CRÓNICA DE Teatro Lagrada

LA SED

Coreografía y dramaturgia: Paloma Sánchez

Por Paula Lamamie de Clairac

La sed, una pieza de danza-teatro creada por Paloma Sánchez y estrenada en el Festival de Miradas al Cuerpo XII, arranca sin contemplaciones. Los bailarines actores nos meten de lleno en la materia, y lo hacen con tanto ímpetu que parece que llegásemos tarde. La materia, eso en lo que andan, es sobrevivir. Han tomado conciencia de su mortalidad, y pasan 50 minutos corriendo a ver si les da tiempo a hacer todo lo que tienen pendiente.

Una mujer mayor es la única que no corre, se queda de pie frente a un abismo que refleja la cercanía de su final. Los cuatro jóvenes sin embargo, se apresuran a crecer, enamorarse, tener sexo, parir, elegir varios caminos fallidos, en grupo y en solitario, a toda prisa. Y, en lo que es para mí uno de los momento más brillantes de la pieza, cuando se dan cuenta de que no les va a dar tiempo, de que en realidad llegan tarde desde que nacieron, se acercan al hueco infinito para injuriar al maldito creador, por darles, no solo una vida tan corta, sino también conciencia de su fecha de caducidad. Por supuesto el injuriado no hace acto de presencia, dando a entender -¡el muy descarado!- que no existe, y burlándose así, una vez más, de los impotentes, ridiculizando sus intentos por diferenciarse de los insectos o cualquier otro animal.

La sed acierta presentando a unos personajes que no disfrutan. Ni cuando besan, ni cuando abrazan, ni cuando beben pueden disfrutar, porque siempre hay un deseo por saciar, el de estar vivo por fin y para siempre, que es fallido. Esta pieza oscura viene a decirnos que no hay experiencia vital lo suficientemente grande y relevante como para colmar la sed de estar vivo. Porque estar vivo es de hecho sentir esa sed viciosa hasta que se acaba, siempre demasiado pronto o demasiado mal.

En La sed hay un atillo de recién nacido que se reconfigura como barca, símbolo por excelencia del estar a la deriva. Y es bellísimo, concebir a los recién llegados como náufragos de derechos absolutos. La vida es esto, ir y venir, perderse, correr y caerse, para nada. Y desde que matamos a los dioses con razón, nada nos da derecho a creernos mejores, ni a durar más, que una manzana.

Hay una correlación muy clara, presente en esta obra, entre tener hijos y darse cuenta de que no sabemos morir. Como me dijo una mujer hace años, y luego he experimentado en mi maternidad: los niños te colocan al nacer en un lugar nuevo, cargado de la responsabilidad de no morirse. Hace poco, ante unas pruebas médicas que me asustaban mucho, me vi escribiendo en un documento de Word las palabras tan de aspirante a filósofa “tengo que estar lista”. Con dos hijos, el miedo a desaparecer, pero sobre todo el miedo a lo que pasaría en los días posteriores a mi muerte, me confrontaba con el abismo que en La sed se dibuja como un círculo de luz en el suelo. Tiene su gracia que haya que mirar al suelo, donde crecen las patatas y los gusanos, por no poder ya ni siquiera mirar al cielo.

Y es que vivimos de espaldas a la muerte, aunque sea la única certeza igualitaria de nuestras vidas. No sabemos si nos enamoraremos o no, si tendremos hijos o no, si viviremos o no junto al mar, no sabemos nada de nuestra vida al nacer excepto que algún día terminará, y sin embargo nada nos prepara para ello. Nuestra sociedad niega de manera patológica este hecho hasta el punto de que cuando tenemos que acudir a un funeral pareciera que estamos haciendo algo malo, que nos han pillado infraganti  porque un conocido ha tenido la mala leche de morirse. No, al menos hoy, en esta cultura huérfana de credo religioso, cada vez que tenemos que ir a un cementerio feo al lado de una gran autopista sentimos algo parecido a la vergüenza. Si hubo algo de poesía en la manera en que nuestros antepasados despidieron a sus muertos, nos la hemos cargado. Y hay algo indigno en esta aversión infantilizante a mirar a la muerte de frente.

El otro gran tema de esta pieza es el agotamiento. Más allá de las connotaciones metafísicas que nuestra condición de mortales imprime en nuestra alma, estar vivo cansa mucho. Vivimos, como los bailarines de esta pieza, cabalgando con una prisa ansiosa que solo se ve puntuada por los nacimientos que detienen un poco el reloj como los acontecimientos extra-ordinarios que son. El resto es un remar contra corriente, sin descanso, que nos obliga a sentir el sinsentido de todas nuestras acciones.

Hay en La Sed también un tibio elogio a la comunidad, porque en el algún momento las fuerzas se acaban y es solo gracias a los otros que podemos seguir, pero ni siquiera este compañerismo culmina con éxito, porque ni el amor, ni la amistad, consiguen borrar la sensación de angustia por el paso del tiempo, o anular el desgaste por la cantidad de horas, días y años que remamos sabiendo, además, que no vamos a ninguna parte.

La Sed es una pieza cruda, que sin florituras, trucos o cursilerías, nos desnuda ante nuestra condición de mortales y el sinsentido de la vida. Y es bonito esto: que nos miren de frente y nos cuenten la verdad.

 

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