CRÓNICA DE Espacio Guindalera
SOBRE PADRES E HIJOS
Texto y dirección: JUAN PASTOR
Compañía: GUINDALERA
(Basado en la novela de Turguéniev)
Me encuentro entre dos generaciones: soy madre y soy hija. Aunque ya más madre que hija -o quizá esto no sea decisión del tiempo que transcurre, sino mía, voluntad de evolución, de crecimiento-. Esta situación intergeneracional que me rodea es fuente de sabiduría y de sufrimiento; también lo ha sido de alegría, aunque no ahora. En estos momentos hay conflicto, todo está patas arriba, la familia al completo flotando en el envite de una ola de rabia contenida que por fin se libera. Mi familia es ejemplo concreto, pero lo personal es político.
Las sociedades enferman. Hoy día, como antaño, el germen del mal está presente en las instituciones, también en la familia, que es precisamente el núcleo del sistema a través del cual la sociedad se organiza. Si no se actúa a tiempo, de forma no beligerante y constructiva, buscando la cura, no perdiendo perspectiva de futuro, nos golpeará y derribará el regreso cíclico de la hecatombe, nos hundiremos en mareas sociopolíticas cambiantes bajo el influjo de los poderosos. ¿Quién controla y cuáles son sus intereses? Hay que someter a análisis el poder de lo sistémico.
Me conmovió mucho Sobre padres e hijos la otra tarde en Espacio Guindalera. Empaticé con los padres, con la generación de “los Mayores”, más por necesidad que por identificación ideológica. No soy una planta, pero en caso de serlo, tendría raíces, incluso si fuese el agua mi elemento. El ser humano es un híbrido, no es vegetal ni animal, tampoco un ángel, ni otro tipo de entidad capaz de elevarse por encima de otros seres, capaz de distanciarse del mundo sin tener que aterrizar de vez en cuando. A veces, ni miramos al cielo, no levantamos cabeza. Este planeta perdido en la inmensidad, la Tierra, es nuestra sede, o pisamos tierra o estamos debajo, así de simple. Los otros estados pasajeros son poderes fácticos, imaginarios, creaciones, misterios. Solo que lo esencial en lo humano es lo común intangible -no vamos de nuevo a pronunciarlo, por desgaste del término, por respeto a la realidad que conforma el concepto; además, tiene múltiples nombres y eso confunde-. Desde que el mundo es mundo permanece confuso, en tránsito, a veces cegado por nuestra alegría, a veces cargado de incertidumbres. No somos más que transeúntes, condición sine qua non -echemos mano de lo antiguo-. La tradición, la transmisión de la supuesta sabiduría a través de las sucesivas generaciones, que el sentido de la vida vivida otorgue sentido a nuevas vidas, es el legado. Pero también está el invento y la reforma, la transformación positiva inspirada en el resurgir perpetuo de la naturaleza. ¿Perpetuo? Esa es la clave.
Aterricemos. Regresemos al lugar al que acudí a presenciar una función de un texto de Juan Pastor basado en una novela de Turguéniev. En el Vivero de Creadores y Espectadores de Espacio Guindalera se plantó la semilla del montaje, el proceso de investigación que ha desarrollado la compañía, y que el público puede ya degustar como una hermosa creación, florecida y madura, con sabor y con aroma -¡qué hermosa la escena en la que el joven apasionado descubre la esencia de una rosa cultivada!- No es la primera vez que visito este barrio de Madrid, atraída por el reclamo de esta sala –La bella de Amherts, Duet for one… son algunas de las últimas obras que he tenido el placer de presenciar en ella- Sin lugar a dudas, es una de las salas de teatro de la capital que cuenta con una trayectoria más larga y más firme. Es ejemplar, si nos atenemos al proyecto artístico, cuidando tanto la estética como la ética, pese a las dificultades que hayan tenido que solventar a otros niveles. Merecen por ello todo mi respeto y mi veneración -¡qué palabra tan antigua, eso de “lo venerable”!- Mi presencia como espectadora siempre había sido anónima, hasta el día de ayer, en el que al recoger mi acreditación pudo ponerme cara Teresa Valentín-Gamazo, cofundadora de este centro de creación, formación y desarrollo de procesos escénicos. Mi timidez no entiende de máscaras ni de protocolos, por eso prefiero ir de incógnito, pero mandan las casualidades, los contactos digitales fortuitos y los encuentros. Dije dos palabras y sonreí, salí del apuro.
Conseguí un lugar en primera fila, pese a entrar casi al final y ser localidades no numeradas, uso democrático de las entradas adquiridas del que no me quejo, muy al contrario. El espacio escénico ideado por Juan Pastor e iluminado por Sergio Balsera era sencillo y equilibrado, prácticamente simétrico, como los dos lados de un espejo. Llamaba la atención un objeto central sobre un pie de madera, desprovisto por sí mismo de significado, tradicional, bello y vacío de contenido. A lo largo de la obra, pudimos comprobar cómo ese objeto servía al modo o manera de compartir y disfrutar lo cosechado; se convirtió así durante la función en símbolo de trasfondo cultural diverso, en altar, en pira en la que mantener el fuego sagrado encendido, la cultura florecida. Y todo esto a través de un gesto tan sencillo como el de poner o quitar distintas clases de flores en un recipiente de barro, o pasar de mano en mano una esfera roja encendida. El arte del detalle.
Desde el inicio, otro lugar estaba reservado, ocupado en principio por un aparato de música, después por un personaje de la obra que tomaba la perspectiva del público como propia para de improviso incorporarse de nuevo a escena. Todos los personajes observaban lo que transcurría en el escenario mientras no participaban como actores, desde diferentes lugares, con diferentes perspectivas. Nos recordaba así el director la importancia de la reflexión, de tomar distancia, para pensar con claridad antes de continuar protagonizando la acción, además de que la apreciación cambia depende del lugar que quien valora ocupe. Lo mismo ocurre en la vida, y el teatro debe ser espejo de la vida. Maravilla, por tanto, de puesta en escena, que se completaba con la elegancia del vestuario – diseñado por Teresa Valentín-Gamazo y realizado por Isabel López Gómez- y la exquisitez de las coreografías de Anabel Núñez, que se apoyaban en el espacio sonoro de la Escuela de Nuevas Músicas. Mención aparte merece la música original creada por Marisa Moro y Pedro Ojesto, que nos avisaba de que el género era comedia, que el sentido del humor estaba muy presente, incluso la ironía, pese al drama que se pudiera adivinar subyacente.
En cuanto al reparto, tengo verdadera debilidad por María Pastor, por su enigmático carisma de animal escénico, siempre atrapando la atención del respetable, siempre conectada al público, de una forma u otra, sutil o francamente, y sin perder un ápice de verosimilitud ni olvidar las bondades que su técnica actoral puede ofrecernos. Es una de las mejores actrices españolas que he visto en un escenario, sin menospreciar a ninguna. El resto del reparto hizo un trabajo magnífico, no dejando caer el ritmo de la obra ni un segundo, aportando frescura y poniendo mucha carne en el asador, mitad por mitad, hasta componer el guiso tan sabroso que pudimos disfrutar. Las risas estaban servidas, también las lágrimas, al menos las mías. Me sirvió de catarsis el momento en el que madre y padre fueron relegados a la distancia y el olvido por parte de un hijo. Sentí en ese instante que es ley de vida, de algún modo, y también imposible; que todo el mundo comete esa atrocidad, o intenta cometerla, pero que es por pura supervivencia; que un hilo invisible teje nuestros destinos comunes, sin embargo, y que es imposible eludirlo. Del mismo modo, el mundo.
No quiero desvelar más, ni siquiera el contenido de la actividad complementaria que estaba programada tras la función y en la que participé torpemente, pero con sumo interés. Se nos permitió estirar las piernas unos minutos y regresar a la sala para tomar parte en un debate muy lúdico. Antes de que tuviera lugar, artistas y público se entremezclaron para componer dos nuevos grupos diferenciados: padres/madres e hijos/hijas, cada quien según el roll con el que más se identificase. Nos reunimos por separado, un grupo y otro, para tratar cuestiones relacionadas con la obra que acabábamos de presenciar, y, lo que es más importante, con la vida en sí misma, la de cada cual y la de todo el mundo. Pusimos en común y luego debatimos. Me resultó poco tiempo para este añadido tan instructivo y beneficioso, no se pudo abundar y profundizar en lo que se planteaba a nivel más teórico. Pero, pese a eso, como dijo una espectadora: “Por favor, necesitamos más espacios como este, no dejen de ofrecerlos”