TARTUFO, EL IMPOSTOR
Molière
Dirección: JOSE GÓMEZ-FRIHA
Versión: PEDRO VILLORA
Insisto en que es una pena que haya desaparecido el color azul de la fachada del Teatro Infanta Isabel en Madrid. Siempre sería posible recuperarlo. Los valores de lo clásico se pueden rescatar con facilidad, pues su característica principal es la de la permanencia en el tiempo. Sin embargo, hay que tirar de sensibilidad para no mermar el valor de las obras clásicas con las reformas, incluyendo a las obras dramáticas.
No todo vale para hacer espectáculo. Es posible poner en comunicación directa con los espectadores de ahora a los grandes dramaturgos de siglos pasados. La compañía Venezia Teatro lo sabe. La cuestión es cómo rescatar sus tesoros de las profundidades, de qué manera restituir su esplendor. Hay que descifrar y traducir sus obras a lo ahora entendible. Esto requiere de delicadeza, sensatez, talento… Ardua labor, sin duda. Fui testigo en su día del buen resultado conseguido con Desvaríos del veraneo de Goldoni. No en vano, tanto Desvaríos como Tartufo… estuvieron nominadas en diferentes categorías para los XX Premios Max de las Artes Escénicas.
Tanto la versión como la dirección de este Tartufo están al servicio de la temática que se ha elegido destacar. Uno de los que tan solo se sugiere es precisamente el plagio, la dificultad de defensa de la propiedad intelectual. Pero hay temas que se destacan con mayor contundencia. Se rescata lo que está en vigor, se alimentan reivindicaciones sociales pertinentes en el presente del espectador. Para ello, se adjudica texto de personajes eliminados a otros que sí permanecen en la versión, ampliando su sentido. En cuanto a la trama principal, en el texto original queda resuelta a través del recurso del administrador de justicia omnipotente. En esta versión de Villora, sin embargo, el final es otro, que no voy a desvelar. Solo diré que se prescinde de amparo. Estamos solos en el mundo y hay que buscarse la vida.
El Tartufo se ha convertido en un arquetipo cultural y, como tal, guarda en su entraña una verdad imperecedera: nuestra tendencia a la hipocresía, nuestra costumbre de manipular con tal de lograr conseguir nuestros fines, incluso nuestra capacidad de autoengaño. En la obra, hasta los personajes jóvenes son capaces de fingimiento para corroborar la lealtad de la persona amada. Son prácticas aprendidas de sus mayores, aún ingenuas y esperanzadas, eso sí. Es inherente al ser humano, nadie se salva, el que no ejerce de Tartufo es porque se conoce y se controla. Bajo la dirección de Gómez-Friha, el mito se escora hacia una estética ambigua no exenta de lo oscuro. Me hubiera esperado quedar seducida por el personaje. Ni eso ni todo lo contrario: Tartufo despierta el interés del público porque resulta una incógnita que intentamos resolver. Alejandro Albarracín, que interpreta al ‘Impostor’, tiene una apariencia imponente, con o sin sus largos ropajes. En un principio, la dimensión que alcanza es la de un manipulador sagaz y un déspota llorón, si exceptuamos el erotismo palpitando bajo el disfraz. La seducción que ejerce su apabullante apariencia nunca se lleva a cabo a través del desnudo, pero es la crudeza de la carne lo que se ansía. Se nos revela como un gusano que se transforma en mariposa. Y cuando ya le vemos por fin tal cual es, está situado donde pretendía, por encima de nuestras voluntades, iluminado por ideas ajenas, absorbiéndolas como si fueran propias, muy lejos de nuestro alcance.
Lo más inquietante de este Tartufo es la ausencia en él de lo monstruoso. Nos resulta reconocible, lo percibimos como un tipo no tan distinto a cualquiera de nosotros, que lucha por sobrevivir con lo que tiene a mano, aprovechándose de debilidades ajenas y de circunstancias favorables, que no impone nada hasta que no entiende que puede hacerlo, que no deja ver su juego hasta ganar la partida. Todos los personajes se debaten en lucha feroz por la supervivencia. Todos están se juegan algo imprescindible para el sentido de sus vidas, aunque no todos sean conscientes de ello. Cada cual se defiende a su manera, incluso Orgón, desencantado de su propia forma de vida, preso en su propia casa, que intenta desesperadamente reinventarse, aunque sea a través de una ilusión. Este pobre loco no busca ayuda, se entrega a su locura. Es muy significativo el hecho de que el mismo actor –Vicente León– que interpreta a Orgón también encarne a Elmira, su madre. Podrían ser la misma persona, las dos mitades de un ser ya trastornado, con un enorme complejo de Edipo. En cuanto a lo oscuro, hay más de un impulso reprimido que genera comportamientos incongruentes. La escena de la trampa que tienden a Tartufo Orgón y su esposa, es definitivamente patética. Más que desenmascarar a Tartufo, acaba destruyendo el vínculo entre los esposos, si es que existía. Se hace partícipe al público de un juego morboso en el que la mujer, exenta de dignidad, se expone como cebo, como objeto de consumo, como catalizador de las fantasías perversas -por reprimidas- de su marido.
La temática del abuso y de la violencia sexual se tratan con valentía, pero con una sutileza dramática tal, que es imposible que el público no quede hipnotizado por las dos actrices que lo encarnan: Nüll García y Lola Baldrich. Estos instantes dramáticos se perciben como lo haríamos con la intuición de una música triste que nunca llega a oírse, un tempo lento que se contrapone al ritmo frenético de lo cómico, en un intento de captar lo que hay detrás de las palabras, lo que hay debajo de los hechos. Aunque el código expresivo establecido trivializa lo cotidiano, paralelamente, estiliza lo extraordinario.
El personaje más desinhibido, la mujer más libre, curiosamente, es Dorina, interpretada de forma brillante por Esther Isla. Una criada, es también ‘alter ego’ de Tartufo. Con ella no se atreve a lidiar, pues es sabia en experiencia, prácticamente una visionaria. Ni siquiera se permite mirarla, se esconde de sus ojos.
El buen hacer de Esther Isla eleva la altura de lo cómico en este montaje. Pero el elenco entero se esfuerza con acierto, y la labor de dirección no solo es inteligente, sino efectiva. Se produce un gran despliegue de recursos interpretativos que no permiten que el ritmo decaiga hasta las últimas escenas, en donde se ralentiza hasta lo inmóvil. Mientras tanto, se prescinde de la cuarta pared y se potencian los apartes, estableciendo un diálogo recurrente con el público. La invasión en diversas escenas del patio de butacas crea cierto conflicto al ‘respetable’, con respecto a dónde poner el foco de atención, si en lo que ocurre sobre el escenario o a su espalda, quedando totalmente inmersos en el transcurrir de la acción, pero enfrentados a lo más relevante, a las estremecedoras consecuencias del abuso de poder, a las miradas perdidas y los brazos caídos de los desahuciados. “¿Qué hay peor en el mundo que invitar a la gente a abandonar su propia casa?”. Quizás ser expulsados de sus propios países, que les roben hasta el alma.
Esta es la forma que tienen de resucitar los dramaturgos de antaño. Larga vida a ellos y a Venezia Teatro.
imagenes © Emilio Tenorio
Elenco
- Alejandro Albarracín
- Lola Baldrich
- Vicente León
- Nüll García
- Ignacio Jiménez
- Esther Isla
Estos instantes dramáticos se perciben como lo haríamos con la intuición de una música triste que nunca llega a oírse, un tempo lento que se contrapone al ritmo frenético de lo cómico, en un intento de captar lo que hay detrás de las palabras, lo que hay debajo de los hechos. Aunque el código expresivo establecido trivializa lo cotidiano, paralelamente, estiliza lo extraordinario.
El buen hacer de Esther Isla eleva la altura de lo cómico en este montaje. Pero el elenco entero se esfuerza con acierto, y la labor de dirección no solo es inteligente, sino efectiva. Se produce un gran despliegue de recursos interpretativos que no permiten que el ritmo decaiga hasta las últimas escenas, en donde se ralentiza hasta lo inmóvil.