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© Carlos Núñez de Arenas

AMOUR DIVAGANTE

AMOUR DIVAGANTE

Dirección: Sara Núñez De Arenas

El narrador no siempre trae noticia de la lejanía. A veces narra una experiencia excepcional que sucede en su entorno. Sería mejor en este caso transmitir de boca en boca, que acabar registrándolo por escrito. Pero necesito cristalizar mis impresiones, dejar constancia. Tendré que mantener la distancia correcta y situarme en un ángulo adecuado. Complicado ejercicio.

Hay personas que generan, que son motores, que alimentan, que sostienen. Tengo un claro ejemplo: Sara Núñez de Arenas. En el ámbito artístico, en determinadas disciplinas como el teatro, personas como ella pronto son núcleos de movimientos culturales que acaban proyectándose en el futuro de generaciones enteras. Sara no lo sabe, porque es humilde y trabajadora, y está inmersa en su tarea, ocupada en su arte y en la plenitud de su vida. Solo la grandeza es pudorosa y lúcida. La fortaleza de Sara se ha gestado a base de talento, fe, esfuerzo e inteligencia emocional. Vislumbrar y valorar el talento ajeno, saber gestionarlo, dejarlo fluir con la alegría de una niña que chapotea en un río, es sin duda un don poco común. Pero también lo es renunciar al halago y apostar por la exigencia. Alrededor de este ser de luz está creciendo una “rara avis”.

En la madrileña Calle de La Cabeza, las instalaciones de Nuevo Teatro Fronterizo acogen cada domingo ESDR, un taller de investigación teatral que lidera Sara con el beneplácito de Sanchis Sinistierra, su maestro. Primero se probó en otro espacio, la desaparecida Casa del Príncipe, que resultó insuficiente dadas sus escasas dimensiones y teniendo en cuenta el número de actores que acabó participando. No le ha sido fácil avanzar hasta esta orilla, Sara ha tenido que lidiar con inesperadas tempestades. Pero se mantiene al timón, firme como una roca anclada en un fondo.

De ese libre compromiso de reuniones semanales, han surgido a su vez varios proyectos concretos que exponer al público. Amour Divagante es uno de ellos. Este espectáculo tan innovador como artesano, nada pretencioso, conquistó el corazón de los asistentes a su estreno en la sede de la Fundación 26 de Diciembre, muy cercana a La Corsetería. Se trataba de inaugurar ese espacio a través de la presentación de un libro editado por Ediciones Entricícloopes, recopilatorio de poemas de amor inspirados en películas. Los autores de los versos que allí se desgranaron conforman el grupo literario Divagantes de la Fundación José Hierro de Getafe.

Lo que tuvo lugar en esa ocasión no fue un recital al uso, como cabría esperar. Mi perspectiva está viciada en este caso, pues formé parte del elenco de actores. No obstante, puedo hablaros de las reacciones del público, de su silencio emocionado y de sus aplausos, de sus conversaciones posteriores, de su satisfacción y su asombro. Y es que es muy difícil mantener la atención del público con textos como estos, llegar a interesarles y a emocionarles, a no ser que estén iniciados de algún modo en la poesía.

La segunda vez que la dramatización de Amour Divagante se compartió con público fue en la sala OFF de La Latina, como parte de un ciclo que promueve la sala y que da cabida a diversas manifestaciones culturales fronterizas. Asistí a la función y pude disfrutarla entre los espectadores, dada mi imposibilidad de vincularme en esa ocasión como actriz. Entonces sí logré tener una vista panorámica y percatarme de lo añadido, de lo conservado, de lo desarrollado, de lo alcanzado. Intentaré plasmarlo ahora.

Hay que recordar al lector, que la sala de Off de La Latina tiene como peculiaridad sus escaleras descendentes y sus bóvedas de ladrillo visto. Entrábamos los espectadores en una cueva, nos internábamos, por lo tanto, ahondábamos en algo solo por el hecho de estar allí. Ya acomodados en los bancos corridos, había inquietud y alegría previa. Entre los espectadores se diseminaban los autores de los textos, orgullosos y temerosos a un tiempo por ver liberarse y crecer a sus criaturas, sus poemas. El público es un ente vivo que influye, y mucho, en los espectáculos. Todo se contagia en un arte comunicativo como es el teatro, con raíces de ritual sagrado.

Y comenzó el rito. Y la música exhaló su primer suspiro: “Casablanca”. Se oyó como un crepitar de corazones relajándose junto a un foco de luz. Y todo comenzó a fluir con armonía. El engranaje de la puesta en escena no podía ser más que este: introducciones de bandas sonoras y otras músicas reconocibles que aportaban la atmósfera mágica necesaria para lo que iba sucediendo en escena. ¿Qué es la poesía sino palabras haciendo equilibrios y girando sobre su propio eje como planetas musicales, sostenidas por melodías internas y externas? ¿Qué es el verso sino una danza extrema del lenguaje? Aunque también está la fuente, el pensamiento del que brota el canto. Y es en este punto en donde lo genial se abría paso a través del bien hacer de los actores y de las brillantes directrices que gestaron el espectáculo, las de Sara Núñez de Arenas.

Lo que se pretendía no era restringirse al texto, desentrañarle, encarnarle tan solo. Sara apostó por el vuelo. En eso estriba el hallazgo inmenso, porque lo poético es libre albedrío por la selva de las palabras, remueve lo más excelso del espíritu humano. Y, ¿cómo traducir eso en acción sobre las tablas? ¿Cómo acercar a todo tipo de público lo poético? Intentaré explicarlo, aunque el arte es inexplicable, tiene mucho de misterio. Se partía de una esencia en cada texto, no tanto de sentidos estrictos, sino de lo que se elegía transmitir entre todo lo que cada texto podría evocar. Fuera en ocasiones de toda lógica, cabía en esta propuesta desde la sensibilidad más extrema hasta el humor más descarnado, desde lo sentimental hasta lo erótico, desde lo individual e íntimo hasta la crítica social. Pero no se crea que la poesía así sacrificada era desvirtuada en absoluto. Como en las ceremonias más sagradas, lo que se ofreció allí para ser consumido resultó un manjar afrodisiaco para los sentidos todos, una planta maestra que ingerida eleva el espíritu. Los espectadores volvían del viaje, alegres y reconfortados. Aliviados, no sabían de qué, quizá de la pura carga cotidiana de los días. Se produjo la catarsis… y solo era un juego.

Se rescataron personajes de películas. Se imaginaron escenas. Se trajeron de la memoria retazos de programas infantiles para indagar sin miedo en la inocencia. Se conversó con las máquinas. Se diseccionó científicamente una cita amorosa. Se danzaron distintas músicas, orientales y occidentales. Hubo jinetes y amazonas a lomos de jacas escoba. Estuvimos en Bagdad. Gritamos “Towanda”. Una mujer arrodillada desnudó su alma frente a un hombre arrodillado con kimono. Brilló como un relámpago el cuchillo que pudo matar a Drácula. Se conversó con la pasión junto a su tumba invisible. Lolita se comió una piruleta bajo la atenta mirada del morbo. Rajoy disertó sobre los refugiados. Comprobamos una vez más el coraje de Escarlata O’Hara y la fortaleza protectora de Mami. Una dama con antifaz avanzó con soltura hasta el precipicio, hipnotizada por el aullido de un lobo. Un ciego boxeó contra la oscuridad y se asombró del anidar entre nosotros de las golondrinas. La enfermedad y su cura deambularon hasta encontrarse y fundirse en un abrazo. Algo se me olvidará seguro. Pero esto y lo que olvido tuvo lugar sobre las tablas en el transcurrir de una hora.

No puedo mencionar a los actores más destacados, porque sería mencionarlos a todos. Entre el elenco variopinto de Amour Divagante se encontraba desde un niño-poeta a un poeta ciego, actores que se ganan la vida con otros trabajos o que aún estudian una carrera, artistas de escuelas y formaciones distintas, pero coincidiendo ahora con su participación en este taller de investigación de los domingos por la tarde, dirigido por Sara Núñez de Arenas. Actores de una frescura y una verdad que hicieron las delicias de los que contemplábamos la función.

Esta nueva corriente de dramaturgia actoral basada en el puro juego, está favoreciendo el buen hacer de una generación de actores fuertes, valientes, osados, potentes, dignos hijos de Dionisos. También a los directores que se empeñan en seguirla. Gracias. No perdamos las estelas de luz que nos guían.

© Carlos Núñez de Arenas
© Carlos Núñez de Arenas
AUTORES
  • Alicia Wandelmer
  • Andrés Portillo
  • Ángela Sáiz
  • Carlos Ollero
  • Carmen Guzmán
  • Enrique Jiménez
  • JP Rodríguez Murillo
  • Manuel Alonso
  • Marta del Río
  • Miguel Ángel Martín
  • Nuria Lara
  • Oscar Millán
  • Pepe Carranque
  • Soraya García
  • Susana Obrero
  • Tirsa Caja
  • Ana Cubas
INTÉRPRETES
  •  Mario García
  • Almudena Puyo
  • Rubén Martín V.
  • Pilar Baeza
  • Macarena Regueiro
  • Jaione Azkona
  • Asier Vázquez
  • Marta Fuenar
  • Iria Lamas
  • Marcos González
  • Hector Guedeja
  • Keesy Harmsen
  • Fernando Barona
  • MJ Cortés
AMOUR DIVAGANTE
ANTES DE LA METRALLA y CIRCO DE PULGAS

ANTES DE LA METRALLA y CIRCO DE PULGAS

ANTES DE LA METRALLA y CIRCO DE PULGAS

Matarile Teatro

Dirección: Ana Vallés

(Coodirección: Baltasar Patiño y Ana Vallés)

No pude resistirme a la convocatoria, a la oportunidad de disfrutar de esta compañía de teatro gallega. En sus treinta años de vanguardia ha recibido reconocimiento y galardones en diversas partes del mundo. Suele pasar eso que dicen de los profetas… El Centro Internacional de Artes Vivas, intenta remediar en lo posible el clamor en los desiertos, para procurarnos ser testigos directos de los logros de la avanzadilla, de las victorias de los que corren riesgos, de las consecuencias destacadas del atrevimiento escénico. Así que, el día primero, presencié un hermoso atardecer en Matadero, mientras me añadía a una congregación de desconocidos que esperaban a las puertas de la Nave 10 para hacerse partícipes de Antes de la Metralla.

Somos gente muy ordenada y obediente, los madrileños. Sin imposición expresa, “guardamos cola”, semejantes a las reses, tolerando pacientemente que nos llegue el turno. -Que nadie se ofenda, es tan solo un símil, y me incluyo. La buena educación hecha costumbre.- Incluso si la acomodadora nos invita a quebrar el orden para deambular por esa sala previa a La Metralla y poder admirar la obra pictórica expuesta, “guardamos cola”. “No vaya a ser que nos quiten el asiento, que no son numeradas las entradas”… Hacemos caso omiso de la provocación de lo espontáneo, de la incursión de lo insólito en lo cotidiano. Pocos giraron sus cabezas para observar algunas acciones artísticas que ya estaban sucediendo a los márgenes de nuestro ordenamiento compulsivo. Algunos, quizás, no se percataron, imbuidos en sus pláticas intrascendentes, presos en la perfección geométrica del ‘ponerse en fila’. Resulta triste, incluso patético: por no perder supuestos privilegios, nos perdemos parte de la vida. Entiendo perfectamente que un lugar de encuentro como Naves Matadero nombre a sus espacios con números. Nuestra estructura social es numérica, ¿por qué fingir que no mandan las reglas de la aritmética?

Por fin, se abrieron las compuertas y avanzamos. Una sucesión de singularidades vivas se había apropiado del espacio que compartíamos, había deshecho la arquitectura escénica, renunciando a los hábitos. Desde los huecos más oscuros de las gradas abandonadas, se adivinaba una música callejera. Íbamos dejando atrás cuerpos desnudos, expuestos como mercancía seductora y palpitante, pero negando los cánones de belleza establecidos con su rotunda presencia. Carne consumible. Tanto, como las patas seccionadas al cadáver de un cerdo, o la víscera extraída de cualquier animal sin vida entre las manos de una costurera. Es curioso que no rompiéramos tampoco el ritmo procesional que nos marcó el primero de la fila, que no nos paráramos a deleitarnos en lo que se nos ofrecía, o que no abandonáramos el lugar, apurando el paso en sentido contrario. Obedientes, educados, aunque asombrados tanto de la hermosura como de lo repulsivo, excitados. Fuimos acomodándonos en nuestros asientos, a un lado y al otro de una pasarela, supuestamente a contemplar, a contemplarnos. Falsa percepción: nuestra situación no se pretendía cómoda, sino todo lo contrario. Fuimos interpelados, ninguna pared invisible se alzó para amortiguar cuestiones extremas, reflexiones políticamente incorrectas sobre la cosa artística, referencias intelectuales múltiples, acciones agresivas, danzas absurdas o eléctricas, provocaciones, disidencias.

Para el proceso previo a este juego inclusivo, Matarile tuvo invitados, extraños a la Compañía que aportaron, participando también en la función. Así que fue un encuentro tras otro encuentro, una sucesión de hallazgos. Como el ciclo de la vida, que llega a una única conclusión: el advenimiento de lo yerto. Al tomar la palabra hay que tener algo que decir, pero es necesario ejercitarla para organizar el discurso, antes de que se nos arranque la lengua para mostrarla como relicario. Más allá de ese refugio del verbo, el pensamiento fluye y se expresa a través del cuerpo en movimiento. Bajo el vaivén pendular de la sangre estamos siempre en peligro, nos puede golpear el peso de cualquier corazón enorme extraviado de su centro. También acechan las máscaras, enormes prótesis que se superponen a las identidades, o la réplica exacta de lo físico como una amenaza a la cordura. Todo ello fascinante.

Tanto Metralla como Circo de Pulgas -espectáculo al que asistí el día segundo en la misma Nave 10- tienen reminiscencias circenses. Aparte de la disposición de las gradas en semicírculo o de ciertos elementos concretos que entran en juego -como una escalera de trapecista o un rulo de equilibrista-, queda patente en Circo esa melancólica apuesta de Matarile por el extrañamiento del otro, por la estética de la diferencia. Una sobreexposición de lo particular en lo colectivo. Como ya he sugerido, ambas propuestas tienen también mucho de debate lúdico. Aunque bien se nos advierte en la dramaturgia de Metralla que esto del discurso tiene mucho de estrategia, y que después habría que utilizar las tácticas precisas que se resuelvan en acción. La técnica, siempre necesaria aunque pueda parecer prescindible, se transforma así en distorsión o en ironía. El humor es el bisturí que corta y la aguja que cose, la osadía del disparate, la insensatez de la farsa, la perspectiva de lo diverso.

Un amigo mío dice que, pese a todo, la vida nos quiere. Y es cierto. En estos mundos paralelos creados por Matarile Teatro, sale a la superficie un poso de ternura lacerada que habita en un fondo abyecto, lucidez que se incorpora para medirse con la brutalidad del mercado, con la crueldad de un sistema ignorante que nos contiene. Es el misterio de lo vivo.

CELESTE.- “¿Qué esconde el mago bajo el sombrero?”

ESPECTADORA.-“Lo que el mago quiere”

Al tomar la palabra hay que tener algo que decir, pero es necesario ejercitarla para organizar el discurso, antes de que se nos arranque la lengua para mostrarla como relicario

tomar la palabra
cuerpo en movimiento
Más allá de ese refugio del verbo, el pensamiento fluye y se expresa a través del cuerpo en movimiento
Gonzalo De Castro

IDIOTA

IDIOTA

Jordi Casanovas

Director: Israel Elejalde

Imágenes © Carlos Núñez de Arenas y © Vanessa Rabade

Tras el significado aparente de “idiota” se esconde el verdadero significado, definido por el uso, acepción tras acepción y, por fin, deconstruido sigla a sigla hasta su entraña perpleja. Ya está. Este podría ser el resumen de la función. No decir nada más, excepto “vayan a verla”.

Sin embargo, proliferan artículos y comentarios apasionados desde el día de su preestreno. Estas reflexiones que comparto ahora, no tienen vocación reiterativa, independientemente de ser o no añadidura valiosa. Pretendo asimilar lo disfrutado, ya que es manjar que se presta a regurgitarse, para rumiarlo a solas o en animada conversación.

La bienvenida al recién estrenado Teatro Pavón Kamikaze es personal y cálida, marca de la casa ya, sin duda. Más tarde, se abandona al visitante a su suerte de perspectiva, hundido en su butaca. Como si de un océano profundo se tratase, se hace el oscuro sobre el recinto azul plomizo, para que multitud de miradas puedan observar el escenario sin ser vistas. Inesperadamente, un gran ojo omnisciente, proyecta su imaginario para conducir al público expectante al interior de un bunker. Todo esto sin siquiera moverle de su asiento, manteniéndole sosegado, sin ápice de sospecha. Unos preámbulos de incertidumbre, y cae en el escenario una cortina lateral hasta anegar la luz externa. Unos minutos de jocosa angustia y se escucha un cierre hermético. Ha caído en la trampa.

El montaje de Israel Elejalde está concebido para mayor gloria del texto y de los actores. Es estético y eficaz, con reminiscencias cinematográficas y del mundo del comic. Mediante determinados efectos de luz y de sonido evidencia a los controladores ocultos. Con justificadas proyecciones audiovisuales ilustra el poder de manipulación de ciertos medios. Por lo demás, dirección de actores, ritmo, acción pura. Casta de Kamikaze.

El talento del director se une al del autor. Hay tanto que decir de un texto cuya mecánica simple nos lanza de bruces contra el espejo de una realidad compleja… Es un afortunado hallazgo para mí este autor, Jordi Casanovas. Lo que nos cuenta está de actualidad y, en principio, ya interesa. La anécdota es la de un tipo que se somete a una encuesta a cambio de dinero, dado que su insolvencia económica le impide hacer frente a los pagos de un préstamo hipotecario. Con una soltura en sus diálogos del que está convencido de evidenciar aquellos aspectos sordos y soterrados de nuestro acontecer cotidiano, Casanovas pone a prueba nuestra capacidad lógica. Es muy entretenido para los espectadores, que se empeñan en resolver los enigmas planteados, a ser posible, antes y mejor que su protagonista. Hay por tanto una identificación inmediata con Carlos, el personaje encarnado magistralmente por Gonzalo de Castro. No en exclusiva, me temo, si somos veraces. Deberíamos atrevernos igualmente, a aceptar el reconocernos en la Doctora Edel, el otro personaje de la obra, aunque su perfil no sea tan amable.

El modo en que el autor utiliza la comedia es prodigioso. La risa se convierte en un revulsivo para el espectador, acaba siendo la llave para sentimientos y pensamientos encontrados. Razonamientos que chocan con emociones muy básicas. La sana liberalidad de desechar nuestra vanidad intrínseca para acabar asumiendo nuestra idiotez, nuestra actitud común frente a resoluciones vitales, irreflexiva y absurda.

La temática de la obra es redonda, se concreta en un cúmulo de capas que vamos pelando no sin escozor de perspectiva. Puede uno quedarse en la superficie y disfrutar únicamente de la comedia, de una historia con tintes de novela policíaca, que entronca directamente con el cine negro. O bien, emulando a la Doctora Edel, ir retirando lo que estorba hasta retener en la mano el corazón acelerado y sangrante de Carlos, tan semejante al palpitar de tantos, al dolor humano, que nunca es exclusivo. La indefensión del necesitado frente a lo retorcido del poder. En medio, la inteligencia como un bisturí, un escudo o un arma arrojadiza. La tipología de las capacidades intelectuales inserta en un esquema orgánico que crece y crece hasta lo monstruoso, alimentándose de experimentos y gráficos, de conclusiones razonablemente útiles. ¿Útiles para qué, para quién? Para los que se cuestionan con necesidad de saber y para los que plantean las preguntas idóneas. Si la salvación fuese probable, no sería imprescindible responder correctamente, pero sí interesarse en lo acertado de las respuestas. Nuestra naturaleza compleja está mermada, dados nuestros escasos planteamientos intelectuales, nuestro coqueteo con el elogio, nuestra confianza ciega en la gestión de otro para eludir responsabilidades sobre lo que directamente nos compete, nuestra dependencia de lo confortable. ¿Quién no ha sido Carlos Varela alguna vez, incluso muy a menudo? Al mirarnos en ese espejo, reconocemos que suele movernos la ley del mínimo esfuerzo. Solo al recibir grandes dosis de presión somos capaces de ponernos a pensar en busca de soluciones. Si cuando nos sentimos acorralados, esgrimiéramos nuestra lógica y nuestra dialéctica, en lugar de enfurecernos y ofuscarnos; otro gallo nos cantaría. Pero, ¿a qué juzgarnos duramente? La verdad es un prisma imposible de abarcar por entero, excepto en instantes mágicos que se nos escapan para regresar más tarde cristalizados. La vida es demasiado compleja para categorías fijas. Un individuo, un “sujeto” analizable, es un misterio sensible que no se desmonta con una herramienta cualquiera. La melodía del alma humana no puede hacerse sonar soplando, tapando y destapando agujeros aleatoriamente. Es una ciencia imposible esto de conseguir la exactitud, al hacer danzar la marioneta tirando de los hilos. Porque a la marioneta también le crece la nariz y tiene un pasado unido a la tierra.

Ahora bien, todo lo que concierne al individuo que vive en sociedad, concierne al resto de miembros que la conforman. No por un interés relativo y ligeramente emotivo, como el que nos generan los noticiarios de televisión. Más bien por las inesperadas consecuencias que nuestra pasiva ignorancia puede acarrearle a nuestro entorno más cercano y, por ende, por un efecto dominó, a la sociedad entera. Nuestra idiotez, como enfermedad propia, siempre es sufrida por los otros. Pese a todo, hay un reducto invulnerable en el alma de Carlos Varela y esperemos que en todo ser humano: su compasión, su solidaridad, su capacidad de sacrificio, su afán de superación, su rebeldía. Es posible creer aún en la lucha por una ética vital, por una revisión profunda de nuestros valores. En la obra de Casanovas, el analizado le hace una única pregunta a su analista – “¿Le gusta su trabajo?”-, pregunta fundamental que la desarma, que da donde duele.
A nuestra sociedad sistematizada le fallan los engranajes. La maquinaria gigantesca del sistema está ávida de datos, se alimenta de ellos y los defeca a una velocidad de vértigo. La información como moneda de cambio. Ya lo dijo Benjamín Franklin, “…invertir en conocimientos produce siempre los mejores intereses”. Pero, ¿qué es conocer? ¿Cuándo y cómo se es conocedor? El saber es siempre inquietante, por su infinitud. Tan perturbador y misterioso como Edeltraud, de la que apenas se nos dan datos: que dice ser psicóloga y que dice ser alemana. Elisabet Gelabert se pone la bata blanca y se transforma en un ser desnaturalizado. En un principio, podría ser un robot o una voz en off fría y distante. Sin embargo, va alcanzando una doble dimensión: de torturadora autómata a individuo vulnerable. En el trayecto, su servilismo. Para ella, mantener las distancias emocionales es esencial, es la clave para la consecución de los resultados óptimos que se esperan de ella. Es capaz de llegar a darse uso a sí misma como objeto de deseo, como herramienta para invadir la intimidad del sujeto analizable, para poder descubrir así sus puntos débiles. Es adecuada a su tarea. Por encima de ella se alza un código nada misericordioso, otro ser que lo pronuncia insistentemente para recordárselo, si ella lo olvida. La presión de unos sobre otros, infinita en ambos sentidos. Estamos sujetos a normativas estrictas que obedecen a intereses relacionados, de un modo u otro, con la producción para la supervivencia. Hay que alimentar al monstruo que nos engulle.

Sin embargo, el ser humano es asombroso. Sus reacciones aparentemente menos lógicas podrían resultar a la postre las más beneficiosas para el individuo en cuestión, para su entorno, para la clase social a la que pertenece y para la sociedad entera. Por este motivo le interesa al poder comprobar su aguante, hasta dónde puede soportar sin rebelarse, sin relativizar sus necesidades perentorias, sin transformarse en peligroso. El cuestionario de la doctora Edel exige unos tiempos estrictos, como si de un concurso de televisión se tratase. Parece un juego, si no fuese por lo macabro de sus posibles consecuencias. Al aplicar las medidas de presión sobre el sujeto, no se le permite que se tome el tiempo necesario para reflexionar. Dar tiempo para pensar qué es lo correcto no interesa a los que ejercen el poder, sería dar ventaja. El poder no entiende de solidaridades: “hoy por ti, mañana por mí”. Hay que conservar a toda costa el estatus.

Hay una fina ironía inserta en el texto. Se alude a naciones líderes en alianzas económicas, a la capacidad del poderoso para ocultar información sensible que favorezca la toma de decisiones de los sujetos subyugados -cláusulas en letra minúscula-, a condiciones contractuales condicionadas mediante medidas de presión y la pérdida de dignidad que supone conservar el puesto conseguido -si el sujeto se queja se le amenaza con romper el contrato y sustituirle-, etc.

En conclusión, desde mi punto de vista la obra de Jordi Casanovas es teatro político, dado que investiga las relaciones de dominación y de poder. Lo que más me interesa de esta obra es lo que provoca, además de su naturaleza híbrida, de comedia-thriller. No impone, cuestiona. Llama a la reflexión, a la discusión. En nuestras manos queda la reacción libremente elegida.

Termino como empecé, entre irritada y emocionada, por identificarme tanto con este idiota entrañable, pero esperando haberme acercado al centro mismo del enigma artístico que encierra la propuesta conjunta de Elejalde-Casanovas. No se pierdan la oportunidad de ponerse a prueba y concluyan ustedes mismos.

Ya lo dijo Benjamín Franklin, «…invertir en conocimientos produce siempre los mejores intereses».

Elisabet Gelabert
©-Vanessa-Rabade | Elisabet Gelabert
Gonzalo De Castr
©-Vanessa-Rabade | Gonzalo De Castro
Elisabet Gelabert
©-Vanessa-Rabade | Elisabet Gelabert
©-Vanessa-Rabade | Gonzalo De Castro – Elisabet Gelabert
Israel Elejalde - Miguel del Arco - Jordi Casanovas Gonzalo De Castro - Elisabet Gelabert
© Carlos Núñez de Arenas | Israel Elejalde – Miguel del Arco – Jordi Casanovas
THE GREAT TAMER

THE GREAT TAMER

THE GREAT TAMER

Dimitris Papaioannou

Madrid es el infierno, en estos días de julio del 2017. Salgo de la boca de metro en Legazpi, prevenida. Me parece ver derretirse las alas del Pegaso de Agustín Querol, ya hace tanto tiempo desembarazado de su vendaje de momia. Siempre me ha sorprendido el contraste de la sórdida edificación de la torre del Matadero con esta hermosa estatua de mármol blanco que preside la plaza. La boca desencajada del caballo parece quejarse hoy de no seguir cubierto, o quizá de la ausencia de su homólogo, imaginándole en un lugar más oscuro. El asfalto arde bajo mis pies, mientras dejo atrás al animal sediento bajo el envite de la Sabiduría. Es reconfortante el frescor al entrar en Matadero Madrid por la puerta de acceso a Información y a las taquillas. Espero a mi acompañante como quien toma un reconstituyente imprescindible.

Me estreno como espectadora en una nueva etapa de Naves Matadero, dirigida por Mateo Feijóo como Centro Internacional de Artes Vivas. El público interesado en disfrutar de The Great Tamer, está convocado en la Nave 11. Este espectáculo está incluido en la programación de los Veranos de la Villa. Es la primera vez que el director que ha concebido esta pieza viene a nuestra ciudad. Supone un gran acontecimiento, capaz de congregar a personalidades relevantes del mundo de la cultura, como Pedro Almodovar o Miguel del Arco. Estará entre nosotros tan solo tres días. Desde aquí, viajará a Francia, junto al elenco de diez bailarines, para participar en el Festival D’avignon.

Dimitris Papaioannou es el coreógrafo griego que dirige esta pieza de teatro físico en donde lo que prima es la experiencia artística compartida, por encima de los recursos utilizados para que se lleve a cabo. La formación de este artista, su amplitud de referencias culturales, marca sin duda la diversidad y plasticidad que impregna su modo de expresarse a través de la danza y la performance. Su teatro es un teatro instalado en el silencio, en la ausencia de palabra. Tampoco traza un mapa sonoro en el que la melodía abunde, sino más bien en lo efectista en los escasos sonidos que conforman el ambiente que se trata de reproducir. La única incorporación de música propiamente dicha en esta pieza que nos ocupa, está tratada de un modo irónico, desvirtuando las reminiscencias emocionales que supuestamente podría acarrearnos el escucharla.

Como artista visual, pintor y dibujante de comics, atiende al apetito voraz de imágenes representativas que el ser humano demanda desde la Antigüedad, acrecentado en nuestra época hasta lo monstruoso. En una lucha encarnizada contra lo virtual generado por la técnica y encriptado en ‘electro-domésticos’ que nos hipnotizan, lo que nos proponen artistas de este tipo es el consumo en vivo de lo imaginable. Para ello, Papaioannou bucea en los arquetipos heredados de nuestros ancestros e instalados ya en nuestro inconsciente colectivo. La mitología clásica le sirve para introducirnos en lo onírico a través de un código compartido, independientemente de nuestra capacidad intelectual para la identificación o no de sus nombres, ya he dicho que lo innombrable es lo que importa.

Efectivamente es el misterio de lo vivo, lo que se nos oculta en nuestro afán de conocimiento, lo que está llamado a aparecer en esta propuesta artística ante nuestra mirada atónita, a alterarnos la respiración, a movilizar nuestras indagaciones filosóficas sin permitirnos concluir en lo determinante. Se nos embarca en una nave cuyo puerto es la única certeza: el advenimiento de la propia muerte y de la ajena. Pero es un viaje fecundo que permite el germinar de las ideas y su encarnación en una belleza suprema. Lo que se transmite es un deseo de conexión espiritual que nos transcienda como individuos. Nuestro espíritu está atrofiado, por tanto girar y despeñarse de este mundo nuestro. Necesitamos degustar estos manjares para el disfrute no solo de los sentidos.

El arte de nuestro tiempo parece decantarse por las sinergias, que son, en definitiva, reencuentros con nuestros orígenes, donde el maremágnum de lo vivo nos contenía de una manera física, no tan intelectual, todavía. Teniendo esto en cuenta, la manera en que Papaioannou tiene de sintonizarnos, podría considerarse una suerte de meditación colectiva en donde la acción es transversal y aparentemente está ausente. La dramaturgia obedece a planteamientos sobre el asombro de la vivencia en sí misma, no sobre un acontecer lógico que nos conduzca a la catarsis emocional, tan adictiva. Lo cotidiano, la labor diaria está presente, sin embargo, para expresar el paso del tiempo como una suma de reiteraciones asumidas. También se incide en un punto de vista humorístico que ensalza el aspecto ridículo que evocamos los seres humanos, siendo como somos en esencia seres indefensos, confundidos, y extremadamente sensibles.

La paleta de colores con que se lleva a cabo esta apuesta teatral de cuadro vivo, tiene su base en el negro, sobre el que se perfila y se retuerce el color de la carne, pasando por un espectro de tonalidades grises y ocres; fugándose, por instantes, en la transparencia del agua o subrayando con el rojo de la sangre. Sus trazos gruesos, de humor soterrado, están inspirados en el mundo del circo, en su melancolía híbrida, en su esforzado intento de destacarse con el “más difícil todavía”, en su ternura, su afición al divertimento. “El Gran Domador” lo es del tiempo. Al ejercer como tal, le invade la extrañeza ante las cosas y el sentido que pueda dársele a cada objeto, a cada forma de la naturaleza, viva o muerta. Se expone, en su ignorancia, el artista en el escenario y el público ante lo representado. Pero no falta esa alegría de lo pactado entrambos ni esa entrega mutua a lo que transcurra.

Con los recursos propios del ‘teatro pobre’, todo en escena se utiliza, le es útil a la acción física y a las sensaciones que provoca. Cada manipulación o transformación de un elemento, sea decorado o parte del cuerpo de uno de los actores-bailarines, tiene la relevancia de un signo legible sobre un lienzo en blanco. Solo hay que dejar caer el protocolo racional en nuestra mente, para que nuestra experimentación transcurra libre por este paisaje surrealista que oscila entre la noche y el día, entre el inconsciente y lo consciente. Todo lo maravilloso tiene su reverso, no deja de aflorar en la pieza de Papaioannou lo doloroso y lo macabro, pero con una ingenuidad y una ligereza tales, que se nos desarma para la reacción crítica inmediata y se nos instala en el disfrute. Quedamos heridos por el deleite de lo presenciado, y solo al intentar que cicatrice esta brecha, es cuando comprendemos de los alaridos silenciados y de sus causas, de las posibles recetas para la cura.

Alguien, incapaz de relajar su intelecto a la altura de sus sentidos, podría alegar que no hay residuo en esta obra, tras el juego adivinatorio de identificación de cuadros o personajes mitológicos. De nada serviría regalarle a esa persona un libro de La Metamorfosis, de Ovidio. Tampoco conminar a su desencanto a abandonar las calles veraniegas de Madrid cualquier mañana, cualquier tarde, para aceptar la fresca invitación a perderse en sus museos, a sentarse ante un cuadro hasta penetrarlo. Ni siquiera sería útil proponerle otros remedios. El acceso a la información, lo tenemos a mano, al menos la mayoría; con seguridad, los que contamos con poder adquisitivo para consumirla pagando su precio de mercado. Hagamos un consumo responsable de la información cultural, también con respecto a nuestra libertad de expresión y al respeto por los límites que nos impone la libertad del prójimo.

A otro espectador, no acomodado en sus limitaciones, presto al crecimiento personal y abierto a la evolución de sus dudas, sí le aconsejaría y le ofrecería esos recursos mencionados. Después, le invitaría, si se diese la ocasión, a presenciar de nuevo el espectáculo de The Great Tamer. Y, tras la experiencia reincidente, provocaría la conversación de ese espectador perplejo con el de la butaca de al lado, con el de dos filas más adelante o con el de la última fila. Le propondría una puesta en común en la que fluyese la palabra sin ambages, esa que pese a estar vetada por el artificiero de esta obra de arte que nos ocupa, me ha brotado como un surtidor hasta componer este artículo.

foto: © Julian Mommert | Pavlina Andriopoulou, Costas Chrysafidis, Ektor Liatsos, Ioannis Michos, Evangelia Randou, Kalliopi Simou, Drossos Skotis, Christos Strinopoulos, Yorgos Tsiantoulas, Alex Vangeli
foto: © Julian Mommert | Pavlina Andriopoulou, Costas Chrysafidis, Ektor Liatsos, Ioannis Michos, Evangelia Randou, Kalliopi Simou, Drossos Skotis, Christos Strinopoulos, Yorgos Tsiantoulas, Alex Vangeli
Paisaje surrealista que oscila entre la noche y el día, entre el inconsciente y lo consciente
Paisaje surrealista que oscila entre la noche y el día, entre el inconsciente y lo consciente
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photo by Julian Mommert The Great Tamer by Dimitris Papaioannou
THE GREAT TAMER
81 THE GREAT TAMER
EL ÁRBOL

EL ÁRBOL

EL ÁRBOL

ODIN TEATRET
Dirección: EUGENIO BARBA

Voluntariamente, podemos cualquiera de nosotros acceder a asumir el papel de verdugo.

¿Por qué “menudo pájaro está hecho” o “pajarraco” son expresiones que conllevan un uso despectivo? ¿Qué tiene la sociedad contra los pájaros, para haber aceptado estos usos del lenguaje como válidos?

Yo amo a los pájaros desde la infancia, me hicieron alzar la cabeza y ver el cielo con otros ojos, ese último horizonte. Ya no soy tan ingenua y sé de la peligrosidad de las rapaces si eres un gorrión, pero amo a los gorriones y a las rapaces. Es una pena, que no sea ingenua, pero no me queda otro remedio, supongo. ¡Ya no pateo charcos, pero aún persigo el canto de los mirlos! Continúo ocupada en resolver lo que me inquieta más allá de la belleza. Ya sé del daño, del propio y del ajeno. Creo mis propios lodazales a base de sufrimiento, aunque también río mucho. Dice Hannah Arendt algo así como que el mal es superficial, que solo la bondad es profunda. Intuyo que es muy cierto, por lo que conozco, incluso de mí misma.

Hecha esta breve semblanza del “paraíso perdido”, me toca reconocer el descoloque al que me condujeron la otra tarde los Odin Teatret. ¿Sabéis cuando en una situación nueva para una, “una” no sabe cómo reaccionar, si reír o llorar? Pues así. Incluso al final de su propuesta (no quiero llamarlo espectáculo) que no sabía si aplaudir o largarme -como se me instaba a hacerlo con urgencia, a través de una de las actrices situada estratégicamente en la salida- Me sentí bastante estúpida en numerosas ocasiones, durante la función. Yo también portaba la nariz roja de payaso, incluso me ardía por momentos, debido a una mezcla de vergüenza y disfrute. Porque disfruté la función como una niña pero, al tener a la mitad del público justo en frente, me sentía observada todo el tiempo, como si mi propia imagen en un espejo se empeñara en burlarse de lo que debería reflejar. Para más inri, había localizado entre el graderío contrario a Juan Mayorga -al que admiro-. Brillaba en la oscuridad con su camisa blanca. ¡Qué estresante mi vanidad sin asidero! Así me sentía, perpleja. Observada y juzgada. ¿Y por qué? Yo no encarnaba a ninguno de esos “personajes” que deambulaban bajo la falsa carpa de circo color arena. Y, en todo caso, de ser alguno, me identificaba más bien con la niña que quería volar junto a su padre. Sin embargo, me atraían como un imán los Señores de la Guerra, no podía dejar de mirarlos, se me antojaban fascinantes, por mucho que intentara dibujar en mi rostro una máscara ética que alejase esas sensaciones, esa emoción que nace ajena a la empatía. Me conmovió profundamente Furia -la mujer que huía de la guerra-, me provocó un llanto tranquilo, sin nostalgia ni sentimentalismo. Su silencio me traspasó, su verborrea desmedida me despertó una emoción que apenas reconocía. Creo que fue lo más cerca que estuve de comprender de raíz. El resto del tiempo me lo pasé con la boca abierta, presa de la experiencia, acumulando enigmas. ¿Me refiero a la complejidad de las formas de expresión, de los textos, del lenguaje escénico? Nada más lejos, todo resultaba de una ingenuidad insultante, aunque traía reminiscencias de lo ajeno y de lo propio, de lo común. Mientras, el hermetismo de lo complejo nos iba atrapando de un modo envolvente. A través de los sentidos se nos acondicionaba para abandonar los asideros de la tibieza, abocándonos al escalofrío. Aunque a mí esa reacción me sobrevino en mi casa, días después, junto con algunas certezas. Me poseyó, de repente, la idea de que habíamos sido tratados en todo momento, durante la función, como subordinados, como esclavos, como extranjeros desprovistos de voluntad que inician un viaje ansiando refugio, movidos por la ilusión de un futuro. ¿Qué nos lleva a asistir al teatro? ¿O acaso vamos sin más, siguiendo la tediosa inercia del ocio? Esperamos continuar vivos al día siguiente, por lo menos. Procuramos mantener en el olvido nuestra condición mortal, mediante estas actividades. Al menos, buscamos reconfortarnos con el bálsamo de la belleza, adormilarnos, mecidos por algún canto. El canto, la celebración de la vida.

¿Cómo celebrar la vida tras una masacre? Tras un desastre natural, la propia naturaleza guarda silencio. El tiempo cesa, para darle tiempo a la vida misma a recuperarse. También justo antes de la hecatombe ocurre algo parecido, hay un silencio preñado de ojos abiertos, expectantes. Pero la vida se alza sobre el sacrificio, para regenerarse. ¿Siempre? ¿Hasta cuándo? Lo vivo engulle lo que le es ajeno. El problema es el veneno. La naturaleza nos ignora mientras puede. Únicamente hay dos posturas frente a esto: ser abono o ser veneno. El impulso de muerte puede condenarnos al silencio. Voluntariamente, podemos cualquiera de nosotros acceder a asumir el papel de verdugo. El que mata, también ama. El asesino tiene ideales. Si desde niños nos despertamos con el ruido de las bombas y alguien nos pone -a esa edad- un fusil entre las manos, si nos conmina a dar muerte, no erraremos con los disparos. Da igual que proliferen en algún lugar los ritos ancestrales, da igual el fervor de los inocentes clamando por el regreso de los pájaros. Las semillas chocarán contra la tierra reseca como si fuesen piedras. Solo la piedad es fértil. Solo la comunión de todos los seres sigue permitiendo que los astros giren. ¿Pero cómo podemos realmente “ponernos en lugar del otro”? Somos marionetas en manos de la experiencia. Lo que no se experimenta, no se sabe. Entonces, ¿cómo juzgar? ¿Quiénes son los sabios? ¿A qué cabezas obedecen las normas preestablecidas? ¿Deben ser rígidas o flexibles? ¿Resulta más fructífera la prevención que el castigo? Hace poco he aprendido una palabra nueva “provención”. No la busquéis en el diccionario, porque no aparece. A ciertos colectivos nos ha dado por inventar palabras. Esto da mucho miedo. La creatividad, en general, asusta mucho. Nos solemos anclar a lo ya conocido, presos en la verosimilitud de los refraneros. Pero el ser humano está imbuido de un espíritu libre, algo que se escapa a su lógica, que pugna por salir de su boca sin significado aparente, sonido armónico y vibrante que le eleve. En cada desfallecer, se deshace la entraña, como una bandada de pájaros que no se resignan a la oscuridad del nido. ¡Cuánto mejor será la levedad del ser que se despierta!

Filosofar es fácil. Lo cierto es que no sé nada de la guerra ni de sus consecuencias, excepto la información sesgada y tergiversada que nos llega a través de infinitud de medios de comunicación, gracias a los milagros de la técnica. Y no todo, una mísera parte. Además, pongo poco ahínco en preservar y contrastar los datos, en ahondar en las causas de los conflictos. Me quedo en la superficie. No es mi cometido. Son noticias de tan lejos. Y ni te digo ya si hablamos de la historia, aunque sea de la de España. La memoria histórica tiene peso específico, la vaciamos de nuestros bolsillos para intentar ir más rápido. Hay voces que nos advierten de que seguimos interconectados, y no solo a través de las redes sociales, que lo que nos salva es la lucha por lo colectivo. Por mi parte, empiezo a hacerles caso. Bueno, siempre he sabido, a mi manera, que es eso lo que somos, fragmentos de lo mismo. Pese a todo, algo se descolocó dentro de mí, la otra tarde, en Teatro de la Abadía, mientras Odín Teatret desplegaba ante los presentes el mapa de un mundo desprovisto de ángeles y de demonios, la desolación más absoluta, poniendo el foco de atención en nuestro propio desconcierto.

No os he desvelado nada, me lo he desvelado a mí misma, o lo he intentado. Por lo demás, apuntar que forma parte ya de mi imaginario la marcha a ritmo de acordeón de Kai Bredholt. -¡Qué actor!-, la forma en que le enjugaba la frente Roberta Carreri, la danza en círculos de Pavarthy Baul -con sus cabellos sueltos como guía-, la llamada a los pájaros de Julia Varley, la crucifixión de Donald Kitt, la forma de encaramarse al árbol y de morder una pera de Carolina Pizarro, la plegaria constante de I Wayan Bawa, el violín de Elena Floris, el juego con sus muñecas de una anciana encarnada en Iben Nagel Rasmussen… Los niños-marioneta, el esqueleto de árbol, las piedras, las mangas de sangre, la calabaza preñada, las cabezas cortadas y sonrientes, la blancura viva de un manto de nieve.

Esta compañía nació en 1964, el año que nací yo. No creo en las casualidades. Aunque tienen un dramaturgo, el texto -como el espectáculo en sí- suele crearse tras un largo proceso de investigación. Me hice con él, para leerlo repetidas veces. Puede que lo diga en alto, como un mantra.

ODIN TEATRET el árbol
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ODIN TEATRET
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ODIN TEATRET
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Julia Varley
Julia Varley

No os he desvelado nada, me lo he desvelado a mí misma, o lo he intentado. Por lo demás, apuntar que forma parte ya de mi imaginario la marcha a ritmo de acordeón de Kai Bredholt. -¡Qué actor!-, la forma en que le enjugaba la frente Roberta Carreri, la danza en círculos de Pavarthy Baul -con sus cabellos sueltos como guía-, la llamada a los pájaros de Julia Varley, la crucifixión de Donald Kitt, la forma de encaramarse al árbol y de morder una pera de Carolina Pizarro, la plegaria constante de I Wayan Bawa, el violín de Elena Floris, el juego con sus muñecas de una anciana encarnada en Iben Nagel Rasmussen… Los niños-marioneta, el esqueleto de árbol, las piedras, las mangas de sangre, la calabaza preñada, las cabezas cortadas y sonrientes, la blancura viva de un manto de nieve…

Elena Floris y Pavarthy Baul
Me poseyó, de repente, la idea de que habíamos sido tratados en todo momento, durante la función, como subordinados, como esclavos, como extranjeros desprovistos de voluntad que inician un viaje ansiando refugio, movidos por la ilusión de un futuro.
EL ÁRBOL
Luis Alonso, Parvathy Baul, I Wayan Bawa, Kai Bredholt, Roberta Carreri, Elena Floris, Donald Kitt, Carolina Pizarro, Fausto Pro, Iben Nagel Rasmussen, Julia Varley
Pero el ser humano está imbuido de un espíritu libre, algo que se escapa a su lógica, que pugna por salir de su boca sin significado aparente, sonido armónico y vibrante que le eleve. En cada desfallecer, se deshace la entraña, como una bandada de pájaros que no se resignan a la oscuridad del nido. ¡Cuánto mejor será la levedad del ser que se despierta!
HE NACIDO PARA VERTE SONREÍR

HE NACIDO PARA VERTE SONREÍR

HE NACIDO PARA VERTE SONREIR

Santiago Loza
Director: PABLO MESSIEZ

No es solamente que Isabel Ordaz nos haga reír -esto depende del aguante a las cosquillas de cada espectador implicado-, es que su perspectiva como actriz trivializa el sufrimiento de esa madre que encarna, le quita peso por momentos con su parloteo incontenido, con su naturalidad, su cercanía, su semejanza a lo nuestro.

He nacido. Soy mujer. ¿Qué sentido tiene?

Quiero compartir una anécdota. Un paseo en la mañana, ataviada con un abrigo largo, con capucha sobre la cabeza. Vestida de blanco. Está nevando desde la noche anterior. A cada paso, el paisaje aparece completamente cubierto por un frío manto. Inesperadamente, observo el acercarse de un trote silencioso hasta el cercado de un prado que tengo en frente. Me paro a cierta distancia de esa presencia, con temor de espantarla. Es un caballo blanco. Nos miramos. Ambos nos quedamos quietos bajo la nieve que cae. Entro en otra dimensión, se para el tiempo.

Quiero compartir otra anécdota. El día anterior he parido a mi bebé. He pasado la noche intentando darle de mamar, pero ella no ha extraído una sola gota de mi pecho, permanece tranquila y en silencio, con los ojos cerrados desde su nacimiento. La sujeto para mirar su rostro -desconocido hasta ayer- mis manos en su nuca, sus pies apoyados en mi vientre. Lentamente se van filtrando a través de los cristales los primeros rayos del alba. Entonces, mi bebé abre los ojos despacio. No me mira a mí, sino que busca la luz, girasol de carne y hueso. Entro en otra dimensión, se para el tiempo.

¿Para cuál de estos dos instantes he nacido yo? De los dos recuerdos, ¿cuál es el que dice más de quién soy? ¿Puedo categorizar de menos a más las distintas sensaciones, las efímeras emociones? ¿Qué diversidad de cicatrices dejan en el alma acontecimientos aparentemente sin nexo? No podemos olvidar que nuestra percepción de la vida vivida es siempre única. Ni tampoco que ante lo que acontece, hacemos lo que podemos. Otra persona en mi lugar hubiera aligerado el paso el día de la nieve, en lugar de pararse, pese al frío. Otra madre en mi lugar… no tengo ni idea. No pude darle el pecho a mi hija, pero le cantaba siempre mientras que tomaba el biberón. Ella dejaba de chupar de la tetina, si yo no cantaba. Siento que desde entonces estoy ligada a su alegría. Pero dejemos de hablar de mí. Aunque soy yo la que asistí la otra tarde al estreno de He nacido para verte sonreír, en la Sala Jose Luís Alonso del Teatro Abadía. No puedo obviar que soy mujer, que soy madre, ni que el autor del texto -Santiago Loza- indaga sobre lo que quiera que sea eso de “la maternidad”, además de sobre la imposibilidad de comunicación, y sobre la soledad, y sobre la locura, y sobre tantas otras cosas de las que he llegado a percatarme o no. Intentaré desmenuzarlas ahora sin desvelarlas, tan solo para rendir homenaje a esta pieza de exquisita belleza y profundo misterio que ha dirigido Pablo Messiez.

Belleza oscura. Escenografía, sonido e iluminación se confabulan para construir un nido, un lugar donde esconderse del mundo, donde mecerse en el ronroneo de lo incomprensible. Pero, pese a todo, una naturaleza salvaje pugna por entrar, por invadir la pulcritud de un espacio adecuado que no contenta a los inadaptados que lo habitan. Porque la madre cuyo hijo está ya huido -sea de una forma u otra-, es una extraña carcelera, es más bien una presa de confianza que planea la fuga. Los nidos suelen vaciarse cuando la necesidad de vuelo es perentoria. Los pájaros bien lo saben, es inútil entretenerse, hay que dejarse llevar por el impulso de preservar la vida. Pero ¿qué ocurre si un polluelo cae del nido y se lastima? ¿Le abandonaremos a su suerte porque nuestro hábitat es el cielo? ¿O pisaremos la tierra y empolvaremos las alas, ya nunca desplegadas? No somos pájaros. ¿Qué somos? Seres más indefensos que los pájaros, sin plumaje que nos proteja de la intemperie. Seres cargados de culpa. Seres cegados por mirar insistentemente a las estrellas. Siempre en búsqueda de sentido, intentando unir lejanos puntos luminosos para crear una figura reconocible, un vaticinio, la causa primigenia, lo que concatena las tragedias. El programa de mano es un mapa de estrellas. Un aria que suena durante la función -el de Los pescadores de perlas-, es un canto a las estrellas. 

Qué sublime acierto!

Esta dimensión que intento atrapar, especificándola, es tan solo una capa de la obra, la más profunda. Es donde hayamos instalado el germen de la locura -amalgama de ternura, extrañamiento y escalofrío, encarnada por Fernando Delgado Hierro con verdad y delicadeza-. Es el desequilibrio de un alma, lo que nos va guiando entre presencias sin contexto. Electrodomésticos que consuelan, mesas como regazos donde apoyar sueños perdidos. Un chorro de voz que busca cauce sin encontrarle, músicas inmensas brotando de pronto como lava ardiente, silencios perplejos como estancias de hospital. Gestos constreñidos que se toman por pequeños. La distancia infinita entre dos cuerpos que en su origen fueron lo mismo. La idealización como una telaraña que envuelve. La parálisis ante la incertidumbre. La grandilocuencia hecha pedazos contra el tenue velo de una sonrisa. Tanta piedad.www

Pero no es onírica, sino cruda, esta textura interna del montaje de Messiez. ¿Cómo se consigue esto? Mi teoría sería que insistiendo en el contraste. Porque, más en la superficie, también nos muestra lo cotidiano, lo aparentemente trivial pero teñido de melodrama y no exento de humor ácido. Por un lado está el sentimentalismo, lugar común al que nadie puede sustraerse por completo, ya que es constitutivo. Como un bolero que se rescata del olvido, es la historia entre esta madre y su hijo, la relación que los une. Y, en contraposición a la lágrima, una ternura insólita haciéndonos cosquillas. No es solamente que Isabel Ordaz nos haga reír -esto depende del aguante a las cosquillas de cada espectador implicado-, es que su perspectiva como actriz trivializa el sufrimiento de esa madre que encarna, le quita peso por momentos con su parloteo incontenido, con su naturalidad, su cercanía, su semejanza a lo nuestro. Pero es solo una capa, tras otra capa, ya lo he dicho. Nada es lo que parece nunca, porque todo se transforma. Eso es la vida, ¿no? Será que el verdadero arte se asemeja a la vida.

El montaje es como una mina, podemos seguir extrayendo tesoros. La narración de la situación a nivel social del personaje femenino de la obra, por ejemplo. Ella es “una mujer de su casa” de los años treinta, con el marido ausente y omnipotente, paradoja del tiempo. No se hace explícito, pero esa ausencia de figura paterna, unida a la actitud vital de la madre ante su propia desidia, ante lo anodino de su vida, podría haber abocado al hijo hacia el cataclismo que le aqueja. Transciende este aspecto social del personaje femenino al apuntar a temas candentes actualmente, pero sin ofrecer soluciones, sin establecer ningún juicio. -Algo hemos avanzado, en este sentido. Al menos, queremos creerlo.-
No he querido caer en lo anecdótico de la trama, dando pistas a los que se mueven por gustos y disgustos, por apetencias. Tan solo he intentado plasmar mi experiencia, como siempre. Espero que a alguien le sea útil. Quería demostrarles cómo no solo he tenido la fortuna de haber sido testigo del estreno, sino que volvería a verla. En el patio de butacas no cabía un alma esa tarde. Fui acompañada, pero es lo mismo, no pude evitar que este trabajo artístico me tomase del cuello y me zarandeara. Y soy difícil a mi manera, no crean, lo que pasa es que elijo cada vez más y cada vez mejor.

Dicen que Messiez es “el director de moda”. A mi nada me importa eso. He visto dos montajes suyos nada más, La Distancia, en el Pavón Kamikaze, y este que nos ocupa. Me quedé con ganas de ver otros, como Bodas de Sangre, también en La Abadía. Lo que realiza como artista me interesa, me emociona, me hace pensar, me conmueve –verbo, este último, que tiene bastante que ver con ser llamada a la acción-

En cuanto a la actriz me ha parecido siempre muy interesante también. El público la conoce de sobra por otros trabajos suyos. Hace tiempo supe que es escritora, poetisa, que ha tenido algo que ver con La Fundación José Hierro. Conozco este lugar de encuentro de poetas… Es hermoso. Los astros se alinean, Messiez lo sabe. Está científicamente probado: somos polvo de estrellas.

Del autor, Santiago Loza, no puedo decir mucho más, excepto toda esta maravilla que he mencionado y que me ha traído el encuentro con su obra en La Abadía. Es argentino, como el director. Muy valorado y representado allá. Y es la primera vez que se representa en España. Que no sea la última.

Fernando Delgado Hierro
Fernando Delgado Hierro

Esta dimensión que intento atrapar, especificándola, es tan solo una capa de la obra, la más profunda. Es donde hayamos instalado el germen de la locura -amalgama de ternura, extrañamiento y escalofrío, encarnada por Fernando Delgado Hierro con verdad y delicadeza-

Fernando Delgado Hierro
Fernando Delgado Hierro

Pero no es onírica, sino cruda, esta textura interna del montaje de Messiez. ¿Cómo se consigue esto? Mi teoría sería que insistiendo en el contraste.

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Misántropo

Misántropo

MISÁNTROPO

Moliere
Director: MIGUEL DEL ARCO

Somos tan necesarios como prescindibles. Si nuestro esfuerzo ético es ejemplo para un solo ser que se mira en nosotros, ya somos un poco imprescindibles. Dar ejemplo, hacer lo que hay que hacer y como hay que hacerlo. Enarbolar la verdad aunque provoque heridas y haga brotar la sangre, más vale una herida abierta que un hematoma putrefacto.

Podría guardar silencio y reflexionar, dejar que vaya calando cada eco como un revulsivo sanador, antes de vomitar mi mediocre opinión en este callejón en el que nos reunimos embriagados o hastiados de la realidad, forjando un mundo paralelo más fútil, si cabe, escondrijo de cobardes enajenados. Podría volver a buscarle, a Alcestes, y sentarme cada noche en la butaca de la tercera fila, cerca de la que se rompió anoche un poco antes del comienzo de la función, demostrando la incapacidad de nuestro mundo para acoger lo singular de modo certero, como un adelanto del tema que se iba a tratar sobre el escenario: un hombre se afanaba por recomponer ese asiento, que había cedido por la imposibilidad de contener su volumen y su peso, ante la supuesta indiferencia incómoda del resto. Intenté evidenciar y sugerí una solución; aún llevo conmigo su agradecimiento. Podría haber salido del teatro y, al verle quieto frente a la entrada, esperando, enorme, con la mirada de un niño perdido, dirigirme francamente a él, agarrarme a su brazo y caminar bajo la noche primaveral repleta de promesas. Pero Dios nos libre de los desconocidos: desvié la mirada y me alejé de allí, regresando por donde había venido. Desencuentros, gestos que caen al vacío como máscaras huecas.

Seguir a Alcestes al destierro podría, aunque me aventaje en todo y no encuentre con qué alimentar mi osadía ni sepa cómo mitigar su sed, tan reconocible a veces. Amor. El amor nos salva, pero es salvaje, ingobernable, antojadizo y absurdo. Cuando es compasivo, se santifica y se condena a la incomprensión. La voluntad de salvar el mundo, rescatar aunque sea concreto al objeto de nuestro amor del naufragio inminente, provoca estupor e hilaridad. Estamos absolutamente solos en esto, todos y cada uno, Alcestes todos y Orontes, balanza de nuestro tiempo. “Aquí y ahora” reza la canción de Oronte, aquí y ahora, la maldición de los instantes precipitándose sin tregua, la falacia del tiempo. 

Cegados por la luz en el laberinto de espejos, unos contra otros en la danza macabra, como suspendidos en la nada o abandonados en la mitad del desierto. Pero todo es quietud, lo supe desde niña, tan solo parte de cada ser la energía necesaria para este continuo onírico que gira en elipses a velocidad de vértigo. “Cansado corazón, párate” La muerte como una promesa de paz, por fin el olvido helando el fluir de la sangre. “Orestes, no puedes irte, no puedes abandonar” Quizá no sean las palabras exactas, pero es un llamamiento a la batalla. Un amigo lo es siempre, pese a sus defectos, el amor no solo busca dignidad, como bien se sabe. Somos tan necesarios como prescindibles. Si nuestro esfuerzo ético es ejemplo para un solo ser que se mira en nosotros, ya somos un poco imprescindibles. Dar ejemplo, hacer lo que hay que hacer y como hay que hacerlo. Enarbolar la verdad aunque provoque heridas y haga brotar la sangre, más vale una herida abierta que un hematoma putrefacto. ¿De dónde sacar las fuerzas, dónde apoyarse uno? Yo solo tengo mi ignorancia y mi ingenuidad; tendré que partir de eso, dar lo mejor de mí como opción de vida, sin ansias de recompensa. ¡Hacemos tanto ruido! ¡Ya basta! ¡Silencio! Nuestras sombras se desmoronan tras los pasos que nos conducen al abismo. Un rayo de luz tal vez caliente lo suficiente como para prender los corazones.

GRACIAS, Moliere, Miguel del Arco, actores de Kamikaze Producciones. Todo el mundo debería tener esta experiencia:

Misántropo
Israel Elejalde, Ángela Cremonte, José Luis Martínez, Miriam Montilla, Manuela Paso, Raúl Prieto y Cristóbal Suárez
foto ©Eduardo Moreno
foto ©Eduardo Moreno
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MARÍA ZAMBRANO Aurora Herrero y Oscar Allo

LA TUMBA DE MARÍA ZAMBRANO

LA TUMBA DE MARÍA ZAMBRANO

Nieves Rodríguez Rodríguez
Directora: JANA PACHECO

La propuesta es arriesgada. Una resurrección, un pacto con la muerte. La palabra ilumina el interior de una tumba, es en sí misma la herida en la piedra, se filtra entre las grietas hasta lograr abrir lo hermético. La palabra escrita en piedra, al pronunciarse, despierta el anhelo de lo humano. El mismo fuego ardiendo en el cielo que en las entrañas de la tierra. Y en medio, el temblor de las sombras, una interrogación resuelta en carne que palpita, columnas de humo que se pierden, ramas con que plasmar pensamientos, árboles sin tierra, frutos que caen, estrellas que alimentan, lecciones infinitas. La alborada, que no admite encorsetarse porque es búsqueda ardiente. El tiempo hecho pedazos y, en ese laberinto, apresada, la experiencia. El trascurrir de un sueño.

Pero las lápidas caen con fuerza, retumban, hacen temblar el mundo. Dos clichés histriónicos bailan, a modo de autómatas en un reencuentro imposible: lo bélico y lo manso, lo patriótico en sus dos versiones -vencedores y vencidos-, lo violento y su víctima, el desequilibrio del alma humana y su extremarse en consecuencia. El clamor del hambre, la literalidad de la supervivencia, maullidos o llantos de criaturas que atender se multiplican, bocas desencajadas y cucharas como herramientas inútiles y ostentosas, gestos que no sacian. Y mientras tanto, el apego a una música presa en un mecanismo. El dolor en todas sus formas. De lo sublime a lo patético. La curvatura del mundo.

María es tan solo una mujer, ya ni siquiera eso, pero intenta permanecer de algún modo entre nosotros, el mayor tiempo posible, si fuese útil a alguien. Es ahora su nombre quizá más puro que su apellido, manchado de tantas promesas, de tanto prejuicio. María sabe estar en calma, esperar, escuchar el enigma y prestarse a descifrarlo. Comprende lo vivo. Se ofrece en el intento de comunicación plena. María no teme lo imposible.

Acercarse a María, desentrañarla, invocarla a través del ritual de una puesta en escena para que se encuentre con un público ajeno a su obra o no, con interés por su pensamiento o no, admirando su figura histórica o no; plantearse este reto y llevarlo a cabo, es para mí ya un éxito rotundo. Por lo que he ido investigando, desde que Nieves Rodríguez Rodríguez pariese la obra y Jana Pacheco se planteara montarla y subirla a un escenario, ambas han luchado mucho por este proyecto, desde diferentes frentes. Ahora el CDN lo adopta, le da cobertura y lo expone al público en el Teatro Valle Inclán. Tengo entendido que, en su día, se realizó una representación en el Cementerio de Vélez Málaga. Me imagino la magia que pudo crearse, al ser real la caída de la luz en el crepúsculo, la presencia de la luna llena.

Acercarse a María Zambrano tiene mucho peligro de encantamiento, pues supone alejarse de la lógica, fijar la mirada en lo inexplicable. Por eso el lenguaje no verbal tiene tanto sentido en este montaje de Pacheco, por eso la plasticidad del montaje dice tanto o más que el propio texto. A veces, parece que el texto se perdiese entre tanta imagen que pugna por vivir, en una apuesta escénica tan sensible como barroca, en cuanto a la cantidad de información que se nos ofrece por esa vía. He aprendido que eso que llamamos “la primera impresión”, al tener mucho de inconsciente, no es tan sencillo de expresar. Prefiero dejarla macerar en mi interior y permitir que vaya surgiendo después en soledad, imágenes y sensaciones que afloran repentinas del recuerdo y van cobrando sentido. Hay muchas corrientes artísticas, también en el teatro. Algunas de ellas consiguen acceder a un público más amplio, otras no tanto. Pero en esa diversidad está la riqueza cultural. La razón poética de María Zambrano no solo es factible de traducirse a lenguaje escénico, sino que rompería multitud de esquemas si tuviera más presencia en ámbitos culturales, sociales y políticos. El “sueño creador”, el pensamiento de Zambrano es como un nenúfar, sin asidero pero con raíces. En el movimiento del agua se refleja la vida, no en su estancamiento. Leedla.

A parte de la resolución estética y del impecable trabajo actoral, en este montaje destacaría la dimensión política que acaba adquiriendo, una vez visto por entero y dejado reposar. Me hago cargo de que la lleva implícita el texto y de que Zambrano -en cierto modo, a su pesar- también la tenía. Creo que es en ese punto donde Zambrano es una mina, en su compromiso social ausente de etiquetas. No fue una filósofa encerrada en su torre de marfil, ni cegada por el resplandor al salir de la cueva. Supo de su tiempo y alzó la voz, tomó posiciones no precisamente del gusto de todos, sino coherentes y, a su entender, justas. No pretendió ejemplificar con su vida, pero sí mitigar el daño a los otros en lo posible, esclarecer su propio sufrimiento para darle utilidad, darse cuenta de que no era exclusivo. Pero rasgar el velo del misterio, solo la vida ya vivida lo consigue. Por eso María tuvo que transformarse en un híbrido entre filósofa y poeta, en palabra que engendra silencio, en silencio que engendra música. Leedla.

Si el ser queda enjaulado en su propio dolor y no es capaz de entender que todo daño humano es político porque trasciende, se va pudriendo lentamente, se descompone. La Araceli que deambulaba sobre las tablas de la Sala Francisco Nieva en el Teatro Valle Inclán, no me provocaba pena, sino extrañamiento, incluso cierta repulsa, como el hedor de lo yerto. Resultaba chocante la perspectiva en el tratamiento de estos personajes, tan cargados de tragedia y, sin embargo, no exentos de ironía. Si le otorgamos protagonismo, tanto ella como su antagonista en la obra se cubrían el rostro, poseían una verdad oculta. Con la ayuda de María, Araceli arrancó y enterró el apéndice que frenaba su impulso, supo alzar su mirada, pudo elevar su espíritu. Entonces Zambrano nos miró a los ojos y nos habló como a criaturas dignas de salvación. Leedla.

Siendo la costumbre tras asistir a una función el abandonarse a catarsis melodramáticas que no dejan huella -ese desahogarse escatológico y estéril-, tengo que advertir y advierto que es otro tipo de emociones lo que esta función despierta, que no pretende en absoluto complacernos ni se escuda en la autocomplacencia. Utiliza otras llaves y hurga en otras cerraduras. Hemos olvidado que, aunque no estemos hechos de una pieza, la hermosura nos habita. Obviamos muy a menudo el poder de nuestros vínculos, el alcance de nuestros compromisos. Ignoramos al otro como si no fuese a afectarnos el milagro de nuestra mutua coexistencia. Caminamos en contra de lo que logrará liberarnos. ¿Quién lidera esta marcha ciega? La obra invoca a una mujer valiosa que no dudó en cambiar de rumbo, que mantuvo los ojos abiertos entre la niebla. Acudid a esta cita para honrarla. Escuchad su palabra última en boca de Aurora Herrero. Dejaos hipnotizar por la Araceli de Isabel Dimas. Enternecer vuestra nostalgia de la mano de Irene Serrano. Identificaos con la paciencia y la constancia de Daniel Méndez. Que os atraviese el ruego ahogado de Óscar Allo. ¿Qué más decir?

Leedla.

Irene Serrano, Daniel Méndez, Isabel Dimas, Aurora Herrero
imagen © marcosGpunto-Irene Serrano, Daniel Méndez, Isabel Dimas, Aurora Herrero

Acercarse a María, desentrañarla, invocarla a través del ritual de una puesta en escena para que se encuentre con un público ajeno a su obra o no, con interés por su pensamiento o no, admirando su figura histórica o no; plantearse este reto y llevarlo a cabo, es para mí ya un éxito rotundo.

Aurora Herrero y Oscar Allo
imagen © marcosGpunto- Aurora Herrero y Oscar Allo

A parte de la resolución estética y del impecable trabajo actoral, en este montaje destacaría la dimensión política que acaba adquiriendo, una vez visto por entero y dejado reposar.

Irene Serrano
imagen © marcosGpunto- Irene Serrano
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