MUJERES DE PACIENCIA SALVAJE

(Inspirada en Mujeres que corren con lobos de Clarissa Pinkola Estés)

Dramaturgia y dirección: XIMENA VERA

Un lugar que ya ha sido habitado con anterioridad, queda plagado de resonancias, de energías diversas que impregnan su atmósfera, por mucho que se pisoteen los jardines y se le cubra de pintura negra. En San Cosme y San Damián 3 pasé mis años de escuela; entre las macetas del patio esperé mi entrada a escena, ya como actriz de la compañía que por entonces habitaba este lugar.

No. Cualquier tiempo pasado no fue mejor. No digo eso. El pasado, a menudo, está plagado de malas hierbas. Pero un espacio teatral antiguo que se intenta liberar del pasado, a menudo pasa de mano en mano hasta caer en las adecuadas, aquellas que son capaces de observarle y de percibir, de escucharle y de acoger el eco de sus heridas, para poder dotarle así de un sentido renovado.

He asistido a varios espectáculos representados en este espacio escénico, una vez quedó huérfano y pudo ser adoptado, antes de que se le nombrase como Teatro de las Culturas y de que contase con el equipo de dirección actual (Clara Méndez-Leite, Olaia Pazos y Alberto Ammann). La otra tarde regresé a este lugar tan significativo para mí, acudí a la llamada de Up-a-tree Theatre, una compañía de la que no tenía conocimiento y que estrenaba su segundo espectáculo en Madrid. Su propuesta era alentadora, se inspiraba en las investigaciones de la antropóloga y psicóloga Clarissa Pinkola Estés, conectaba con el impulso artístico que últimamente me guía, comprometido y transformador. Y se produjo el milagro: Fue la primera vez que me olvidé de en qué lugar físico me encontraba. O quizá no, quizá se distrajo mi intelecto hasta el punto de que mi alma quedó liberada en el aquí y ahora. Quizá lo que ocurrió conmigo la otra tarde es que participé plenamente del ritual artístico que tuvo lugar allí, transcendiendo mi roll de espectadora. Permanecer expectante no es un estado que se pueda mantener eternamente. Algo transcurre en la vida interna de la persona que asiste a una representación que le retumba dentro. El pulso de mis venas, la otra tarde, era un tambor que se agregaba a la música en directo, una percusión inaudible que modificaba el ritmo de mi entorno. El despeñarse de mi risa, provocada por el buen hacer de las actrices, era un vestigio de mi infancia. Pero esta reacción mía no era un hecho aislado, mi acompañante vibraba igualmente, aunque no estuviera vinculada de un modo tan rotundo a aquel lugar.

Quedé prendida a la red, como el personaje que encarnaba Marta Cuenca, la Mujer Esqueleto, la protagonista de uno de los cuentos rescatados de la memoria de ancianas húngaras por Estés. Al tejido laborioso de las melodías compuestas por Ana Laan no se le veían las costuras. Podría asegurarse que el arco del violonchelo se deslizaba sobre nuestra sensibilidad y la predisponía para la coreografía de movimientos escénicos, cuyo cuidado concepto había sido liderado por Agnès López Ríos durante los procesos de ensayo. De las notas juguetonas del ukelele el elenco podía nutrirse, obtener más energía a la hora de saltar a la comba, participar en el juego escénico por turnos, salir indemnes de la amenaza de una soga golpeando contra el suelo. La flauta añadía notas de la profundidad de los mares, del interior de bosques ocultos; el acordeón, el quejido eterno de los menesterosos en las calles, el sentimentalismo y la nostalgia. Y por fin, las voces, poseídas por la magia de las transmisiones orales que nos atraviesan, siglos y siglos de tradición y sabiduría que venían a nuestro encuentro, tanto en lo que se refiere al canto como a la narración.

La puesta en escena, iluminada por David Alcorta con acierto, prescindía de lo accesorio. Si lo comparásemos con un lienzo en el que se pintase al óleo, era semejante su base oscura a la de los cuadros de Turner, el pintor de tormentas en paisajes marinos, tan inquietantes como atrayentes. Un cierto aspecto verdoso en el que resaltaban ciertos tonos del vestuario, como el rojo de unos zapatos, o el blanco roto de un vestido de novia de cola infinita. Intento describir de algún modo la sutil belleza de este espacio desangelado con atalaya de madera como trasfondo. Otros trazos del dibujo en vestuario y aterezzo me remitían al aspecto étnico de los abalorios africanos que jamás serán un souvenir, por ser en sí mismos transmisores del espíritu, catalizadores de la magia.

El misterio de lo salvaje en la naturaleza estaba presente en la dramaturgia hilvanada por Ximena Vera, pespunteada por la interpretación musical a cargo del elenco de actrices; bordada con maestría a través de su encarnación en multitud de personajes diferentes -más de veinte, siendo tan solo cuatro actrices-. La esencia salvaje de la mujer, era el tema en concreto, algo no pronunciado, que se escapa a lo civilizado, a lo doméstico, que conecta la muerte con la vida y la vida con la muerte, que nos devuelve las ansias de transcendencia. Una perspectiva de la humanidad distinta a la convencional, desde la creatividad de una mujer, siempre conectada a la sabiduría ancestral de sus congéneres, como punto de vista valioso y único, como influencia poderosa a tener en cuenta en lo social y en lo político.

He investigado un poco el proceso de creación -también los orígenes y la trayectoria de la directora, a la que pienso perseguir de escenario en escenario-. Por lo visto, además de reinterpretar algunos de los cuentos recopilados por Clarissa Pinkola Estés, se entrevistó a un determinado número de mujeres, de diferentes generaciones, que aportaron vivencias personales. Se grabaron sus testimonios y se tuvo en cuenta incluso la tesitura de sus voces, a la hora de crear los personajes.

Por todo ello, quizá, nos identificamos tanto con las historias contadas, porque las cuentan personas de carne y hueso, mujeres únicas y valiosas que se estremecen ante la presencia y la coexistencia de otros seres, que practican con persistencia la empatía; capaces de pasar en un suspiro del llanto a la risa, del temblor a la osadía; habitáculos de emoción pura destilada por siglos de experiencia, intelectos que se defienden contra el germen de la violencia y de la putrefacción, que resisten y evolucionan, en un renacer continuo. Magníficas actrices que juegan a ser alguien más, además de ellas mismas: como Raquel Pardos y su devoción por el baile, que se transforma en obsesión cuando se traiciona a sí misma; como Andrea Nespereira y sus brillantes, cálidas y efímeras posibilidades de salvación; o como la propia Ximena Vera que es capaz de zafarse de un depredador y de ponerse a salvo. (Este momento escénico resultó para mí el corazón de la obra, me emocionó profundamente. Ese introducirse en el vestido de novia como si se tratase de ponerse una mortaja, al mismo tiempo tan apasionante y tan escalofriante, tan preñado de esperanza y tan letal. La institución del matrimonio es el núcleo del Patriarcado, el nudo que hay que deshacer, el enganche que hay que soltar, la labor que hay que destejer). Y, por último, el dejarse salvar por el pescador de Marta Cuenca, tan sensual y tan empapado de ternura, semejante a una criatura abisal a la que le cuesta destaponar sus oídos, repletos de agua y de moluscos, enredada a la red como las algas a sus cabellos, boqueando su aliento porque extraña el medio. Esa criatura marina que busca refugio y calor pegándose a otro cuerpo vivo para pasar la noche, hambrienta de amaneceres y de abrazos.

En la actualidad, las mujeres siguen en peligro de muerte violenta a manos de los hombres, ya sea muerte psíquica o asesinato. No de cualquier hombre, de algunos, pero son muchos, demasiados, tienen que reaccionar, tienen que cambiar. Cualquier ser humano inocente está en peligro, cualquier ser de luz ardiente expuesto a las inclemencias de un mundo injusto y desnortado, una sociedad que se empeña en avanzar por el callejón sin salida de un sistema ciego y caduco, encorvado por el peso de sus crímenes. Un mundo que olvida la infancia, como si el futuro fuese un artículo de compra-venta. Un mundo ajeno al valor de los ideales, que mueren congelados. Un mundo donde priman los valores del mercado, depredador de cuerpos y conciencias, que siente pánico ante este impulso de cambio atávico que parecen liderar las mujeres.

Dice la directora que para ella el teatro es un arma de sanación colectiva. Así fue esta experiencia para mí. Que así sea.

Crónicas

MJ CORTÉS ROBLES

Imagen

© Javier Suárez Gómez

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