LA ESTÉTICA DE LAS COSAS
Neil Labute
Dirección: CHEMA COLOMA
Una sola persona no puede cambiar el sistema, pero todos podemos cuestionarnos sus valores, cuestionar el sistema. Podemos volcar la tortilla y pasar de ser puestos a prueba a diario por el sistema, a poner a prueba al sistema en sí, como acto de rebeldía. La dificultad estriba en la materia prima a utilizar para llevar a la práctica ese impulso transgresor. Resulta que el sistema es abstracto en su formulación pero, al concretarlo, tiene un corpus compuesto por seres humanos. ¿Cuál es la cuota de sacrificio aceptable en un experimento de tales características?
Desde nuestra perspectiva occidental, el mundo se nos presenta disfrazado, matizado bajo una capa de barniz en su superficie. A ese nivel todo son brillos, apenas notamos la ley de la gravedad, nos desplazamos de un extremo a otro de nuestra vida, fingiéndonos felices y satisfechos. Pero, en cada individuo, hay un esfuerzo soterrado que pretende la aprobación de los demás, la aceptación. El sentido de la vida a menudo se reduce a la sensación categórica de pertenencia a un grupo. Somos seres sociales. Esa es nuestra bendición y nuestra condena. Pero, ¿quién marca las directrices? ¿Qué líderes invisibles gobiernan nuestro modo de vida? ¿Qué categoría ética sostiene los cánones de la estética imperante?
Es un verdadero placer sentarse una tarde de un viernes o de un sábado en una butaca de la Sala Nueve Norte, en Madrid, para presenciar un trabajo artístico impecable en cuanto a dirección e interpretación. Degustar, con el ritmo y la energía que corresponde, una comedia ácida e inteligente. Su director, Chema Coloma, apuesta en esta ocasión por la adaptación y puesta en escena de un texto de Neil LaBute, acicate para mentes dormidas o combustible para inteligencias encendidas. Un texto de rabiosa actualidad, espejo de la sociedad en la que “deambulamos” (término este reiterativo en las acotaciones de la obra en cuestión)
En el cartel que anuncia la función, aparecen un punzón y un martillo de escultor delicadamente decorados con motivos de la naturaleza. Resumen alegórico muy acertado. Lucía, uno de los personajes de la obra, el que vertebra las escenas sucesivas, desvela al final de la misma la que ha sido su intención desde el inicio. Este objetivo suyo es llevado a cabo de un modo sórdido y cruel, sin medir las posibles consecuencias. Busca una certeza. Sin embargo, la verdad es siempre ese susurro que pronunciamos para olvidarlo al instante. El misterio de estar vivos es inaprensible. Por lo tanto, somos misterio hecho carne, o carne de misterio. Curioso que el nombre de este personaje guía lleve inserto el concepto ‘lucir’, pero en tiempo pasado: Lucía.
En las relaciones interpersonales utilizamos al otro de espejo. Unos más que otros. Cesar, por ejemplo, el personaje de la obra que se nos presenta desprovisto de aristas, junto con Laura. La inseguridad es una consecuencia enfermiza del abandono de uno mismo. Es incongruente preservar la inocencia, pues se trata de vivir, y la vida es cambio, cada instante es distinto. Sin embargo, podemos procurar defender nuestra identidad de lo que nos resulta ajeno. Deberíamos construir una base sólida desde donde navegar, pese a que “Alicia de las Maravillas” se dispusiese a llorar torrencialmente, a arrastrarnos con su histeria un buen trecho del camino. Siempre podremos virar para retomar la dirección adecuada, orientarnos hacia un horizonte elegido libremente. La voluntad es algo intrínseco y, al mismo tiempo, externamente manipulable. Conviene un cierto grado de alerta, cuestionarse de vez en cuando qué nos mueve. Entre los peligros que acechan en esta sociedad donde impera la fuerza, se encuentran precisamente el de ser barridos por algún tsunami ideológico, o el de ser reducidos a objeto de deseo en manos de un monstruo. Lo más tremendo no es que algo de esto pudiera sucedernos, o incluso que nos esté ocurriendo, sino que seamos consentidores de ello, que nos entreguemos voluntariamente a causas carentes de sentido solo por la emoción que nos provocan o por una espantosa necesidad bidireccional de pertenencia, que no utilicemos hasta las últimas reservas de energía para defendernos de aquello que nos perjudica gratuitamente. Con tal de no hacernos cargo de nuestra condición de seres únicos e indivisibles, somos capaces de arrojarnos en brazos de cualquiera o incapaces de dejar fluir a aquel con el que durante un tiempo hemos compartido intimidades, ideas o experiencias. De esto a un sentido de posesión exacerbado y al maltrato de cualquier índole, hay una delgada línea. Silenciamos lo que en otros tiempos no tan lejanos llamaríamos conciencia, concepto actualmente en desuso, desvirtuado por acepciones peyorativas de contenido religioso. Pero ¿de qué sustancia estamos hechos?
Deambulamos, desnortados. Las palabras talismán han perdido su inmanencia. ¿Quién sabe ya lo que es ‘amor’, lo que es ‘alma’? ¿Quién comprende el paso específico de estos conceptos? Confundimos el centro de equilibrio y lo solemos fijar entre las piernas. Buscamos santificar lo sexual, ponernos en trance y saciar así nuestro vacío. Añoramos imposibles. Solo para lo inmediato a nuestros ojos ahuecamos las manos. Para conseguir lo espiritual beneficioso, estamos ciegos. Nos emparejamos siguiendo impulsos básicos y efímeros, estériles como abono de relaciones sólidas. Lo morboso nos conduce a callejones sin salida, a techos de acero. Es de agradecer, por cierto, el delicado tratamiento de este aspecto durante la función, tanto por parte del director como de los actores implicados. La belleza de alguna escena de cama emanaba tintes cinematográficos: El sufrido deleite de ‘una gata sobre un tejado de zinc caliente’.
¿Qué alimenta el espíritu? El autor pone en cuestión nuestra obsesión por la estética. Lo importante en nuestra sociedad es la apariencia. El espectáculo virtual sin tregua, repleto de sonrisas forzadas, de máscaras huecas. Lo primordial es seguir en el candelero, colgar el selfie diario que atestigua lo óptimo de nuestro pasar por la vida, compartir esa falacia con multitudes prácticamente anónimas. Y aquel que suele atreverse a absurdas hazañas que expone con fruición en redes sociales, se miente a sí mismo más que ninguno, busca una eternidad ficticia, vive aterrado por el final que a todos se nos garantiza por adelantado. El miedo nos mantiene rígidos y va creciendo hasta engullirnos, como una sombra espantosa que se inició pegada a nuestros talones. ¿Cómo sacudirnos de encima el pavor que nos atenaza y permanecer solo en lo esencial?
“La experiencia es un plus”. No sé quién dijo esto… Alguien posiblemente sin experiencia que copió la cita de alguna web… No hay parapeto que nos salve de experimentar por nosotros mismos. Ningún artefacto o paraíso virtual puede sustituir a la confrontación directa con el mundo. Tampoco el arte. Las prolijas lecturas de Cesar no constituyen para él un refugio infranqueable. También su nombre contiene cierta ironía. Pero ¿en qué mundo vivimos?- se preguntaría mi abuela con las manos sobre la cabeza- ¿No es lo virtual un desdoblarse del mundo para dar cabida a nuestros sueños? ¿Podríamos considerar, entonces, lo experimentado a su través como parte integrante de nuestra verdadera vida? Ahí está la clave. Cuanto más evolucionamos, más cabida tiene la mentira, la capacidad de engaño, más necesidad tenemos de una brújula potente que nos señale un destino. Solo cabe aumentar la necesidad de hacerse preguntas. Únicamente el continuar siendo capaces de pensar por nosotros mismos, de razonar, de argumentar, de tomar decisiones propias, podrá redimirnos de lo vacuo de la existencia. Para “vivir en los pronombres”, que dijo el poeta
LaBute no deja títere sin cabeza en esta obra, pone en entredicho tanto la utilidad del arte como la naturaleza del artista. Para que Lucía pueda lucir este apelativo como escudo ante las críticas, es suficiente con que podamos definirla como un persona supuestamente creativa, entregada a su labor y lo suficientemente narcisista como para creer que el mundo acaba donde acaba su obra. El arte, este proceso simbólico que se dirige a la sensación del que lo recibe, ¿debería tener además un super-objetivo ético? Buscar la verdad y cambiar el mundo. ¿Pero a costa de quién? ¿Qué límites serían imprescindibles y quién debe precisarlos? ¿No habría que cuestionarse las obsoletas normativas que pretenden encorsetar la evolución humana en todos los ámbitos sociales, incluido el artístico? Y, al mismo tiempo, ¿no sería lógico y sano echar la vista atrás para no desaprender lo supuestamente aprendido? Porque, si todo es subjetivo, ¿qué es arte? ¿Quién o qué decide sobre lo verídico? ¿Los poderes fácticos? ¿El mercado, que pone el precio y trasforma el valor de las cosas? El arte no debe ser únicamente objeto especulativo. La mayoría permanecemos aturdidos, dejándonos llevar por las corrientes. Pero tenemos la voluntad para buscar propiciar los cambios que consideremos oportunos, siempre y cuando seamos capaces de aumentar la fortaleza individual dirimiendo y aunando criterios. Ya está manido el eslogan, se utiliza hasta en publicidad: ”Un solo hombre puede cambiar el mundo”. El propio artista, por ejemplo, se beneficiaría si fuera además un emprendedor que supiera hacerse cargo del aspecto negociable de su producción artística. Pero, no nos estamos refiriendo aquí solamente al minúsculo entorno de un individuo, que también, por ahí se empieza, educando a los niños para la independencia. El mundo es inmenso, cada vez más amplio para conciencias despiertas. No olvidemos esto. Lo que ocurre en otros continentes, por ejemplo, nos concierne, directamente nos afecta, es también responsabilidad nuestra.
Habría que armar intelectualmente a nuestros niños y jóvenes para el devenir tan complejo que les espera. No podemos permitir que ignoren qué es lo que propicia que las cosas sucedan. Hay que prever ciertos acontecimientos para que sea posible impedirlos. Vamos justo en dirección contraria, aquí, en España, eliminando la filosofía y las disciplinas artísticas de los planes de estudio. Habría que educar la sensibilidad hacia el fondo de las cosas, hacia el acontecer de la vida, ya desde la escuela. En los tiempos que vivimos, no emerge tan obviamente lo que acontece. Estamos instalados en una frenética tendencia a lo novedoso que pretende tapar la perpleja conclusión capitalista de que todo venga a ser lo mismo.
El artista también está sometido al marco estructural, no hay duda, aunque su sensibilidad marque la obra que finalmente realice. Desde luego, los espectadores de La Estética de las Cosas no pueden esgrimir la queja de que LaBute no cuente algo de interés. El texto, junto con el talento de los actores que lo encarnan y de su director, hizo llegar a los espectadores la otra tarde un exhaustivo análisis de situación del tiempo en el que vivimos, un reflejo de lo turbio de nuestro tiempo. Y esto arrancándonos la risa, lo cual resultó no solo grato, sino intelectualmente muy efectivo. Quizá sea la risa una herramienta indispensable para la cerrazón y el abandono de mentes en prolongado barbecho. Lo cierto es que esa tarde en que tuve la fortuna de estar entre los espectadores, se pudo apreciar una mayoría de jóvenes entre las butacas. Solo este hecho ya es interesante a muchos niveles, teniendo en cuenta que se trata de teatro de texto, con una dimensión político-social innegable.
Mientras este artículo espera ver la luz, Sala Nueve Norte ha prorrogado la obra en sucesivas ocasiones, vendiendo la totalidad de las entradas. Desde aquí animo a los programadores de otras salas de teatro a que se rifen la posibilidad de tenerla en cartel.