LA TUMBA DE MARÍA ZAMBRANO
Nieves Rodríguez Rodríguez
Directora: JANA PACHECO
La propuesta es arriesgada. Una resurrección, un pacto con la muerte. La palabra ilumina el interior de una tumba, es en sí misma la herida en la piedra, se filtra entre las grietas hasta lograr abrir lo hermético. La palabra escrita en piedra, al pronunciarse, despierta el anhelo de lo humano. El mismo fuego ardiendo en el cielo que en las entrañas de la tierra. Y en medio, el temblor de las sombras, una interrogación resuelta en carne que palpita, columnas de humo que se pierden, ramas con que plasmar pensamientos, árboles sin tierra, frutos que caen, estrellas que alimentan, lecciones infinitas. La alborada, que no admite encorsetarse porque es búsqueda ardiente. El tiempo hecho pedazos y, en ese laberinto, apresada, la experiencia. El trascurrir de un sueño.
Pero las lápidas caen con fuerza, retumban, hacen temblar el mundo. Dos clichés histriónicos bailan, a modo de autómatas en un reencuentro imposible: lo bélico y lo manso, lo patriótico en sus dos versiones -vencedores y vencidos-, lo violento y su víctima, el desequilibrio del alma humana y su extremarse en consecuencia. El clamor del hambre, la literalidad de la supervivencia, maullidos o llantos de criaturas que atender se multiplican, bocas desencajadas y cucharas como herramientas inútiles y ostentosas, gestos que no sacian. Y mientras tanto, el apego a una música presa en un mecanismo. El dolor en todas sus formas. De lo sublime a lo patético. La curvatura del mundo.
María es tan solo una mujer, ya ni siquiera eso, pero intenta permanecer de algún modo entre nosotros, el mayor tiempo posible, si fuese útil a alguien. Es ahora su nombre quizá más puro que su apellido, manchado de tantas promesas, de tanto prejuicio. María sabe estar en calma, esperar, escuchar el enigma y prestarse a descifrarlo. Comprende lo vivo. Se ofrece en el intento de comunicación plena. María no teme lo imposible.
Acercarse a María, desentrañarla, invocarla a través del ritual de una puesta en escena para que se encuentre con un público ajeno a su obra o no, con interés por su pensamiento o no, admirando su figura histórica o no; plantearse este reto y llevarlo a cabo, es para mí ya un éxito rotundo. Por lo que he ido investigando, desde que Nieves Rodríguez Rodríguez pariese la obra y Jana Pacheco se planteara montarla y subirla a un escenario, ambas han luchado mucho por este proyecto, desde diferentes frentes. Ahora el CDN lo adopta, le da cobertura y lo expone al público en el Teatro Valle Inclán. Tengo entendido que, en su día, se realizó una representación en el Cementerio de Vélez Málaga. Me imagino la magia que pudo crearse, al ser real la caída de la luz en el crepúsculo, la presencia de la luna llena.
Acercarse a María Zambrano tiene mucho peligro de encantamiento, pues supone alejarse de la lógica, fijar la mirada en lo inexplicable. Por eso el lenguaje no verbal tiene tanto sentido en este montaje de Pacheco, por eso la plasticidad del montaje dice tanto o más que el propio texto. A veces, parece que el texto se perdiese entre tanta imagen que pugna por vivir, en una apuesta escénica tan sensible como barroca, en cuanto a la cantidad de información que se nos ofrece por esa vía. He aprendido que eso que llamamos “la primera impresión”, al tener mucho de inconsciente, no es tan sencillo de expresar. Prefiero dejarla macerar en mi interior y permitir que vaya surgiendo después en soledad, imágenes y sensaciones que afloran repentinas del recuerdo y van cobrando sentido. Hay muchas corrientes artísticas, también en el teatro. Algunas de ellas consiguen acceder a un público más amplio, otras no tanto. Pero en esa diversidad está la riqueza cultural. La razón poética de María Zambrano no solo es factible de traducirse a lenguaje escénico, sino que rompería multitud de esquemas si tuviera más presencia en ámbitos culturales, sociales y políticos. El “sueño creador”, el pensamiento de Zambrano es como un nenúfar, sin asidero pero con raíces. En el movimiento del agua se refleja la vida, no en su estancamiento. Leedla.
A parte de la resolución estética y del impecable trabajo actoral, en este montaje destacaría la dimensión política que acaba adquiriendo, una vez visto por entero y dejado reposar. Me hago cargo de que la lleva implícita el texto y de que Zambrano -en cierto modo, a su pesar- también la tenía. Creo que es en ese punto donde Zambrano es una mina, en su compromiso social ausente de etiquetas. No fue una filósofa encerrada en su torre de marfil, ni cegada por el resplandor al salir de la cueva. Supo de su tiempo y alzó la voz, tomó posiciones no precisamente del gusto de todos, sino coherentes y, a su entender, justas. No pretendió ejemplificar con su vida, pero sí mitigar el daño a los otros en lo posible, esclarecer su propio sufrimiento para darle utilidad, darse cuenta de que no era exclusivo. Pero rasgar el velo del misterio, solo la vida ya vivida lo consigue. Por eso María tuvo que transformarse en un híbrido entre filósofa y poeta, en palabra que engendra silencio, en silencio que engendra música. Leedla.
Si el ser queda enjaulado en su propio dolor y no es capaz de entender que todo daño humano es político porque trasciende, se va pudriendo lentamente, se descompone. La Araceli que deambulaba sobre las tablas de la Sala Francisco Nieva en el Teatro Valle Inclán, no me provocaba pena, sino extrañamiento, incluso cierta repulsa, como el hedor de lo yerto. Resultaba chocante la perspectiva en el tratamiento de estos personajes, tan cargados de tragedia y, sin embargo, no exentos de ironía. Si le otorgamos protagonismo, tanto ella como su antagonista en la obra se cubrían el rostro, poseían una verdad oculta. Con la ayuda de María, Araceli arrancó y enterró el apéndice que frenaba su impulso, supo alzar su mirada, pudo elevar su espíritu. Entonces Zambrano nos miró a los ojos y nos habló como a criaturas dignas de salvación. Leedla.
Siendo la costumbre tras asistir a una función el abandonarse a catarsis melodramáticas que no dejan huella -ese desahogarse escatológico y estéril-, tengo que advertir y advierto que es otro tipo de emociones lo que esta función despierta, que no pretende en absoluto complacernos ni se escuda en la autocomplacencia. Utiliza otras llaves y hurga en otras cerraduras. Hemos olvidado que, aunque no estemos hechos de una pieza, la hermosura nos habita. Obviamos muy a menudo el poder de nuestros vínculos, el alcance de nuestros compromisos. Ignoramos al otro como si no fuese a afectarnos el milagro de nuestra mutua coexistencia. Caminamos en contra de lo que logrará liberarnos. ¿Quién lidera esta marcha ciega? La obra invoca a una mujer valiosa que no dudó en cambiar de rumbo, que mantuvo los ojos abiertos entre la niebla. Acudid a esta cita para honrarla. Escuchad su palabra última en boca de Aurora Herrero. Dejaos hipnotizar por la Araceli de Isabel Dimas. Enternecer vuestra nostalgia de la mano de Irene Serrano. Identificaos con la paciencia y la constancia de Daniel Méndez. Que os atraviese el ruego ahogado de Óscar Allo. ¿Qué más decir?
Leedla.
Acercarse a María, desentrañarla, invocarla a través del ritual de una puesta en escena para que se encuentre con un público ajeno a su obra o no, con interés por su pensamiento o no, admirando su figura histórica o no; plantearse este reto y llevarlo a cabo, es para mí ya un éxito rotundo.
A parte de la resolución estética y del impecable trabajo actoral, en este montaje destacaría la dimensión política que acaba adquiriendo, una vez visto por entero y dejado reposar.