LAS CANCIONES
(A partir de personajes y situaciones de la obra de ANTON CHÉJOV)
Texto y dirección: PABLO MESSIEZ
Los programas de mano son significativos siempre, no solo nos arrojan luz sobre el reparto de funciones en el montaje y puesta en escena del espectáculo en cuestión, sino que sus imágenes de portada pueden darnos la clave para el análisis certero: Una joven sin ropa se lleva a la oreja una caracola marina. La acción: el escuchar del cuerpo desnudo. ¿Y qué se escucha? El sonido del mar también desnudo, desprovisto de imagen. La joven de la imagen del programa de mano tiene los ojos abiertos, pero con esa mirada que no ve lo de fuera, sino que se vuelve hacia sí misma, hacia algún lugar del alma en el que la ceguera es un don. Hay un brillo en sus ojos que no es pasional, sino identitario, el fulgor de vida que podría sentir una sirena al oír la llamada del océano. ¿Qué somos? ¿A dónde pertenecemos? ¿De dónde venimos? Dicen que escuchamos desde el vientre de nuestras madres, sumergidos en el líquido amniótico como en un mar de promesas. Dicen que el feto reacciona a las voces y a la música. Si tanto nos afecta la armonía, las sinergias de sonidos y sus distancias, si la matemática que precisa una melodía es una llave que provoca nuestra apertura, seguro que somos música, formamos parte de algo inmenso, exacto e infinito.
Llegué con el tiempo justo al Teatro Pavón Kamikaze. Mi acompañante, una mujer italiana que escribe de maravilla, me esperaba junto a la taquilla con cara de urgencia. Otra “mujer maravilla” nos atendió tras el cristal, brindándonos una sonrisa e invitándonos a que nos tranquilizásemos. Llegamos incluso antes que muchos más que nos precedieron. Ocupábamos nuestros asientos, todavía excitadas, cuando otra compañera de nuestro grupo de investigación -“La Profesión va por dentro”- se acercó a saludarnos.
Ya instalada y concentrada, desde la tercera fila observé el alzarse sobre el escenario de una pared metálica. Parecía un artefacto, ya que las distintas piezas que la conformaban estaban unidas mediante tornillos o algo similar, podíamos apreciar los nexos. Lo que estaba claro era su hermetismo, lo críptico de esa escenografía de Alejandro Andújar en un primer vistazo. Quizá el misterio no pueda ser desvelado a través de la vista. Me percaté de que había una puerta de acceso, una esperanza de horizonte. Había que esperar. Luego supe de la llave mágica y del contenido melódico de esa caja de música, profunda y hermosa en su interior, pero no exenta de peligro. La muerte merodea siempre al final de las canciones, como una nota imprecisa que no acaba de darse nunca.
Lo complejo de cualquier mecanismo interno es el engranaje. Así se nos hizo notar, a través de la dramaturgia compuesta por Pablo Messiez: un entramado de melodías lejanas que se filtraron por nuestro oído como corrientes subcorpóreas que movilizasen distintos resortes de ese lugar recóndito e invisible que alguna vez quisimos llamar “ el alma”, nuestro sagrado origen. Las personas que ocupaban la escena -no me cuadra llamarlos personajes-, seres sensibles reunidos en torno a esta actividad de la escucha y con la prohibición del canto, parecían tan hermosos e inconsolables como deseosos de aire fresco, de soplos de vida que les elevasen a las alturas aunque solo sea un momento, para después depositarlos en el mismo lugar bruscamente o de forma liviana, como la caída de una pluma cuando no hay viento. Disfrutaban y sufrían su encierro, se echaban en falta, se toleraban, se interesaban por “el nuevo”, por “el otro”, por lo ajeno, por lo llegado de fuera. No era sencillo admitir al extranjero (¿a qué me sonará esta falta de armonía?) Se alejaban del ruido para centrarse en la herida e indagar sobre su esencia, sobre su composición armónica, sobre la melodía que conlleva. Pero la vida llama siempre a la puerta, incluso irrumpe con su música ensordecedora. Es imposible aislarse a no ser que se haya muerto. Las canciones nos hablan de la vida, nos rescatan de ese concepto imposible que hemos inventado y que llamamos “tiempo”, nos devuelven al instante supremo, al aquí y ahora.
El público también entra en una caja de música, cuando llena un teatro como llenó la otra tarde El Pavón Kamikaze; también cierra la boca y escucha, aunque mire. Durante la función se nos invitó -con humor y constancia, síntomas de sabiduría- a escuchar prescindiendo de otros sentidos. Pero lo interesante “a ojos vista” de este silencio y de esta escucha fue la reacción de los cuerpos. Hubo un descanso para el público que se consumió por gran parte del mismo como un festival de baile en apoyo de los actores y actrices, imbuidos en una danza desenfrenada sobre el escenario. No sé dónde se contagió más el desenfreno, si en los pasillos del patio de butacas o entre los que permanecían sentados, pero meneándose en su asiento como lagartijas. El resto salió de la caja de música a tomar el aire, cosa que es entendible o perentoria. Los que permanecimos en la sala, no pudimos sustraernos a cerrar las bocas, se nos escapó más de un alarde de disfrute, nos faltaba entrenamiento. Tras el “descanso” se instaló entre el público una sensación de relajación y de abandono, una comunión “no dicha” que favorecía el ritual del teatro, nuestra presencia activa y nuestra escucha.
Pero, entonces, ¿cuál era “el tema”, de qué estábamos hablando? ¿De qué hablan las canciones -no las de Messiez, cualquiera-? En el título de este artículo se menciona la inspiración de Messiez en la obra de Anton Chéjov. ¿De qué habla la obra de Chéjov? Una de las cosas más interesantes de la dramaturgia de Chejov es esa suspensión del tiempo justo antes de un viaje, cuando los personajes se reúnen antes de despedirse, antes de partir y se quedan en silencio, ensimismados, escuchando. Aparece esta situación en muchas de sus obras.
La música y la danza se presuponen anteriores al lenguaje, a la palabra. Lo más probable es que la palabra se iniciase como un canto. Pero la música es silencio. ¿Dónde empieza la música? En el silencio.
Esta apuesta por el arte efímero y abierto en canal hacia su público, resulta un gozo y un impulso vital para toda aquella persona que acuda al teatro expectante de algo más que de presenciar un espectáculo, para todo ser deseoso de participar en un ritual sagrado heredado de nuestros ancestros, el Arte Teatral, la música hecha verbo.
El apellido de Pablo -el director y dramaturgo de esta propuesta lúdica y hermosa- siempre me ha parecido que tuviera algo que ver con la salvación, con la resurrección. Me baso solo en cómo suena esa palabra -tras este artículo, ¿en qué, si no, voy a basarme?-
El universo se sostiene gracias a una melodía inaudible que nos contiene y nos acuna, a los vivos y a los que descansan ya como parte orgánica bajo la tierra, en su interior por fin, estremecidos y mudos. No pongáis una lápida sobre mi tumba, plantad un árbol, quiero escuchar eternamente a los pájaros que se posen, el canto de las ramas mecidas por el viento. Recordadme en las canciones.
FICHA ARTÍSTICA Y TÉCNICA
Texto: Pablo Messiez, a partir de personajes y situaciones de las obras de Antón Chéjov
Dirección: Pablo Messiez
Intérpretes: Javier Ballesteros, Carlota Gaviño, Rebeca Hernando, José Juan Rodríguez, Íñigo Rodríguez-Claro, Joan Solé y Mikele Urroz
Dirección de producción: Jordi Buxó y Aitor Tejada
Producción ejecutiva: Pablo Ramos Escola
Producción: Víctor Hernández
Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar
Realización vestuario: Ángel Domingo
Ambientación: María Calderón
Colaboración vestuario: Mamen Duch
Iluminación: Paloma Parra
Diseño sonoro: Joan Solé
Coreografía: Lucas Condró
Ayudante de dirección y sobretítulos: Javier L. Patiño
Traducciones: Lorenzo Pappagallo
Distribución: Caterina Muñoz Luceño
Comunicación: Pablo Giraldo
Fotografía: Vanessa Rábade
Diseño gráfico: Patricia Portela
Una producción de El Pavón Teatro Kamikaze