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LOS DESIERTOS CRECEN DE NOCHE Autoría

LOS DESIERTOS CRECEN DE NOCHE

LOS DESIERTOS CRECEN DE NOCHE

José Sanchis Sinisterra

Dirección: JESÚS NOGUERO | CLARA SANCHIS

Hay crónicas que se escriben solas, tras presenciar un espectáculo. Finalizada la función, suele pasar también que los espectadores desaten su lengua con todo tipo de dimes y diretes sobre gustos o disgustos de lo que ha sido consumido. Al fin y al cabo, el que más y el que menos, ha ido a pasar el rato, y se sabe soberano tras abonar su entrada; opina salvaguardado en la distancia que le separa del escenario, del propio hecho teatral -para ser claros-.

Al finalizar Los desiertos crecen de noche la otra tarde, en Teatro del Barrio, los aplausos fueron firmes; tanto como el mutismo de los espectadores. Creo que se oyeron un par de “bravos” ahogados. Salimos en perfecto orden y prácticamente mudos. Me dejé llevar por mis pies y avancé un trecho junto a mi acompañante, calle abajo, sin ganas ningunas de abrir los labios. De pronto, uno de los dos dijo algo sobre el impacto que la función le había causado, una expresión onomatopéyica, alejada del discurso. Eso trajo reminiscencias de una conversación al uso, pero ni tan siquiera así llegó a darse del todo. Por mi parte, he dejado reposar las consecuencias de ese impacto, antes de acometer esta crónica.

Es cierto que no puedo generalizar –pese a que suela hacerse- al intentar transmitir ahora lo que me supuso esa tarde de teatro. También me doy cuenta de que el trascurrir del tiempo va trasformando mis impresiones de entonces. Pero sigo convencida de que estuve inmersa en una meditación inducida y compartida. No es tan sencillo que esto ocurra en una sala de teatro, se dan muchos condicionantes, como la propia circunstancia, el propio bagaje vital y cultural, el fluctuar del estado anímico. Quizá mi acompañante y yo veníamos predispuestos, sin saberlo. Este es el misterio del arte, es un hallazgo, se produce un reencuentro con lo que reconocemos como propio, aunque jamás fuimos capaces de concebirlo de ese modo. Ahora está allí, frente a nosotros, nos habla con una voz semejante a la nuestra, con palabras capaces de contener lo más íntimo, lo impronunciable, lo silenciado, lo oculto. El torrente del lenguaje como vehículo de la experiencia, ajeno a lo sagrado, aunque igualmente fascinante. Sin adorno en el ritual, la escena casi desnuda. Tan solo lo humano, luz que fluctúa, muebles y objetos mínimos, algunos instrumentos para argumentar el ruido y el festejar la vida. Y es estando así situados -iniciado el viaje, desde el principio interpelados, activos pero libres de culpa- que se nos sugiere que vayamos hurgando en lo recóndito, rebuscando en nosotros mismos la ausencia de respuestas. Porque lo que transcurre en escena nos perturba, no nos resuelve nada, nos empuja a los límites, nos invita a la búsqueda. La sensación más intensa que queda como residuo es la de haber participado en un experimento, o más bien, la de ser el objeto de dichas indagaciones experimentales. Y, claro, eso desconcierta.

Espero no confundir al lector aludiendo de forma demasiado tangencial a lo que tenga que ver con el disfrute. Esta amalgama de fragmentos de varias obras menores de Sinisterra -ensambladas de manera que funcionen por Jesús Noguero y Clara Sanchis- es capaz de llevar de la mano a los espectadores para transitar con ellos emociones distintas, de la desolación a la risa, de lo patético a lo tierno, del extrañamiento al asombro. Como parte del público puedo decir que lo pasamos bien y mal, sin término medio. En general, nos mantuvimos atentos o perplejos, nunca satisfechos. Cuando parecía que el humor venía a rescatarnos, nos alcanzaba su contrario. Todo el montaje fluía hasta converger en un círculo cerrado, que nos abandonó en una angustia final, opaca y seca. Así nos fuimos, al menos yo y mi acompañante, noqueados, sumidos en nuestros debates internos.

Que cada cual disponga de lo que le impulsa a lo artístico y determine qué hacer con ello. Que cada potencial espectador comprenda la verdadera naturaleza de su necesidad de acudir a un teatro. Quizá decida seleccionar una sala cuyo edificio presuma de arquitectura, u otro tipo de espectáculo, de esos que se digieren a la primera y provocan bienestar a corto plazo. Sanchis Sinistierra opta por lo reflexivo y por lo austero. Tiene una firme vocación experimental como dramaturgo, como director y como pedagogo, como hombre de teatro. Su incidencia en la cultura adquiere una dimensión política, ya que su vocación es la de investigar la identidad del individuo. No se salva uno de su microscopio por estar sentado del otro lado del escenario, al contrario.

Si habéis leído hasta aquí, puede que alguien siga esperando que le explique de qué trata, que me centre en el tema de la obra. Entonces es que aún no he sabido explicarme. Es verdad que se exponen cuestiones sobre las que replantearse otras, y estas últimas podrían llevarnos a establecer más preguntas, y, así hasta el infinito. Planteamientos llevados a cabo desde lo artístico con sutileza y destreza, nunca obvios ni inocentes. Por ende, lo que el acontecer en escena provoque depende de cada individuo allí sentado, en las gradas del Teatro del Barrio, acechando en la oscuridad. El espectador es tan misterioso como el sentido o sentidos que puedan establecerse a raíz de un rostro asomando de la penumbra, un sonido que nos quiebra la oscuridad, una presencia extraña, una palabra rotunda, una retahíla, un silencio forzoso, un gesto inesperado, una acción física recurrente e interrumpida, la amplificación de lo inaudible, el interponerse irónico de una música, o el singular y específico relacionarse en escena entre los actores y entre los personajes. Sí, digo bien, porque se despliegan varias dimensiones, la del teatro dentro del teatro, incluida. Dimensiones externas que van en fuga, e internas que nos abisman.

No obstante, ahí va un ramillete de apuntes sobre lo que recuerdo haber reflexionado: El temor a lo efímero y vacuo de la existencia, la soledad inherente contra la conexión constitutiva, la necesidad del otro, la problemática de ciertos procesos artísticos y su vacío de contenidos, el descontrol del ego hasta dañar a otros, el abuso de poder y la estructura social que lo sostiene, la imposibilidad como circunstancia adversa insuperable, lo imprescindible del silencio, el ansia por comunicarse y su despropósito, el vivir nuestra oportunidad de llegar a ser a través de lo que realizan otros, el alma que desafina en la armonía conjunta, el absurdo de la espera y sus rutinas, la sensibilidad extrema desembocada en lo patético, la vocación de entrega, el afán de otorgar sentido frente a la inminente tragedia, la salvación inesperada del instante irrepetible, la perspectiva de los márgenes y el fulgor cálido de su esperanza, la importancia inexorable del camino. No se tomen como conclusiones, nada más lejos, empiezo ahora a destilar el jugo de esta experiencia artística. En caso de concluir en algunas certezas, tan solo a mí me serán útiles -o eso espero, depende de que las convierta en combustible y se traduzcan en acciones-. Para que el pensamiento nos impulse a mejorar la vida, tiene que procesarse a base de esfuerzo y voluntad de cambio. Pero el pensador ha de beber directamente de la fuente. Vayan al teatro y calmen su sed.

Tiene sentido el nombre de la compañía: Producciones los Pájaros. Solo un grupo de artistas orientados al vuelo podrían abordar un reto de estas características, de espaldas al mercado, pese al peso específico del que firma los textos. Un puñado de rebeldes talentosos colaborando para sacar adelante este primer proceso como grupo artístico, y espero que muchos más. Elaborando caminos es como se amplía el horizonte.

Intérpretes: David Lorente, Clara Sanchis, Jesús Noguero, Concha Delgado y Vanesa Rasero
David Lorente
Jesús Noguero
David Lorente, Clara Sanchis, Jesús Noguero, Concha Delgado y Vanesa Rasero
LOS DESIERTOS CRECEN DE NOCHE crítica artepoli
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DEADTOWN Autoría

DEADTOWN

DEADTOWN

Hermanos Forman

NAVES MATADERO

LSi hubiera sido yo, habría recreado una de indios, no de vaqueros. Algún indio fue arrastrado en su plataforma, como un suvenir rodante, la otra tarde, en Naves Matadero, pero quedó en eso… No he sido yo, han sido los Hermanos Forman los que han imaginado Deadtown. Entiendo perfectamente lo que les atrae de esos otros salvajes con sombrero y armas de fuego, pero donde estén los del torso desnudo con caballos de tres colores, cuchillo de cortar cabelleras y códigos éticos ancestrales… Cuando yo era pequeña, y no tan pequeña, mi apodo era “India”, porque siempre llevaba dos trenzas y una cinta en la cabeza. Luego me solté el pelo y se me fue el encanto. Esto es lo que logran rescatar los Forman: el encanto, la extrañeza del paso del tiempo desde un observatorio mágico: lo imaginario y su contraste. Y para que no perdamos la inocencia -pervertida siempre en aras de la perspectiva-, se empeñan en que nos sintamos inmersos, creando una ensoñación en tres dimensiones. Todo es un truco. De hecho el maestro de ceremonias que guía el espectáculo es un mago. Podemos hacer dos cosas: empeñarnos en desvelar la clave del engaño, o disfrutar de él sin ambages. Yo anduve algo bipolar, de un lado a otro de las posibilidades. A veces con la boca abierta, absorbiendo a través de los sentidos. Otros ratos indagando en el cómo lo hacían. No tengo conclusiones a esto último, solo teorías más o menos baratas que no voy a exponer aquí, por pudor. Puedo describir a mi manera la naturaleza del “objeto artístico” que se nos ofrecía. Era un híbrido: circo, cabaret, animación, marionetas. -Me fascina lo que huye de lo absoluto- Los referentes más adecuados podrían ser las películas de Karel Zeman. Desde luego, ingredientes de la industria de cine checa. Solo que es una vuelta de tuerca a meta-teatro. Y ni siquiera así queda definido. Cine dentro del teatro. Teatro dentro del cine. Según cómo se mire. Poliédrico.

Desde el inicio se nos invitaba al juego. El humor y la alegría eran herramientas del elenco, en el más riguroso directo, incluida la música. En Madrid lo teníamos de frente, el espectáculo, aunque desde la entrada se interactuase con el público -yo no podía dejar de mirar al acomodador de los bigotes retorcidos y él me saludaba cada vez con un gesto de su cabeza-. Dicen que en otros lugares lo que se construye para la representación es una cantina en la que los espectadores se ingresan, es decir, que forman parte. En esta ocasión el formato se ha tenido que adaptar al espacio de la Sala Fernando Arrabal. La escenografía resultaba como esos juguetes antiguos con departamentos de donde extraer los diferentes accesorios. Aparecían y desaparecían personajes y estancias como los conejos de las chisteras. Conejos no había, pero sí payasos, no de los cutres sino de los checos, de los que montan en bicicleta al tiempo que saltan en la cama elástica. Uno bailó con una cantante subido a su caballo rodante. En general, cantaron mucho y bailaron más, con la cara estirada de los tontos cuando son felices.

Un ápice de reiteración entre las sorpresas, y nos trasladamos desde lo rancio de ese cabaret portátil, a los inmensos paisajes vacíos del oeste americano. Ahí todo era posible: las sombras avanzaban hacia un destino, todo artificio tenía sentido, pese a quien pese. Daba igual que los caballos tuvieran ruedas o que les brotasen alas. El caso es que rodaban los ramajes resecos -hechos bola- ante el fondo sepia. Estábamos en una de vaqueros en tres dimensiones. Lo que nos separaba ahora de los actores, de sus siluetas en negro, era tan sutil como eficiente a la hora de conseguir el efecto. Este viaje alucinatorio nos paseó por los alrededores de una ciudad fantasma en medio de la nada y derivó en el interior de una cantina, la única cantina, donde todo Deadtown se reunía, o al menos todo el que iba armado.
La trama que se sucedía no importaba demasiado. Lo alucinatorio era todo el aparato puesto en pie para que esa historia fuera un hecho imaginable allí, en un teatro, frente al público actual, en esta época enfurecida por la técnica, devorada por la plaga de imágenes, hiper-conectada y obtusa. ¡Qué necesidad tenemos de oasis! Y qué mejor oasis -con tanto ruido- que el cine mudo. En este código fuimos introducidos. Nos dejamos bambolear de lo frenético y coloreado de la comedia, a la cámara lenta y los claroscuros del drama. Fue sutil y placentero este trance inesperado, gracias a la maestría de los actores. La multiplicidad de las disciplinas que se pusieron en práctica durante la función y el nivel en la ejecución de las mismas, otorgan gran valor al espectáculo.

Llegados de este modo a la supuesta tierra prometida que era América, nos dimos cuenta de que allí todo se resuelve a tiros –antes se estilaba mucho la frase “aquí muere hasta el apuntador”, pues eso…- Gocé mucho, porque resultaba ridículo: “A ver quién la tiene más grande” -la pistola- ¿No os suena de algo? A mí, sí, mucho… También me percaté de algún roll femenino de “la mala de la película”. De la ejemplificación del supuesto control ejercido por la “mala mujer” sobre los vaqueros. Y, por otro lado, aparecía alguna mujer empoderada, con escopeta de las de cañones largos. Este ejemplo último es tolerable como una muestra digamos “arqueológica” de las excepciones. El lugar real que ocupa la mujer, como colectivo de género, en el sistema social hegemónico que invade el mundo, es otro, ya se sabe. El país que fue cuna de ese nido de podredumbre capitalista llamado “Hollywood”, lo permite y lo abandera. Esa mentalidad machista resaltaba en el “western”, pero lo más relevante es que permanezca enquistada en la cultura actual, como una enfermedad crónica de la sociedad que se ha convertido en pandemia.

Es sano mostrar los síntomas de lo decadente, pero seamos capaces de tener ante esto una actitud crítica que nos impulse a extirpar el daño en cada huella. El espectador o espectadora que presencia la obra de arte tiene que hacer su trabajo. El objeto de arte es el que es. Tras su “consumo” -que buena palabra para introducir lo político-, cada cual tiene que digerirlo. Nuestra energía transformadora es creativa. El arte no cambia nada, pero nos recuerda que todo cambia, nuestra capacidad de transformarnos y la incidencia que eso tiene en lo colectivo. Me niego a degustar los manjares centrada exclusivamente en mis sentidos. Tenemos intelecto, imaginación, capacidades múltiples -como este fantástico elenco de actores que nos ocupa-. Yo lo paso por los filtros y procuro sea útil. Para mí los Hermanos Forman se han recreado en esa mirada irónica hacia América desde Europa. Ojalá el arte africano contase con los medios necesarios para poder mirar hacia Europa a su modo, y reírse de nuestra controversia. Es bueno mirarse en los espejos, sin temor a la diversidad de sus formas, buscarse y reconocerse en la claridad de lo que reflejan. Agradezco la oportunidad que me ha ofrecido este espectáculo inusual.

Así que bajo de mi pedestal a los indios de antaño, para subir a un personaje del imaginario de los Forman capaz de despertar en mí la maravilla: la muñeca autómata… Curiosa elección, ¿no es cierto? Por algo será. No voy a desvelarlo.
Acudan en masa a la llamada del banyo. No sean cobardes. Atraviesen las puertas abatibles con medio cuerpo a la vista. Desvelen ustedes mismos.

Fotos DEADTOWN, The Forman Brothers’ Wild West Show. Foto (c) Irena Vodákobá, Jana Lábrová, Josef Lepša
The Forman Brothers Wild West Show.
La trama
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Dirección: YAYO CÁCERES Álvaro Tato

SIGLO DE ORO, SIGLO DE AHORA (FOLÍA)

SIGLO DE ORO, SIGLO DE AHORA (FOLÍA)

Álvaro Tato

Dirección: YAYO CÁCERES

Lo cómico se nos escapa, no es nada constante en sus formas. Habría que esforzarse en describir el contenido y el tono de cada espectáculo de humor, o de cada humorista, para intentar apresarlo de un modo conceptual. Pero sería del todo inútil, se escurriría entre las costuras, por más que rematásemos. Esta necesidad del ser humano de deshacer contradicciones a través de la risa, nos es grata y beneficiosa, eso sí es un hecho. Necesitamos de este modo peculiar de reflexión que no se esconde del espectador, sino que comulga con él en un juicio jocoso a nuestra confrontación con el mundo.

Este espectáculo de Ron Lalá tiene algo de borrachera conjunta: empieza una a reírse porque nadie entiende nada y acabamos entendiéndolo todo -todos a una, como Fuenteovejuna, da igual la procedencia y el pelaje-. Es una celebración de la vida, y contra eso no hay reproche. Nos entra la letra y nos fluye la sangre, y hasta se nos van los pies al compás de la música. Y es que, ¿cómo le vas a argumentar mesura a un conjunto entrañable de locos? Si no puedes con el enemigo… La unión ‘pone las pilas’. ¿A qué vamos al teatro? Por encima de todo, a que nos despierten, a que nos enchufen a una corriente alterna -que venimos medio muertos, sonámbulos-. Luego ya tendremos tiempo de argumentar ‘la razón de la sinrazón’, a favor o en contra. En principio, participemos en los rituales, juguemos, adoptemos otras reglas. ¡Qué liberación! Aún me duele la mandíbula –que no tendría por qué, si batirla a pleno pulmón fuera mi costumbre.-

Pero ‘hete aquí’ -por utilizar una expresión del barroco- que los bufones suelen ser los seres más inteligentes de la tierra, sobre todo porque su oficio fluye libre de prejuicios y de otros condicionantes… -imagínese como guiño un ojo y entiéndase lo que se quiera- Estos de los que hablo, se me antojan cómicos ilustrados, sospecho que tienen doble peligro, el del desparpajo y el del fundamento. No se trata de simplezas o de chistes huecos lo que sale de su boca, sino de provocación y de cultura, en proporciones áureas. Se pone el caldero al fuego y se van añadiendo ingredientes para cocinar esta obra: historia, literatura, poesía, crítica social y política. El envoltorio de este manjar exquisito: la música. Todo ello se nos ofrece como si su elaboración sucediese a ojos vista, con inmediatez, azuzando nuestros sentidos y excitando nuestra mente. Sin embargo, no es difícil concluir que los ‘ronlaleros’ se nutren de provechosas fuentes.

Tengo mucha curiosidad sobre la naturaleza de sus procesos creativos, me pregunto de dónde parten y cómo evolucionan. ¿Nadarán en un mar de ideas o se ceñirán a unas cuantas? ¿Cuáles serán los criterios con los que dará por concluido el montaje su director, el argentino Yayo Cáceres? Supongo que asistir como público a la creación del espectáculo podría ser una experiencia alucinatoria, si es que esa opción fuera posible… Cuánto trabajo se adivina, cuánto trabajo.

La trayectoria de la compañía es larga y compleja, aunque tremendamente lógica, habiendo recorrido España y varios países de América. No hay que olvidar el dato de que su nacimiento está ligado al ámbito universitario. Fue fundada en 1996, y en 2011 ya empezó a recibir premios. Con “Mundo y final” fue finalista a los Max del 2008 como mejor espectáculo revelación. “Mi ministerio del Interior” estuvo nominada a los Premios de Teatro Mayte en 2006.
Ahora, en este siglo, nos reúnen en los Teatros del Canal para hacer un recorrido irreverente por el teatro de antaño, del Siglo de Oro, mostrando únicamente sus respetos a sobresalientes artífices, a Cervantes y a Shakespeare, a Hamlet y al Quijote -‘tanto monta, monta tanto’-, a algún otro que se escapa de su ironía transversal, de la agudeza de su envite. Revuelven los entresijos de posturas acomodaticias y poco éticas que permanecen activas socialmente. A más de un espectador le aprieta el cuello de la camisa, otros muchos se ríen francamente, sueltan lastre. Nos importa poco, si somos sinceros, la tramoya de que se sirven para que luzca la palabra hasta deslumbrarnos, para que broten los ritmos y se desenrosquen melodías para hipnotizarnos como a serpientes bailongas. La puesta en escena es simple, y es de agradecer, ya bastante barroco es el resto en cuanto a resonancias múltiples, y hay que digerirlo. Nos exigen, nos ponen a prueba, nos hacen partícipes, nos piden ayuda. Somos el eco de su atrevimiento, figurada y literalmente. Y, por momentos, nos suspenden en remansos de paz en los que deleitarnos.

De los actores, resultan obvias su profesionalidad y su exigencia, el nivel de entrenamiento, la puesta a punto técnica. Años de formación y lo que aportan las tablas y, por supuesto, el talento. No en vano cuentan con un público amplio y fiel que les secunda.

Lucho en esta crónica por no desvelar la trama, por no dibujar detalles que es mejor degustar en vivo. Podría destacar a alguno de los actores, aunque funcionen como una maquinaria perfecta en la que ninguno es prescindible… Podría decir, por ejemplo, que me entusiasmaron los apartes de Íñigo Echevarría. Comentar la maestría con que tañían sus instrumentos Juan Cañas o Daniel Rovalher. Festejar el travestismo de Miguel Magdalena (como Thalía). Aplaudir con entusiasmo el trabajo de Álvaro Tato -poeta, además de comediante- … Pero no nos desviemos. Aunque doy valor a su arte por separado, lo más importante es lo que generan juntos.

Cualquiera podría pensar que entre las once piezas que componen su Folía no hay enjundia, que no pesa el contenido, pues se desborda alegría suficiente como para que se torne en ruido. Nada más incierto. Entre loas, entremeses, mojigatas, jácara, discurso, censura y fin de fiesta; datos y explicaciones, puyas y reflexiones, reivindicaciones justas. “Un espejo de la vida entre alegrías y penas” que se sirve de la rima para ensartar picardías. “Vaya táctica más fea / bombardear con ideas.” “Esa peste intelectual / es contagiosa y letal.”

El panorama cultural español necesita de este humor inteligente y revolucionario, de este revulsivo cultural discordante que se vale de lo armónico. No sé qué más decir, sino que se acuda en masa a sus espectáculos, pero eso ya está ocurriendo. “Apaguen todos los móviles / enciendan la inteligencia.”

Reparto: Juan Cañas, Iñigo Echevarría, Miguel Magdalena, Daniel Rovhaler, Álvaro Tato
Dirección: YAYO CÁCERES
Lo cómico se nos escapa, no es nada constante en sus formas. Habría que esforzarse en describir el contenido y el tono de cada espectáculo de humor, o de cada humorista, para intentar apresarlo de un modo concept
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María Morales, Jesús Noguero, Israel Elejalde, Fernanda Orazi Autoría

ENSAYO

ENSAYO

Pascal Rambert

Aún no me he recuperado del impacto que me causó en su día La Clausura del Amor, de Pascal Rambert. Menos aún de Ensayo, obra del mismo autor, que se representa estos días en el Pavón Teatro Kamikaze.


Pascal Rambert es, sin duda, uno de los artistas más interesantes y reconocidos en el panorama europeo, traducido a varios idiomas y premiado precisamente por Ensayo con el Émile Augier de Literatura y Filosofía en 2015. En 2016 recibió el Premio de Teatro de la Academia Francesa al conjunto de su obra. Fue el creador del centro nacional de creación contemporánea Théâtre de Gennevilliers “T2G”, y es artista residente del Théâtre des Bouffesdu Nord en París. Estas son sus credenciales, aunque no todas. Es también coreógrafo y, en la actualidad, prepara una película. Como director de teatro, suele hacerse cargo de la puesta en escena de sus propios textos. Así ha sido en el caso que nos ocupa, Ensayo, dirigiendo a dos actrices y dos actores en estado de gracia.

Rambert no necesita que le avale su currículo, basta con presenciar el goce de su palabra viva sobre el escenario, para darse cuenta de su particularidad y de su excelencia. Estamos hablando de un artista único, con una forma específica, novedosa y brillante de escritura dramática. Podríamos definir el conjunto de su obra escrita como teatro poético, dado el bello uso que hace de la palabra, la presencia de lo metafórico y el privilegiado sentido del ritmo que trasmiten sus textos. Sin embargo, la libertad y la crudeza con que construye el discurso, el franquear constante de los límites de lo supuestamente adecuado verbalmente, le alejan de los cánones clásicos de la belleza. Sus planteamientos estéticos, de raíz filosófica, transcienden lo poético para desembocar en lo político. El suyo es un teatro comprometido, que cuestiona, que provoca, que enciende el ánimo en busca de respuesta activa, que indaga en las posibilidades de escape del estado de cosas en que nos hallamos inmersos, en donde nos acomodamos, abandonados a nuestro certero y oscuro final. La identificación del público con lo que trascurre en escena es total, pese a la aparente distancia que impone su estética.

Los actores portadores de su mensaje en Ensayo, cogen por el cuello al espectador desde la primera frase pronunciada, no le dan un respiro hasta no derramar por completo el chorro ininterrumpido de pensamiento que parece como inoculado por el autor y director. Los cuatro monólogos dirigidos se suceden en un ‘crecendo’ de intensidades múltiples, singulares en el fondo y en la forma, ausentes de estereotipos, veraces, estremecedoras, violentas; con sutiles brotes de belleza que conectan las almas de los presentes, todos expuestos bajo la misma luz potente y analítica. No se delimita el espacio a través de la iluminación, determinando así los distintos roles, distinguiendo de este modo entre actuantes y observadores; antes bien, se incluye al público en la misma atmósfera, considerándole parte implícita, cómplice, verdadero y último receptor de cada diatriba. Los silencios elocuentes se van extendiendo en escena, bajo la presión de un texto sin freno, como una mancha de sangre fresca bajo el martilleo del decir sin pausa. Lo dicho y lo que espera turno se desbordan hacia el patio de butacas, barriendo las hordas de indiferencia enquistadas en sensibilidades enfermizas, características de nuestros tiempos. El arte así generado y consumido es un reconstituyente, resucita a los muertos, nos hace salir de las tumbas, alzarnos de nuestras butacas para aplaudir con fuerza, nos emociona, nos impulsa.

En cuanto al entramado de lo narrativo, la obra se somete al intento de descripción de las diferentes dimensiones de la experiencia, desde las perspectivas distintas de un mismo hecho, profundizando tanto en lo sensorial como en el sentido. Es un instante preciso el que se disecciona, momento que queda suspendido, pero al borde del precipicio, predispuesto a la tiranía de lo consecutivo. En ese ralentizar el suceso relevante, el ser humano se muestra tal cual vino a este mundo, con su mezquindad y su grandeza. Equipara a la mujer y al hombre, presos entre lo real y la ficción.
¿Qué sostiene al ser humano sino su propia creación, la generación de vínculos con sus semejantes, las creencias que le movilizan, la voluntad de reiterarse en el intento infinito, su búsqueda perpetua, su afán de conocimiento? Y, Por otro lado, ¿qué somos sino parte sensible de lo vivo, carne que sufre y que goza? Late en el trasfondo de lo escrito por Rambert en esta obra una atmósfera ‘chejoviana’ que se resquebraja por el impacto de algo tan nimio como un gesto, de lo que el gesto esconde en su categoría de mundo posible. Todos los cuerpos que laten en escena -y sus respectivas voces- aman. De distintos modos, todos se corresponden. Es la falta de perspectiva, la imposibilidad de abarcar la totalidad lo que aboca al sufrimiento. Todo podría ser más sencillo si no estuviéramos inmersos, solo que, entonces, no existiríamos para poder contarlo. Hay que hacer el esfuerzo de crecerse hasta las estrellas, para ver desde allí, para darse un respiro. El arte puede ser lo que nos catapulte, la vía de ascenso. Hubo un momento sencillo y conmovedor en la función de la otra tarde, que nos recuerda a esto: Israel Elejalde decide poner música. Fernanda Orazi y él se conectan a una canción que versa sobre el desengaño amoroso, sobre la anécdota vital que les consume. En esa escucha conjunta, en la coincidencia en el reflejo de nosotros mismos que nos devuelve el otro, somos capaces de desanudar los conflictos y relajarnos, de estrechar más los lazos, de permanecer enteros y dispuestos al gozo.

Estos dos actores mencionados son los que obligan a la estructura teatral a recuperar la forma que permita el significado perseguido. Fernanda Orazi incia la obra como una auténtica kamikaze -será que es contagioso lo de actuar en este espacio escénico, será que ella misma es una bestia escénica-. La energía con la que prende la mecha con su primera palabra es sorprendente, y resulta imprescindible -en cuanto a grado- para que corra como la pólvora en el resto de los cuerpos y las voces, en la totalidad del elenco. Tengo fija en mi recuerdo su mirada ardiente, de animal herido, clavándose directamente en la de los espectadores. Por su parte, Elejalde tensa su silencio de modo que, al soltar lo que ha callado, aunque sea el último, la obra entera se cierra en infinitos círculos concéntricos que nos absorben para sacudirnos. ¡Qué ímpetu transmite su presencia, casi eléctrica, la potencia de su voz clamando en el desierto! Apelaba a los jóvenes, a la renovación, al relevo que cargue con este testigo incandescente que es la vida, que son nuestros sueños realizables, que es la imagen holográfica de un mundo nuevo. No hubo respuesta. ¿O sí? La hubo, quiero creerlo. Estoy segura de ello.

foto © Vanessa Rabade | María Morales, Jesús Noguero, Israel Elejalde, Fernanda Orazi
María Morales, Jesús Noguero, Israel Elejalde, Fernanda Orazi
foto © Vanessa Rabade | Pascal Rambert
foto © Vanessa Rabade | Pascal Rambert
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Gon Ramos Autoría

UN CUERPO EN ALGÚN LUGAR

UN CUERPO EN ALGÚN LUGAR

Gon Ramos

Me insistieron en que fuese a ver la exitosa Yogurt Piano y me la perdí. En cuanto supe que Gon Ramos presentaba un nuevo espectáculo en el Pavón Teatro Kamikaze, me faltó tiempo para gestionar la entrada. Luego me sobró, el tiempo, y allí me presenté el día del estreno, una hora antes. Estuve tomando cerveza, admirando los girasoles de la fachada, y acogiendo lo que alcanzaba a mi oído de las conversaciones del público que se iba congregando. Me es muy grato ir en esta actitud a un espectáculo y tomarme, a ser posible, el tiempo necesario para asumir el acontecimiento artístico de un modo menos brusco, para dejarle espacio donde nacer en mí, calmando mi sensibilidad y potenciando mi receptividad. Me concentro unos minutos, unas horas previas. ¿En algo reflexivo e intelectual? Nada más lejos: libero los sentidos, procuro disfrutar del instante. Mis reflexiones todas son de ahora, mientras que escribo.

Este proyecto vivo del Pavón Kamikaze es incapaz de contenerse en la estructura arquitectónica en donde se lleva a cabo, ni en el entramado humano que se responsabiliza de su buena salud. Este proyecto profundiza día a día en la búsqueda de su propia voz, se retroalimenta con esfuerzo, se nutre de los seres que se sumergen en sus aguas, resuena como un mar sujeto exclusivamente a la influencia de los astros -aunque sea imposible-, se derrama hasta la calle para dejar un rastro de latidos, de ecos refugiados en caracolas, en intelectos ávidos de pensamiento, en sensibilidades propiciatorias. Este proyecto es Premio Nacional de Teatro 2017.

Pero adentrémonos ya en la experiencia artística concreta de ese día, esa tarde de su estreno, en el Ambigú, repleto de espectadores, desde la perspectiva de mi lugar de siempre, con las telas negras cubriendo las ventanas del fondo, reunido el público a tres bandas, a nivel del suelo el escenario. En escena nos recibió una composición dual de escenografía y elenco: dos sillas, dos barbudos. También se contraponía la acción escénica: marcar el lugar donde supuestamente se van a tener que colocar las sillas, contra esperar tumbado a que los espectadores ocupen su lugar y se inicie el espectáculo. Desde el principio se nos advertía de que jugaba nuestra presencia, que se nos iba a tener en cuenta como parte implicada, que éramos espectadores cómplices, receptores inmediatos y reales. En un prólogo se hizo explícito el código que se iba a establecer y que todos aceptamos. Por lo demás, palabra y luz en distintas intensidades como único ambiente. El resto, lo imaginario, hasta la utilería ausente. Teatro valiente, desnudo, que se centra en el sentido y la emoción que nos provoca. Los actores estaban ocupados en sus tareas, principalmente en comunicarse entre ellos, pero con una vía directa al público de comunicación abierta. Teníamos un intermediario amable, versátil, con humor despierto, capaz de desasirse de cualquier conato de drama o de tragedia que arrastrase alguno de sus múltiples personajes, para hacerse cargo de nosotros, desamparados ante la incógnita de lo expuesto en escena. Su nombre, Luis Sorolla. Y contábamos también con el ensimismamiento tras la cuarta pared de Fran Cantos Arana, su entrega al partner, cuerpo de enorme presencia, ojos cerrados o abiertos, mirada siempre en busca de un asidero veraz, oído atento, voz conmovedora. Fran tenía sus herramientas, nosotros las nuestras, compartíamos una, Luís.

El viaje emocional trascurría sin necesidad de una trama, sujeto a lo aparentemente anecdótico, saltando de uno a otro suceso sin el apoyo de lo consecutivo, con el impulso de una indagación en la que se nos va la vida -y que nos va la vida en ello, porque no es otra cosa sino vida-. Entonces, nos encaramamos al árbol de la existencia humana, de uno de sus ejemplos, y estuvimos recorriendo su majestuoso entramado. Acariciamos la perspectiva de poder abarcar el rizoma, la composición de sueños anudados entre sí y trasformados en posibilidades que quizá llegan a realizarse hasta cierto punto, que generan nuevos sueños posibles, y así, hasta lo finito o lo infinito -quién en conciencia lo sabe-. Cuál sea el motor, es lo que intentamos averiguar, la raíz de esta hermosa hipótesis de Gon Ramos. ¿Para qué nombrarlo? Está tan manido eso de “el amor”, es tan inexacto. Sería, más bien, una intimidad entre los seres lo que ansiamos, sin etiquetas, profunda, única, como cada ser que la conforma. Puede ser precisamente este compartir los sueños, este abrir nuestra capacidad de soñar al otro, este hacerle partícipe de nuestro más hondo anhelo, aquel que ni siquiera nosotros comprendemos, incapaces de abarcarlo, eso que precisamente es la materia común de la que estamos hechos, más cerca de la palabra “esperanza”, un palpitar al unísono, una armonía que nos transciende.

Este modo de contar, esta narración atípica, resulta un manojo de llaves efectivo que va abriendo los cerrojos de los rincones más recónditos de la sensibilidad de cada individuo entre el público. Después, solo tiene que ser capaz de llevarse entre algodones lo que se le ha entregado. Una misiva, un mensaje dentro de un mensaje -ya no de una botella-. Es una materia frágil y costosa, un tesoro mínimo y deslumbrante, un esbozo de algo vivo. Hay que resucitarlo y compartirlo. Resucitarlo. Compartirlo… Soñarlo cada vez. Soñarlo juntos. Vivirlo.

Foto © SamuelGarAr
Gon Ramos
Fran Cantos Arana
Gon Ramos
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Yasmina Reza

Dirección: MIGUEL DEL ARCO

No había leído a Yasmina Reza ni había visto ningún espectáculo sobre una de sus obras. La primera ocasión que he tenido tuvo lugar la otra tarde, en el Teatro Pavón Kamikaze. Por lo visto, Arte es una de sus obras más exitosas en nuestro país y en el resto del mundo. Comienzo este artículo reconociendo mi ignorancia porque es importante, tiene que ver con mi experiencia como espectadora de la representación de esta obra de arte, y enlaza precisamente con uno de los temas de los que trata el texto.

Para explicarlo, quiero empezar comentando mi reacción final, inesperada, tras escuchar el parlamento final de uno de los personajes -Marcos, encarnado de forma veraz por uno de los actores, Roberto Enríquez-. Sentí un escalofrío. Fue un giro intelectual que instantáneamente conectó con la totalidad de mis sentidos, con las emociones. Experimenté la intuición precisamente cuando el personaje desvelaba algo intuitivo, ya razonado y discutido intelectualmente, combatido emocionalmente, desprovisto por fin del estorbo de la obcecación. Cuando salí del teatro caminé bajo la noche madrileña alegre y conmovida, no sabía muy bien por qué, tan solo había visto una comedia… En esos momentos, me identificaba profundamente con Iván, personaje interpretado con brillantez y frescura por Jorge Usón. Me percibí ingenua y esperanzada hasta la médula.

¿A qué caja de Pandora accede la llave de la risa? El humor es la mejor herramienta para mirar la realidad, pues puede abarcar con flexibilidad y ligereza la totalidad de su espectro. La forma que tiene Yasmina Reza de provocarnos la risa, conlleva una sombra de incertidumbre, una sospecha de estar inmersos sin posible evasión en una tragedia. Todos vamos a morir, este es un dato a tener en cuenta. La obra es una cruda reflexión sobre el paso del tiempo y su capacidad para transformarnos, es más, para destruirnos. Pero la clave es la risa y eso es maravilloso. El público en ningún momento se pone a la defensiva, pese a que se acometen asaltos contra cuestiones controvertidas referidas a cuestiones intelectuales, artísticas y morales. La moral es la que se subraya como posible remedio que nos ayude a pasar el trance de la desaparición segura sin tanta amargura. Los personajes tipo que nos presenta la autora se mueven por el impulso principal de una actitud ante el mundo, diferente en cada cual, característica individual que en un principio les atrajo y que más tarde les irrita, incluso les repele, motivo por el que se enfrentan. Cristóbal Suárez sostiene el montaje, con gran soltura técnica y total implicación como artista -esta frase podría haberla dicho su personaje, Sergio. La dejo tal cual, no sin cierta ironía que pone en duda mi propia capacidad discursiva-.

Hay que destacar la maestría de Miguel del Arco como director de actores. La puesta en escena es hermosa y funcional, respeta las indicaciones de la autora, pero añadiendo algún elemento del imaginario de M. del Arco. Utiliza además recursos de sonido que confieren una identidad concreta al espacio, delimitado por el alzarse o la ruptura de una cuarta pared, invisible a ojos del público. Es interesantísimo el uso de estos apartes, en principio tan añejos, que adquieren sin embargo en el texto y en la dirección de del Arco, una dimensión imprescindible para la conexión con el público, sin perturbar el transcurrir de la acción ni trastocar la organicidad de los sucesos. Sirven también, junto con los silencios y ciertos efectos de sonido, para marcar un ritmo escénico no exento de dificultad, dado que no es una comedia al uso, sino algo más interesante, a mi entender (me sonrío entre paréntesis, otra vez, de esta última frase de mi exposición, menos mal que no he escrito ningún ‘-ismo’). Pese a la ausencia de la música en el espectáculo, tanto el texto como la dirección escénica, destilaron una cadencia que penetró nuestro sentido de la armonía sin dificultad, como melodía mundana reconocible. Una atmósfera cargada de poesía, que nos fue calando como la nieve, apenas sin notarlo. Algo que iba tecleando nuestras emociones hasta componer sentimientos. Resultó algo mágico gracias a su delicada percepción, en contraste con la batalla campal que se iba desarrollando en escena, subiendo de intensidad trágicamente, hasta el límite de una posible ruptura de la amistad entre los tres personajes. Estos van despertando nuestra empatía, así que, estamos en sus manos, estamos perdidos. Como ellos, perdidos en la dialéctica intelectual, en la cerrazón mental. Solo un corazón abierto late en la mesa en la que se le disecciona -es una metáfora, yo también utilizo cosas de esas-, un corazón que nos toca la zona interior más tierna, que marca el compás de lo humano, sin estrategia, ajeno al raciocinio. Ese corazón les une, el más denostado, el aparentemente sin consistencia. ¿Qué les separa entonces? Les distancia el mundo. Suena grandilocuente, pero es lo cierto: nos distancia nuestra confrontación con el mundo. Pese a no negar la identidad de cada individuo, somos esencialmente lo mismo. Pero nos perdemos la pista, cada cual en sus circunstancias, dedicados a desentrañar la incongruencia que nos rodea.

Plantea diversas cuestiones de interés este texto, además de las ya sugeridas, problemas a resolver en los que se nos implica como público atento, en los que se nos ofrecen distintos posicionamientos, todos ellos aceptables si escuchamos a las partes. Nuestra perplejidad va en aumento, y evitamos tomar partido, procuramos quedarnos al margen, aunque resulte imposible. Nos identificamos, no estamos de acuerdo, rectificamos, no concluimos. La obra no ofrece las soluciones del formulario. El tema que sirve de esqueleto a las conversaciones mantenidas en escena es el de la discusión sobre lo que quiera que sea el arte, ya lo dice el título. Dos de los personajes se empeñan en rebatirse mutuamente, mientras que un tercero, en todo caso, a disfrutarlo, aunque en el fondo no esté demasiado interesado en lo artístico. Su mayor interés estriba en fomentar la amistad de un modo básico, pero efectivo.

Se toca también de soslayo el tema de las relaciones de pareja. Según el tratamiento por parte de la autora, es este tipo de relación personal objetivo imposible de llevar a cabo como proyecto de futuro, dada su naturaleza absurda. Es precisamente tras su acelerado parlamento sobre las complicaciones de la preparación de su futura boda, cuando Jorge Usón se mete al público en el bolsillo, arrancándole una marejadilla de aplausos muy beneficiosa para la continuidad del buen hacer del conjunto. Podría parecer que Miguel del Arco, desde las alturas, dio la entrada con una batuta a esta intervención del público. Del Arco nunca haría tal cosa, eso es sabido. Para artistas como él, el público es soberano. En el texto también se expone esta cuestión, la de nuestra actitud frente a la idiosincrasia del artista, la de la tendencia a rendirle pleitesía. Miguel del Arco es una persona muy de carne y hueso; aunque es imposible que se libre de los ‘palmeros’, tampoco de los detractores, y me consta que en ambos casos sabe defenderse. Al pensar en él e intentar valorarle como persona –sin tener en cuenta su talento ni su categoría profesional-, lo primero que acude a mi mente es un sonido: su risa, a carcajadas. Le he oído reírse tantas veces, dentro y fuera del teatro, que me parece lógico que sea genial como director de comedia. La misma apuesta en las tablas que en la vida: el sentido del humor para no perder la perspectiva, la integridad como bandera.

Yasmina Reza se cuestiona a través de sus personajes la necesidad de unos principios morales para la vida en general, herramienta muy útil a la hora de adjudicar valor artístico a un objeto o a un acto. El mercado del arte, en concreto el de las Bellas Artes, es un lugar salvaje en el que el precio pone en valor al objeto por el que interesarse y pujar. Parece ser la única norma. ¿Quién pone el precio? Influyen los rabiosos intereses particulares de los que hacen negocio a través de la cultura -haciéndolo ya extensible al Arte Dramático-. Cuanto mayor poder adquisitivo o mayor poder político, mayor influencia en el mercado. Está probado el blanqueo de capital a través del arte, actividad para nada inofensiva. Toda acción inmoral, incluso aunque se trate de una transacción económica entre tan solo dos activos, siempre atañe a terceros en situación social más o menos vulnerable. Podemos abandonar en los márgenes de nuestra sociedad mercantil a la belleza incuestionable o a los sujetos más válidos, si no andamos con cuidado. Pero resulta difícil definir, delimitar lo intelectual, apresar en algo legible los conceptos. El arte es solo un medio de expresión, ni más ni menos, una libertad de acción imprescindible para el ser humano. Que genere discusión es justo lo más sano, lo que le convierte en arte vivo, relativamente fácil de consumir, pero difícil de digerir. Ahora bien, cualquier sometimiento es deleznable y, por encima de todos, el que impone el poder del dinero.

¿Qué nos sugiere la autora como posible salida de este túnel de la inercia y lo irreflexivo? La educación, el prepararnos para asumir un consumo responsable, en general de cualquier producto del mercado, también de lo artístico. Solo así experimentaremos algo insólito: tendremos algún control en nuestras vidas, seremos más conscientes de nuestra evolución, participando más en ella, no nos quedaremos inmóviles en un tramo de nuestro camino, seguiremos esforzados hasta el final, aunque el final sea el que todos sabemos, pero aún no conocemos. Todo conocimiento es laborioso y experimental, aunque la intuición sea algo intrínseco con lo que ya contamos. Y en este cultivar el intelecto, la sensibilidad y la empatía, los márgenes imprescindibles que deberíamos autoimponernos, como legado a las futuras generaciones, deberían ser siempre de carácter ético.

Si tienen la oportunidad, les animo a que aporten a este espectáculo del Pavón Kamikaze la contribución de su presencia, de su reflexión y de su risa; y, por qué no decirlo, del apoyo económico que un proyecto de gestión privada de un teatro así también necesita.

Por mi parte, ya he leído a posteriori la obra en cuestión y pienso seguir cultivándome acudiendo a este teatro y a otros. También con más lecturas, en las que incluyo a Yasmina Reza.

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Foto © Vanessa Rabade
ARTE
Foto © Vanessa Rabade
Jorge Usón
Rabade | Jorge Usón
Cristobal Suárez
Cristobal Suárez
Miguel del Arco
Miguel del Arco
Roberto Enríquez
Roberto Enríquez
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Cristina Redondo Autoría

INTEMPERIE

INTEMPERIE

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Cristina Redondo

Directora: Laura Ortega

Según la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ‘la familia es el elemento natural, universal y fundamental de la sociedad’. Cristina Redondo le toma el pulso a esta institución en su obra Intemperie, que se estrena estos días en El Ambigú del Pavón Teatro Kamikaze. El tema que late de fondo en este texto es muy concreto y, al ser tabú, se expresa de forma tácita: El incesto. Es cierto que, una vez llevado a escena, se podría intentar obviar, pues nada grave ocurre en apariencia. Podríamos indagar en la emoción que se destila a través de cada elemento escénico, fijarnos en la coreografía de movimientos, en la iluminación, en los apoyos musicales, en lo que nos sugieren otros efectos. Sin embargo, algo queda sujeto de la gestualidad de los actores, de la sensualidad rítmica que los envuelve, de lo pronunciado y de los silencios. Algo se desprende lentamente para sobrevenirnos de pronto y generar desasosiego. A muchos quizá ya fuera del teatro, o al cabo de los días, en medio de su acontecer cotidiano. Todo secreto común se enquista.

Espero que el público no se quede en lo anecdótico, por muy afectado que se encuentre a esos niveles… Quiero creer que la mezcla de crudeza y metáfora en el texto, junto con la sensibilidad con la que ha dirigido Laura Ortega, harán despertar a los que dormiten, los pondrá en alerta y, en suma, evidenciará la controversia. ‘La delicadeza es la única fuerza’ -que dice Soraya García, poetisa y amiga-

Me interesa mucho esta raza de artistas valientes y la repercusión de sus apuestas. Les necesitamos. Que un pilar fundamental de nuestra sociedad se tambalee, creo que algo quiere decir, y que es conveniente llevarlo a los escenarios, que urge reflexionarlo. Quizá los hechos incómodos que dan sentido a este texto sean consecuencia de lo enfermizo de la estructura social en la que estamos insertos, de la caducidad de unos esquemas mentales que habría que replantearse. Lo que convendría es hacer limpieza.

Eso es precisamente lo que pretende Nita (Andrea Trepart) cuando convoca a su hermano Johnny (Juan Trueba) -el resto de su familia brillará por su ausencia-. No se posa el olvido sobre una herida abierta, pese al tiempo y la distancia. La impronta de lo vivido cuando es virgen la ternura, nos conforma como adultos. El amor filial corre siempre por las venas, aunque a veces se estanque y se corrompa. Nita sabe que no hay salida. Tan solo deambular al filo de lo imposible, en la intemperie. “Quedar expuesto a todo tipo de inclemencias, sin protección”. Lanzarse al vacío. Remontar a su hermano ahogado, hundido por fin en las profundidades. Una alucinación de muerte en vida, o de vida en muerte.
Como cronista teatral, me doy cuenta del interés que suscita el subconsciente, lo no dicho, lo oculto. Tanto es así, que lo onírico, lo referido al sueño, a la trasformación vertiginosa del espacio y a la ausencia de tiempo, se hace presente en cuanto al lenguaje escénico utilizado en muchos montajes, también en el caso que nos ocupa, con la dirección de Laura Ortega. En el ensayo previo al estreno al que fui convocada la otra tarde, fragmentos de algunas escenas tendían a ralentizarse, se escapaban del presente de los personajes para rememorar sensaciones, emociones, acciones o diálogos de su pasado. A veces, se distinguían al unísono varios planos temporales. Incluso el desdoblarse en el sueño, la extraña capacidad de vernos pese a la ausencia de espejo, quedó patente unos instantes, mientras Nita observaba su propia sombra proyectada en la pared. Se juega también la perspectiva espacial, introduciendo variaciones de profundidad y de ángulo con respecto a la mirada del público. Esta estructura de dimensiones diversas evoca lo reflexivo, nos convoca a cuestionarlo todo. También alude al acontecer alterado en el que se ven inmersos los personajes, a la imposibilidad de romper esa sucesión de lo recurrente que les condiciona, lo obsesivo. El texto de Cristina Redondo utiliza la repetición como recurso. El inicio de los parlamentos de los personajes en distintas escenas es prácticamente el mismo, con leves diferencias. El público podría considerar que todo está ocurriendo en la cabeza de Nita, que fantasea con la posibilidad de un último encuentro con su hermano y que, en realidad, este nunca llega a producirse. Sería la necesidad de Nita, sus propios deseos, lo que la llevaría a montar y desmontar una y otra vez en su imaginación lo que podría pasar entre ellos, si se diese tal circunstancia.

Parece ser que los traumas sexuales producen en las víctimas una desconexión con su propio cuerpo. La insatisfacción sexual podría instalarse, por tanto, de modo permanente. Lo traumático es tan simple, a veces, como una contradicción entre la moral y los impulsos. Algunas escenas de la función de Intemperie eran muy gráficas, consecuentes con esto mismo, que a todos nos afecta. En una sociedad que incita al consumo desenfrenado de todo tipo de placer, siempre y cuando genere beneficios, lo reprimido tiende a salir a flote de algún modo, como los deshechos pestilentes tras las inundaciones. El miedo a ser, eso tan humano, tan constitutivo, nos deforma. Por el pavor de mirar lo que somos, por ese enigma perenne, deambulamos ciegos, abocados a nuestra desgracia y la de los otros, incluida la de los ‘nuestros’ -esa apreciación tan abusiva e injusta de la querencia, de lo consanguíneo-. La supremacía de unos seres sobre otros, apoyada en cualquier razonamiento, ejercida con cualquier excusa, debe identificarse siempre como violencia o abuso. Obligado pedir permiso, recibir clara licencia, ponernos de acuerdo en lo mutuo, medir siempre nuestros actos para poder asumir las consecuencias. Este sería un buen código, en mi opinión, evitaríamos lacras tremendas como el machismo. Pero, antes, hay que saber de la causa y la consecuencia, que es lo que articula el conocimiento. Si no se trata un tema, si no hay libertad para debatirlo incluso en las escuelas, será siempre algo sin resolver que generará sufrimientos inútiles. También dará pie a lo monstruoso: el morbo, por el que babea el pervertido y con el que se lucran los negociantes sin escrúpulos, la mirada externa, sin análisis, sin comprensión, sin empatía. La apetencia sin freno, el vicio.

Cualquier daño causado a un semejante tiene que ver con el individualismo exacerbado, con lo egocéntrico. ¿Nacemos ligados los unos a los otros, conectados a través del cordón umbilical de nuestras madres? La cultura del apego funciona, hace girar los engranajes de la reproducción, la vida se regenera. ¿Pero permanece protegida? Eso, al menos, es lo que socialmente interesa creer, a consta de lo que sea, incluso de la confusión más absoluta.

¿El incesto debe considerarse como parte de la libertad y de la autonomía personal? ¿Cómo proteger a los menores de sus congéneres? Pese a ser reprobada socialmente, esta conducta incestuosa se manifiesta más a menudo de lo que se quiere admitir. Los conocedores y los testigos miran para otro lado. Son hechos silenciados por la vergüenza que acarrearía evidenciarlos. La sociedad no está preparada para lidiar con lo inevitable, prefiere ponerse una venda y taparse los oídos. Habría que admitir los hechos, mirarlos bajo una lupa y trazar un mapa minucioso que nos colocase lo más a salvo posible.

La normativa legal vigente, los códigos morales, deberían estar en revisión constante. ¿A dónde acudir para resolver dudas vitales de esta índole? El ejercicio del libre pensamiento y el debate no están contemplados en los planes de estudio. Eso sí, estamos sometidos a un estricto sistema de imposiciones y condenas. Todo tiene un precio. Para pagarlo, no nos alcanza con nuestra escasa fortuna. La vida es corta. ¿Es preferible saldar las deudas adquiridas con la sociedad o las que vamos acumulando con nosotros mismos?

Con esa disyuntiva finalizo la crónica. Ojalá el proyecto Pavón Teatro Kamikaze llegue a buen puerto, pese a las dificultades que entraña tan encumbrado objetivo. Disfruto su programación. Es variada, pero selectiva. Ponen el foco en artistas que despuntan, por supuesto, pero también en otros no tan conocidos que tampoco defraudan, que interesan, que sorprenden, que aportan la veracidad necesaria, la belleza imprescindible. Incluso que se crecen y nos desbordan.

foto: © Lau Ortega
Andrea Trepart y Juan Trueba
Andrea Trepart y Juan Trueba
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TRÍBADAS Autoría

LA NOCHE DE LAS TRÍBADAS

LA NOCHE DE LAS TRÍBADAS

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Per Olov Enquist

Dirección: Miguel del Arco

Siempre me han atraído las mentes que rozan el precipicio, la semblanza de los genios. Mi primer recuerdo de su nombre es una fotografía. August Strindberg me incitaba a la lectura de sus obras completas desde la portada de un libro. Mirada hipnótica: espirales de curiosidad y asombro. No parecía inseguro, sino esforzado. Yo lo imaginaba atormentado, golpeándose la cabeza contra las paredes de un zulo. Mientras, los demás cautivos lo observábamos, parapetados en la distancia justa, acechando, como ratas sedientas de su sangre. Así me hizo sentir. Qué paz la del lector que juzga lo escrito sin poner nada en juego, sin intercambio de fluidos. La vida real es peligrosa. Strindberg lo sabía. Yo era joven. Más adelante aprendí que todo lo humano me concierne, incluso lo artificioso, lo oscuro.

Miguel del Arco dirige La Noche de las Tríbadas teniendo muy en cuenta las notas previas y las acotaciones de su autor, Per Olov Enquist, escritor sueco contemporáneo varias veces propuesto para el Premio Nobel. La puesta en escena resulta la adecuada para un trasiego de energías que se entrecruzan, chocan, se repelen, se funden, arden y deslumbran. Estas potencias vivas, cuya naturaleza no es otra que la de cuatro seres humanos reencarnados en dos actores y dos actrices, mantienen al público en jaque durante las dos horas en las que se desarrolla la función. Al igual que en la obra de Pirandello con la que tanto éxito tuvo del Arco en sus comienzos, la técnica del metateatro coloca al público en una suerte de perspectiva en la que se le incluye en varias escenas, aunque se le presupone ausente. Esto tiene lugar dado que el patio de butacas juega como espacio añadido. Lo cierto es que yo hubiera deseado que mi asiento fuese giratorio, para no perderme nada de lo que transcurría a mis espaldas. Sin embargo, entiendo que este esfuerzo que se pide al público de removerse en sus asientos, o bien, de concentrar toda su atención en lo escuchado y no visto, le condiciona para no dormirse en los laureles, para no acomodarse en lo frontal y unívoco, siendo el prisma a través del cual se quiere mirar poliédrico. Y es así porque no podría ser de otro modo, si se pretende entrar en la mente de un genio, en su delirio visionario, en angustia existencial ebria de emociones tibias. Es de este modo porque tres de los personajes de Enquist son excepcionales, cada cual con su carácter específico y su modo de enfrentarse al mundo. Incluso el cuarto, el mediocre, viene a convertirse en aliado de las batallas que libra el genio y, por tanto, en un ser extremadamente útil.

Este drama aderezado de humor salvaje, se sostiene sobre el bien hacer de los actores, alternando contención con desmesura, según conviene. El ritmo frenético del montaje queda suspendido de pronto en momentos de singular belleza. Los personajes se internan en sus propios pensamientos o recuerdos para recrear sensaciones y emociones mediante la acción física, mostrando al ojo del espectador despierto la descomposición del tiempo y el desdoblamiento del espacio, una vida paralela oculta en el subconsciente. Esta danza ritual en la que algo esencial del ser se ofrece en sacrificio, lejos de producir extrañamiento, conmueve. La iluminación consigue efectos oníricos, atmósferas en las que las figuras de los vivos se tornan fantasmagóricas y, sin embargo, se nos antojan entrañables criaturas perdidas en un laberinto, exhaustas por la búsqueda sin tregua.

La trasformación que sufre la figura femenina a nivel social durante el siglo XIX, trastoca los cimientos de una sociedad machista hasta la médula. Strindberg -un hombre inteligente y sensible, pero con todos los prejuicios de aquella época- se debate entre aceptar o rechazar estos cambios sociales y las consecuencias que conllevan. Durante toda la obra hay un resquebrajarse de las paredes del refugio de la familia como estructura social sólida con núcleo paternalista. El personaje central, Strindberg, lo sufre como si estuviese inmerso en un agujero habitado por alimañas. Tiembla.
No se puede vivir con miedo, dicen. Yo creo que se equivocan. Lo que no se puede es morir, morir sin miedo, aventajando así a la vida ya vivida. Si uno nace, no hay más que hablar, se siente el vértigo. Somos engendros mixtos de mente, piel y entraña, con hambre atroz, con afán infinito de conocimiento. Buscamos saciarnos de algún modo. Estamos condenados a lo razonable y sus quebrados, a la protuberancia de la lógica. Y, al unísono, vamos forjando anhelos, capaces como somos de proyectarnos hacia lo intangible. El talento puede resultar una tortura, si no se da en equilibrio. La sensibilidad exacerbada de Strindberg, en amalgama con su pensamiento liberado de excusas, arrastra al artista hasta la vanguardia del pánico, al filo mismo de la trinchera más honda, o a la retaguardia, ralentizado el paso hasta la quietud de lo inerte. El inmovilismo intelectual resulta corrupción de lo sensible, angostado el impulso vital entre aparatosas ideologías decadentes. Lo que se estanca, se envilece. No se puede escapar al paso del tiempo, a la trasformación continua. Nada permanece. Lo digno de demandarse es la valentía, que no es otra cosa que vencer el miedo y la parálisis a base de esfuerzo. Tampoco las Tríbadas están exentas, si quieren ganarse consideración y respeto.

Dice el autor que reconocería a Strindberg como a “un chico disfrazado de hombre”. La indefensión de la infancia, si se arrastra largo trecho, si asoma bajo un disfraz de adulto, genera sufrimiento, a uno mismo y a su entorno. Individuos así, por muy geniales que sean, son síntoma de sociedades enfermas. Ningún tema de los que se exponen en La Noche de las Tríbadas ha quedado obsoleto. Ninguno de los enigmas que se plantean los personajes ha sido resuelto en el siglo XXI. Ni la mujer ha alcanzado sus objetivos de libertad e independencia, ni el hombre ha dejado de responder con violencia ante los cambios de rol y la pérdida del control subyacente, ni han conseguido que se reconozcan sus derechos los diferentes tipos de ‘familias’ posibles hoy en día. La trasformación social continúa siendo imprescindible. Son tremendas las reacciones de intolerancia y violencia. Maltratos, abusos, violaciones, muertes. ¿Se ha avanzado en algo, o es un espejismo? El Teatro Pavón Kamikaze no ceja en su compromiso contra esta lacra. Por mi parte, agradezco la generosidad de estos artistas que se arriesgan a la controversia, que optan por cuestionarse el mundo y provocar la reflexión del público con sus pesquisas. El elenco de actores estuvo sobresaliente, desde que se subieron al escenario hasta el saludo final, cuando ambas actrices se despojaron de algo impuesto, genuinas bajo la mera apariencia.

Fotografiías © Emilio Tenorio & Vanessa Rabade
TRÍBADAS
Manuela Paso, Jesús Noguero, Daniel Pérez Prada, Miriam Montilla
Foto © Vanessa Rabade - Ana Wagner | Israel Elejalde
ritmo frenético
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Teatro del Absurdo Autoría

La voz humana

La voz humana

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Jean Cocteau

Versión y dirección: ISRAEL ELEJALDE

Ana Wagener, en rueda de prensa, subrayaba lo costoso a nivel personal de haberse metido en la piel del personaje que construyó Cocteau para esta pieza. “No me ha visto así ni mi familia” -nos decía- Desnudar el alma en público no es fácil, quedarse en cueros implica valentía. Pero iniciar una función ya sin disfraz, sin asideros, como un despojo humano sobre su propia tumba, se me antoja realmente heroico.

Tras disfrutar su trabajo, comprendo perfectamente el esfuerzo subyacente en abandonarse de ese modo y, sin embargo, sostenerse como artista, controlando en todo momento lo aparentemente descontrolado. Como bien indica el título, la actriz solo cuenta con su voz en escena. Su partenaire es un terrorífico silencio al otro lado del auricular telefónico. Ni siquiera puede volcar su discurso en la mirada atenta y sensible de un público. Ana Wagener construye su aislamiento con materiales sólidos. Lo externo es obviado, o incorporado del modo en que lo hace con el ruido a pie de calle de la vida real, que transcurre ajena a su tragedia. El resuello palpitante de la sala repleta no la impide recibirnos dormitando sobre un mármol negro.

En cuanto a la escenografía, esa suerte de espejo que se nos muestra, la lápida en el suelo y su réplica en el techo, tiene la lógica de lo onírico. Tal elemento duplicado aumenta la sensación de asfixia. Del mismo modo, los diferentes planos en los que sucede el hecho artístico, gracias a la propuesta de Elejalde, tienen que ver con la estructura del sueño. Al incluir como escenografía tanto las ventanas del edificio del teatro como lo que se ve a través de sus cristales, consigue la confusión entre realidad y ficción. De este modo se las ha ingeniado el director para implicar al público, para impedirle la tranquilidad de los márgenes. La anécdota vital del personaje lleva implícito el carácter surrealista del monólogo: no puede asumir su circunstancia, solo desea caer en alguna suerte de olvido, para despertarse de la pesadilla en que se ha convertido su propia vida. Sin embargo, el dolor sobreviene en la vigilia como un estallido de la conciencia, tras algún sueño inquietante. El sufrimiento agudo penetra por sí solo hacia otros niveles de conciencia, es una llave certera capaz de abrir los cerrojos del subconsciente. En algunas ocasiones, el ansia por calmar ese dolor conduce al uso de estupefacientes. Es en esos casos en los que las drogas fuerzan en nuestra mente las compuertas de lo oscuro. Sea como sea, las reacciones a los agravios de desamor son proclives a la desesperación y a la angustia. Como defensa, el intelecto herido desea bajar peldaño a peldaño hacia lugares recónditos, adormecerse allí donde habita la extrañeza, donde la voluntad puede desbaratarse, asemejarse a lo yerto.
Retomemos la soledad de la actriz en el escenario. Este monólogo es un páramo. El paisaje del desierto es traicionero, cuidemos pues escapar al engaño. ¿Cuál sería el conflicto? Puede parecer que lo que se ha de resolver es la ausencia del otro. No es más que un espejismo perfilándose en el vaho, sobre el cristal de la ventana: ‘¿Para qué sirve el amor?’ Con solo borrar la última letra de esta pregunta, obtenemos la respuesta, corregimos el error de perspectiva.
Que el personaje sea mujer, no parece significativo. Hay que remitirse al título del monólogo: es humana, su voz. El ser humano en su conjunto es el que nace desvalido, el que se niega a crecer por conservar los cuidados. Es nuestra condición de seres civilizados la que nos ha mermado lo salvaje, la que nos incapacita para acometer la lucha por la supervivencia. La mutua dependencia, esa es la enfermedad. Solo en la libertad está la cura.

Tengo una teoría fecunda que suelo esgrimir en estos casos. Creo que el amor que sentimos es siempre mérito propio, una capacidad con la que venimos de fábrica y que vamos desarrollando. No es el objeto de amor el meritorio. Si aceptásemos esta premisa, el sentimiento de pérdida quedaría libre de autocompasión o resentimiento. El otro no es más que un espejo en el que reconocernos. Es mejor dejarlo intacto, a ser posible, no resquebrajarlo en ningún caso, liberarnos así de malos augurios. Pero el tornasol de la pasión deslumbra a cualquiera, nos ciega, nos enloquece. Pretendemos frenar el constante transformarse de la existencia, buscamos la permanencia y nos damos de bruces contra el tedio o la sorpresa desagradable. Sublimamos lo supuestamente adquirido, pretendiendo que alcance un rango más excelso que la vida, deliramos imposibles. Mil veces mejor sería el propio amor de mi teoría. Sin embargo, nuestra cultura arrastra una larga tradición de idealización del amado, literaria, destructiva. Lo que prima cuando acontece el desamor es lo humillante, lo indigno, el sacrificio como valor supremo, la peligrosa desintegración de la autoestima.

Amar debería hacernos crecer, nunca empequeñecernos. Nadie nos pertenece, ni siquiera nuestros hijos. La solución al conflicto amoroso siempre está en nuestra mano. Si cerramos el puño pensando que no se deslizará la arena del tiempo llevándose lo que fue, estamos equivocados. Si sostenemos nuestra ofrenda en la palma de la mano pese al viento gélido, podría congelarse y hacerse pedazos. Hay que aceptar y desligarse. No por resignación, sino por impulso de vida. La quietud no trae nada bueno, excepto la vegetación espesa en los pantanos, las flores en las tumbas. Tenemos voluntad, el dolor no nos impide darle uso. No hay más que dos salidas: rehacer nuestra la vida o saltar hacia el abismo. En toda voz desesperada hay resquicios que pueden alertarnos de esto último.

El pensamiento mismo, antes de ser pronunciado, el propio discurso, es un castillo en el aire que construimos para darle sentido a algo. La búsqueda de la veracidad nos convierte en seres dignos. Pese a lo inalcanzable de lo absoluto, pronunciar lo incierto en ningún caso va a reconstruirnos. La mujer del monólogo se oculta. Miente, dice lo que otro quiere oír para hacerse digna a sus oídos. Miedo a la desconexión definitiva. Todo es estrategia. Resulta profundamente conmovedora la descripción que la protagonista hace del estado de su perro, subrayando sin querer su propia situación emocional, su propio comportamiento. Un perro no olvida nunca a su amo. Algunos dicen que debemos ser responsables, que no se puede abandonar a un perro. Otros argumentan que por encima del perro siempre estarán las personas. Pero volvamos a la mujer y su actitud frente al amor perdido. Se alegra de oírle al teléfono y festeja este contacto, como lo haría el perro tras una ausencia impuesta, sin sopesar las causas, ni pedir justificaciones. Se pone de su lado, le defiende. Carga con toda la culpa para descargar de culpa al dueño. Espera una recompensa. Con una caricia y algo que roer, podría contentarse un gran trecho de su vida. Él la ha tratado muy bien hasta el último momento, como a un animal de compañía que se prepara para el sacrificio. Pero olvidó la anestesia.
El autor plantea la incomunicación como tema principal. Se propone indagar sobre nuestra necesidad de comunicarnos y sobre la falacia de conseguirlo, sobre los actos fallidos que se esconden tras el aumento de posibilidades que nos ofrece la técnica. El autor ciñe su texto a una de las partes del diálogo surgido a través de una llamada telefónica. Todo está en contra, la protagonista no consigue una conexión correcta, se pierde información sensible, surgen interferencias, confusiones, sospechas… Aparecen tintes del Teatro del Absurdo, como la llamada errónea de una extraña que insiste en establecer un contacto imposible. Es irónico el paralelismo de esta llamada aparentemente prescindible, con el empeño de la protagonista en comunicar lo incomunicable al que ya no desea oír. La patente pérdida de tiempo, es lo absurdo, su comicidad opaca e incómoda. También la falsedad implícita en muchas partes del monólogo, siendo el público testigo de un acontecer contrario. Desde este distanciamiento de la palabra, el público contempla lo gestual con ansia de descubrimiento. El humor viene a descargar algo de la tensión emocional que transmite la situación del personaje. Por ejemplo, cuando se menciona el instante de olvido que le sobrevino gracias al dolor físico intenso, el que le provocó el torno del dentista. Hay también ironía en la relación del personaje con su perro. El público identifica el comportamiento del animal que ella describe, por un lado, como idéntico al que ella misma tiene con su expareja y, por otro, semejante al que su expareja tiene con ella. No mueve a risa, aunque es cómico. Le permite al público relajarse, distanciarse, comprender.

La comunicación telefónica fue un avance tecnológico muy grande. Este texto de Jean Cocteau indaga en la controversia que pudiera acarrear el invento del teléfono, manteniendo su vigencia en nuestra época. En la actualidad, la era de la informática, las telecomunicaciones se han tornado imprescindibles, anulando las distancias, tendiendo redes diversas que se extienden por todo el mundo. Gracias a la informática, el trasvase de información se ha acelerado, aligerando contenidos, apostando por lo trivial, por un consumo obsesivo de lo instantáneo. Sin embargo, nada puede sustituir al contacto directo, a lo presencial, compartido a través de los cinco sentidos. Un aparato electrónico puede traducir la experiencia solitaria para ponerla en común, pero en esta alquimia cabe la mentira en todos sus tamaños. Donde falta la piel, con su transpiración y su latido, se esfuma la vida. Deambulamos sonámbulos por las calles y los trenes, con el cuello quebrado y la vista fija en la pantalla del dispositivo móvil. Tenemos tantos simuladores, que lo vivo ha perdido su prestigio. Y esto va a ir a más, hasta que citarse en un café para charlar, darse un abrazo en la calle, tener sexo no virtual, se convierta en algo obsceno, directamente prohibido. O puede que le pongan precio a la experiencia carnal en todas sus formas, ampliando así el mercado. No es ciencia-ficción, ya está ocurriendo. La vida nos resulta más cómoda, menos lacerante, estamos a salvo, parapetados de maquinaria hasta los dientes. ¿Dónde queda lo humano? Perdido en el maremágnum, pidiendo auxilio. A esta voz se refiere Cocteau. “Conócete a ti mismo” -dijo el filósofo-. ¿Cómo, sin introspección y sin espejos?

Es posible que mi visión apocalíptica sea excesiva. Sería aceptable la creencia en la capacidad del ser humano para discernir y medir, para salir de laberintos infernales. Pero cuestionemos las señales que nos llegan. No dejemos de reaccionar a la llamada del que se siente abandonado, aislado, malherido. Nuestra esencia es eso contradictorio entre lo emocional y lo razonado. Que la felicidad no sea una mueca en un mundo que ignora lo soterrado. Sigamos escavando para el hallazgo de tesoros.

¿Y si sobreviene un apagón, un fallo inmenso de lo técnico? ¿Y si la escasez de energía provoca recortes? ¿Y si agotamos las fuentes energéticas definitivamente? Todo es susceptible de sucedernos a todos y cada uno. También la contingencia de un suicidio. Habrá que reinventarse o perecer. Retroceder, aunque digan que no, para tomar impulso hacia algo nuevo. En todo desmoronamiento está la salvación, también en el desamor.
Hágase en mí según mis palabras.

Que nadie dude en aventurarse a esta auténtica experiencia artística. Israel Elejalde selecciona sus nuevos retos de dirección con un gusto exquisito y los supera con creces. ¡Qué actriz, Ana Wagener! ¡Qué técnica, qué entrega! El Ambigú del Teatro Pavón Kamikace temblaba de lado a lado, soportando en su estructura aclamaciones y aplausos. Decidan ustedes privarse o deleitarse, están en su derecho.

Ana Wagner | © Vanessa Rabade
Ana Wagner
© Vanessa Rabade
Foto © Vanessa Rabade - Ana Wagner Israel Elejalde
Foto © Vanessa Rabade - Ana Wagner | Israel Elejalde

El autor plantea la incomunicación como tema principal. Se propone indagar sobre nuestra necesidad de comunicarnos y sobre la falacia de conseguirlo, sobre los actos fallidos que se esconden tras el aumento de posibilidades que nos ofrece la técnica.

La voz humana Jean Cocteau
La voz humana ISRAEL ELEJALDE
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portada ejemplar piloto

Aparecen tintes del Teatro del Absurdo, como la llamada errónea de una extraña que insiste en establecer un contacto imposible

Foto © Diego Ruiz Autoría

Una habitación propia

Una habitación propia

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Virginia Woolf

Versión y dirección: MARÍA RUIZ

Me acerco al Teatro Pavón Kamikaze para disfrutar de un monólogo del siglo pasado, una conferencia de Virginia Woolf, versionada y dirigida por María Ruiz. Se incluye en la programación de Femenino Plural, sobrenombre con el que se engloba a un conjunto de obras significativas con respecto al tema de la mujer. Comprobemos la vigencia de este texto emblemático para el movimiento feminista.

En El Ambigú, me gusta sentarme centrada, pero en la última fila. Dejo mis cosas sobre la barra de bar que me sirve de respaldo y observo cómo el público ocupa la sala por completo. Sin que apenas nos percatemos, Clara Sanchis sale a escena. Nos mira directamente a los ojos con firmeza. Su elegancia no estriba solo en el vestir de aquella época. Marcando los latidos de su corazón y la cadencia de sus movimientos está Virginia Woolf, que se incorpora así al presente desde un pasado no tan lejano… Prendida ya nuestra atención a su silencio preñado de incógnitas, se permite por fin dar uso a la palabra. Nos habla con camaradería, de igual a igual, como si cada asiento estuviese ocupado por una mujer en busca de respuestas, por una estudiante anhelante de conocimientos, repleta de poesía, hambrienta de mundo. El público, por el contrario, es mixto: también hay hombres.

Inicia un tema controvertido y lo acomete con paciencia, con templada elocuencia, con entusiasmo. Con pasión, diría yo, en algunos momentos álgidos. Quiere que saquemos nuestras propias conclusiones sobre las diferencias entre mujeres y hombres, no solo a la hora de escribir, sino de contar con la oportunidad de dedicarse a la literatura. Su palabra es grácil y cargada de sentido. Más que irónica, de un humor inteligente que la salva de la amargura. Busca ardientemente la verdad, dando el golpe de gracia a la ilusión, para silenciarla y que no estorbe a sus pesquisas. “Cuantos más ciertos los hechos, mejor la obra de imaginación”. A cada rato, se toma un respiro. Desliza sus dedos sobre las teclas de un piano que hay en la sala. ¡Qué sabemos a dónde le transporta la música! Puedo adivinar que al centro vital que la proyecta. Regresa enardecida, con energía renovada, para seguir desgranando su pensamiento: “el efecto de la pobreza en la mente”.

Según Virginia Woolf, la inseguridad económica no alienta al artista a realizar su tarea, excepto las consabidas excepciones. Antes bien, resulta un condicionante alienante y disuasorio. Todo artista se beneficiaría de una base sólida sobre la que apoyarse, de cierta tranquilidad para poder centrarse en su labor, de una vida mínimamente confortable que le permita contar con un lugar adecuado en donde trabajar y del tiempo imprescindible para una dedicación artística plena. Es decir, de independencia y de un cierto nivel económico. Eso dice Virginia, por boca de Clara Sanchis. Si el artista es mujer, la cosa se complica.

Incluso hoy en día, la desigualdad entre hombres y mujeres no ha desaparecido. Tampoco en el ámbito laboral. Pese a estar mejor formadas, las mujeres ocupan puestos de trabajo peor pagados que los hombres. Son datos constatables en el informe de la OIT (Organización Mundial del Trabajo), no los invento. El trabajo que realizan las mujeres continúa infravalorado. La sociedad penaliza por razones de género, por ejemplo, a las madres.

Los hombres están más arraigados en sus puestos laborales, sean los que sean, llegaron antes. Pero, ¿qué le impidió a la mujer avanzar en los siglos pasados, qué se lo impide ahora? Dice Woolf que “la mujer es el animal más discutido del universo”. Cuando se discute sobre algo es que ese algo nos preocupa o nos interesa. Tras la preocupación está el miedo. Tras el miedo, viene la cólera, aunque no tendría por qué. Dice Erica Jong que “las mujeres constituyen el único grupo explotado en la historia que ha sido idealizado hasta la impotencia”. El poder es adictivo. El que lo ejerce necesita confianza en sí mismo. Para que esa confianza sea ciega, basta el pensar que los demás son inferiores, que la superioridad es innata. Pero el ser humano vive preso de la ilusión de su reflejo. El hombre necesita espejos donde recrearse en su grandeza.

No resulta fácil deshacerse de patrones adquiridos, incluso aunque nos perjudiquen. Tendemos a repetirnos por pura inercia, es así de triste, y por miedo. Abogo por reaccionar primero, antes de enarbolar la queja. También Virginia Woolf nos lanza desde la escena consejos semejantes, aunque señale las causas que nos son ajenas, los condicionantes contra los que luchar sin tregua. Convengamos todos en que “las grandes mentes son andróginas”. Woolf menciona a Shakespeare. Lo verdaderamente revolucionario sería iniciar el camino que nos llevase a “mentes que conectan con otras mentes sin obstáculos, creadoras por naturaleza”.

Si nos remitimos a lo exclusivamente intelectual, “la libertad de pensar directamente en las cosas” -que dice Virginia– podrá llevarse a cabo a partir de cierta independencia económica. Y esto es válido para hombres y mujeres. Saberlo resulta un acicate. Al mismo tiempo, nos hace reflexionar sobre el valor del arte, sobre su precio, tantas veces llevado a tela de juicio. Algunos suponen que el artista, al ser vocacional, está dispuesto a trabajar gratis. Este menosprecio es intolerable e inviable.

La cultura no es algo superfluo, es la base de la historia de la humanidad, lo que nos sostiene, lo que nos conforma como seres humanos. La sociedad no se puede permitir el lujo de prescindir de algo constitutivo, que le acompaña desde sus orígenes. El arte es una manifestación concreta de nuestra necesidad de desentrañar el sentido de la existencia, de nuestra tendencia a la trascendencia, a superar el tiempo, a permanecer en la memoria de los vivos; es un limo intelectual y sensitivo del que se alimentan generaciones sucesivas.

¿Al alcance de quién está la cultura? El debate no hace más que expandirse. Son las bondades de un texto como el seleccionado por María Ruiz. La dirección escénica ejercida parece simple: generar lo creíble desde la escena, conectar, hacer reaccionar al público. Así lo percibí y lo asimilé.

Me considero afortunada por ser mujer, vivir donde vivo y poder asistir a una función como esta en el Teatro Pavón Kamikaze. Clara Sanchis estuvo espléndida. Durante algo más de una hora, tuvo en sus manos la llave de mi pensamiento y de mis emociones.

Nos queda mucho por hacer. “Es necesario que haya libertad y es necesario que haya paz, en nuestras mentes creadoras”. Centrémonos en ello.

Foto © Diego Ruiz
Clara Sanchis
Foto © Diego Ruiz
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