THE GREAT TAMER

Dimitris Papaioannou

Madrid es el infierno, en estos días de julio del 2017. Salgo de la boca de metro en Legazpi, prevenida. Me parece ver derretirse las alas del Pegaso de Agustín Querol, ya hace tanto tiempo desembarazado de su vendaje de momia. Siempre me ha sorprendido el contraste de la sórdida edificación de la torre del Matadero con esta hermosa estatua de mármol blanco que preside la plaza. La boca desencajada del caballo parece quejarse hoy de no seguir cubierto, o quizá de la ausencia de su homólogo, imaginándole en un lugar más oscuro. El asfalto arde bajo mis pies, mientras dejo atrás al animal sediento bajo el envite de la Sabiduría. Es reconfortante el frescor al entrar en Matadero Madrid por la puerta de acceso a Información y a las taquillas. Espero a mi acompañante como quien toma un reconstituyente imprescindible.

Me estreno como espectadora en una nueva etapa de Naves Matadero, dirigida por Mateo Feijóo como Centro Internacional de Artes Vivas. El público interesado en disfrutar de The Great Tamer, está convocado en la Nave 11. Este espectáculo está incluido en la programación de los Veranos de la Villa. Es la primera vez que el director que ha concebido esta pieza viene a nuestra ciudad. Supone un gran acontecimiento, capaz de congregar a personalidades relevantes del mundo de la cultura, como Pedro Almodovar o Miguel del Arco. Estará entre nosotros tan solo tres días. Desde aquí, viajará a Francia, junto al elenco de diez bailarines, para participar en el Festival D’avignon.

Dimitris Papaioannou es el coreógrafo griego que dirige esta pieza de teatro físico en donde lo que prima es la experiencia artística compartida, por encima de los recursos utilizados para que se lleve a cabo. La formación de este artista, su amplitud de referencias culturales, marca sin duda la diversidad y plasticidad que impregna su modo de expresarse a través de la danza y la performance. Su teatro es un teatro instalado en el silencio, en la ausencia de palabra. Tampoco traza un mapa sonoro en el que la melodía abunde, sino más bien en lo efectista en los escasos sonidos que conforman el ambiente que se trata de reproducir. La única incorporación de música propiamente dicha en esta pieza que nos ocupa, está tratada de un modo irónico, desvirtuando las reminiscencias emocionales que supuestamente podría acarrearnos el escucharla.

Como artista visual, pintor y dibujante de comics, atiende al apetito voraz de imágenes representativas que el ser humano demanda desde la Antigüedad, acrecentado en nuestra época hasta lo monstruoso. En una lucha encarnizada contra lo virtual generado por la técnica y encriptado en ‘electro-domésticos’ que nos hipnotizan, lo que nos proponen artistas de este tipo es el consumo en vivo de lo imaginable. Para ello, Papaioannou bucea en los arquetipos heredados de nuestros ancestros e instalados ya en nuestro inconsciente colectivo. La mitología clásica le sirve para introducirnos en lo onírico a través de un código compartido, independientemente de nuestra capacidad intelectual para la identificación o no de sus nombres, ya he dicho que lo innombrable es lo que importa.

Efectivamente es el misterio de lo vivo, lo que se nos oculta en nuestro afán de conocimiento, lo que está llamado a aparecer en esta propuesta artística ante nuestra mirada atónita, a alterarnos la respiración, a movilizar nuestras indagaciones filosóficas sin permitirnos concluir en lo determinante. Se nos embarca en una nave cuyo puerto es la única certeza: el advenimiento de la propia muerte y de la ajena. Pero es un viaje fecundo que permite el germinar de las ideas y su encarnación en una belleza suprema. Lo que se transmite es un deseo de conexión espiritual que nos transcienda como individuos. Nuestro espíritu está atrofiado, por tanto girar y despeñarse de este mundo nuestro. Necesitamos degustar estos manjares para el disfrute no solo de los sentidos.

El arte de nuestro tiempo parece decantarse por las sinergias, que son, en definitiva, reencuentros con nuestros orígenes, donde el maremágnum de lo vivo nos contenía de una manera física, no tan intelectual, todavía. Teniendo esto en cuenta, la manera en que Papaioannou tiene de sintonizarnos, podría considerarse una suerte de meditación colectiva en donde la acción es transversal y aparentemente está ausente. La dramaturgia obedece a planteamientos sobre el asombro de la vivencia en sí misma, no sobre un acontecer lógico que nos conduzca a la catarsis emocional, tan adictiva. Lo cotidiano, la labor diaria está presente, sin embargo, para expresar el paso del tiempo como una suma de reiteraciones asumidas. También se incide en un punto de vista humorístico que ensalza el aspecto ridículo que evocamos los seres humanos, siendo como somos en esencia seres indefensos, confundidos, y extremadamente sensibles.

La paleta de colores con que se lleva a cabo esta apuesta teatral de cuadro vivo, tiene su base en el negro, sobre el que se perfila y se retuerce el color de la carne, pasando por un espectro de tonalidades grises y ocres; fugándose, por instantes, en la transparencia del agua o subrayando con el rojo de la sangre. Sus trazos gruesos, de humor soterrado, están inspirados en el mundo del circo, en su melancolía híbrida, en su esforzado intento de destacarse con el “más difícil todavía”, en su ternura, su afición al divertimento. “El Gran Domador” lo es del tiempo. Al ejercer como tal, le invade la extrañeza ante las cosas y el sentido que pueda dársele a cada objeto, a cada forma de la naturaleza, viva o muerta. Se expone, en su ignorancia, el artista en el escenario y el público ante lo representado. Pero no falta esa alegría de lo pactado entrambos ni esa entrega mutua a lo que transcurra.

Con los recursos propios del ‘teatro pobre’, todo en escena se utiliza, le es útil a la acción física y a las sensaciones que provoca. Cada manipulación o transformación de un elemento, sea decorado o parte del cuerpo de uno de los actores-bailarines, tiene la relevancia de un signo legible sobre un lienzo en blanco. Solo hay que dejar caer el protocolo racional en nuestra mente, para que nuestra experimentación transcurra libre por este paisaje surrealista que oscila entre la noche y el día, entre el inconsciente y lo consciente. Todo lo maravilloso tiene su reverso, no deja de aflorar en la pieza de Papaioannou lo doloroso y lo macabro, pero con una ingenuidad y una ligereza tales, que se nos desarma para la reacción crítica inmediata y se nos instala en el disfrute. Quedamos heridos por el deleite de lo presenciado, y solo al intentar que cicatrice esta brecha, es cuando comprendemos de los alaridos silenciados y de sus causas, de las posibles recetas para la cura.

Alguien, incapaz de relajar su intelecto a la altura de sus sentidos, podría alegar que no hay residuo en esta obra, tras el juego adivinatorio de identificación de cuadros o personajes mitológicos. De nada serviría regalarle a esa persona un libro de La Metamorfosis, de Ovidio. Tampoco conminar a su desencanto a abandonar las calles veraniegas de Madrid cualquier mañana, cualquier tarde, para aceptar la fresca invitación a perderse en sus museos, a sentarse ante un cuadro hasta penetrarlo. Ni siquiera sería útil proponerle otros remedios. El acceso a la información, lo tenemos a mano, al menos la mayoría; con seguridad, los que contamos con poder adquisitivo para consumirla pagando su precio de mercado. Hagamos un consumo responsable de la información cultural, también con respecto a nuestra libertad de expresión y al respeto por los límites que nos impone la libertad del prójimo.

A otro espectador, no acomodado en sus limitaciones, presto al crecimiento personal y abierto a la evolución de sus dudas, sí le aconsejaría y le ofrecería esos recursos mencionados. Después, le invitaría, si se diese la ocasión, a presenciar de nuevo el espectáculo de The Great Tamer. Y, tras la experiencia reincidente, provocaría la conversación de ese espectador perplejo con el de la butaca de al lado, con el de dos filas más adelante o con el de la última fila. Le propondría una puesta en común en la que fluyese la palabra sin ambages, esa que pese a estar vetada por el artificiero de esta obra de arte que nos ocupa, me ha brotado como un surtidor hasta componer este artículo.

foto: © Julian Mommert | Pavlina Andriopoulou, Costas Chrysafidis, Ektor Liatsos, Ioannis Michos, Evangelia Randou, Kalliopi Simou, Drossos Skotis, Christos Strinopoulos, Yorgos Tsiantoulas, Alex Vangeli
foto: © Julian Mommert | Pavlina Andriopoulou, Costas Chrysafidis, Ektor Liatsos, Ioannis Michos, Evangelia Randou, Kalliopi Simou, Drossos Skotis, Christos Strinopoulos, Yorgos Tsiantoulas, Alex Vangeli
Paisaje surrealista que oscila entre la noche y el día, entre el inconsciente y lo consciente
Paisaje surrealista que oscila entre la noche y el día, entre el inconsciente y lo consciente
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photo by Julian Mommert The Great Tamer by Dimitris Papaioannou