Antígona (1967) ahondando en el mito, en la tragedia y sus personajes, pero de manera significativa en la idea de lo trágico en términos históricos. Comienza en 1937 con un inédito que titula «Tragedia y Filosofía» que escribe desde Chile cuando ya sabe que «es matemático que se ha perdido la guerra». Una década después, en pleno exilio, desde la Habana, escribe Delirio de Antígona en la Revista Orígenes. Este ahondar lento durante años, este conocimiento profundo es, en verdad, el propio de Zambrano que, como los místicos, se convierte en una reflexión de descenso para encontrar un camino de ascenso; el mismo camino que busca su Antígona desde su tumba-cuna. El interés de Zambrano por Antígona se debe a diversos motivos; Antígona, es sabido, fue en el siglo XX figura de conciencia colectiva que habla de la resistencia y de la libertad4 y, en este sentido, la Antígona de Zambrano es hija de su tiempo, también: voz contra la tiranía del poder, la manipulación y el ocultamiento de la verdad y la memoria. Y para llegar ahí el lenguaje del delirio se presenta como revelación, como misterio. Delirando nos encontramos a Antígona entre la vida y la muerte, en esa tierra intermedia, lugar de exilio y al mismo tiempo de acogida. Es la voz de los oprimidos, de los desterrados, de los mendigos, de los niños, Antígona delira con el lenguaje de los desposeídos de tierra. Pero esa palabra es, parafraseando a Unamuno5, una intrapalabra, porque es una palabra que cada vez nos aleja más de una lógica de conceptos, un verbo interior que va hacia un territorio donde el pensamiento poetizante adquiere forma de espiral, la misma forma que tienen los sueños nos dice en su libro El sueño creador (1965).

Los sueños

El estudio que hace Zambrano de los sueños comienza poniendo de manifiesto la relación de estos con la creación literaria porque como la literatura, los sueños «salvan lo que ha nacido sin tiempo en el tiempo»6 , o lo que es lo mismo, es el paso de la atemporalidad a la creación de la palabra en el argumento que se ofrece en el tiempo sucesivo. Aquí, en el sueño, las palabras aparecen, visitan, llegan sueltas «como sin dueño en el océano del silencio»7. Con esas palabras comienza a escribir la obra; pues una noche, en la soledad de su escritorio, una voz le susurra «nacida para el amor he sido devorada por la piedad». Y así, a través de la palabra es que el sujeto –doble en este caso, la propia Zambrano y Antígona– se descubre a sí mismo dejando entrever que es la propia tragedia la que ha de llegar a su anagnórisis. O lo que es lo mismo, que para que Antígona llegara a ser tuvo que llegar a la palabra, es decir, hacerse conciencia:

«Quise oírla siempre, la voz de la piedra, la voz y el eco, esos dos hermanos que son la voz y eco; hermana y hermano, sí. Mas las humanas voces no me dejan oírlas. Porque no escuchan, los hombres. A ellos, lo que menos les gusta hacer es eso: escuchar. Pero yo, mientras muero, quiero oírte a ti, mi tumba, quiero oíros a vosotras, piedras de esta tumba mía blanca como la boca del alba»8

Esas piedras, son las piedras del muro de la Historia sobre las que Antígona se hace conciencia. A este respecto, en diálogo profundo con la tragedia, habla extensamente en su primordial libro Persona y democracia (1956) donde analiza la conciencia íntima, familiar y la histórica, colectiva. Para Zambrano la conciencia histórica es ir «haciéndose cuestión», dudar. Y eso hace Antígona, cuestiona su estirpe. Pero no solo, al hacerlo también se cuestiona en términos de esperanza, es decir, en la promesa de una ley nueva para la ciudad que anhela la vida en libertad. Esa ley nueva es la democracia moral para Zambrano. Pero la historia, como lo sueños, también se presenta en forma de laberinto y por ello en Zambrano nunca es lineal, se dan ascensos y caídas una y otra vez, pero en unos de esos ascensos puede darse «la conversión de la historia trágica en historia ética»; ese es el deseo de Antígona, esa es la radical fraternidad, parábola de la Guerra Civil, que sostiene la obra dramática de Zambrano.

El germen de la luz

Al verter en la creación literaria toda su filosofía, María Zambrano consigue tejer toda una vida de coherencia vital y artística. Y elige el teatro, la forma dramática, para tal fin. Entiende que es en el espacio público, el espacio de la comunión, de la expresión democrática donde han de converger la poesía y la filosofía. En la afilada mirada que arroja sobre Antígona inserta las reflexiones que hemos ido acercando a lo largo de este escrito: la razón poética, una razón mediadora e integral que abrace a lo otro; su fenomenología del sueño, otra razón para ir a la conquista del tiempo; su reflexión ontológica sobre el exilio, la revelación de poder nacer de nuevo y, por último, su estudio sobre la tragedia, un estudio que se fundamenta en el valor de la palabra como germen de un “verbo de luz”. Todas estas aportaciones son de por sí píldoras para una filosofía teatral que después de María Zambrano se ha visto resuelta en diferentes manifestaciones teatrales. Quisiéramos citar tres, fundamentalmente: La palabra danzante de Karlik Danza Teatro que se estrenó en julio de 2016, con motivo del 25º aniversario de la muerte de la filósofa y el aniversario de la compañía extremeña liderada por Cristina Silveira. Es esta una pieza donde la danza, la música y la palabra de Zambrano se integran en una hibridez que pone en valor la razón poética, el delirio y, sobre todo, la reflexión sintiente, la del cuerpo, aquella que no queda supeditada a la razón cartesiana. Posteriormente tuvo lugar en Madrid Diotima, una creación de Eva Varela Lasheras y Raúl Iaiza en el Teatro de la Puerta Estrecha en noviembre de 2017. Eva Varela lleva al teatro, íntegramente, el texto Diotima de Mantinea, uno de los más bellos de la filósofa y cuya puesta en escena, además de arriesgada, resultó ser un viaje hacia la confesión, ese género literario que Zambrano practicó. Unos meses después, en el Centro Dramático Nacional se estrenó La tumba de María Zambrano –pieza poética en un sueño–, de Nieves Rodríguez Rodríguez, una pieza que se adentra en su fenomenología del sueño y en el lenguaje del delirio que, en su resolución escénica, dirigida por Jana Pacheco, se convirtió en poema visual. No han sido las únicas incursiones teatrales alrededor de Zambrano, se han publicado libros, artículos y realizado lecturas dramatizadas en buena parte de la geografía española desde el ámbito escénico. Y no serán las únicas, habrán de venir otras creaciones, otros diálogos al calor de la luz de una de las filosofías contemporáneas más importantes del siglo XX. Y XXI. Un pensamiento para hacer del espacio teatral una práctica indagatoria donde filosofía y teatro se estrechen. Una filosofía teatral que integre lo clásico y lo moderno en una comunión que permita acercarse al teatro que no existe, al otro teatro, ese que Zambrano soñó en el exilio.

[1] ZAMBRANO, María (2011). «Prólogo» a Persona y democracia, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p.379.

[2] GÓMEZ BLESA, Mercedes (2016). «María Zambrano: el exilio como no-lugar» en Debes conocerlas, Ediciones Huso, Madrid, p. 153.

[3] Zambrano cita a menudo la frase «aprender padeciendo» que encontramos en Las Coéforas de Esquilo.

[4] A este respecto cabe citar el estudio Antígonas: la travesía de un mito universal por la historia de Occidente, de George Steiner que da buena cuenta de la influencia del mito griego en el S. XX. Libro, por otra parte, en el que María Zambrano está ausente.

[5] Citamos aquí a Unamuno, maestro de Zambrano junto a Antonio Machado y Blas José Zambrano, porque dialogan en lo que al sentimiento trágico se refiere. La filósofa lo hace, expresamente, en un ensayo que le dedica al pensador vasco titulado así: Unamuno.

[6] ZAMBRANO, María (2011). El sueño creador, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 1004.

[7] Ibid., p. 1041.

[8] ZAMBRANO, María (2011). La tumba de Antígona, Tomo III de las OO.CC. Edición de Jesús Moreno Sanz, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 1132.

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LA TUMBA DE MARÍA ZAMBRANO

LA TUMBA DE MARÍA ZAMBRANO

Nieves Rodríguez Rodríguez
Directora: JANA PACHECO

La propuesta es arriesgada. Una resurrección, un pacto con la muerte. La palabra ilumina el interior de una tumba, es en sí misma la herida en la piedra, se filtra entre las grietas hasta lograr abrir lo hermético. La palabra escrita en piedra, al pronunciarse, despierta el anhelo de lo humano. El mismo fuego ardiendo en el cielo que en las entrañas de la tierra. Y en medio, el temblor de las sombras, una interrogación resuelta en carne que palpita, columnas de humo que se pierden, ramas con que plasmar pensamientos, árboles sin tierra, frutos que caen, estrellas que alimentan, lecciones infinitas. La alborada, que no admite encorsetarse porque es búsqueda ardiente. El tiempo hecho pedazos y, en ese laberinto, apresada, la experiencia. El trascurrir de un sueño.

Pero las lápidas caen con fuerza, retumban, hacen temblar el mundo. Dos clichés histriónicos bailan, a modo de autómatas en un reencuentro imposible: lo bélico y lo manso, lo patriótico en sus dos versiones -vencedores y vencidos-, lo violento y su víctima, el desequilibrio del alma humana y su extremarse en consecuencia. El clamor del hambre, la literalidad de la supervivencia, maullidos o llantos de criaturas que atender se multiplican, bocas desencajadas y cucharas como herramientas inútiles y ostentosas, gestos que no sacian. Y mientras tanto, el apego a una música presa en un mecanismo. El dolor en todas sus formas. De lo sublime a lo patético. La curvatura del mundo.

María es tan solo una mujer, ya ni siquiera eso, pero intenta permanecer de algún modo entre nosotros, el mayor tiempo posible, si fuese útil a alguien. Es ahora su nombre quizá más puro que su apellido, manchado de tantas promesas, de tanto prejuicio. María sabe estar en calma, esperar, escuchar el enigma y prestarse a descifrarlo. Comprende lo vivo. Se ofrece en el intento de comunicación plena. María no teme lo imposible.

Acercarse a María, desentrañarla, invocarla a través del ritual de una puesta en escena para que se encuentre con un público ajeno a su obra o no, con interés por su pensamiento o no, admirando su figura histórica o no; plantearse este reto y llevarlo a cabo, es para mí ya un éxito rotundo. Por lo que he ido investigando, desde que Nieves Rodríguez Rodríguez pariese la obra y Jana Pacheco se planteara montarla y subirla a un escenario, ambas han luchado mucho por este proyecto, desde diferentes frentes. Ahora el CDN lo adopta, le da cobertura y lo expone al público en el Teatro Valle Inclán. Tengo entendido que, en su día, se realizó una representación en el Cementerio de Vélez Málaga. Me imagino la magia que pudo crearse, al ser real la caída de la luz en el crepúsculo, la presencia de la luna llena.

Acercarse a María Zambrano tiene mucho peligro de encantamiento, pues supone alejarse de la lógica, fijar la mirada en lo inexplicable. Por eso el lenguaje no verbal tiene tanto sentido en este montaje de Pacheco, por eso la plasticidad del montaje dice tanto o más que el propio texto. A veces, parece que el texto se perdiese entre tanta imagen que pugna por vivir, en una apuesta escénica tan sensible como barroca, en cuanto a la cantidad de información que se nos ofrece por esa vía. He aprendido que eso que llamamos “la primera impresión”, al tener mucho de inconsciente, no es tan sencillo de expresar. Prefiero dejarla macerar en mi interior y permitir que vaya surgiendo después en soledad, imágenes y sensaciones que afloran repentinas del recuerdo y van cobrando sentido. Hay muchas corrientes artísticas, también en el teatro. Algunas de ellas consiguen acceder a un público más amplio, otras no tanto. Pero en esa diversidad está la riqueza cultural. La razón poética de María Zambrano no solo es factible de traducirse a lenguaje escénico, sino que rompería multitud de esquemas si tuviera más presencia en ámbitos culturales, sociales y políticos. El “sueño creador”, el pensamiento de Zambrano es como un nenúfar, sin asidero pero con raíces. En el movimiento del agua se refleja la vida, no en su estancamiento. Leedla.

A parte de la resolución estética y del impecable trabajo actoral, en este montaje destacaría la dimensión política que acaba adquiriendo, una vez visto por entero y dejado reposar. Me hago cargo de que la lleva implícita el texto y de que Zambrano -en cierto modo, a su pesar- también la tenía. Creo que es en ese punto donde Zambrano es una mina, en su compromiso social ausente de etiquetas. No fue una filósofa encerrada en su torre de marfil, ni cegada por el resplandor al salir de la cueva. Supo de su tiempo y alzó la voz, tomó posiciones no precisamente del gusto de todos, sino coherentes y, a su entender, justas. No pretendió ejemplificar con su vida, pero sí mitigar el daño a los otros en lo posible, esclarecer su propio sufrimiento para darle utilidad, darse cuenta de que no era exclusivo. Pero rasgar el velo del misterio, solo la vida ya vivida lo consigue. Por eso María tuvo que transformarse en un híbrido entre filósofa y poeta, en palabra que engendra silencio, en silencio que engendra música. Leedla.

Si el ser queda enjaulado en su propio dolor y no es capaz de entender que todo daño humano es político porque trasciende, se va pudriendo lentamente, se descompone. La Araceli que deambulaba sobre las tablas de la Sala Francisco Nieva en el Teatro Valle Inclán, no me provocaba pena, sino extrañamiento, incluso cierta repulsa, como el hedor de lo yerto. Resultaba chocante la perspectiva en el tratamiento de estos personajes, tan cargados de tragedia y, sin embargo, no exentos de ironía. Si le otorgamos protagonismo, tanto ella como su antagonista en la obra se cubrían el rostro, poseían una verdad oculta. Con la ayuda de María, Araceli arrancó y enterró el apéndice que frenaba su impulso, supo alzar su mirada, pudo elevar su espíritu. Entonces Zambrano nos miró a los ojos y nos habló como a criaturas dignas de salvación. Leedla.

Siendo la costumbre tras asistir a una función el abandonarse a catarsis melodramáticas que no dejan huella -ese desahogarse escatológico y estéril-, tengo que advertir y advierto que es otro tipo de emociones lo que esta función despierta, que no pretende en absoluto complacernos ni se escuda en la autocomplacencia. Utiliza otras llaves y hurga en otras cerraduras. Hemos olvidado que, aunque no estemos hechos de una pieza, la hermosura nos habita. Obviamos muy a menudo el poder de nuestros vínculos, el alcance de nuestros compromisos. Ignoramos al otro como si no fuese a afectarnos el milagro de nuestra mutua coexistencia. Caminamos en contra de lo que logrará liberarnos. ¿Quién lidera esta marcha ciega? La obra invoca a una mujer valiosa que no dudó en cambiar de rumbo, que mantuvo los ojos abiertos entre la niebla. Acudid a esta cita para honrarla. Escuchad su palabra última en boca de Aurora Herrero. Dejaos hipnotizar por la Araceli de Isabel Dimas. Enternecer vuestra nostalgia de la mano de Irene Serrano. Identificaos con la paciencia y la constancia de Daniel Méndez. Que os atraviese el ruego ahogado de Óscar Allo. ¿Qué más decir?

Leedla.

Irene Serrano, Daniel Méndez, Isabel Dimas, Aurora Herrero
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Acercarse a María, desentrañarla, invocarla a través del ritual de una puesta en escena para que se encuentre con un público ajeno a su obra o no, con interés por su pensamiento o no, admirando su figura histórica o no; plantearse este reto y llevarlo a cabo, es para mí ya un éxito rotundo.

Aurora Herrero y Oscar Allo
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A parte de la resolución estética y del impecable trabajo actoral, en este montaje destacaría la dimensión política que acaba adquiriendo, una vez visto por entero y dejado reposar.

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