UNA NOCHE CON FORSYTHE

Coreografía: William Forsythe

Puesta en escena: Compañía Nacional de Danza

Dirección: José Carlos Martínez

CRÓNICAS DEL Teatros del Canal

Tengo una amiga que siempre escribe en Facebook sus pensamientos más polémicos y sus sentimientos más íntimos como si al otro lado de la pantalla se encontrase, permanentemente, un fiel amigo. Es gracioso porque ella tan solo exagera lo que todos, en mayor o menor medida, hacemos en nuestras redes sociales. Mi amiga exhibicionista empieza muchas de sus exclusivas diciendo algo como “Sí, ya sé que esto es pornografía emocional, pero no me importa…” y luego suelta la bomba.

Si tuviera que explicarle a alguien que no sabe nada de danza lo que supone Forsythe para el campo, le diría que hace “pornografía coreográfica” en ese sentido con el que se nombra el exceso. Y claro, no tiene nada que ver con bailarines sugerentes ligeros de ropa, sino con el hecho de que sus piezas son la verborrea incontenible de un fanático del movimiento que no se puede callar nada, y al que no le importa quedar como un imprudente porque la ocurrencia es lo suficientemente interesante como para correr el riesgo. Forsythe es ese artista juguetón que busca los extremos de manera socarrona, aunque en mi opinión nunca deja de ser un niño bueno que agrada al público más clásico (ese que sí se sale del teatro a la mitad de The show must go on de Jérôme Bel).

Una noche con Forsythe en Teatros del Canal, interpretada por la compañía Nacional de Danza, es una oportunidad única para comprender los motivos principales que han guiado la obra de William Forsythe a lo largo de su carrera. En estas tres obras constatamos que el coreógrafo, probablemente aburrido de la cadencia del ballet clásico, se propuso meter la mayor cantidad de pasos en el menor tiempo posible dando lugar a ballets frenéticos. También, que la lógica de los ballets tradicionales le debió parecer muy naif, por lo que se atrevió a dejar a los bailarines sin un paisaje o una acción en la que descansar, y así, desnudos de historia, los entregó al éxtasis del “movimiento por el movimiento” más acorde a las propuestas estéticas de finales del siglo XX.

La primera coreografía de este programa es The vertiginous Thrill of Exactitude, de 1996. La interpretan tres mujeres y dos hombres que tienen que sincronizar sus saltos y rápidos pasos de pies. Es una pieza un poco desfavorecedora porque, por muy bien que lo hagan, esa obsesión con la exactitud a la que se refiere el título hiperliteral, te lleva como espectadora a buscar el error como en un juego. En ese sentido el ballet es maléfico. Son 13 minutos dificilísimos de bailar en los que los bailarines no se libran ni un segundo del escrutinio.

Esta pieza rompe muchas cosas, mezcla hombres y mujeres de manera casi homóloga e impersonal, utiliza un vestuario geométrico muy vanguardista, y desde luego, los pasos se encadenan a una velocidad desconocida; sin embargo, aspectos clásicos del ballet prevalecen: la coreografía sigue siendo muy frontal y el cuerpo se mantiene erguido, con los brazos y piernas en una armonía de líneas reconocibles. No puedo evitar pensar que sigue siendo “danza para la foto”: si un fotógrafo captura en el aire a los cinco bailarines en la misma postura, la exactitud será muy reconfortante. En movimiento, sin embargo, sufro por ellos, por ese sometimiento que les deja la cara tensa, la sonrisa forzada. La danza contemporánea ha evolucionado hacia bailarines que gozan de verdad y que remiten menos a los términos correcto/incorrecto, acierto/error.

Después viene la hipnótica Artifact Suite, de 2004, en la que Forsythe rompe muchas cosas más. La frontalidad clásica desaparece desde el principio. El escenario se desnuda y los bailarines bailan más para ellos que para nosotros. Resulta una obra muy cinematográfica, en la que el telón actúa como una mesa de montaje, y en la que el contraste de luces y sombras es protagonista. Hoy en día es muy difícil ver a tantos bailarines en escena (por cuestiones, creo, meramente económicas), así que ver al gran elenco de la CND cubrir el escenario de la Sala Roja y moverlo con sus cuerpos, es fascinante. Es una pieza realmente juguetona en la que casi podemos ver al coreógrafo probando cosas nuevas en libertad, como si se tratase de un ensayo. Deliciosos port de bras que terminan en palmada, momentos de cuerpos-máquina, una línea de bailarines tumbados que inventan signos de una escritura nueva con los brazos, son momentos emblemáticos de danza contemporánea que ahora resultan, paradójicamente, “clásicos”. La libertad que se respira es, además, eficiente. Todo está bien hecho, ordenado, pulcro, todo-donde-debe-estar. Pienso que fue esta una manera genial de llevarse al público clásico hacia la danza contemporánea, con cucharadas de coreografía que funciona con precisión, mientras se aleja de sí misma e inventa nuevos géneros.

Curiosamente Enemy in the Figure, la pieza que cierra el programa, es la más moderna siendo la más antigua, de 1989. Aquí los torsos de los bailarines se arquean y las muñecas se rompen en un gesto un millón de veces copiado en academias de barrio de todo el mundo. Y, muy acorde con el arte de los 90, con ese ademán punk irreverente pero comercial en el que lo accesorio se hace protagonista, la escenografía, la iluminación, el vestuario, y la música guían el movimiento de los bailarines. Es una pieza en blanco y negro que publicistas y diseñadores de interiores habrán amado y que funciona como la fotografía de una época, la de la cultura tecno, descaradamente atrevida.

#Pornocoreografía podría ser la etiqueta en redes que nombrase el deleite por ver artefactos coreográficos muy complejos que funcionan con precisión alemana. Y aparecería siempre en los trabajos de Forsythe.

Crónicas

Por : Paula Lamamie de Clairac

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© imagen Alba Muriel

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