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SAMANTA SCHWEBLIN Autoría

La distancia

la distancia

Adaptación de “Distancia de Rescate”, de:

SAMANTA SCHWEBLIN

Director: PABLO MESSIEZ

Tras presenciar La Distancia en el Pavón Teatro Kamikaze, una tiene que recuperarse poco a poco, como cuando despertamos de una pesadilla que recordamos de forma inusual aunque, en apariencia, solo parcialmente. La sensación es de inquietud, de extrañamiento, de haber estado expuestos a cuestiones cuya resolución entraña un peligro y al mismo tiempo es perentoria. Hay una lucha interna por evocar sus personajes atormentados o siniestros, por clarificar los mensajes disfrazados de acontecimientos, por aumentar el tamaño de los detalles para comprender su verdadera naturaleza, por acertar en la respuesta a la pregunta que se reitera sin descanso: ‘¿Qué es lo importante?’

Respetar la vida en todas sus formas, sacralizarla, ponernos a su servicio. Antes que humanos, somos seres vivos, aunque lo olvidemos, tan apegados como estamos a lo virtual, tan alejados física y mentalmente de la naturaleza. Esta identificación con ‘lo natural’, varía de unas épocas a otras de la historia, de unas sociedades a otras, de unos a otros individuos, de un momento a otro de cada biografía. La infancia podría ser esa etapa de la vida en la que aún se mantiene un contacto directo con el misterio del hecho mismo de haber nacido, se permanece más cercano al instante preciso de la concepción y a las transformaciones posteriores en el útero materno. Puede que esto enlace directamente con lo hueco del ser, cuando aún no se es más que un proyecto de vida, una intención en vacío. Nuestro proceso vital, en este sentido, es circular. El final es regresivo, se comprende lo que se intuía en el origen: el sentido de la vida. La vida misma es el sentido, la búsqueda.

¿Pero qué sucede si el hilo invisible que nos conecta a la naturaleza se enreda en nuestro cuello hasta asfixiarnos, o es sesgado de pronto? El terror también se oculta en lo natural, en lo que nos alimenta, en lo que debiera protegernos. Generalmente es hijo de nuestra propia manipulación del medio. Lo terrible es esa responsabilidad que nos sepulta, de la que no podemos escaparnos. ¿Cómo proteger a los que amamos, a nuestros vástagos? Hay un único modo: protegiendo a la humanidad entera. Y, del mismo modo, habría que proteger a la naturaleza en su conjunto para estar protegidos también nosotros, ya que formamos parte de ella, aunque lo hayamos olvidado. Seguimos siendo insignificantes, con todo nuestro empeño en crecernos y endiosarnos. Poco podemos hacer, por ejemplo, ante catástrofes naturales una vez que se nos vienen encima. Sin embargo, somos capaces de estudiar ‘el cómo’, incluso ‘el cuándo’. Nos falta centrar el foco en ‘el qué podemos hacer o dejar de hacer’ para evitar aumentar los desastres naturales que nos acechan. Tendríamos que regresar a ciertos códigos de conducta y generalizarlos, inventar otros tantos; rescatar ciertos condicionamientos morales, inventar otros tantos.

Pero la La Distancia va mucho más allá, le lima las aristas a la dentellada de lo monstruoso y trastorna la lógica emocional. ¿Nos reconocemos unos a otros? Es más, ¿nos reconocemos a nosotros mismos? Si no somos capaces de identificar de qué sustancia estamos hechos, ¿cómo sabremos distinguir lo natural de lo que no lo es tanto? ¿Alcanza nuestra perspectiva a distinguir lo semejante de lo extraño? Si un campo de cultivo, en apariencia beneficioso, puede estar envenenado y suponer un peligro, ¿qué es susceptible de sucederle al ser humano y a su esencia?
En los momentos finales, cuando todo se confunde, incluso los planos temporales, ¿regresará la intuición a traernos luz y consolarnos, pese al horadar vertiginoso del tiempo en las entrañas? Se parecería esto a la esperanza. ¿El dolor desaparece? ¿Es eso lo importante? Solo que ya estaremos muertos. ¿O no?

La puesta en escena del director, Pablo Messiez acierta recogiendo el simbolismo contenido en la novela de Samanta Schweblin, Distancia de Rescate. Utiliza los elementos precisos, de gran impronta visual y resonancias oníricas. En el trabajo con los actores, se agradecen las notas de humor que aporta la sabia construcción de algunos de los personajes, como la Mujer de la casa verde, o Nina en alguna de sus escenas. Es muy interesante el punto álgido en el que, rompiendo la cuarta pared, Nina ve al público: Los espectadores pasan de ser un campo de cultivo al que se asoman los personajes, a adquirir otra identidad humana. Todos los seres son vulnerables y es necesario convivan en equilibrio, nos recuerdan. De nuevo la necesidad del vínculo, también en el propio hecho artístico. La función se nutre de un trabajo muy coral por parte de los actores, empeñados en tejer esas redes espacio-temporales que sustentan la adaptación a teatro de un texto complejo en fondo y forma, al mismo tiempo que cargado de hipnotismo.

Debo confesarlo: Salí del teatro sin entender lo que había visto, eso es así. Pero lo sensitivo estaba ahí, me había tocado. Las luces y las sombras, los colores emocionales, la coreografía de movimientos, los silencios, lo pronunciado, el ritmo. Las imágenes. Las preguntas. Este tipo de experiencias artísticas suelen ser de las que me zarandean. Suelo defenderme de ellas, esgrimiendo la razón. Me pasó lo mismo con el monólogo de Ofelia, en el Hamlet de Miguel del Arco. También con la primera obra que vi de La Zaranda. Antes, con Tadeusz Kantor. Hoy día conservo estas experiencias intactas en mi imaginario. Sus huellas me conforman como artista.

Quique Marí
Intérpretes: María Morales, Fernando Delgado, Luz Valdenebro y Estefanía de los Santos
©QuiqueMarí
©QuiqueMarí
portada ejemplar piloto
Javier Navares Autoría

EL PLAN

EL PLAN

IGNASI VIDAL

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El Teatro Pavón Kamikaze ofrece El Plan (Premio Godoff a la Mejor Obra Teatral de la Escena Madrileña en 2015) entre su repertorio de dramaturgia contemporánea. Su autor, Ignasi Vidal, no es solamente prolijo, sino brillante. Esta obra, su primera propuesta como director, se estrenó hace un año en La Pensión de las Pulgas con gran éxito de público y crítica, continuando su periplo con una gira que le ha traído de regreso a Madrid, de la mano de Uroboro Producción.

En esta ocasión, se incorpora como actor Manuel Baqueiro en sustitución de David Arnáiz. Continúan en el elenco Javier Navares y Chema del Barco (finalista a mejor actor en los Premios Godoff 2015). Todos actores con recorrido en teatro, cine y televisión, animales escénicos no precisamente faltos de recursos.

El Plan puede parecer una comedia de sofá. Nada más lejos de la realidad. El público se ríe, eso sí. Durante la función, el espectador tiene la sensación de contemplar a través de una ventana abierta en un barrio cualquiera, una tarde cualquiera de un grupo de amigos cualquiera.

¿Y qué es la amistad? ¿Qué une a los amigos? A veces, circunstancias adversas que permiten y fomentan el trato, por ejemplo, el desempleo. Hay que tener tiempo para relacionarse. El problema estriba en que todo exceso deforma. Cuando el tiempo se dilata en una secuencia repetitiva, sin vertiente novedosa, suele alcanzar la estridencia de un tiovivo averiado que gira y gira sin pausa.

Aparentemente todo va bien, como siempre. Juntos podrán trazar un plan que bloquee un instante la máquina, para poder saltar y desvincularse del tedio. La intención es lo que importa. Y cada día ese impulso les reúne en torno a los suyos, para reconocerse. Y algún día lo harán. Todo se solucionará si su intención es firme.

Ocurre que se entretienen rascando el sedimento que se incrusta entre lo sórdido, recolocando objetos en posiciones precisas de las que nunca están conformes, masticando semillas, resolviendo inconvenientes menores que se van enredando en sus ansias de cambio hasta la asfixia.

Pero, bueno, lo toman con humor, pasan el rato, se desahogan. Quien más quien menos está afectado por la desidia, se siente presionado por su familia, tiene problemas con su pareja. Ya se conocen. Aunque a veces sorprende lo que el otro es capaz de obviar, lo que oculta, por un malentendido pundonor, o por un absurdo intento de proteger al amigo, o porque el dolor se transforma en un pitido sordo que aturde.

Ese va a ser el día en que todo se resuelva. Pero, antes, hay que permitir la lucha entre iguales, mancillar lo intacto, explicar traiciones, tolerar sospechas y bajas autoestimas, sonsacar algo que escueza, que haga sentir más allá de esta cosa insalubre y sanguinolenta que se viene a la boca. Todo está presto a desmoronarse. Hay que sostenerlo. De una cosa a otra hay un paso. Y no hay opción para el regreso. Desesperar es confluir en un punto ciego.

Ignasi Vidal se propone, en principio, relajarnos en las butacas a través de la identificación y de la risa. Todo lo que ocurre en escena es reconocible, nos caen bien los personajes, nos recuerdan a nosotros mismos, comprendemos perfectamente lo que les pasa. Hasta el golpe de gracia de lo perplejo.

Esta fábula, jocosa y cruel, no tiene moraleja. No ofrece solución alguna, sino desasosiego. Nos hace desconfiar de nuestra propia naturaleza. Y, por otra parte, nos hermana de un modo incontestable con todo ser humano. Esta es la grandeza del arte, el ser capaz de abarcar lo complejo para formularlo de una forma sencilla y verdadera. El Plan es un pedazo de vida y su contrario. Solo en el contraste con lo oscuro la luz brilla.

Qué más decirles sobre El Plan, que deban saber de antemano… Quizá que vayan desarmados, pero lleven bien afilada la punta de la esperanza. Tal vez, que fijen a algún fondo sólido el bloque helado y parcialmente sumergido sobre el que navegamos todos a la deriva. Seguramente, que no ignoren esos silencios incómodos que durante la función van tejiendo su tela de araña… Sin duda, que no se la pierdan.

Pero el ser humano está imbuido de un espíritu libre, algo que se escapa a su lógica, que pugna por salir de su boca sin significado aparente, sonido armónico y vibrante que le eleve. En cada desfallecer, se deshace la entraña, como una bandada de pájaros que no se resignan a la oscuridad del nido. ¡Cuánto mejor será la levedad del ser que se despierta!

Manuel Baqueiro
Chema del Barco, Javier Navares y Manuel Baqueiro
© Carlos Núñez de Arenas
portada ejemplar piloto
Elena Floris y Pavarthy Baul Autoría

EL ÁRBOL

EL ÁRBOL

ODIN TEATRET

Dirección: EUGENIO BARBA

¿Por qué “menudo pájaro está hecho” o “pajarraco” son expresiones que conllevan un uso despectivo? ¿Qué tiene la sociedad contra los pájaros, para haber aceptado estos usos del lenguaje como válidos? Yo amo a los pájaros desde la infancia, me hicieron alzar la cabeza y ver el cielo con otros ojos, ese último horizonte. Ya no soy tan ingenua y sé de la peligrosidad de las rapaces si eres un gorrión, pero amo a los gorriones y a las rapaces. Es una pena, que no sea ingenua, pero no me queda otro remedio, supongo. ¡Ya no pateo charcos, pero aún persigo el canto de los mirlos! Continúo ocupada en resolver lo que me inquieta más allá de la belleza. Ya sé del daño, del propio y del ajeno. Creo mis propios lodazales a base de sufrimiento, aunque también río mucho. Dice Hannah Arendt algo así como que el mal es superficial, que solo la bondad es profunda. Intuyo que es muy cierto, por lo que conozco, incluso de mí misma. Hecha esta breve semblanza del “paraíso perdido”, me toca reconocer el descoloque al que me condujeron la otra tarde los Odin Teatret. ¿Sabéis cuando en una situación nueva para una, “una” no sabe cómo reaccionar, si reír o llorar? Pues así. Incluso al final de su propuesta (no quiero llamarlo espectáculo) que no sabía si aplaudir o largarme -como se me instaba a hacerlo con urgencia, a través de una de las actrices situada estratégicamente en la salida- Me sentí bastante estúpida en numerosas ocasiones, durante la función. Yo también portaba la nariz roja de payaso, incluso me ardía por momentos, debido a una mezcla de vergüenza y disfrute. Porque disfruté la función como una niña pero, al tener a la mitad del público justo en frente, me sentía observada todo el tiempo, como si mi propia imagen en un espejo se empeñara en burlarse de lo que debería reflejar. Para más inri, había localizado entre el graderío contrario a Juan Mayorga -al que admiro-. Brillaba en la oscuridad con su camisa blanca. ¡Qué estresante mi vanidad sin asidero! Así me sentía, perpleja. Observada y juzgada. ¿Y por qué? Yo no encarnaba a ninguno de esos “personajes” que deambulaban bajo la falsa carpa de circo color arena. Y, en todo caso, de ser alguno, me identificaba más bien con la niña que quería volar junto a su padre. Sin embargo, me atraían como un imán los Señores de la Guerra, no podía dejar de mirarlos, se me antojaban fascinantes, por mucho que intentara dibujar en mi rostro una máscara ética que alejase esas sensaciones, esa emoción que nace ajena a la empatía. Me conmovió profundamente Furia -la mujer que huía de la guerra-, me provocó un llanto tranquilo, sin nostalgia ni sentimentalismo. Su silencio me traspasó, su verborrea desmedida me despertó una emoción que apenas reconocía. Creo que fue lo más cerca que estuve de comprender de raíz. El resto del tiempo me lo pasé con la boca abierta, presa de la experiencia, acumulando enigmas. ¿Me refiero a la complejidad de las formas de expresión, de los textos, del lenguaje escénico? Nada más lejos, todo resultaba de una ingenuidad insultante, aunque traía reminiscencias de lo ajeno y de lo propio, de lo común. Mientras, el hermetismo de lo complejo nos iba atrapando de un modo envolvente. A través de los sentidos se nos acondicionaba para abandonar los asideros de la tibieza, abocándonos al escalofrío. Aunque a mí esa reacción me sobrevino en mi casa, días después, junto con algunas certezas. Me poseyó, de repente, la idea de que habíamos sido tratados en todo momento, durante la función, como subordinados, como esclavos, como extranjeros desprovistos de voluntad que inician un viaje ansiando refugio, movidos por la ilusión de un futuro. ¿Qué nos lleva a asistir al teatro? ¿O acaso vamos sin más, siguiendo la tediosa inercia del ocio? Esperamos continuar vivos al día siguiente, por lo menos. Procuramos mantener en el olvido nuestra condición mortal, mediante estas actividades. Al menos, buscamos reconfortarnos con el bálsamo de la belleza, adormilarnos, mecidos por algún canto. El canto, la celebración de la vida. ¿Cómo celebrar la vida tras una masacre? Tras un desastre natural, la propia naturaleza guarda silencio. El tiempo cesa, para darle tiempo a la vida misma a recuperarse. También justo antes de la hecatombe ocurre algo parecido, hay un silencio preñado de ojos abiertos, expectantes. Pero la vida se alza sobre el sacrificio, para regenerarse. ¿Siempre? ¿Hasta cuándo? Lo vivo engulle lo que le es ajeno. El problema es el veneno. La naturaleza nos ignora mientras puede. Únicamente hay dos posturas frente a esto: ser abono o ser veneno. El impulso de muerte puede condenarnos al silencio. Voluntariamente, podemos cualquiera de nosotros acceder a asumir el papel de verdugo. El que mata, también ama. El asesino tiene ideales. Si desde niños nos despertamos con el ruido de las bombas y alguien nos pone -a esa edad- un fusil entre las manos, si nos conmina a dar muerte, no erraremos con los disparos. Da igual que proliferen en algún lugar los ritos ancestrales, da igual el fervor de los inocentes clamando por el regreso de los pájaros. Las semillas chocarán contra la tierra reseca como si fuesen piedras. Solo la piedad es fértil. Solo la comunión de todos los seres sigue permitiendo que los astros giren. ¿Pero cómo podemos realmente “ponernos en lugar del otro”? Somos marionetas en manos de la experiencia. Lo que no se experimenta, no se sabe. Entonces, ¿cómo juzgar? ¿Quiénes son los sabios? ¿A qué cabezas obedecen las normas preestablecidas? ¿Deben ser rígidas o flexibles? ¿Resulta más fructífera la prevención que el castigo? Hace poco he aprendido una palabra nueva “provención”. No la busquéis en el diccionario, porque no aparece. A ciertos colectivos nos ha dado por inventar palabras. Esto da mucho miedo. La creatividad, en general, asusta mucho. Nos solemos anclar a lo ya conocido, presos en la verosimilitud de los refraneros. Pero el ser humano está imbuido de un espíritu libre, algo que se escapa a su lógica, que pugna por salir de su boca sin significado aparente, sonido armónico y vibrante que le eleve. En cada desfallecer, se deshace la entraña, como una bandada de pájaros que no se resignan a la oscuridad del nido. ¡Cuánto mejor será la levedad del ser que se despierta! Filosofar es fácil. Lo cierto es que no sé nada de la guerra ni de sus consecuencias, excepto la información sesgada y tergiversada que nos llega a través de infinitud de medios de comunicación, gracias a los milagros de la técnica. Y no todo, una mísera parte. Además, pongo poco ahínco en preservar y contrastar los datos, en ahondar en las causas de los conflictos. Me quedo en la superficie. No es mi cometido. Son noticias de tan lejos. Y ni te digo ya si hablamos de la historia, aunque sea de la de España. La memoria histórica tiene peso específico, la vaciamos de nuestros bolsillos para intentar ir más rápido. Hay voces que nos advierten de que seguimos interconectados, y no solo a través de las redes sociales, que lo que nos salva es la lucha por lo colectivo. Por mi parte, empiezo a hacerles caso. Bueno, siempre he sabido, a mi manera, que es eso lo que somos, fragmentos de lo mismo. Pese a todo, algo se descolocó dentro de mí, la otra tarde, en Teatro de la Abadía, mientras Odín Teatret desplegaba ante los presentes el mapa de un mundo desprovisto de ángeles y de demonios, la desolación más absoluta, poniendo el foco de atención en nuestro propio desconcierto. No os he desvelado nada, me lo he desvelado a mí misma, o lo he intentado. Por lo demás, apuntar que forma parte ya de mi imaginario la marcha a ritmo de acordeón de Kai Bredholt. -¡Qué actor!-, la forma en que le enjugaba la frente Roberta Carreri, la danza en círculos de Pavarthy Baul -con sus cabellos sueltos como guía-, la llamada a los pájaros de Julia Varley, la crucifixión de Donald Kitt, la forma de encaramarse al árbol y de morder una pera de Carolina Pizarro, la plegaria constante de I Wayan Bawa, el violín de Elena Floris, el juego con sus muñecas de una anciana encarnada en Iben Nagel Rasmussen… Los niños-marioneta, el esqueleto de árbol, las piedras, las mangas de sangre, la calabaza preñada, las cabezas cortadas y sonrientes, la blancura viva de un manto de nieve. Esta compañía nació en 1964, el año que nací yo. No creo en las casualidades. Aunque tienen un dramaturgo, el texto -como el espectáculo en sí- suele crearse tras un largo proceso de investigación. Me hice con él, para leerlo repetidas veces. Puede que lo diga en alto, como un mantra.

Pero el ser humano está imbuido de un espíritu libre, algo que se escapa a su lógica, que pugna por salir de su boca sin significado aparente, sonido armónico y vibrante que le eleve. En cada desfallecer, se deshace la entraña, como una bandada de pájaros que no se resignan a la oscuridad del nido. ¡Cuánto mejor será la levedad del ser que se despierta!

Elena Floris y Pavarthy Baul
Me poseyó, de repente, la idea de que habíamos sido tratados en todo momento, durante la función, como subordinados, como esclavos, como extranjeros desprovistos de voluntad que inician un viaje ansiando refugio, movidos por la ilusión de un futuro.
Elena Floris y Pavarthy Baul
Kai Bredholt y I Wayan Bawa
Voluntariamente, podemos cualquiera de nosotros acceder a asumir el papel de verdugo.
Kai Bredholt y I Wayan Bawa
Julia Varley
Julia Varley
Luis Alonso
Luis Alonso, Parvathy Baul, I Wayan Bawa, Kai Bredholt, Roberta Carreri, Elena Floris, Donald Kitt, Carolina Pizarro, Fausto Pro, Iben Nagel Rasmussen, Julia Varley
HE NACIDO Autoría

HE NACIDO PARA VERTE SONREIR

HE NACIDO PARA VERTE SONREIR

Santiago Loza

Director: PABLO MESSIEZ

He nacido. Soy mujer. ¿Qué sentido tiene?

Quiero compartir una anécdota. Un paseo en la mañana, ataviada con un abrigo largo, con capucha sobre la cabeza. Vestida de blanco. Está nevando desde la noche anterior. A cada paso, el paisaje aparece completamente cubierto por un frío manto. Inesperadamente, observo el acercarse de un trote silencioso hasta el cercado de un prado que tengo en frente. Me paro a cierta distancia de esa presencia, con temor de espantarla. Es un caballo blanco. Nos miramos. Ambos nos quedamos quietos bajo la nieve que cae. Entro en otra dimensión, se para el tiempo.

Quiero compartir otra anécdota. El día anterior he parido a mi bebé. He pasado la noche intentando darle de mamar, pero ella no ha extraído una sola gota de mi pecho, permanece tranquila y en silencio, con los ojos cerrados desde su nacimiento. La sujeto para mirar su rostro -desconocido hasta ayer- mis manos en su nuca, sus pies apoyados en mi vientre. Lentamente se van filtrando a través de los cristales los primeros rayos del alba. Entonces, mi bebé abre los ojos despacio. No me mira a mí, sino que busca la luz, girasol de carne y hueso. Entro en otra dimensión, se para el tiempo.

¿Para cuál de estos dos instantes he nacido yo? De los dos recuerdos, ¿cuál es el que dice más de quién soy? ¿Puedo categorizar de menos a más las distintas sensaciones, las efímeras emociones? ¿Qué diversidad de cicatrices dejan en el alma acontecimientos aparentemente sin nexo? No podemos olvidar que nuestra percepción de la vida vivida es siempre única. Ni tampoco que ante lo que acontece, hacemos lo que podemos. Otra persona en mi lugar hubiera aligerado el paso el día de la nieve, en lugar de pararse, pese al frío. Otra madre en mi lugar… no tengo ni idea. No pude darle el pecho a mi hija, pero le cantaba siempre mientras que tomaba el biberón. Ella dejaba de chupar de la tetina, si yo no cantaba. Siento que desde entonces estoy ligada a su alegría. Pero dejemos de hablar de mí. Aunque soy yo la que asistí la otra tarde al estreno de He nacido para verte sonreír, en la Sala Jose Luís Alonso del Teatro Abadía. No puedo obviar que soy mujer, que soy madre, ni que el autor del texto -Santiago Loza- indaga sobre lo que quiera que sea eso de “la maternidad”, además de sobre la imposibilidad de comunicación, y sobre la soledad, y sobre la locura, y sobre tantas otras cosas de las que he llegado a percatarme o no. Intentaré desmenuzarlas ahora sin desvelarlas, tan solo para rendir homenaje a esta pieza de exquisita belleza y profundo misterio que ha dirigido Pablo Messiez.

Belleza oscura. Escenografía, sonido e iluminación se confabulan para construir un nido, un lugar donde esconderse del mundo, donde mecerse en el ronroneo de lo incomprensible. Pero, pese a todo, una naturaleza salvaje pugna por entrar, por invadir la pulcritud de un espacio adecuado que no contenta a los inadaptados que lo habitan. Porque la madre cuyo hijo está ya huido -sea de una forma u otra-, es una extraña carcelera, es más bien una presa de confianza que planea la fuga. Los nidos suelen vaciarse cuando la necesidad de vuelo es perentoria. Los pájaros bien lo saben, es inútil entretenerse, hay que dejarse llevar por el impulso de preservar la vida. Pero ¿qué ocurre si un polluelo cae del nido y se lastima? ¿Le abandonaremos a su suerte porque nuestro hábitat es el cielo? ¿O pisaremos la tierra y empolvaremos las alas, ya nunca desplegadas? No somos pájaros. ¿Qué somos? Seres más indefensos que los pájaros, sin plumaje que nos proteja de la intemperie. Seres cargados de culpa. Seres cegados por mirar insistentemente a las estrellas. Siempre en búsqueda de sentido, intentando unir lejanos puntos luminosos para crear una figura reconocible, un vaticinio, la causa primigenia, lo que concatena las tragedias. El programa de mano es un mapa de estrellas. Un aria que suena durante la función -el de Los pescadores de perlas-, es un canto a las estrellas. ¡Qué sublime acierto!

Esta dimensión que intento atrapar, especificándola, es tan solo una capa de la obra, la más profunda. Es donde hayamos instalado el germen de la locura -amalgama de ternura, extrañamiento y escalofrío, encarnada por Fernando Delgado Hierro con verdad y delicadeza-. Es el desequilibrio de un alma, lo que nos va guiando entre presencias sin contexto. Electrodomésticos que consuelan, mesas como regazos donde apoyar sueños perdidos. Un chorro de voz que busca cauce sin encontrarle, músicas inmensas brotando de pronto como lava ardiente, silencios perplejos como estancias de hospital. Gestos constreñidos que se toman por pequeños. La distancia infinita entre dos cuerpos que en su origen fueron lo mismo. La idealización como una telaraña que envuelve. La parálisis ante la incertidumbre. La grandilocuencia hecha pedazos contra el tenue velo de una sonrisa. Tanta piedad.www

Pero no es onírica, sino cruda, esta textura interna del montaje de Messiez. ¿Cómo se consigue esto? Mi teoría sería que insistiendo en el contraste. Porque, más en la superficie, también nos muestra lo cotidiano, lo aparentemente trivial pero teñido de melodrama y no exento de humor ácido. Por un lado está el sentimentalismo, lugar común al que nadie puede sustraerse por completo, ya que es constitutivo. Como un bolero que se rescata del olvido, es la historia entre esta madre y su hijo, la relación que los une. Y, en contraposición a la lágrima, una ternura insólita haciéndonos cosquillas. No es solamente que Isabel Ordaz nos haga reír -esto depende del aguante a las cosquillas de cada espectador implicado-, es que su perspectiva como actriz trivializa el sufrimiento de esa madre que encarna, le quita peso por momentos con su parloteo incontenido, con su naturalidad, su cercanía, su semejanza a lo nuestro. Pero es solo una capa, tras otra capa, ya lo he dicho. Nada es lo que parece nunca, porque todo se transforma. Eso es la vida, ¿no? Será que el verdadero arte se asemeja a la vida.

El montaje es como una mina, podemos seguir extrayendo tesoros. La narración de la situación a nivel social del personaje femenino de la obra, por ejemplo. Ella es “una mujer de su casa” de los años treinta, con el marido ausente y omnipotente, paradoja del tiempo. No se hace explícito, pero esa ausencia de figura paterna, unida a la actitud vital de la madre ante su propia desidia, ante lo anodino de su vida, podría haber abocado al hijo hacia el cataclismo que le aqueja. Transciende este aspecto social del personaje femenino al apuntar a temas candentes actualmente, pero sin ofrecer soluciones, sin establecer ningún juicio. -Algo hemos avanzado, en este sentido. Al menos, queremos creerlo.-

No he querido caer en lo anecdótico de la trama, dando pistas a los que se mueven por gustos y disgustos, por apetencias. Tan solo he intentado plasmar mi experiencia, como siempre. Espero que a alguien le sea útil. Quería demostrarles cómo no solo he tenido la fortuna de haber sido testigo del estreno, sino que volvería a verla. En el patio de butacas no cabía un alma esa tarde. Fui acompañada, pero es lo mismo, no pude evitar que este trabajo artístico me tomase del cuello y me zarandeara. Y soy difícil a mi manera, no crean, lo que pasa es que elijo cada vez más y cada vez mejor.

Dicen que Messiez es “el director de moda”. A mi nada me importa eso. He visto dos montajes suyos nada más, La Distancia, en el Pavón Kamikaze, y este que nos ocupa. Me quedé con ganas de ver otros, como Bodas de Sangre, también en La Abadía. Lo que realiza como artista me interesa, me emociona, me hace pensar, me conmueve –verbo, este último, que tiene bastante que ver con ser llamada a la acción-

En cuanto a la actriz me ha parecido siempre muy interesante también. El público la conoce de sobra por otros trabajos suyos. Hace tiempo supe que es escritora, poetisa, que ha tenido algo que ver con La Fundación José Hierro. Conozco este lugar de encuentro de poetas… Es hermoso. Los astros se alinean, Messiez lo sabe. Está científicamente probado: somos polvo de estrellas.

Del autor, Santiago Loza, no puedo decir mucho más, excepto toda esta maravilla que he mencionado y que me ha traído el encuentro con su obra en La Abadía. Es argentino, como el director. Muy valorado y representado allá. Y es la primera vez que se representa en España. Que no sea la última.

portada ejemplar piloto
HE NACIDO
Pero no es onírica, sino cruda, esta textura interna del montaje de Messiez. ¿Cómo se consigue esto? Mi teoría sería que insistiendo en el contraste.
Isabel Ordaz
Fernando Delgado Hierro
Esta dimensión que intento atrapar, especificándola, es tan solo una capa de la obra, la más profunda. Es donde hayamos instalado el germen de la locura -amalgama de ternura, extrañamiento y escalofrío, encarnada por Fernando Delgado Hierro con verdad y delicadeza-
Fernando Delgado Hierro
Fernando Delgado Hierro
Fernando Delgado Hierro
He nacido. Soy mujer. ¿Qué sentido tiene?
Santiago Loza
Director: PABLO MESSIEZ
Oscar de la Fuente imagen © Ros Ribas ALEX RIGOLA

El público

El público

García Lorca

Dirección: ALEX RIGOLA

La Abadía. Campanas mudas. Portón negro. Lugar sagrado. Teatro.

– “El público”.

– “Que entre”.

En la entrada se vela al poeta. No su cuerpo, su espíritu, sus palabras, su imagen. Apenas el hilo de voz de la curiosidad, el reconocimiento alumbrando al difunto como una antorcha. Reverencia.

Abandonamos la cripta para ascender, seducidos, hacia una música. De la capilla ardiente a la mente de Lorca, a su entraña sensible. Nos acomoda la presencia sin rostro del misterio, con sus manos ocultas. Recibe mi fascinación y se hace carne, girado hacia mis ojos. Una caricia de seda. Me estremezco. Trajes azules deambulando entre los recién llegados, multiplicándose al ritmo de la niebla.

Melodía cubana en directo. Ocupo mi lugar. Asombro. La totalidad del espacio abrazada por girones de luna, por la verticalidad ondulante de su reflejo plateado. El escenario se ha deshecho, es un cúmulo de arena oscura. Un hombre se pasea por su ladera, observándonos. Algún otro se le suma, o es el mismo que se crece y se desdobla.

Inesperadamente, una sencilla tela blanca cubre el horizonte a la altura de mis ojos, podría tocarla si alargo el brazo. Se proyectan sobre ella fragmentos de la vida del poeta. La Barraca. Mi emoción se desborda.

La melodía cambia. Nostalgia. El poeta está en la arena.

– “El público”.

– “Que entre”.

¿Qué es teatro? ¿Qué es vida? ¿Qué es sueño? ¿En qué nivel de nuestra conciencia gesticulan Los Caballos? ¿Cómo obviar el enrojecimiento del sexo entre sus muslos, cómo no apetecer el tacto aceitoso de sus vientres y sus lomos? ¿Qué secreto se desvela en las salpicaduras rojas del conejo descabezado? ¿Se derramó la sangre para untarla minuciosamente sobre El Desnudo? ¿Qué sentido tiene ese mismo color en el vestido de Helena, su estela carmesí sobre la arena, surco sinuoso que se absorbe? ¿Qué espera el espectro de Ofelia arrastrando hasta nosotros su dolor hermético? ¿De dónde brota lo oculto, quién lo conduce? ¿Cómo es posible el deslumbrar del foso bajo la arena? ¿Y si todo fuese un juego peligroso de resurrecciones? ¿Y si nos invadiese sin remedio el enjambre de lo múltiple?
¿A qué vamos al teatro? ¿A buscar respuestas? ¿A hacernos preguntas? ¿A recrear la vida en todas sus consecuencias? ¿A rebuscar placer en el envés de su reflejo? ¿A desencajarnos en torrente de carcajadas huecas? ¿A bebernos la belleza, elixir que nos libere? ¿Por qué pasar el rato de esta forma que exige siempre algo más que lo contemplativo? ¿Qué necesidad tenemos de lo dionisiaco y lo telúrico?

¿De qué estamos hechos? ¿Qué fuerzas ignotas remueve la carne en su pureza? El alegrísimo deseo. La libertad contradictoria de pertenecer a la Naturaleza. El erotismo exacerbado, acción no fecunda, prolífera como un hongo. La necesidad en sus márgenes. Equívoco sexual, ambrosía en que deleitarse. El sacrilegio de la muerte en vida, o la muerte viva, o la viva muerte.

¿Y si todo fuese un juego peligroso de resurrecciones? ¿Y si nos invadiese sin remedio el enjambre de lo múltiple?

Algo del vértigo a lo ilimitado se infiltró a través de nuestros sentidos todos, de nuestro razonar puesto a la sombra, la otra tarde en la sala Juan de la Cruz del Teatro de La Abadía. Fuimos ingenuos como serpientes sin paraíso ninguno. Pudimos pronunciar en alto aquello de “me ha encantado, pero no he entendido nada”. ‘Encantado’, un término muy preciso y acertado en este caso, teniendo en cuenta lo a traición que sobrecoge el montaje de Álex Rigola, tan surrealista como el texto del genio, del Lorca que recrea. -Me doy cuenta de la insistencia en lo reiterativo de mi crónica, pero hay mucho de enjambre incontenible, ya lo he dicho.- Creo firmemente que lo entendimos todo, cada uno a su forma, una cosa es la explicación y otra la certeza de la experiencia. “El público se ha de dormir en la palabra”

El impecable trabajo de los intérpretes en su conjunto, nos sometió a una suerte de viaje alucinatorio del que fue imposible apearse. Todo lo cuestionable se dio allí cita, culminando en la danza iluminada de un simple. El averiguar o intuir que todo es posible en vida, incluso en uno mismo, no tiene vuelta atrás. Traspasada esa frontera, se tiende a dejar caer las máscaras, una a una y sin descanso, en consecución finita, hasta llegar a lo vacuo de la existencia. Fijar la mirada en el otro más allá de su carne, en su vacío, tan semejante y tan extraño como lo nuestro en el espejo. El amor sería el residuo, los rescoldos de la hoguera, un hurgar en las cenizas para reavivarla. Quizá un andamio intelectual que apenas se sostiene, o una dependencia atroz que nos enclaustra, o una franca relación con la ternura. Podríamos amar entonces a un perro, a un caballo, a un cocodrilo, hacerles el amor a las hormigas y a las plantas, pese al dolor que conlleve. Somos capaces de todo. Y en todo somos capaces. Solo hay una regla ineludible: El tiempo precipitándose inexorablemente y el advenimiento de lo innombrable.

imagen © Ros Ribas
Creo firmemente que lo entendimos todo, cada uno a su forma, una cosa es la explicación y otra la certeza de la experiencia. “El público se ha de dormir en la palabra”
El impecable trabajo de los intérpretes en su conjunto, nos sometió a una suerte de viaje alucinatorio del que fue imposible apearse.
El impecable trabajo de los intérpretes en su conjunto, nos sometió a una suerte de viaje alucinatorio del que fue imposible apearse.
Nao Albet e Irene Escolar
Nao Albet e Irene Escolar
Oscar de la Fuente imagen © Ros Ribas
imagen © Ros Ribas | Oscar de la Fuente

El impecable trabajo de los intérpretes en su conjunto, nos sometió a una suerte de viaje alucinatorio del que fue imposible apearse.

el publico Teatro de la Abadía
Contraportadas

Contraportadas

La contraportada es la puerta de atrás de la revista, un lugar en el que detenerse a reflexionar lo que ya se ha leído, una invitación a nuevas travesías. Puede el lector marcharse, seguir su camino llevándonos o no consigo, o puede internarse en lo escrito volviendo la hoja, retomar la lectura, empezar a leer de esta manera. Eligiremos bien, por tanto. En este especial piloto: El Buen Hijo, de Pilar  Almansa. Magnífico cartel. A ver quién lo supera.

ejemplar uno contraportada
El buen hijo
Esther Isla Autoría

TARTUFO, EL IMPOSTOR

TARTUFO, EL IMPOSTOR

Molière

Dirección: JOSE GÓMEZ-FRIHA

Versión: PEDRO VILLORA

Insisto en que es una pena que haya desaparecido el color azul de la fachada del Teatro Infanta Isabel en Madrid. Siempre sería posible recuperarlo. Los valores de lo clásico se pueden rescatar con facilidad, pues su característica principal es la de la permanencia en el tiempo. Sin embargo, hay que tirar de sensibilidad para no mermar el valor de las obras clásicas con las reformas, incluyendo a las obras dramáticas.

No todo vale para hacer espectáculo. Es posible poner en comunicación directa con los espectadores de ahora a los grandes dramaturgos de siglos pasados. La compañía Venezia Teatro lo sabe. La cuestión es cómo rescatar sus tesoros de las profundidades, de qué manera restituir su esplendor. Hay que descifrar y traducir sus obras a lo ahora entendible. Esto requiere de delicadeza, sensatez, talento… Ardua labor, sin duda. Fui testigo en su día del buen resultado conseguido con Desvaríos del veraneo de Goldoni. No en vano, tanto Desvaríos como Tartufo… estuvieron nominadas en diferentes categorías para los XX Premios Max de las Artes Escénicas.

Tanto la versión como la dirección de este Tartufo están al servicio de la temática que se ha elegido destacar. Uno de los que tan solo se sugiere es precisamente el plagio, la dificultad de defensa de la propiedad intelectual. Pero hay temas que se destacan con mayor contundencia. Se rescata lo que está en vigor, se alimentan reivindicaciones sociales pertinentes en el presente del espectador. Para ello, se adjudica texto de personajes eliminados a otros que sí permanecen en la versión, ampliando su sentido. En cuanto a la trama principal, en el texto original queda resuelta a través del recurso del administrador de justicia omnipotente. En esta versión de Villora, sin embargo, el final es otro, que no voy a desvelar. Solo diré que se prescinde de amparo. Estamos solos en el mundo y hay que buscarse la vida.
El Tartufo se ha convertido en un arquetipo cultural y, como tal, guarda en su entraña una verdad imperecedera: nuestra tendencia a la hipocresía, nuestra costumbre de manipular con tal de lograr conseguir nuestros fines, incluso nuestra capacidad de autoengaño. En la obra, hasta los personajes jóvenes son capaces de fingimiento para corroborar la lealtad de la persona amada. Son prácticas aprendidas de sus mayores, aún ingenuas y esperanzadas, eso sí. Es inherente al ser humano, nadie se salva, el que no ejerce de Tartufo es porque se conoce y se controla. Bajo la dirección de Gómez-Friha, el mito se escora hacia una estética ambigua no exenta de lo oscuro. Me hubiera esperado quedar seducida por el personaje. Ni eso ni todo lo contrario: Tartufo despierta el interés del público porque resulta una incógnita que intentamos resolver. Alejandro Albarracín, que interpreta al ‘Impostor’, tiene una apariencia imponente, con o sin sus largos ropajes. En un principio, la dimensión que alcanza es la de un manipulador sagaz y un déspota llorón, si exceptuamos el erotismo palpitando bajo el disfraz. La seducción que ejerce su apabullante apariencia nunca se lleva a cabo a través del desnudo, pero es la crudeza de la carne lo que se ansía. Se nos revela como un gusano que se transforma en mariposa. Y cuando ya le vemos por fin tal cual es, está situado donde pretendía, por encima de nuestras voluntades, iluminado por ideas ajenas, absorbiéndolas como si fueran propias, muy lejos de nuestro alcance.
Lo más inquietante de este Tartufo es la ausencia en él de lo monstruoso. Nos resulta reconocible, lo percibimos como un tipo no tan distinto a cualquiera de nosotros, que lucha por sobrevivir con lo que tiene a mano, aprovechándose de debilidades ajenas y de circunstancias favorables, que no impone nada hasta que no entiende que puede hacerlo, que no deja ver su juego hasta ganar la partida. Todos los personajes se debaten en lucha feroz por la supervivencia. Todos están se juegan algo imprescindible para el sentido de sus vidas, aunque no todos sean conscientes de ello. Cada cual se defiende a su manera, incluso Orgón, desencantado de su propia forma de vida, preso en su propia casa, que intenta desesperadamente reinventarse, aunque sea a través de una ilusión. Este pobre loco no busca ayuda, se entrega a su locura. Es muy significativo el hecho de que el mismo actor –Vicente León– que interpreta a Orgón también encarne a Elmira, su madre. Podrían ser la misma persona, las dos mitades de un ser ya trastornado, con un enorme complejo de Edipo. En cuanto a lo oscuro, hay más de un impulso reprimido que genera comportamientos incongruentes. La escena de la trampa que tienden a Tartufo Orgón y su esposa, es definitivamente patética. Más que desenmascarar a Tartufo, acaba destruyendo el vínculo entre los esposos, si es que existía. Se hace partícipe al público de un juego morboso en el que la mujer, exenta de dignidad, se expone como cebo, como objeto de consumo, como catalizador de las fantasías perversas -por reprimidas- de su marido.

La temática del abuso y de la violencia sexual se tratan con valentía, pero con una sutileza dramática tal, que es imposible que el público no quede hipnotizado por las dos actrices que lo encarnan: Nüll García y Lola Baldrich. Estos instantes dramáticos se perciben como lo haríamos con la intuición de una música triste que nunca llega a oírse, un tempo lento que se contrapone al ritmo frenético de lo cómico, en un intento de captar lo que hay detrás de las palabras, lo que hay debajo de los hechos. Aunque el código expresivo establecido trivializa lo cotidiano, paralelamente, estiliza lo extraordinario.

El personaje más desinhibido, la mujer más libre, curiosamente, es Dorina, interpretada de forma brillante por Esther Isla. Una criada, es también ‘alter ego’ de Tartufo. Con ella no se atreve a lidiar, pues es sabia en experiencia, prácticamente una visionaria. Ni siquiera se permite mirarla, se esconde de sus ojos.

El buen hacer de Esther Isla eleva la altura de lo cómico en este montaje. Pero el elenco entero se esfuerza con acierto, y la labor de dirección no solo es inteligente, sino efectiva. Se produce un gran despliegue de recursos interpretativos que no permiten que el ritmo decaiga hasta las últimas escenas, en donde se ralentiza hasta lo inmóvil. Mientras tanto, se prescinde de la cuarta pared y se potencian los apartes, estableciendo un diálogo recurrente con el público. La invasión en diversas escenas del patio de butacas crea cierto conflicto al ‘respetable’, con respecto a dónde poner el foco de atención, si en lo que ocurre sobre el escenario o a su espalda, quedando totalmente inmersos en el transcurrir de la acción, pero enfrentados a lo más relevante, a las estremecedoras consecuencias del abuso de poder, a las miradas perdidas y los brazos caídos de los desahuciados. “¿Qué hay peor en el mundo que invitar a la gente a abandonar su propia casa?”. Quizás ser expulsados de sus propios países, que les roben hasta el alma.

Esta es la forma que tienen de resucitar los dramaturgos de antaño. Larga vida a ellos y a Venezia Teatro.

imagenes © Emilio Tenorio
Esther Isla

Elenco

  • Alejandro Albarracín
  • Lola Baldrich
  • Vicente León
  • Nüll García
  • Ignacio Jiménez
  • Esther Isla

Estos instantes dramáticos se perciben como lo haríamos con la intuición de una música triste que nunca llega a oírse, un tempo lento que se contrapone al ritmo frenético de lo cómico, en un intento de captar lo que hay detrás de las palabras, lo que hay debajo de los hechos. Aunque el código expresivo establecido trivializa lo cotidiano, paralelamente, estiliza lo extraordinario.

tartufo

El buen hacer de Esther Isla eleva la altura de lo cómico en este montaje. Pero el elenco entero se esfuerza con acierto, y la labor de dirección no solo es inteligente, sino efectiva. Se produce un gran despliegue de recursos interpretativos que no permiten que el ritmo decaiga hasta las últimas escenas, en donde se ralentiza hasta lo inmóvil.

Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte Autoría

Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte

Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte

Valle Inclán

Dirección: Irina Kouberskaya

El pasado 24 de marzo en el Teatro Fernando de Rojas del Círculo de Bellas Artes de Madrid tuve el placer de asistir al espectáculo dirigido por Irina Kouberskaya sobre Retablo de la Avaricia, la Lujuria y la Muerte. Este acontecimiento había sido incorporado a la celebración del Incentenario de Valle-Inclán, junto con otras actividades relacionadas con el autor al que se rendía homenaje, como proyecciones de cine y debates.

El estreno del montaje, sin embargo, fue anterior, en 2006 en Teatro Tribueñe, con gran éxito de crítica y público. Según tengo entendido, entre el 17 y 18 de septiembre del año en curso, se volverá a representar, Teatro Tribueñe abrirá con este espectáculo su temporada teatral 2017-2018.

Yo había presenciado con anterioridad la representación en Tribueñe de tan solo una de las obras que componen el Retablo: La Rosa de Papel. Pretendía escribir mi crónica sobre esta función de forma inmediata, pero se me emplazó a una fecha posterior en la que podría disfrutar de la totalidad de las cinco obras que reunió Valle bajo este título. Como he comentado al principio, seguí el consejo, de lo cual me congratulo.

La tarde del veinticuatro, tras subir las monumentales escaleras del edificio del Círculo y traspasar la puerta de entrada al vestíbulo, desde una balconada altísima me sobrevino el recibimiento musical de la Agrupación Artística Rosalía de Castro. Llegué temprano, aún no se podía acceder a la sala, lo que me permitió esperar escuchando y observando. La visión de la agrupación musical desde abajo, tan impecablemente ordenada, desprendía algo de sacramental y de sacrílego.

Fue curioso que ni durante los descansos, en los que teníamos ya al alcance de la mano a músicos y danzarines, en ningún momento el público asistente dejó de mantener una cierta distancia con el grupo folclórico, permaneciendo apartado, sin mezclarse, generándose entre unos y otros un cierto espacio neutro que parecía mantener al público a salvo. ¿A salvo de qué? -me pregunto- Quizá de la locura de Dionisio, de las meigas, de los embrujos de la música. No fuera a ser que se nos fuesen los pies y el cuerpo entero, hasta la cabeza, con tanta música, tanto vino de la tierra y tanta empanada con que se nos agasajó. Alrededor de la mesa de las viandas, sin embargo, se arremolinaba un constante ir y venir de comensales ansiosos, a los que la educación impedía dar rienda suelta a su gula instintiva, adivinada en los gestos, en los modos de conducirse abriéndose paso entre la aglomeración, refrenando la prisa por agenciarse el último bocado, el último trago gratis. No se me ocurre marco más idóneo para ver un Valle-Inclán. Parecíamos personajes sacados de su imaginario.

También dentro de la sala pareció enredar un duende. Cuando el ser humano se reúne en manadas, pasan estas cosas y otras peores. Hubo errores en la asignación de los asientos -varios, bastantes diría yo-, incomodidad y desorientación entre los afectados, picardías y alianzas entre desconocidos para conservar un mejor lugar, reivindicaciones con el mismo objetivo -lo confieso- Todo ello con cierta mesura y disimulo, eso sí -otra vez la educación encorsetando a los seres-. Las acomodadoras se mantuvieron firmes contra el despropósito de un envite revolucionario No llegó la sangre al río. Presumo que el espíritu de Valle Inclán pudiera ser esa tarde una presencia más y hacer de las suyas, invisible y desencajado de risa tras sus barbas blancas. En este caldo de cultivo se desarrolló la representación. Así que, cuando Jesús Chozas y Antorrín Heredia se arrancaron por cante jondo, prendiendo de sus voces el texto de Sacrilegio, el público permaneció impertérrito. Cualquier cosa podía suceder, máxime cuando muchos de los allí congregados eran fervientes admiradores de Valle y/o de Irina -me incluyo-. De nuevo se apostaba por la herramienta de la música para la comunicación, pese a que en las acotaciones de esta obra en concreto el autor no la considerase. Se inició así el espectáculo, con este breve esbozo de uno de los Autos del Retablo, optando por la foto fija de los bandoleros como fondo de escena. Estos primeros trazos me trajeron reminiscencias de Goya, de Los Fusilamientos del Dos de Mayo, de los Disparates. Primaba el contraste entre la confesión esperpéntica del Sordo y la espera de su muerte anunciada, latente en la quietud y la seriedad sombría de las familias de bandoleros, testigos mudos, fríos. El público fue el catalizador, el alquimista de la risa, como si se tratase de un eco de lo ya vivido por los que se mantenían en escena silenciosos.

Se iniciaba, por tanto, el conjunto de representaciones desordenando la composición del Retablo, ya que este Auto suele ser el colofón, así lo ordenó Valle. La directora también decidió dejar la pieza central para el final, de modo que la Tragedia de El Embrujado cerrase el espectáculo. No puedo valorar si fue un acierto, puesto que tuve que marcharme justo antes de su representación, se me hizo tarde. Al espectáculo completo se le suponía una duración aproximada de ocho horas, y no sé si estaban incluidos los descansos.

No obstante, disfruté de los autos y de los melodramas que sí pude ver y escuchar, degustar, porque a Valle-Inclán se le disfruta con los cinco sentidos. Irina Kouberskaya tiene un gran talento para lo simbólico, se mueve como pez en el agua entre la semántica de los recursos escénicos, signos creados con el apoyo de un elenco capaz de asumirlos. La directora subraya sobre el lienzo en blanco de la recreación artística las claves en los diálogos, con trazos gruesos, expresionistas. Resuelta en luces y sombras, contrastes cromáticos, presencias y ausencias, silencios y sonidos, brota a la superficie de lo representado la sinestesia absoluta de las acotaciones del autor, de una belleza terrible, insultante, jocosa, ingredientes apropiados todos como maridaje del esperpento. Como la gran directora de actores que es, trabaja con ellos con rigor, sin concesiones. Su sensibilidad, acorazada de inteligencia, es capaz de tomar las medidas idóneas durante los ensayos para alcanzar la perspectiva que deshumanice en el punto justo a los personajes. Nos los presenta sobre el escenario del mismo modo que los ideó Valle al escribir sus obras, como títeres sin voluntad movidos por las pasiones, ignorantes y depravados, seres atrapados en un mundo cerrado, abocados sin remedio a un final violento. No hay amor, no hay esperanza. Y, pese a todo, el público está hipnotizado, escucha, observa, reacciona, disfruta. No se emociona, no es necesario. Pero lo sucedido en escena remueve y refresca un recuerdo de lo propio como especie, de lo humano. El bochorno se propaga entre el patio de butacas, como si se extendiese el incendiarse de La Rosa de Papel entre las manos de la muerta. La plasticidad de la puesta en escena resulta exuberante, una delicia. En contraste, el contenido del mensaje, de dimensión social, golpea el intelecto y lo despierta. Se produce de este modo entre el público una catarsis intelectual, más importante si cabe que la emocional, tan manida. Las obras geniales, los artistas singulares, los temas eternos provocan esto.

La sociedad no puede desentenderse de nada humano, máxime si se entiende que toda consecuencia social es responsabilidad del conjunto, nunca de una parte ni de un individuo. La causalidad de lo indigno tiene raíces sociales siempre, todos lo intuimos, aunque estribe dificultad desenterrarlas en algunos casos. A Valle Inclán se le da bien, e Irina Kouberskaya le capta, le entiende. Arrastramos lacras como la superstición, enquistada frecuentemente en ritos, sean paganos o religiosos. Hay una contradicción en esto, ya que el ser humano tiene una dimensión trascendente imposible de obviar. Pero la ignorancia y la degradación de las costumbres, la degeneración moral, las poses políticas vacías de compromiso, justifican el esquematismo y la caricatura, presentes en estas obras. Se nos puede reducir a estas migajas del ser, puesto que la realidad se mira en ese espejo distorsionado.

A lo largo de las cuatro obras que sí pude presenciar, la trama es diversa y está plagada de anécdotas particulares, de acción. Sin embargo, lo interesante es cuando el acontecimiento se extrema, llegando, por ejemplo, a la necrofilia. El tiempo queda en suspenso, no podemos escapar ni desviar la mirada, no queremos, por otra parte. Permanecemos conmocionados y en suspense, nos reconocemos sujetos propicios de perversiones. El dramatismo que impregna el Retablo nos es común, tiene niveles más profundos que los hechos o la psicología de los personajes. Los conflictos están planteados en el ámbito de la supervivencia y mueven a los personajes hasta el límite de su naturaleza, nuestra naturaleza.

Por otra parte, no creo que se haya superado el estado de cosas de la sociedad que retrata Valle, sobre todo si damos pábulo al empeño actual en la globalización y a los fracasos que acarrea. Si por esta parte del mundo hubiéramos evolucionado lo suficiente -que en muchos aspectos lo dudo- en otras latitudes no se avanza, se involuciona. Los intereses creados impiden el rescate de los desheredados, somos conscientes de ello y consentimos, les negamos la ayuda, aquí sí miramos para otro lado. Luego vamos al teatro, comemos empanada y bebemos vino. Nos acurrucamos entre las sábanas, calentitos y secos, ignorando el quejido estremecedor de los ahogados. Quítale todo a un hombre y le convertirás en puro instinto, en una marioneta, un bulto, una silueta, una sombra… Tras la compasión que a través del Arte se nos despierta y hace que se tambaleen construcciones tan sólidas como nuestra ética, sería preciso asumir de inmediato la responsabilidad correspondiente. Tras participar de la denuncia hay que actuar, desembarazarse a base de esfuerzo de la lujuria y la avaricia; remar en contra de la muerte, de la ajena y de la propia. En ningún caso es lícito hacer pactos de sangre, ligazones que utilizar como defensa de nuestra libertad y nuestra autonomía. Si no queremos que nos ladren los perros, no huyamos como liebres asustadas en dirección a nuestras madrigueras. Tampoco permanezcamos estáticos en los placeres, acariciando pieles de gato. Ni el cielo ni el infierno tienen nada de humano.

Y, pese a todo, ¡qué estremecedora belleza, reflejo del mundo! Gracias, Artistas.

Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte
Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte

Irina Kouberskaya tiene un gran talento para lo simbólico, se mueve como pez en el agua entre la semántica de los recursos escénicos, signos creados con el apoyo de un elenco capaz de asumirlos. La directora subraya sobre el lienzo en blanco de la recreación artística las claves en los diálogos, con trazos gruesos, expresionistas. Resuelta en luces y sombras, contrastes cromáticos, presencias y ausencias, silencios y sonidos, brota a la superficie de lo representado la sinestesia absoluta de las acotaciones del autor, de una belleza terrible, insultante, jocosa, ingredientes apropiados todos como maridaje del esperpento.

La plasticidad de la puesta en escena resulta exuberante, una delicia. En contraste, el contenido del mensaje, de dimensión social, golpea el intelecto y lo despierta. Se produce de este modo entre el público una catarsis intelectual, más importante si cabe que la emocional, tan manida. Las obras geniales, los artistas singulares, los temas eternos provocan esto.

Autoría

LA CELESTINA

LA CELESTINA

Fernando de Rojas

Director: JOSE LUIS GÓMEZ

«Todo texto contiene, de un modo más o menos explícito, una representación de la realidad en términos espaciales” -nos recordaba el dramaturgo Sanchis Sinisterra en el taller sobre La Celestina que promovía la Compañía Nacional de Teatro Clásico en Nuevo Teatro Fronterizo– “Y no solamente en su aspecto estético, sino temático e ideológico, como un sistema de valores y significados de la cultura a la que pertenece el autor”.

La otra tarde en el Teatro de la Comedia de Madrid presencié un ejemplo de puesta en escena que cumplía las prerrogativas de este “concepto de semiesfera”. Para la representación de esta obra universal de La Celestina, se había ideado una arquitectura del espacio escénico que muy bien podría responder a una percepción del mundo válida tanto para la época de Fernando de Rojas como para la actual. La ciudad, en altura. Los hogares a ras de suelo, o incluso en el subsuelo. Lo externo y común, contra lo íntimo e individual. La sociedad sobre nuestras cabezas, lugar que solo se alcanza ascendiendo, precipicio al que asomarse, por el que despeñarse y descabezarse. Las normas sociales contra las necesidades personales, lo establecido contra lo instintivo. Y en el centro, el vacío. Ni tan siquiera nuestro afán de supervivencia es capaz de remontar por siempre este abismo inherente a la existencia. Cuando menos te lo esperas, un tropiezo imposible de calcular y todo termina. O una decisión propia que acabe con el vértigo definitivamente. O el infortunio de obstaculizar la trayectoria afilada y mortal de un deseo ajeno.

La estructura construida sobre el escenario para este montaje, de reminiscencia industrial, aparentaba inestabilidad. Esta sensación era intensificada por el espacio sonoro. Ecos metálicos, fantasmagóricos, presagios de acontecimientos nefastos. También por la particular iluminación del foro, casi adivinado durante la mayor parte de la función y de gran relevancia en los momentos elegidos. Cada zona del escenario cobraba su verdadero significado y sus matices solo al ser ocupada por los personajes en acción. El deambular de las gentes con sus quehaceres. Figuras de hombres o mujeres anónimos faenando sobre un laberinto de pasarelas o puentes, en solitario o reunidos en torno a algún asunto que se nos antojaba de extremo interés, al no tener acceso a su contenido. Los soliloquios de Celestina en el trayecto hacia sus objetivos, resolviendo dilemas. La casa de Melibea desde el foro hasta el proscenio, la tapia imaginaria del jardín entre el escenario y el patio de butacas. Calixto presa de sus sirvientes, siempre a punto de evadirse, de saltar esa cuarta pared y ampliar espacio, el que su enajenación y sus bajos instintos le demandan. La cama de Aureusa en primer término, su cuerpo desnudo y anhelante bajo una simple sábana. La cueva en casa de Celestina, habitáculo de sombras, testigo de prostitución y sortilegio, una trampilla abierta hacia los ínferos.
No había decoración, por tanto, excepto la sobriedad de las escaleras y pasarelas descritas anteriormente. Los personajes, con su vestimenta y abalorios, destacaban sobre un fondo gris. Al fondo, lo oscuro. Y en primer término, la palabra. “La selva del lenguaje en La Celestina”. Así se refiere Sinisterra al texto de Fernando de Rojas en su investigación de esta obra en principio irrepresentable. “El lenguaje como campo de batalla, estrategia para la acción, para la resolución de conflictos. La palabra como herramienta de interacción con la que los personajes dilucidan.” Refranes, sentencias, máximas, rodeos, apartes.

Todo este recrearse en el verbo culminaba en la propuesta de Jose Luis Gómez con canciones entonadas al unísono por las diferentes clases sociales. La música solo estaba presente así, de viva voz, generada por los propios personajes en escena. Y es que subyace en La Celestina un deseo de gozar la vida, mientras dure. Es el CARPE DIEM del medioevo, que pervive en Renacimiento y Barroco, que jamás quedará postergado, como aspecto literario que refleja un anhelo vital. Jose Luis Gómez lo reflejaba de forma brillante como director y como intérprete. La escena de la comida, como una última cena herética, con Celestina en el centro y sus discípulos a ambos lados, repartiendo sabios consejos en torno al paso del tiempo. La mano de la vieja bajo la sábana de Aureusa, tentando a la juventud inexperta para conseguir aliados. Los actos sexuales consumándose como trasfondo de lo que se negocia. El humor ácido y la risa como caudal de alegría, de deseo de más vida. La gracia de la alcahueta, encarnada en una gitana hechicera experimentada, compendio de sabiduría. Jose Luís Gómez conseguía que el personaje de Celestina nos resultase entrañable, la comprendíamos, queríamos que todo le saliese bien, era nuestra heroína. Embaucaba al público, al tiempo que a los personajes con los que lidiaba en su vida escénica. La conexión de la vieja con lo infernal, con los poderes demoníacos, se nos antojaba una tarea cotidiana de quien está por su edad entre la vida y la muerte, un poder que otorga el tiempo. Era esta condición que venía a añadir profundidad y misterio, que reavivaba nuestro interés por Celestina.

El maestro Sanchis Sinisterra nos explicaba durante el taller de investigación el “concepto de umbral” de Walter Benjamin. La indecisión, el dilema, la vacilación que sufrían los personajes en escena, aumentaba la sensación de peligro. De los cinco muertos que hay en la obra, cuatro mueren por caída. En la puesta en escena de Jose Luís Gómez se subraya esta tendencia a lo accidentado de la vida a través de un cuerpo sin vida, descabezado, encaramado como advertencia a la estructura metálica desde el inicio de la obra.

La perversión en La Celestina alcanza a trasgredir la tan marcada diferencia de clases sociales en épocas inmediatamente anteriores, tanto en el comportamiento de sus personajes, como en el lenguaje que utilizan. Hay mucho de teatralización en los modos de comunicarse Calixto y Melibea, por ejemplo. Igualmente en el resto de personajes. De ahí el uso de los “apartes”, que ponen de relevancia pensamientos e intenciones no desvelados en el discurso dirigido, oculto tras la máscara de lo apropiado o de las modas. Otro ejemplo de esto son las fórmulas de “amor cortés” que utiliza Calixto para intentar vencer la resistencia de Melibea.

Jose Luís Gómez respetó la otra tarde la inmediatez de la acción en el texto, que empezaba a surgir por boca de Calixto en cuanto saltaba al escenario, tras la presentación musical. Como era de esperar, a la hora del cortejo amoroso, el burgués esgrimía su torpeza con todo tipo de inconvenientes inútiles. Había que buscar ayuda en los sirvientes, mezclando así niveles sociales. Pero al final, la persuasión, la captación de adeptos para una misma causa tenía su clave en los tejemanejes de Celestina, la última en el escalafón, la más denostada, que resultaba sin embargo imprescindible.

Una vez que apareció Jose Luis Gómez envuelto en unas sayas, que me perdone el resto del elenco, pero ya no había ojos más que para rastrear sus andanzas, ya no había oídos sino para deleitarse en su seleccionado acento andaluz adornando sentencias. El resto de los actores, pese a su buen hacer, se transformaba en comparsa. Los gestos múltiples en Celestina, de sonrisa pícara o de pedigüeña avejentada y enferma, se sucedían unos a otros. Pura estrategia del personaje y verdad escénica del actor. Tan pronto veíamos a una jovenzuela imbuida en el juego erótico y disfrutando de diversos placeres, como a una anciana quejándose y murmurando con sabiduría. Nunca al hombre bajo el personaje, nunca a Gómez disfrazado, nunca al actor. Ninguna duda sobre la identidad de nuestra “vieja más conocida que la ruda con más de treinta oficios”

El deseado contrapunto a una vida amoral y azarosa que pudo suponer el monólogo de Pleberio para engrandecer la función, tampoco se produjo. Desde mi butaca percibí gran indiferencia hacia este planto de fama universal. Y fue una pena.

La otra tarde, asistí a la reencarnación de la famosa Celestina. Me congratulo de mi fortuna.

Marta Belmonte
imagen © Sergio Parra Jose Luís Gómez y Marta Belmonte

Una vez que apareció Jose Luis Gómez envuelto en unas sayas, que me perdone el resto del elenco, pero ya no había ojos más que para rastrear sus andanzas, ya no había oídos sino para deleitarse en su seleccionado acento andaluz adornando sentencias (…) Tan pronto veíamos a una jovenzuela imbuida en el juego erótico y disfrutando de diversos placeres, como a una anciana quejándose y murmurando con sabiduría. Nunca al hombre bajo el personaje, nunca a Gómez disfrazado, nunca al actor. Ninguna duda sobre la identidad de nuestra “vieja más conocida que la ruda… con más de treinta oficios”

Raúl Prieto
imagen © Sergio Parra Raúl Prieto y Jose Luís Torrijo
“Todo texto contiene, de un modo más o menos explícito, una representación de la realidad en términos espaciales. Y no solamente en su aspecto estético, sino temático e ideológico, como un sistema de valores y significados de la cultura a la que pertenece el autor”.
HAMLET Crónicas

HAMLET

HAMLET

Shakespeare

Director: MIGUEL DEL ARCO

¿A qué vamos al teatro? ¿Qué esperamos del trabajo artístico que se expone? ¿Con qué objeto aventurarse a representar aquellos iconos sagrados e irrepresentables? ¿Hasta qué punto hemos cosechado una serie de prejuicios con respecto a lo que debería ser la representación de obras tan magníficas como Hamlet o autores tan geniales como Shakespeare? ¿Es lícito repetir como un loro lo similar en cuanto a puesta en escena y encarnación de personajes? ¿Hay límites para la reinterpretación, o es más provechoso lanzarse hacia donde la intuición nos guía, hijos de nuestro tiempo ya, para hacer nuestro lo que nos contiene y nos trasciende?

Miguel del Arco es un Kamikaze. No le pidáis medias tintas, no sabría hacerlo. Su mente consume y genera pensamientos a una velocidad de vértigo. Así se comprende, al escucharle hablar del proceso de creación, de las fuentes en las que ha bebido antes de seguir sus impulsos y tomar sus decisiones. Expertos y filósofos, de Harold Bloom a Montaigne o Nietzsche. Lo necesario para acercarse lo más posible al pensamiento de Shakespeare, a la idea de la totalidad de la obra elegida. E, inmediatamente después, la perspectiva contemporánea, la suya, la exclusiva de Miguel del Arco, versionando incluso el texto. Esto es arriesgado y auténtico.

El arte teatral debe ser una herramienta para despertar conciencias, y no otra cosa. Incluso sacrificando a la Ofelia de las florecillas y la mirada perdida. En las propuestas artísticas de Miguel del Arco parece primar la dimensión esencial del ser humano, pero también la social o la política, pese a su predisposición a lo sensible. De lo que sí huye, creo yo, es de la sensiblería y lo mojigato, de recoger lo muerto para resucitarlo tan solo por emocionar. Elige hacernos pensar, aunque no renuncie a emocionarnos. Y yo se lo agradezco.

Prefiere hacer suyas las criaturas imaginadas por el autor y generar sus propios mundos paralelos, sin miedo al rechazo fruto de la incomprensión. Busca otro ángulo en el que también nos identifiquemos, otra perspectiva, que investiguemos con él para encontrar algo nuevo, si cabe.

Pero Miguel del Arco es solo la cabeza visible del equipo de Kamikazes. Siendo testigo de un ensayo técnico, pude comprobar hasta qué punto y con qué exactitud los actores se implican también en cuestiones, por ejemplo, de arquitectura escénica, siendo ellos mismos los que se encargan de trasladar o manipular elementos de la escenografía durante la función, trasformando el espacio escénico en lo que dura un suspiro. Un elenco tan cohesionado que funciona como una entidad única, al servicio de lo que en cada momento demanda la puesta en escena de la obra. Igualmente el equipo artístico que el equipo técnico, según declaraciones del propio director.

Este montaje de Hamlet es obra de ingeniería, un mecanismo perfecto que genera un ritmo y un tempo que nos atrapa, nos vapulea, nos va soltando poco a poco y nos deposita en la orilla de nuestra vida, de nuevo. La arquitectura de esa trampa de la realidad construida sobre el lugar de los sueños y las pesadillas, la ratonera del tiempo inexorable, el que nos corresponde, el que se agota. Y como colofón, la llanura de la tierra y el precipicio de la tumba.

Si nos sobreponemos a los terrores y a las penas, sobrevendrá lo reflexivo, podremos morir dignamente, parece querer decirnos del Arco por boca de Hamlet. Es preferible morirse uno a que le den muerte violenta tras haber matado. Pero ¿quién elige su destino?

Sea cual sea la circunstancia adversa y nuestro estado vital, permanece siempre algo en nosotros que nos conecta a lo esencial, hijos de la naturaleza que nos circunda, que nos contiene y nos ignora. La vida regenerándose hasta el infinito, siendo el ser humano prescindible. El director, a través de imágenes proyectadas, nos envuelve en atmósferas externas que nos conectan directamente con sensaciones. Las de Hamlet, perdido en lo ilimitado de su intelecto herido, del temblor de su mente prodigiosa, que necesitaría inventar una realidad paralela para lograr soportar el dolor por la muerte de su padre, para tolerar de algún modo la obscenidad que le supone que el mundo siga girando y no se desvíe un ápice de su órbita precisa, que se sigan sucediendo los días y las noches, que cambien las estaciones, que tras cesar la lluvia llegue la nieve.

Lo sensorial en el montaje contrasta de tal modo con las acciones de los personajes, que eleva lo que acaece en pos de lo sublime. Los fuegos, que no pueden ser más que artificiales en el recuerdo de esa boda entre la viuda y el asesino. Y los matorrales de espino que se entrelazan y crecen, cercando Elsinor. Nos resulta hermoso contemplar a Ofelia lamentarse de la locura de Hamlet bañada en una lluvia de luciérnagas o estrellas. O sumergir nuestra retina en la superficie de un agua que nos perturba dulcemente, mientras la Reina describe la muerte de Ofelia.

También la música juega, tanto en la cadencia del texto pronunciado como en las armonías propias del espacio sonoro externo que lo acompañan. Y, mientras la función respira, nos trasportamos a la infancia escuchando la canción que tararean actores que hacen de actores, preparándose para el juego dentro del juego. Y la coexistencia de un violín contra música vulgar de nuestros tiempos.

Todo ello para mayor gloria del Príncipe, resucitado en la calle Príncipe, sobre un escenario que resuena y reverbera como ninguno, el Teatro de la Comedia. El Príncipe Hamlet fingiendo no ser el único real entre tanta máscara, también las nuestras, “espectadores pálidos y mudos” que le miramos. Le vemos sufrir, dudar, pensar. El ser o no ser del Príncipe, tan hondamente encarnado en ese físico imponente y extraño de Israel Elejalde, mutante a nivel de alma camaleónica, proyectado hasta nuestra penumbra palpitante como una flecha imposible de evadir. Fui traspasada multitud de veces por el agudo ingenio ¿del actor o del Príncipe? ¡A quién le importa! Fui traspasada, eso baste. Me estremecí, me emocioné, quedé perpleja como una interrogación recurrente que no se contenta de serlo.

Y no es que los demás seres de Elsinor no mantuvieran su propia idiosincrasia, es que todos ellos fueron, la otra tarde, instrumentos precisos para encumbrar el intelecto privilegiado de Hamlet. Hay más momentos exclusivos, sin embargo. Los actores deslizándose como reptiles de entre los mantos de los reyes, ironía digna del propio rey de los ingenios. Es destacable igualmente el tratamiento de la escena en la que el rey usurpador pretende mitigar su culpa rezando. Se asemeja aquí el monarca a un sacerdote tras el púlpito, con una enorme cruz luminosa cubriéndole las espaldas, o más bien acechándole. Ya Shakespeare se preocupó de que Gertrudis tuviera la oportunidad de lavar su culpa con un llanto amargo; ahora Miguel del Arco consigue que la cama donde ha sido subyugada por el placer, sobre la cual su hijo la enfrenta a sus miserias, sea engullida por el tiempo y se trasforme en tumba. Maravilloso efecto. ¡Y qué decir de la pelea de esgrima impecable y de los actores que la ejecutan! O de cómo varios actores se diversifican en distintos personajes sin romper la convención teatral en absoluto, muy al contrario.

Sumemos también el sacrificio de Ofelia. Se nos presenta una mujer de nuestro tiempo en la corte de Elsinor. Inteligente, alegre, vitalista. Un amor puro el suyo, intenso, entregado. Amante comprometida que intenta advertir y salvar a su amado. Un ser de luz que se ve arrastrado por lo circunstancial y lo prodigioso, mitad por mitad, quedando desubicado entre las sombras que lo oscurecen todo. Lo previo a su locura, me impulsaba a enamorarme aún más del mito reencarnado. Pero su enajenación me resultó ajena a mi concepto del personaje. No comprendí su salida de tono, quedé ofuscada al verla con su vestimenta estrafalaria, cantando poemas como si se tratase de vulgaridades de rabiosa actualidad. Me produjo rechazo, no conmiseración. Aún estoy en shock. A eso me refería en una de las cuestiones del encabezamiento de esta crónica: tenemos prejuicios. Hay que dejarse sacudir y olvidarlos. Hay que atreverse a escuchar a los que piensan por sí mismos. Hay que liberar el pensamiento. Dudemos, señores, dudemos No seamos tampoco frente a los que alcanzan la cumbre como Polonio, aduladores que dicen ver en las nubes las formas que sean precisas solo por dar la razón al que está por encima de nosotros. Hay tanto de eso, estamos rodeados. Y, tristemente, nos contaminamos. Hagamos un esfuerzo, tengamos criterio propio, aunque esté equivocado.

Tal vez lo que realmente nos produce la locura no fingida sea precisamente ese desapego del loco, ese rechazo. Esto lo pienso ahora, aunque no estoy segura. Para mí, se desvirtúa lo esencial en Ofelia. No me parece que haya que utilizar una perspectiva tan en relieve, porque creo que lo que se consigue así es que la sensibilidad del público se desconecte de la empatía con el personaje. En todo caso se divierte al verle, cuando es trágico lo que le ocurre. Es cierto que la locura tiene algo de eso también, que uno no sabe si reír o llorar al contemplarla. Y que el resto de los personajes en escena mantenía el tono de tragedia. También es verdad que esa forma de ver a Ofelia interesa a los espectadores más jóvenes, doy fe. Aún no tengo conclusiones. Estoy pensando en ello y en lo que Shakespeare quiso decirnos al respecto, eso es lo importante.

Claro que, he sido una privilegiada, ya que he podido iniciar mi senda reflexiva directamente de la mano de Miguel del Arco. Tuvo a bien desentrañar sus motivos artísticos la otra tarde, tras comprobar mi perplejidad en este asunto de Ofelia. Nos reunimos con él por segunda vez los participantes de Buscando a Hamlet, actividad cultural de Escuela Errante que promueve la revista digital Fronterad. Fue un placer y un privilegio charlar con él, como digo. No le pierdo de vista, a Miguel del Arco. Continuaremos siguiendo estelas, buscando y, sobre todo, dudando. Es decir, pensando.

HAMLET
Foto © Ceferino Lopez - Israel Elejalde

El ser o no ser del Príncipe, tan hondamente encarnado en ese físico imponente y extraño de Israel Elejalde, mutante a nivel de alma camaleónica, proyectado hasta nuestra penumbra palpitante como una flecha imposible de evadir.

Jorge Kent
Foto © Ceferino Lopez -Jorge Kent

Este montaje de Hamlet es obra de ingeniería, un mecanismo perfecto que genera un ritmo y un tempo que nos atrapa, nos vapulea, nos va soltando poco a poco y nos deposita en la orilla de nuestra vida, de nuevo.

Daniel Freire, Jorge Kent y Ana Wagener
Foto © Ceferino Lopez -Jorge Kent
Israel Elejalde Miguel del Arco
Jorge Kent
Israel Elejalde, Ángela Cremonte, Cristóbal Suárez, José Luis Martínez, Daniel Freire, Jorge Kent y Ana Wagener

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