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Oscar de la Fuente imagen © Ros Ribas

El público

El público

García Lorca

Dirección: ALEX RIGOLA

La Abadía. Campanas mudas. Portón negro. Lugar sagrado. Teatro.

– “El público”.

– “Que entre”.

En la entrada se vela al poeta. No su cuerpo, su espíritu, sus palabras, su imagen. Apenas el hilo de voz de la curiosidad, el reconocimiento alumbrando al difunto como una antorcha. Reverencia.

Abandonamos la cripta para ascender, seducidos, hacia una música. De la capilla ardiente a la mente de Lorca, a su entraña sensible. Nos acomoda la presencia sin rostro del misterio, con sus manos ocultas. Recibe mi fascinación y se hace carne, girado hacia mis ojos. Una caricia de seda. Me estremezco. Trajes azules deambulando entre los recién llegados, multiplicándose al ritmo de la niebla.

Melodía cubana en directo. Ocupo mi lugar. Asombro. La totalidad del espacio abrazada por girones de luna, por la verticalidad ondulante de su reflejo plateado. El escenario se ha deshecho, es un cúmulo de arena oscura. Un hombre se pasea por su ladera, observándonos. Algún otro se le suma, o es el mismo que se crece y se desdobla.

Inesperadamente, una sencilla tela blanca cubre el horizonte a la altura de mis ojos, podría tocarla si alargo el brazo. Se proyectan sobre ella fragmentos de la vida del poeta. La Barraca. Mi emoción se desborda.

La melodía cambia. Nostalgia. El poeta está en la arena.

– “El público”.

– “Que entre”.

¿Qué es teatro? ¿Qué es vida? ¿Qué es sueño? ¿En qué nivel de nuestra conciencia gesticulan Los Caballos? ¿Cómo obviar el enrojecimiento del sexo entre sus muslos, cómo no apetecer el tacto aceitoso de sus vientres y sus lomos? ¿Qué secreto se desvela en las salpicaduras rojas del conejo descabezado? ¿Se derramó la sangre para untarla minuciosamente sobre El Desnudo? ¿Qué sentido tiene ese mismo color en el vestido de Helena, su estela carmesí sobre la arena, surco sinuoso que se absorbe? ¿Qué espera el espectro de Ofelia arrastrando hasta nosotros su dolor hermético? ¿De dónde brota lo oculto, quién lo conduce? ¿Cómo es posible el deslumbrar del foso bajo la arena? ¿Y si todo fuese un juego peligroso de resurrecciones? ¿Y si nos invadiese sin remedio el enjambre de lo múltiple?
¿A qué vamos al teatro? ¿A buscar respuestas? ¿A hacernos preguntas? ¿A recrear la vida en todas sus consecuencias? ¿A rebuscar placer en el envés de su reflejo? ¿A desencajarnos en torrente de carcajadas huecas? ¿A bebernos la belleza, elixir que nos libere? ¿Por qué pasar el rato de esta forma que exige siempre algo más que lo contemplativo? ¿Qué necesidad tenemos de lo dionisiaco y lo telúrico?

¿De qué estamos hechos? ¿Qué fuerzas ignotas remueve la carne en su pureza? El alegrísimo deseo. La libertad contradictoria de pertenecer a la Naturaleza. El erotismo exacerbado, acción no fecunda, prolífera como un hongo. La necesidad en sus márgenes. Equívoco sexual, ambrosía en que deleitarse. El sacrilegio de la muerte en vida, o la muerte viva, o la viva muerte.

¿Y si todo fuese un juego peligroso de resurrecciones? ¿Y si nos invadiese sin remedio el enjambre de lo múltiple?

Algo del vértigo a lo ilimitado se infiltró a través de nuestros sentidos todos, de nuestro razonar puesto a la sombra, la otra tarde en la sala Juan de la Cruz del Teatro de La Abadía. Fuimos ingenuos como serpientes sin paraíso ninguno. Pudimos pronunciar en alto aquello de “me ha encantado, pero no he entendido nada”. ‘Encantado’, un término muy preciso y acertado en este caso, teniendo en cuenta lo a traición que sobrecoge el montaje de Álex Rigola, tan surrealista como el texto del genio, del Lorca que recrea. -Me doy cuenta de la insistencia en lo reiterativo de mi crónica, pero hay mucho de enjambre incontenible, ya lo he dicho.- Creo firmemente que lo entendimos todo, cada uno a su forma, una cosa es la explicación y otra la certeza de la experiencia. “El público se ha de dormir en la palabra”

El impecable trabajo de los intérpretes en su conjunto, nos sometió a una suerte de viaje alucinatorio del que fue imposible apearse. Todo lo cuestionable se dio allí cita, culminando en la danza iluminada de un simple. El averiguar o intuir que todo es posible en vida, incluso en uno mismo, no tiene vuelta atrás. Traspasada esa frontera, se tiende a dejar caer las máscaras, una a una y sin descanso, en consecución finita, hasta llegar a lo vacuo de la existencia. Fijar la mirada en el otro más allá de su carne, en su vacío, tan semejante y tan extraño como lo nuestro en el espejo. El amor sería el residuo, los rescoldos de la hoguera, un hurgar en las cenizas para reavivarla. Quizá un andamio intelectual que apenas se sostiene, o una dependencia atroz que nos enclaustra, o una franca relación con la ternura. Podríamos amar entonces a un perro, a un caballo, a un cocodrilo, hacerles el amor a las hormigas y a las plantas, pese al dolor que conlleve. Somos capaces de todo. Y en todo somos capaces. Solo hay una regla ineludible: El tiempo precipitándose inexorablemente y el advenimiento de lo innombrable.

imagen © Ros Ribas
Creo firmemente que lo entendimos todo, cada uno a su forma, una cosa es la explicación y otra la certeza de la experiencia. “El público se ha de dormir en la palabra”
El impecable trabajo de los intérpretes en su conjunto, nos sometió a una suerte de viaje alucinatorio del que fue imposible apearse.
El impecable trabajo de los intérpretes en su conjunto, nos sometió a una suerte de viaje alucinatorio del que fue imposible apearse.
Nao Albet e Irene Escolar
Nao Albet e Irene Escolar
Oscar de la Fuente imagen © Ros Ribas
imagen © Ros Ribas | Oscar de la Fuente

El impecable trabajo de los intérpretes en su conjunto, nos sometió a una suerte de viaje alucinatorio del que fue imposible apearse.

el publico Teatro de la Abadía
Esther Isla

TARTUFO, EL IMPOSTOR

TARTUFO, EL IMPOSTOR

Molière

Dirección: JOSE GÓMEZ-FRIHA

Versión: PEDRO VILLORA

Insisto en que es una pena que haya desaparecido el color azul de la fachada del Teatro Infanta Isabel en Madrid. Siempre sería posible recuperarlo. Los valores de lo clásico se pueden rescatar con facilidad, pues su característica principal es la de la permanencia en el tiempo. Sin embargo, hay que tirar de sensibilidad para no mermar el valor de las obras clásicas con las reformas, incluyendo a las obras dramáticas.

No todo vale para hacer espectáculo. Es posible poner en comunicación directa con los espectadores de ahora a los grandes dramaturgos de siglos pasados. La compañía Venezia Teatro lo sabe. La cuestión es cómo rescatar sus tesoros de las profundidades, de qué manera restituir su esplendor. Hay que descifrar y traducir sus obras a lo ahora entendible. Esto requiere de delicadeza, sensatez, talento… Ardua labor, sin duda. Fui testigo en su día del buen resultado conseguido con Desvaríos del veraneo de Goldoni. No en vano, tanto Desvaríos como Tartufo… estuvieron nominadas en diferentes categorías para los XX Premios Max de las Artes Escénicas.

Tanto la versión como la dirección de este Tartufo están al servicio de la temática que se ha elegido destacar. Uno de los que tan solo se sugiere es precisamente el plagio, la dificultad de defensa de la propiedad intelectual. Pero hay temas que se destacan con mayor contundencia. Se rescata lo que está en vigor, se alimentan reivindicaciones sociales pertinentes en el presente del espectador. Para ello, se adjudica texto de personajes eliminados a otros que sí permanecen en la versión, ampliando su sentido. En cuanto a la trama principal, en el texto original queda resuelta a través del recurso del administrador de justicia omnipotente. En esta versión de Villora, sin embargo, el final es otro, que no voy a desvelar. Solo diré que se prescinde de amparo. Estamos solos en el mundo y hay que buscarse la vida.
El Tartufo se ha convertido en un arquetipo cultural y, como tal, guarda en su entraña una verdad imperecedera: nuestra tendencia a la hipocresía, nuestra costumbre de manipular con tal de lograr conseguir nuestros fines, incluso nuestra capacidad de autoengaño. En la obra, hasta los personajes jóvenes son capaces de fingimiento para corroborar la lealtad de la persona amada. Son prácticas aprendidas de sus mayores, aún ingenuas y esperanzadas, eso sí. Es inherente al ser humano, nadie se salva, el que no ejerce de Tartufo es porque se conoce y se controla. Bajo la dirección de Gómez-Friha, el mito se escora hacia una estética ambigua no exenta de lo oscuro. Me hubiera esperado quedar seducida por el personaje. Ni eso ni todo lo contrario: Tartufo despierta el interés del público porque resulta una incógnita que intentamos resolver. Alejandro Albarracín, que interpreta al ‘Impostor’, tiene una apariencia imponente, con o sin sus largos ropajes. En un principio, la dimensión que alcanza es la de un manipulador sagaz y un déspota llorón, si exceptuamos el erotismo palpitando bajo el disfraz. La seducción que ejerce su apabullante apariencia nunca se lleva a cabo a través del desnudo, pero es la crudeza de la carne lo que se ansía. Se nos revela como un gusano que se transforma en mariposa. Y cuando ya le vemos por fin tal cual es, está situado donde pretendía, por encima de nuestras voluntades, iluminado por ideas ajenas, absorbiéndolas como si fueran propias, muy lejos de nuestro alcance.
Lo más inquietante de este Tartufo es la ausencia en él de lo monstruoso. Nos resulta reconocible, lo percibimos como un tipo no tan distinto a cualquiera de nosotros, que lucha por sobrevivir con lo que tiene a mano, aprovechándose de debilidades ajenas y de circunstancias favorables, que no impone nada hasta que no entiende que puede hacerlo, que no deja ver su juego hasta ganar la partida. Todos los personajes se debaten en lucha feroz por la supervivencia. Todos están se juegan algo imprescindible para el sentido de sus vidas, aunque no todos sean conscientes de ello. Cada cual se defiende a su manera, incluso Orgón, desencantado de su propia forma de vida, preso en su propia casa, que intenta desesperadamente reinventarse, aunque sea a través de una ilusión. Este pobre loco no busca ayuda, se entrega a su locura. Es muy significativo el hecho de que el mismo actor –Vicente León– que interpreta a Orgón también encarne a Elmira, su madre. Podrían ser la misma persona, las dos mitades de un ser ya trastornado, con un enorme complejo de Edipo. En cuanto a lo oscuro, hay más de un impulso reprimido que genera comportamientos incongruentes. La escena de la trampa que tienden a Tartufo Orgón y su esposa, es definitivamente patética. Más que desenmascarar a Tartufo, acaba destruyendo el vínculo entre los esposos, si es que existía. Se hace partícipe al público de un juego morboso en el que la mujer, exenta de dignidad, se expone como cebo, como objeto de consumo, como catalizador de las fantasías perversas -por reprimidas- de su marido.

La temática del abuso y de la violencia sexual se tratan con valentía, pero con una sutileza dramática tal, que es imposible que el público no quede hipnotizado por las dos actrices que lo encarnan: Nüll García y Lola Baldrich. Estos instantes dramáticos se perciben como lo haríamos con la intuición de una música triste que nunca llega a oírse, un tempo lento que se contrapone al ritmo frenético de lo cómico, en un intento de captar lo que hay detrás de las palabras, lo que hay debajo de los hechos. Aunque el código expresivo establecido trivializa lo cotidiano, paralelamente, estiliza lo extraordinario.

El personaje más desinhibido, la mujer más libre, curiosamente, es Dorina, interpretada de forma brillante por Esther Isla. Una criada, es también ‘alter ego’ de Tartufo. Con ella no se atreve a lidiar, pues es sabia en experiencia, prácticamente una visionaria. Ni siquiera se permite mirarla, se esconde de sus ojos.

El buen hacer de Esther Isla eleva la altura de lo cómico en este montaje. Pero el elenco entero se esfuerza con acierto, y la labor de dirección no solo es inteligente, sino efectiva. Se produce un gran despliegue de recursos interpretativos que no permiten que el ritmo decaiga hasta las últimas escenas, en donde se ralentiza hasta lo inmóvil. Mientras tanto, se prescinde de la cuarta pared y se potencian los apartes, estableciendo un diálogo recurrente con el público. La invasión en diversas escenas del patio de butacas crea cierto conflicto al ‘respetable’, con respecto a dónde poner el foco de atención, si en lo que ocurre sobre el escenario o a su espalda, quedando totalmente inmersos en el transcurrir de la acción, pero enfrentados a lo más relevante, a las estremecedoras consecuencias del abuso de poder, a las miradas perdidas y los brazos caídos de los desahuciados. “¿Qué hay peor en el mundo que invitar a la gente a abandonar su propia casa?”. Quizás ser expulsados de sus propios países, que les roben hasta el alma.

Esta es la forma que tienen de resucitar los dramaturgos de antaño. Larga vida a ellos y a Venezia Teatro.

imagenes © Emilio Tenorio
Esther Isla

Elenco

  • Alejandro Albarracín
  • Lola Baldrich
  • Vicente León
  • Nüll García
  • Ignacio Jiménez
  • Esther Isla

Estos instantes dramáticos se perciben como lo haríamos con la intuición de una música triste que nunca llega a oírse, un tempo lento que se contrapone al ritmo frenético de lo cómico, en un intento de captar lo que hay detrás de las palabras, lo que hay debajo de los hechos. Aunque el código expresivo establecido trivializa lo cotidiano, paralelamente, estiliza lo extraordinario.

tartufo

El buen hacer de Esther Isla eleva la altura de lo cómico en este montaje. Pero el elenco entero se esfuerza con acierto, y la labor de dirección no solo es inteligente, sino efectiva. Se produce un gran despliegue de recursos interpretativos que no permiten que el ritmo decaiga hasta las últimas escenas, en donde se ralentiza hasta lo inmóvil.

Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte

Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte

Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte

Valle Inclán

Dirección: Irina Kouberskaya

El pasado 24 de marzo en el Teatro Fernando de Rojas del Círculo de Bellas Artes de Madrid tuve el placer de asistir al espectáculo dirigido por Irina Kouberskaya sobre Retablo de la Avaricia, la Lujuria y la Muerte. Este acontecimiento había sido incorporado a la celebración del Incentenario de Valle-Inclán, junto con otras actividades relacionadas con el autor al que se rendía homenaje, como proyecciones de cine y debates.

El estreno del montaje, sin embargo, fue anterior, en 2006 en Teatro Tribueñe, con gran éxito de crítica y público. Según tengo entendido, entre el 17 y 18 de septiembre del año en curso, se volverá a representar, Teatro Tribueñe abrirá con este espectáculo su temporada teatral 2017-2018.

Yo había presenciado con anterioridad la representación en Tribueñe de tan solo una de las obras que componen el Retablo: La Rosa de Papel. Pretendía escribir mi crónica sobre esta función de forma inmediata, pero se me emplazó a una fecha posterior en la que podría disfrutar de la totalidad de las cinco obras que reunió Valle bajo este título. Como he comentado al principio, seguí el consejo, de lo cual me congratulo.

La tarde del veinticuatro, tras subir las monumentales escaleras del edificio del Círculo y traspasar la puerta de entrada al vestíbulo, desde una balconada altísima me sobrevino el recibimiento musical de la Agrupación Artística Rosalía de Castro. Llegué temprano, aún no se podía acceder a la sala, lo que me permitió esperar escuchando y observando. La visión de la agrupación musical desde abajo, tan impecablemente ordenada, desprendía algo de sacramental y de sacrílego.

Fue curioso que ni durante los descansos, en los que teníamos ya al alcance de la mano a músicos y danzarines, en ningún momento el público asistente dejó de mantener una cierta distancia con el grupo folclórico, permaneciendo apartado, sin mezclarse, generándose entre unos y otros un cierto espacio neutro que parecía mantener al público a salvo. ¿A salvo de qué? -me pregunto- Quizá de la locura de Dionisio, de las meigas, de los embrujos de la música. No fuera a ser que se nos fuesen los pies y el cuerpo entero, hasta la cabeza, con tanta música, tanto vino de la tierra y tanta empanada con que se nos agasajó. Alrededor de la mesa de las viandas, sin embargo, se arremolinaba un constante ir y venir de comensales ansiosos, a los que la educación impedía dar rienda suelta a su gula instintiva, adivinada en los gestos, en los modos de conducirse abriéndose paso entre la aglomeración, refrenando la prisa por agenciarse el último bocado, el último trago gratis. No se me ocurre marco más idóneo para ver un Valle-Inclán. Parecíamos personajes sacados de su imaginario.

También dentro de la sala pareció enredar un duende. Cuando el ser humano se reúne en manadas, pasan estas cosas y otras peores. Hubo errores en la asignación de los asientos -varios, bastantes diría yo-, incomodidad y desorientación entre los afectados, picardías y alianzas entre desconocidos para conservar un mejor lugar, reivindicaciones con el mismo objetivo -lo confieso- Todo ello con cierta mesura y disimulo, eso sí -otra vez la educación encorsetando a los seres-. Las acomodadoras se mantuvieron firmes contra el despropósito de un envite revolucionario No llegó la sangre al río. Presumo que el espíritu de Valle Inclán pudiera ser esa tarde una presencia más y hacer de las suyas, invisible y desencajado de risa tras sus barbas blancas. En este caldo de cultivo se desarrolló la representación. Así que, cuando Jesús Chozas y Antorrín Heredia se arrancaron por cante jondo, prendiendo de sus voces el texto de Sacrilegio, el público permaneció impertérrito. Cualquier cosa podía suceder, máxime cuando muchos de los allí congregados eran fervientes admiradores de Valle y/o de Irina -me incluyo-. De nuevo se apostaba por la herramienta de la música para la comunicación, pese a que en las acotaciones de esta obra en concreto el autor no la considerase. Se inició así el espectáculo, con este breve esbozo de uno de los Autos del Retablo, optando por la foto fija de los bandoleros como fondo de escena. Estos primeros trazos me trajeron reminiscencias de Goya, de Los Fusilamientos del Dos de Mayo, de los Disparates. Primaba el contraste entre la confesión esperpéntica del Sordo y la espera de su muerte anunciada, latente en la quietud y la seriedad sombría de las familias de bandoleros, testigos mudos, fríos. El público fue el catalizador, el alquimista de la risa, como si se tratase de un eco de lo ya vivido por los que se mantenían en escena silenciosos.

Se iniciaba, por tanto, el conjunto de representaciones desordenando la composición del Retablo, ya que este Auto suele ser el colofón, así lo ordenó Valle. La directora también decidió dejar la pieza central para el final, de modo que la Tragedia de El Embrujado cerrase el espectáculo. No puedo valorar si fue un acierto, puesto que tuve que marcharme justo antes de su representación, se me hizo tarde. Al espectáculo completo se le suponía una duración aproximada de ocho horas, y no sé si estaban incluidos los descansos.

No obstante, disfruté de los autos y de los melodramas que sí pude ver y escuchar, degustar, porque a Valle-Inclán se le disfruta con los cinco sentidos. Irina Kouberskaya tiene un gran talento para lo simbólico, se mueve como pez en el agua entre la semántica de los recursos escénicos, signos creados con el apoyo de un elenco capaz de asumirlos. La directora subraya sobre el lienzo en blanco de la recreación artística las claves en los diálogos, con trazos gruesos, expresionistas. Resuelta en luces y sombras, contrastes cromáticos, presencias y ausencias, silencios y sonidos, brota a la superficie de lo representado la sinestesia absoluta de las acotaciones del autor, de una belleza terrible, insultante, jocosa, ingredientes apropiados todos como maridaje del esperpento. Como la gran directora de actores que es, trabaja con ellos con rigor, sin concesiones. Su sensibilidad, acorazada de inteligencia, es capaz de tomar las medidas idóneas durante los ensayos para alcanzar la perspectiva que deshumanice en el punto justo a los personajes. Nos los presenta sobre el escenario del mismo modo que los ideó Valle al escribir sus obras, como títeres sin voluntad movidos por las pasiones, ignorantes y depravados, seres atrapados en un mundo cerrado, abocados sin remedio a un final violento. No hay amor, no hay esperanza. Y, pese a todo, el público está hipnotizado, escucha, observa, reacciona, disfruta. No se emociona, no es necesario. Pero lo sucedido en escena remueve y refresca un recuerdo de lo propio como especie, de lo humano. El bochorno se propaga entre el patio de butacas, como si se extendiese el incendiarse de La Rosa de Papel entre las manos de la muerta. La plasticidad de la puesta en escena resulta exuberante, una delicia. En contraste, el contenido del mensaje, de dimensión social, golpea el intelecto y lo despierta. Se produce de este modo entre el público una catarsis intelectual, más importante si cabe que la emocional, tan manida. Las obras geniales, los artistas singulares, los temas eternos provocan esto.

La sociedad no puede desentenderse de nada humano, máxime si se entiende que toda consecuencia social es responsabilidad del conjunto, nunca de una parte ni de un individuo. La causalidad de lo indigno tiene raíces sociales siempre, todos lo intuimos, aunque estribe dificultad desenterrarlas en algunos casos. A Valle Inclán se le da bien, e Irina Kouberskaya le capta, le entiende. Arrastramos lacras como la superstición, enquistada frecuentemente en ritos, sean paganos o religiosos. Hay una contradicción en esto, ya que el ser humano tiene una dimensión trascendente imposible de obviar. Pero la ignorancia y la degradación de las costumbres, la degeneración moral, las poses políticas vacías de compromiso, justifican el esquematismo y la caricatura, presentes en estas obras. Se nos puede reducir a estas migajas del ser, puesto que la realidad se mira en ese espejo distorsionado.

A lo largo de las cuatro obras que sí pude presenciar, la trama es diversa y está plagada de anécdotas particulares, de acción. Sin embargo, lo interesante es cuando el acontecimiento se extrema, llegando, por ejemplo, a la necrofilia. El tiempo queda en suspenso, no podemos escapar ni desviar la mirada, no queremos, por otra parte. Permanecemos conmocionados y en suspense, nos reconocemos sujetos propicios de perversiones. El dramatismo que impregna el Retablo nos es común, tiene niveles más profundos que los hechos o la psicología de los personajes. Los conflictos están planteados en el ámbito de la supervivencia y mueven a los personajes hasta el límite de su naturaleza, nuestra naturaleza.

Por otra parte, no creo que se haya superado el estado de cosas de la sociedad que retrata Valle, sobre todo si damos pábulo al empeño actual en la globalización y a los fracasos que acarrea. Si por esta parte del mundo hubiéramos evolucionado lo suficiente -que en muchos aspectos lo dudo- en otras latitudes no se avanza, se involuciona. Los intereses creados impiden el rescate de los desheredados, somos conscientes de ello y consentimos, les negamos la ayuda, aquí sí miramos para otro lado. Luego vamos al teatro, comemos empanada y bebemos vino. Nos acurrucamos entre las sábanas, calentitos y secos, ignorando el quejido estremecedor de los ahogados. Quítale todo a un hombre y le convertirás en puro instinto, en una marioneta, un bulto, una silueta, una sombra… Tras la compasión que a través del Arte se nos despierta y hace que se tambaleen construcciones tan sólidas como nuestra ética, sería preciso asumir de inmediato la responsabilidad correspondiente. Tras participar de la denuncia hay que actuar, desembarazarse a base de esfuerzo de la lujuria y la avaricia; remar en contra de la muerte, de la ajena y de la propia. En ningún caso es lícito hacer pactos de sangre, ligazones que utilizar como defensa de nuestra libertad y nuestra autonomía. Si no queremos que nos ladren los perros, no huyamos como liebres asustadas en dirección a nuestras madrigueras. Tampoco permanezcamos estáticos en los placeres, acariciando pieles de gato. Ni el cielo ni el infierno tienen nada de humano.

Y, pese a todo, ¡qué estremecedora belleza, reflejo del mundo! Gracias, Artistas.

Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte
Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte

Irina Kouberskaya tiene un gran talento para lo simbólico, se mueve como pez en el agua entre la semántica de los recursos escénicos, signos creados con el apoyo de un elenco capaz de asumirlos. La directora subraya sobre el lienzo en blanco de la recreación artística las claves en los diálogos, con trazos gruesos, expresionistas. Resuelta en luces y sombras, contrastes cromáticos, presencias y ausencias, silencios y sonidos, brota a la superficie de lo representado la sinestesia absoluta de las acotaciones del autor, de una belleza terrible, insultante, jocosa, ingredientes apropiados todos como maridaje del esperpento.

La plasticidad de la puesta en escena resulta exuberante, una delicia. En contraste, el contenido del mensaje, de dimensión social, golpea el intelecto y lo despierta. Se produce de este modo entre el público una catarsis intelectual, más importante si cabe que la emocional, tan manida. Las obras geniales, los artistas singulares, los temas eternos provocan esto.

LA CELESTINA

LA CELESTINA

Fernando de Rojas

Director: JOSE LUIS GÓMEZ

«Todo texto contiene, de un modo más o menos explícito, una representación de la realidad en términos espaciales” -nos recordaba el dramaturgo Sanchis Sinisterra en el taller sobre La Celestina que promovía la Compañía Nacional de Teatro Clásico en Nuevo Teatro Fronterizo– “Y no solamente en su aspecto estético, sino temático e ideológico, como un sistema de valores y significados de la cultura a la que pertenece el autor”.

La otra tarde en el Teatro de la Comedia de Madrid presencié un ejemplo de puesta en escena que cumplía las prerrogativas de este “concepto de semiesfera”. Para la representación de esta obra universal de La Celestina, se había ideado una arquitectura del espacio escénico que muy bien podría responder a una percepción del mundo válida tanto para la época de Fernando de Rojas como para la actual. La ciudad, en altura. Los hogares a ras de suelo, o incluso en el subsuelo. Lo externo y común, contra lo íntimo e individual. La sociedad sobre nuestras cabezas, lugar que solo se alcanza ascendiendo, precipicio al que asomarse, por el que despeñarse y descabezarse. Las normas sociales contra las necesidades personales, lo establecido contra lo instintivo. Y en el centro, el vacío. Ni tan siquiera nuestro afán de supervivencia es capaz de remontar por siempre este abismo inherente a la existencia. Cuando menos te lo esperas, un tropiezo imposible de calcular y todo termina. O una decisión propia que acabe con el vértigo definitivamente. O el infortunio de obstaculizar la trayectoria afilada y mortal de un deseo ajeno.

La estructura construida sobre el escenario para este montaje, de reminiscencia industrial, aparentaba inestabilidad. Esta sensación era intensificada por el espacio sonoro. Ecos metálicos, fantasmagóricos, presagios de acontecimientos nefastos. También por la particular iluminación del foro, casi adivinado durante la mayor parte de la función y de gran relevancia en los momentos elegidos. Cada zona del escenario cobraba su verdadero significado y sus matices solo al ser ocupada por los personajes en acción. El deambular de las gentes con sus quehaceres. Figuras de hombres o mujeres anónimos faenando sobre un laberinto de pasarelas o puentes, en solitario o reunidos en torno a algún asunto que se nos antojaba de extremo interés, al no tener acceso a su contenido. Los soliloquios de Celestina en el trayecto hacia sus objetivos, resolviendo dilemas. La casa de Melibea desde el foro hasta el proscenio, la tapia imaginaria del jardín entre el escenario y el patio de butacas. Calixto presa de sus sirvientes, siempre a punto de evadirse, de saltar esa cuarta pared y ampliar espacio, el que su enajenación y sus bajos instintos le demandan. La cama de Aureusa en primer término, su cuerpo desnudo y anhelante bajo una simple sábana. La cueva en casa de Celestina, habitáculo de sombras, testigo de prostitución y sortilegio, una trampilla abierta hacia los ínferos.
No había decoración, por tanto, excepto la sobriedad de las escaleras y pasarelas descritas anteriormente. Los personajes, con su vestimenta y abalorios, destacaban sobre un fondo gris. Al fondo, lo oscuro. Y en primer término, la palabra. “La selva del lenguaje en La Celestina”. Así se refiere Sinisterra al texto de Fernando de Rojas en su investigación de esta obra en principio irrepresentable. “El lenguaje como campo de batalla, estrategia para la acción, para la resolución de conflictos. La palabra como herramienta de interacción con la que los personajes dilucidan.” Refranes, sentencias, máximas, rodeos, apartes.

Todo este recrearse en el verbo culminaba en la propuesta de Jose Luis Gómez con canciones entonadas al unísono por las diferentes clases sociales. La música solo estaba presente así, de viva voz, generada por los propios personajes en escena. Y es que subyace en La Celestina un deseo de gozar la vida, mientras dure. Es el CARPE DIEM del medioevo, que pervive en Renacimiento y Barroco, que jamás quedará postergado, como aspecto literario que refleja un anhelo vital. Jose Luis Gómez lo reflejaba de forma brillante como director y como intérprete. La escena de la comida, como una última cena herética, con Celestina en el centro y sus discípulos a ambos lados, repartiendo sabios consejos en torno al paso del tiempo. La mano de la vieja bajo la sábana de Aureusa, tentando a la juventud inexperta para conseguir aliados. Los actos sexuales consumándose como trasfondo de lo que se negocia. El humor ácido y la risa como caudal de alegría, de deseo de más vida. La gracia de la alcahueta, encarnada en una gitana hechicera experimentada, compendio de sabiduría. Jose Luís Gómez conseguía que el personaje de Celestina nos resultase entrañable, la comprendíamos, queríamos que todo le saliese bien, era nuestra heroína. Embaucaba al público, al tiempo que a los personajes con los que lidiaba en su vida escénica. La conexión de la vieja con lo infernal, con los poderes demoníacos, se nos antojaba una tarea cotidiana de quien está por su edad entre la vida y la muerte, un poder que otorga el tiempo. Era esta condición que venía a añadir profundidad y misterio, que reavivaba nuestro interés por Celestina.

El maestro Sanchis Sinisterra nos explicaba durante el taller de investigación el “concepto de umbral” de Walter Benjamin. La indecisión, el dilema, la vacilación que sufrían los personajes en escena, aumentaba la sensación de peligro. De los cinco muertos que hay en la obra, cuatro mueren por caída. En la puesta en escena de Jose Luís Gómez se subraya esta tendencia a lo accidentado de la vida a través de un cuerpo sin vida, descabezado, encaramado como advertencia a la estructura metálica desde el inicio de la obra.

La perversión en La Celestina alcanza a trasgredir la tan marcada diferencia de clases sociales en épocas inmediatamente anteriores, tanto en el comportamiento de sus personajes, como en el lenguaje que utilizan. Hay mucho de teatralización en los modos de comunicarse Calixto y Melibea, por ejemplo. Igualmente en el resto de personajes. De ahí el uso de los “apartes”, que ponen de relevancia pensamientos e intenciones no desvelados en el discurso dirigido, oculto tras la máscara de lo apropiado o de las modas. Otro ejemplo de esto son las fórmulas de “amor cortés” que utiliza Calixto para intentar vencer la resistencia de Melibea.

Jose Luís Gómez respetó la otra tarde la inmediatez de la acción en el texto, que empezaba a surgir por boca de Calixto en cuanto saltaba al escenario, tras la presentación musical. Como era de esperar, a la hora del cortejo amoroso, el burgués esgrimía su torpeza con todo tipo de inconvenientes inútiles. Había que buscar ayuda en los sirvientes, mezclando así niveles sociales. Pero al final, la persuasión, la captación de adeptos para una misma causa tenía su clave en los tejemanejes de Celestina, la última en el escalafón, la más denostada, que resultaba sin embargo imprescindible.

Una vez que apareció Jose Luis Gómez envuelto en unas sayas, que me perdone el resto del elenco, pero ya no había ojos más que para rastrear sus andanzas, ya no había oídos sino para deleitarse en su seleccionado acento andaluz adornando sentencias. El resto de los actores, pese a su buen hacer, se transformaba en comparsa. Los gestos múltiples en Celestina, de sonrisa pícara o de pedigüeña avejentada y enferma, se sucedían unos a otros. Pura estrategia del personaje y verdad escénica del actor. Tan pronto veíamos a una jovenzuela imbuida en el juego erótico y disfrutando de diversos placeres, como a una anciana quejándose y murmurando con sabiduría. Nunca al hombre bajo el personaje, nunca a Gómez disfrazado, nunca al actor. Ninguna duda sobre la identidad de nuestra “vieja más conocida que la ruda con más de treinta oficios”

El deseado contrapunto a una vida amoral y azarosa que pudo suponer el monólogo de Pleberio para engrandecer la función, tampoco se produjo. Desde mi butaca percibí gran indiferencia hacia este planto de fama universal. Y fue una pena.

La otra tarde, asistí a la reencarnación de la famosa Celestina. Me congratulo de mi fortuna.

Marta Belmonte
imagen © Sergio Parra Jose Luís Gómez y Marta Belmonte

Una vez que apareció Jose Luis Gómez envuelto en unas sayas, que me perdone el resto del elenco, pero ya no había ojos más que para rastrear sus andanzas, ya no había oídos sino para deleitarse en su seleccionado acento andaluz adornando sentencias (…) Tan pronto veíamos a una jovenzuela imbuida en el juego erótico y disfrutando de diversos placeres, como a una anciana quejándose y murmurando con sabiduría. Nunca al hombre bajo el personaje, nunca a Gómez disfrazado, nunca al actor. Ninguna duda sobre la identidad de nuestra “vieja más conocida que la ruda… con más de treinta oficios”

Raúl Prieto
imagen © Sergio Parra Raúl Prieto y Jose Luís Torrijo
“Todo texto contiene, de un modo más o menos explícito, una representación de la realidad en términos espaciales. Y no solamente en su aspecto estético, sino temático e ideológico, como un sistema de valores y significados de la cultura a la que pertenece el autor”.
HAMLET

HAMLET

HAMLET

Shakespeare

Director: MIGUEL DEL ARCO

¿A qué vamos al teatro? ¿Qué esperamos del trabajo artístico que se expone? ¿Con qué objeto aventurarse a representar aquellos iconos sagrados e irrepresentables? ¿Hasta qué punto hemos cosechado una serie de prejuicios con respecto a lo que debería ser la representación de obras tan magníficas como Hamlet o autores tan geniales como Shakespeare? ¿Es lícito repetir como un loro lo similar en cuanto a puesta en escena y encarnación de personajes? ¿Hay límites para la reinterpretación, o es más provechoso lanzarse hacia donde la intuición nos guía, hijos de nuestro tiempo ya, para hacer nuestro lo que nos contiene y nos trasciende?

Miguel del Arco es un Kamikaze. No le pidáis medias tintas, no sabría hacerlo. Su mente consume y genera pensamientos a una velocidad de vértigo. Así se comprende, al escucharle hablar del proceso de creación, de las fuentes en las que ha bebido antes de seguir sus impulsos y tomar sus decisiones. Expertos y filósofos, de Harold Bloom a Montaigne o Nietzsche. Lo necesario para acercarse lo más posible al pensamiento de Shakespeare, a la idea de la totalidad de la obra elegida. E, inmediatamente después, la perspectiva contemporánea, la suya, la exclusiva de Miguel del Arco, versionando incluso el texto. Esto es arriesgado y auténtico.

El arte teatral debe ser una herramienta para despertar conciencias, y no otra cosa. Incluso sacrificando a la Ofelia de las florecillas y la mirada perdida. En las propuestas artísticas de Miguel del Arco parece primar la dimensión esencial del ser humano, pero también la social o la política, pese a su predisposición a lo sensible. De lo que sí huye, creo yo, es de la sensiblería y lo mojigato, de recoger lo muerto para resucitarlo tan solo por emocionar. Elige hacernos pensar, aunque no renuncie a emocionarnos. Y yo se lo agradezco.

Prefiere hacer suyas las criaturas imaginadas por el autor y generar sus propios mundos paralelos, sin miedo al rechazo fruto de la incomprensión. Busca otro ángulo en el que también nos identifiquemos, otra perspectiva, que investiguemos con él para encontrar algo nuevo, si cabe.

Pero Miguel del Arco es solo la cabeza visible del equipo de Kamikazes. Siendo testigo de un ensayo técnico, pude comprobar hasta qué punto y con qué exactitud los actores se implican también en cuestiones, por ejemplo, de arquitectura escénica, siendo ellos mismos los que se encargan de trasladar o manipular elementos de la escenografía durante la función, trasformando el espacio escénico en lo que dura un suspiro. Un elenco tan cohesionado que funciona como una entidad única, al servicio de lo que en cada momento demanda la puesta en escena de la obra. Igualmente el equipo artístico que el equipo técnico, según declaraciones del propio director.

Este montaje de Hamlet es obra de ingeniería, un mecanismo perfecto que genera un ritmo y un tempo que nos atrapa, nos vapulea, nos va soltando poco a poco y nos deposita en la orilla de nuestra vida, de nuevo. La arquitectura de esa trampa de la realidad construida sobre el lugar de los sueños y las pesadillas, la ratonera del tiempo inexorable, el que nos corresponde, el que se agota. Y como colofón, la llanura de la tierra y el precipicio de la tumba.

Si nos sobreponemos a los terrores y a las penas, sobrevendrá lo reflexivo, podremos morir dignamente, parece querer decirnos del Arco por boca de Hamlet. Es preferible morirse uno a que le den muerte violenta tras haber matado. Pero ¿quién elige su destino?

Sea cual sea la circunstancia adversa y nuestro estado vital, permanece siempre algo en nosotros que nos conecta a lo esencial, hijos de la naturaleza que nos circunda, que nos contiene y nos ignora. La vida regenerándose hasta el infinito, siendo el ser humano prescindible. El director, a través de imágenes proyectadas, nos envuelve en atmósferas externas que nos conectan directamente con sensaciones. Las de Hamlet, perdido en lo ilimitado de su intelecto herido, del temblor de su mente prodigiosa, que necesitaría inventar una realidad paralela para lograr soportar el dolor por la muerte de su padre, para tolerar de algún modo la obscenidad que le supone que el mundo siga girando y no se desvíe un ápice de su órbita precisa, que se sigan sucediendo los días y las noches, que cambien las estaciones, que tras cesar la lluvia llegue la nieve.

Lo sensorial en el montaje contrasta de tal modo con las acciones de los personajes, que eleva lo que acaece en pos de lo sublime. Los fuegos, que no pueden ser más que artificiales en el recuerdo de esa boda entre la viuda y el asesino. Y los matorrales de espino que se entrelazan y crecen, cercando Elsinor. Nos resulta hermoso contemplar a Ofelia lamentarse de la locura de Hamlet bañada en una lluvia de luciérnagas o estrellas. O sumergir nuestra retina en la superficie de un agua que nos perturba dulcemente, mientras la Reina describe la muerte de Ofelia.

También la música juega, tanto en la cadencia del texto pronunciado como en las armonías propias del espacio sonoro externo que lo acompañan. Y, mientras la función respira, nos trasportamos a la infancia escuchando la canción que tararean actores que hacen de actores, preparándose para el juego dentro del juego. Y la coexistencia de un violín contra música vulgar de nuestros tiempos.

Todo ello para mayor gloria del Príncipe, resucitado en la calle Príncipe, sobre un escenario que resuena y reverbera como ninguno, el Teatro de la Comedia. El Príncipe Hamlet fingiendo no ser el único real entre tanta máscara, también las nuestras, “espectadores pálidos y mudos” que le miramos. Le vemos sufrir, dudar, pensar. El ser o no ser del Príncipe, tan hondamente encarnado en ese físico imponente y extraño de Israel Elejalde, mutante a nivel de alma camaleónica, proyectado hasta nuestra penumbra palpitante como una flecha imposible de evadir. Fui traspasada multitud de veces por el agudo ingenio ¿del actor o del Príncipe? ¡A quién le importa! Fui traspasada, eso baste. Me estremecí, me emocioné, quedé perpleja como una interrogación recurrente que no se contenta de serlo.

Y no es que los demás seres de Elsinor no mantuvieran su propia idiosincrasia, es que todos ellos fueron, la otra tarde, instrumentos precisos para encumbrar el intelecto privilegiado de Hamlet. Hay más momentos exclusivos, sin embargo. Los actores deslizándose como reptiles de entre los mantos de los reyes, ironía digna del propio rey de los ingenios. Es destacable igualmente el tratamiento de la escena en la que el rey usurpador pretende mitigar su culpa rezando. Se asemeja aquí el monarca a un sacerdote tras el púlpito, con una enorme cruz luminosa cubriéndole las espaldas, o más bien acechándole. Ya Shakespeare se preocupó de que Gertrudis tuviera la oportunidad de lavar su culpa con un llanto amargo; ahora Miguel del Arco consigue que la cama donde ha sido subyugada por el placer, sobre la cual su hijo la enfrenta a sus miserias, sea engullida por el tiempo y se trasforme en tumba. Maravilloso efecto. ¡Y qué decir de la pelea de esgrima impecable y de los actores que la ejecutan! O de cómo varios actores se diversifican en distintos personajes sin romper la convención teatral en absoluto, muy al contrario.

Sumemos también el sacrificio de Ofelia. Se nos presenta una mujer de nuestro tiempo en la corte de Elsinor. Inteligente, alegre, vitalista. Un amor puro el suyo, intenso, entregado. Amante comprometida que intenta advertir y salvar a su amado. Un ser de luz que se ve arrastrado por lo circunstancial y lo prodigioso, mitad por mitad, quedando desubicado entre las sombras que lo oscurecen todo. Lo previo a su locura, me impulsaba a enamorarme aún más del mito reencarnado. Pero su enajenación me resultó ajena a mi concepto del personaje. No comprendí su salida de tono, quedé ofuscada al verla con su vestimenta estrafalaria, cantando poemas como si se tratase de vulgaridades de rabiosa actualidad. Me produjo rechazo, no conmiseración. Aún estoy en shock. A eso me refería en una de las cuestiones del encabezamiento de esta crónica: tenemos prejuicios. Hay que dejarse sacudir y olvidarlos. Hay que atreverse a escuchar a los que piensan por sí mismos. Hay que liberar el pensamiento. Dudemos, señores, dudemos No seamos tampoco frente a los que alcanzan la cumbre como Polonio, aduladores que dicen ver en las nubes las formas que sean precisas solo por dar la razón al que está por encima de nosotros. Hay tanto de eso, estamos rodeados. Y, tristemente, nos contaminamos. Hagamos un esfuerzo, tengamos criterio propio, aunque esté equivocado.

Tal vez lo que realmente nos produce la locura no fingida sea precisamente ese desapego del loco, ese rechazo. Esto lo pienso ahora, aunque no estoy segura. Para mí, se desvirtúa lo esencial en Ofelia. No me parece que haya que utilizar una perspectiva tan en relieve, porque creo que lo que se consigue así es que la sensibilidad del público se desconecte de la empatía con el personaje. En todo caso se divierte al verle, cuando es trágico lo que le ocurre. Es cierto que la locura tiene algo de eso también, que uno no sabe si reír o llorar al contemplarla. Y que el resto de los personajes en escena mantenía el tono de tragedia. También es verdad que esa forma de ver a Ofelia interesa a los espectadores más jóvenes, doy fe. Aún no tengo conclusiones. Estoy pensando en ello y en lo que Shakespeare quiso decirnos al respecto, eso es lo importante.

Claro que, he sido una privilegiada, ya que he podido iniciar mi senda reflexiva directamente de la mano de Miguel del Arco. Tuvo a bien desentrañar sus motivos artísticos la otra tarde, tras comprobar mi perplejidad en este asunto de Ofelia. Nos reunimos con él por segunda vez los participantes de Buscando a Hamlet, actividad cultural de Escuela Errante que promueve la revista digital Fronterad. Fue un placer y un privilegio charlar con él, como digo. No le pierdo de vista, a Miguel del Arco. Continuaremos siguiendo estelas, buscando y, sobre todo, dudando. Es decir, pensando.

HAMLET
Foto © Ceferino Lopez - Israel Elejalde

El ser o no ser del Príncipe, tan hondamente encarnado en ese físico imponente y extraño de Israel Elejalde, mutante a nivel de alma camaleónica, proyectado hasta nuestra penumbra palpitante como una flecha imposible de evadir.

Jorge Kent
Foto © Ceferino Lopez -Jorge Kent

Este montaje de Hamlet es obra de ingeniería, un mecanismo perfecto que genera un ritmo y un tempo que nos atrapa, nos vapulea, nos va soltando poco a poco y nos deposita en la orilla de nuestra vida, de nuevo.

Daniel Freire, Jorge Kent y Ana Wagener
Foto © Ceferino Lopez -Jorge Kent
Israel Elejalde Miguel del Arco
Jorge Kent
Israel Elejalde, Ángela Cremonte, Cristóbal Suárez, José Luis Martínez, Daniel Freire, Jorge Kent y Ana Wagener
ANTES DE LA METRALLA y CIRCO DE PULGAS

ANTES DE LA METRALLA y CIRCO DE PULGAS

ANTES DE LA METRALLA y CIRCO DE PULGAS

Matarile Teatro

Dirección: Ana Vallés

(Coodirección: Baltasar Patiño y Ana Vallés)

No pude resistirme a la convocatoria, a la oportunidad de disfrutar de esta compañía de teatro gallega. En sus treinta años de vanguardia ha recibido reconocimiento y galardones en diversas partes del mundo. Suele pasar eso que dicen de los profetas… El Centro Internacional de Artes Vivas, intenta remediar en lo posible el clamor en los desiertos, para procurarnos ser testigos directos de los logros de la avanzadilla, de las victorias de los que corren riesgos, de las consecuencias destacadas del atrevimiento escénico. Así que, el día primero, presencié un hermoso atardecer en Matadero, mientras me añadía a una congregación de desconocidos que esperaban a las puertas de la Nave 10 para hacerse partícipes de Antes de la Metralla.

Somos gente muy ordenada y obediente, los madrileños. Sin imposición expresa, “guardamos cola”, semejantes a las reses, tolerando pacientemente que nos llegue el turno. -Que nadie se ofenda, es tan solo un símil, y me incluyo. La buena educación hecha costumbre.- Incluso si la acomodadora nos invita a quebrar el orden para deambular por esa sala previa a La Metralla y poder admirar la obra pictórica expuesta, “guardamos cola”. “No vaya a ser que nos quiten el asiento, que no son numeradas las entradas”… Hacemos caso omiso de la provocación de lo espontáneo, de la incursión de lo insólito en lo cotidiano. Pocos giraron sus cabezas para observar algunas acciones artísticas que ya estaban sucediendo a los márgenes de nuestro ordenamiento compulsivo. Algunos, quizás, no se percataron, imbuidos en sus pláticas intrascendentes, presos en la perfección geométrica del ‘ponerse en fila’. Resulta triste, incluso patético: por no perder supuestos privilegios, nos perdemos parte de la vida. Entiendo perfectamente que un lugar de encuentro como Naves Matadero nombre a sus espacios con números. Nuestra estructura social es numérica, ¿por qué fingir que no mandan las reglas de la aritmética?

Por fin, se abrieron las compuertas y avanzamos. Una sucesión de singularidades vivas se había apropiado del espacio que compartíamos, había deshecho la arquitectura escénica, renunciando a los hábitos. Desde los huecos más oscuros de las gradas abandonadas, se adivinaba una música callejera. Íbamos dejando atrás cuerpos desnudos, expuestos como mercancía seductora y palpitante, pero negando los cánones de belleza establecidos con su rotunda presencia. Carne consumible. Tanto, como las patas seccionadas al cadáver de un cerdo, o la víscera extraída de cualquier animal sin vida entre las manos de una costurera. Es curioso que no rompiéramos tampoco el ritmo procesional que nos marcó el primero de la fila, que no nos paráramos a deleitarnos en lo que se nos ofrecía, o que no abandonáramos el lugar, apurando el paso en sentido contrario. Obedientes, educados, aunque asombrados tanto de la hermosura como de lo repulsivo, excitados. Fuimos acomodándonos en nuestros asientos, a un lado y al otro de una pasarela, supuestamente a contemplar, a contemplarnos. Falsa percepción: nuestra situación no se pretendía cómoda, sino todo lo contrario. Fuimos interpelados, ninguna pared invisible se alzó para amortiguar cuestiones extremas, reflexiones políticamente incorrectas sobre la cosa artística, referencias intelectuales múltiples, acciones agresivas, danzas absurdas o eléctricas, provocaciones, disidencias.

Para el proceso previo a este juego inclusivo, Matarile tuvo invitados, extraños a la Compañía que aportaron, participando también en la función. Así que fue un encuentro tras otro encuentro, una sucesión de hallazgos. Como el ciclo de la vida, que llega a una única conclusión: el advenimiento de lo yerto. Al tomar la palabra hay que tener algo que decir, pero es necesario ejercitarla para organizar el discurso, antes de que se nos arranque la lengua para mostrarla como relicario. Más allá de ese refugio del verbo, el pensamiento fluye y se expresa a través del cuerpo en movimiento. Bajo el vaivén pendular de la sangre estamos siempre en peligro, nos puede golpear el peso de cualquier corazón enorme extraviado de su centro. También acechan las máscaras, enormes prótesis que se superponen a las identidades, o la réplica exacta de lo físico como una amenaza a la cordura. Todo ello fascinante.

Tanto Metralla como Circo de Pulgas -espectáculo al que asistí el día segundo en la misma Nave 10- tienen reminiscencias circenses. Aparte de la disposición de las gradas en semicírculo o de ciertos elementos concretos que entran en juego -como una escalera de trapecista o un rulo de equilibrista-, queda patente en Circo esa melancólica apuesta de Matarile por el extrañamiento del otro, por la estética de la diferencia. Una sobreexposición de lo particular en lo colectivo. Como ya he sugerido, ambas propuestas tienen también mucho de debate lúdico. Aunque bien se nos advierte en la dramaturgia de Metralla que esto del discurso tiene mucho de estrategia, y que después habría que utilizar las tácticas precisas que se resuelvan en acción. La técnica, siempre necesaria aunque pueda parecer prescindible, se transforma así en distorsión o en ironía. El humor es el bisturí que corta y la aguja que cose, la osadía del disparate, la insensatez de la farsa, la perspectiva de lo diverso.

Un amigo mío dice que, pese a todo, la vida nos quiere. Y es cierto. En estos mundos paralelos creados por Matarile Teatro, sale a la superficie un poso de ternura lacerada que habita en un fondo abyecto, lucidez que se incorpora para medirse con la brutalidad del mercado, con la crueldad de un sistema ignorante que nos contiene. Es el misterio de lo vivo.

CELESTE.- “¿Qué esconde el mago bajo el sombrero?”

ESPECTADORA.-“Lo que el mago quiere”

Al tomar la palabra hay que tener algo que decir, pero es necesario ejercitarla para organizar el discurso, antes de que se nos arranque la lengua para mostrarla como relicario

tomar la palabra
cuerpo en movimiento
Más allá de ese refugio del verbo, el pensamiento fluye y se expresa a través del cuerpo en movimiento
Gonzalo De Castro

IDIOTA

IDIOTA

Jordi Casanovas

Director: Israel Elejalde

Imágenes © Carlos Núñez de Arenas y © Vanessa Rabade

Tras el significado aparente de “idiota” se esconde el verdadero significado, definido por el uso, acepción tras acepción y, por fin, deconstruido sigla a sigla hasta su entraña perpleja. Ya está. Este podría ser el resumen de la función. No decir nada más, excepto “vayan a verla”.

Sin embargo, proliferan artículos y comentarios apasionados desde el día de su preestreno. Estas reflexiones que comparto ahora, no tienen vocación reiterativa, independientemente de ser o no añadidura valiosa. Pretendo asimilar lo disfrutado, ya que es manjar que se presta a regurgitarse, para rumiarlo a solas o en animada conversación.

La bienvenida al recién estrenado Teatro Pavón Kamikaze es personal y cálida, marca de la casa ya, sin duda. Más tarde, se abandona al visitante a su suerte de perspectiva, hundido en su butaca. Como si de un océano profundo se tratase, se hace el oscuro sobre el recinto azul plomizo, para que multitud de miradas puedan observar el escenario sin ser vistas. Inesperadamente, un gran ojo omnisciente, proyecta su imaginario para conducir al público expectante al interior de un bunker. Todo esto sin siquiera moverle de su asiento, manteniéndole sosegado, sin ápice de sospecha. Unos preámbulos de incertidumbre, y cae en el escenario una cortina lateral hasta anegar la luz externa. Unos minutos de jocosa angustia y se escucha un cierre hermético. Ha caído en la trampa.

El montaje de Israel Elejalde está concebido para mayor gloria del texto y de los actores. Es estético y eficaz, con reminiscencias cinematográficas y del mundo del comic. Mediante determinados efectos de luz y de sonido evidencia a los controladores ocultos. Con justificadas proyecciones audiovisuales ilustra el poder de manipulación de ciertos medios. Por lo demás, dirección de actores, ritmo, acción pura. Casta de Kamikaze.

El talento del director se une al del autor. Hay tanto que decir de un texto cuya mecánica simple nos lanza de bruces contra el espejo de una realidad compleja… Es un afortunado hallazgo para mí este autor, Jordi Casanovas. Lo que nos cuenta está de actualidad y, en principio, ya interesa. La anécdota es la de un tipo que se somete a una encuesta a cambio de dinero, dado que su insolvencia económica le impide hacer frente a los pagos de un préstamo hipotecario. Con una soltura en sus diálogos del que está convencido de evidenciar aquellos aspectos sordos y soterrados de nuestro acontecer cotidiano, Casanovas pone a prueba nuestra capacidad lógica. Es muy entretenido para los espectadores, que se empeñan en resolver los enigmas planteados, a ser posible, antes y mejor que su protagonista. Hay por tanto una identificación inmediata con Carlos, el personaje encarnado magistralmente por Gonzalo de Castro. No en exclusiva, me temo, si somos veraces. Deberíamos atrevernos igualmente, a aceptar el reconocernos en la Doctora Edel, el otro personaje de la obra, aunque su perfil no sea tan amable.

El modo en que el autor utiliza la comedia es prodigioso. La risa se convierte en un revulsivo para el espectador, acaba siendo la llave para sentimientos y pensamientos encontrados. Razonamientos que chocan con emociones muy básicas. La sana liberalidad de desechar nuestra vanidad intrínseca para acabar asumiendo nuestra idiotez, nuestra actitud común frente a resoluciones vitales, irreflexiva y absurda.

La temática de la obra es redonda, se concreta en un cúmulo de capas que vamos pelando no sin escozor de perspectiva. Puede uno quedarse en la superficie y disfrutar únicamente de la comedia, de una historia con tintes de novela policíaca, que entronca directamente con el cine negro. O bien, emulando a la Doctora Edel, ir retirando lo que estorba hasta retener en la mano el corazón acelerado y sangrante de Carlos, tan semejante al palpitar de tantos, al dolor humano, que nunca es exclusivo. La indefensión del necesitado frente a lo retorcido del poder. En medio, la inteligencia como un bisturí, un escudo o un arma arrojadiza. La tipología de las capacidades intelectuales inserta en un esquema orgánico que crece y crece hasta lo monstruoso, alimentándose de experimentos y gráficos, de conclusiones razonablemente útiles. ¿Útiles para qué, para quién? Para los que se cuestionan con necesidad de saber y para los que plantean las preguntas idóneas. Si la salvación fuese probable, no sería imprescindible responder correctamente, pero sí interesarse en lo acertado de las respuestas. Nuestra naturaleza compleja está mermada, dados nuestros escasos planteamientos intelectuales, nuestro coqueteo con el elogio, nuestra confianza ciega en la gestión de otro para eludir responsabilidades sobre lo que directamente nos compete, nuestra dependencia de lo confortable. ¿Quién no ha sido Carlos Varela alguna vez, incluso muy a menudo? Al mirarnos en ese espejo, reconocemos que suele movernos la ley del mínimo esfuerzo. Solo al recibir grandes dosis de presión somos capaces de ponernos a pensar en busca de soluciones. Si cuando nos sentimos acorralados, esgrimiéramos nuestra lógica y nuestra dialéctica, en lugar de enfurecernos y ofuscarnos; otro gallo nos cantaría. Pero, ¿a qué juzgarnos duramente? La verdad es un prisma imposible de abarcar por entero, excepto en instantes mágicos que se nos escapan para regresar más tarde cristalizados. La vida es demasiado compleja para categorías fijas. Un individuo, un “sujeto” analizable, es un misterio sensible que no se desmonta con una herramienta cualquiera. La melodía del alma humana no puede hacerse sonar soplando, tapando y destapando agujeros aleatoriamente. Es una ciencia imposible esto de conseguir la exactitud, al hacer danzar la marioneta tirando de los hilos. Porque a la marioneta también le crece la nariz y tiene un pasado unido a la tierra.

Ahora bien, todo lo que concierne al individuo que vive en sociedad, concierne al resto de miembros que la conforman. No por un interés relativo y ligeramente emotivo, como el que nos generan los noticiarios de televisión. Más bien por las inesperadas consecuencias que nuestra pasiva ignorancia puede acarrearle a nuestro entorno más cercano y, por ende, por un efecto dominó, a la sociedad entera. Nuestra idiotez, como enfermedad propia, siempre es sufrida por los otros. Pese a todo, hay un reducto invulnerable en el alma de Carlos Varela y esperemos que en todo ser humano: su compasión, su solidaridad, su capacidad de sacrificio, su afán de superación, su rebeldía. Es posible creer aún en la lucha por una ética vital, por una revisión profunda de nuestros valores. En la obra de Casanovas, el analizado le hace una única pregunta a su analista – “¿Le gusta su trabajo?”-, pregunta fundamental que la desarma, que da donde duele.
A nuestra sociedad sistematizada le fallan los engranajes. La maquinaria gigantesca del sistema está ávida de datos, se alimenta de ellos y los defeca a una velocidad de vértigo. La información como moneda de cambio. Ya lo dijo Benjamín Franklin, “…invertir en conocimientos produce siempre los mejores intereses”. Pero, ¿qué es conocer? ¿Cuándo y cómo se es conocedor? El saber es siempre inquietante, por su infinitud. Tan perturbador y misterioso como Edeltraud, de la que apenas se nos dan datos: que dice ser psicóloga y que dice ser alemana. Elisabet Gelabert se pone la bata blanca y se transforma en un ser desnaturalizado. En un principio, podría ser un robot o una voz en off fría y distante. Sin embargo, va alcanzando una doble dimensión: de torturadora autómata a individuo vulnerable. En el trayecto, su servilismo. Para ella, mantener las distancias emocionales es esencial, es la clave para la consecución de los resultados óptimos que se esperan de ella. Es capaz de llegar a darse uso a sí misma como objeto de deseo, como herramienta para invadir la intimidad del sujeto analizable, para poder descubrir así sus puntos débiles. Es adecuada a su tarea. Por encima de ella se alza un código nada misericordioso, otro ser que lo pronuncia insistentemente para recordárselo, si ella lo olvida. La presión de unos sobre otros, infinita en ambos sentidos. Estamos sujetos a normativas estrictas que obedecen a intereses relacionados, de un modo u otro, con la producción para la supervivencia. Hay que alimentar al monstruo que nos engulle.

Sin embargo, el ser humano es asombroso. Sus reacciones aparentemente menos lógicas podrían resultar a la postre las más beneficiosas para el individuo en cuestión, para su entorno, para la clase social a la que pertenece y para la sociedad entera. Por este motivo le interesa al poder comprobar su aguante, hasta dónde puede soportar sin rebelarse, sin relativizar sus necesidades perentorias, sin transformarse en peligroso. El cuestionario de la doctora Edel exige unos tiempos estrictos, como si de un concurso de televisión se tratase. Parece un juego, si no fuese por lo macabro de sus posibles consecuencias. Al aplicar las medidas de presión sobre el sujeto, no se le permite que se tome el tiempo necesario para reflexionar. Dar tiempo para pensar qué es lo correcto no interesa a los que ejercen el poder, sería dar ventaja. El poder no entiende de solidaridades: “hoy por ti, mañana por mí”. Hay que conservar a toda costa el estatus.

Hay una fina ironía inserta en el texto. Se alude a naciones líderes en alianzas económicas, a la capacidad del poderoso para ocultar información sensible que favorezca la toma de decisiones de los sujetos subyugados -cláusulas en letra minúscula-, a condiciones contractuales condicionadas mediante medidas de presión y la pérdida de dignidad que supone conservar el puesto conseguido -si el sujeto se queja se le amenaza con romper el contrato y sustituirle-, etc.

En conclusión, desde mi punto de vista la obra de Jordi Casanovas es teatro político, dado que investiga las relaciones de dominación y de poder. Lo que más me interesa de esta obra es lo que provoca, además de su naturaleza híbrida, de comedia-thriller. No impone, cuestiona. Llama a la reflexión, a la discusión. En nuestras manos queda la reacción libremente elegida.

Termino como empecé, entre irritada y emocionada, por identificarme tanto con este idiota entrañable, pero esperando haberme acercado al centro mismo del enigma artístico que encierra la propuesta conjunta de Elejalde-Casanovas. No se pierdan la oportunidad de ponerse a prueba y concluyan ustedes mismos.

Ya lo dijo Benjamín Franklin, «…invertir en conocimientos produce siempre los mejores intereses».

Elisabet Gelabert
©-Vanessa-Rabade | Elisabet Gelabert
Gonzalo De Castr
©-Vanessa-Rabade | Gonzalo De Castro
Elisabet Gelabert
©-Vanessa-Rabade | Elisabet Gelabert
©-Vanessa-Rabade | Gonzalo De Castro – Elisabet Gelabert
Israel Elejalde - Miguel del Arco - Jordi Casanovas Gonzalo De Castro - Elisabet Gelabert
© Carlos Núñez de Arenas | Israel Elejalde – Miguel del Arco – Jordi Casanovas
EL ÁRBOL

EL ÁRBOL

EL ÁRBOL

ODIN TEATRET
Dirección: EUGENIO BARBA

Voluntariamente, podemos cualquiera de nosotros acceder a asumir el papel de verdugo.

¿Por qué “menudo pájaro está hecho” o “pajarraco” son expresiones que conllevan un uso despectivo? ¿Qué tiene la sociedad contra los pájaros, para haber aceptado estos usos del lenguaje como válidos?

Yo amo a los pájaros desde la infancia, me hicieron alzar la cabeza y ver el cielo con otros ojos, ese último horizonte. Ya no soy tan ingenua y sé de la peligrosidad de las rapaces si eres un gorrión, pero amo a los gorriones y a las rapaces. Es una pena, que no sea ingenua, pero no me queda otro remedio, supongo. ¡Ya no pateo charcos, pero aún persigo el canto de los mirlos! Continúo ocupada en resolver lo que me inquieta más allá de la belleza. Ya sé del daño, del propio y del ajeno. Creo mis propios lodazales a base de sufrimiento, aunque también río mucho. Dice Hannah Arendt algo así como que el mal es superficial, que solo la bondad es profunda. Intuyo que es muy cierto, por lo que conozco, incluso de mí misma.

Hecha esta breve semblanza del “paraíso perdido”, me toca reconocer el descoloque al que me condujeron la otra tarde los Odin Teatret. ¿Sabéis cuando en una situación nueva para una, “una” no sabe cómo reaccionar, si reír o llorar? Pues así. Incluso al final de su propuesta (no quiero llamarlo espectáculo) que no sabía si aplaudir o largarme -como se me instaba a hacerlo con urgencia, a través de una de las actrices situada estratégicamente en la salida- Me sentí bastante estúpida en numerosas ocasiones, durante la función. Yo también portaba la nariz roja de payaso, incluso me ardía por momentos, debido a una mezcla de vergüenza y disfrute. Porque disfruté la función como una niña pero, al tener a la mitad del público justo en frente, me sentía observada todo el tiempo, como si mi propia imagen en un espejo se empeñara en burlarse de lo que debería reflejar. Para más inri, había localizado entre el graderío contrario a Juan Mayorga -al que admiro-. Brillaba en la oscuridad con su camisa blanca. ¡Qué estresante mi vanidad sin asidero! Así me sentía, perpleja. Observada y juzgada. ¿Y por qué? Yo no encarnaba a ninguno de esos “personajes” que deambulaban bajo la falsa carpa de circo color arena. Y, en todo caso, de ser alguno, me identificaba más bien con la niña que quería volar junto a su padre. Sin embargo, me atraían como un imán los Señores de la Guerra, no podía dejar de mirarlos, se me antojaban fascinantes, por mucho que intentara dibujar en mi rostro una máscara ética que alejase esas sensaciones, esa emoción que nace ajena a la empatía. Me conmovió profundamente Furia -la mujer que huía de la guerra-, me provocó un llanto tranquilo, sin nostalgia ni sentimentalismo. Su silencio me traspasó, su verborrea desmedida me despertó una emoción que apenas reconocía. Creo que fue lo más cerca que estuve de comprender de raíz. El resto del tiempo me lo pasé con la boca abierta, presa de la experiencia, acumulando enigmas. ¿Me refiero a la complejidad de las formas de expresión, de los textos, del lenguaje escénico? Nada más lejos, todo resultaba de una ingenuidad insultante, aunque traía reminiscencias de lo ajeno y de lo propio, de lo común. Mientras, el hermetismo de lo complejo nos iba atrapando de un modo envolvente. A través de los sentidos se nos acondicionaba para abandonar los asideros de la tibieza, abocándonos al escalofrío. Aunque a mí esa reacción me sobrevino en mi casa, días después, junto con algunas certezas. Me poseyó, de repente, la idea de que habíamos sido tratados en todo momento, durante la función, como subordinados, como esclavos, como extranjeros desprovistos de voluntad que inician un viaje ansiando refugio, movidos por la ilusión de un futuro. ¿Qué nos lleva a asistir al teatro? ¿O acaso vamos sin más, siguiendo la tediosa inercia del ocio? Esperamos continuar vivos al día siguiente, por lo menos. Procuramos mantener en el olvido nuestra condición mortal, mediante estas actividades. Al menos, buscamos reconfortarnos con el bálsamo de la belleza, adormilarnos, mecidos por algún canto. El canto, la celebración de la vida.

¿Cómo celebrar la vida tras una masacre? Tras un desastre natural, la propia naturaleza guarda silencio. El tiempo cesa, para darle tiempo a la vida misma a recuperarse. También justo antes de la hecatombe ocurre algo parecido, hay un silencio preñado de ojos abiertos, expectantes. Pero la vida se alza sobre el sacrificio, para regenerarse. ¿Siempre? ¿Hasta cuándo? Lo vivo engulle lo que le es ajeno. El problema es el veneno. La naturaleza nos ignora mientras puede. Únicamente hay dos posturas frente a esto: ser abono o ser veneno. El impulso de muerte puede condenarnos al silencio. Voluntariamente, podemos cualquiera de nosotros acceder a asumir el papel de verdugo. El que mata, también ama. El asesino tiene ideales. Si desde niños nos despertamos con el ruido de las bombas y alguien nos pone -a esa edad- un fusil entre las manos, si nos conmina a dar muerte, no erraremos con los disparos. Da igual que proliferen en algún lugar los ritos ancestrales, da igual el fervor de los inocentes clamando por el regreso de los pájaros. Las semillas chocarán contra la tierra reseca como si fuesen piedras. Solo la piedad es fértil. Solo la comunión de todos los seres sigue permitiendo que los astros giren. ¿Pero cómo podemos realmente “ponernos en lugar del otro”? Somos marionetas en manos de la experiencia. Lo que no se experimenta, no se sabe. Entonces, ¿cómo juzgar? ¿Quiénes son los sabios? ¿A qué cabezas obedecen las normas preestablecidas? ¿Deben ser rígidas o flexibles? ¿Resulta más fructífera la prevención que el castigo? Hace poco he aprendido una palabra nueva “provención”. No la busquéis en el diccionario, porque no aparece. A ciertos colectivos nos ha dado por inventar palabras. Esto da mucho miedo. La creatividad, en general, asusta mucho. Nos solemos anclar a lo ya conocido, presos en la verosimilitud de los refraneros. Pero el ser humano está imbuido de un espíritu libre, algo que se escapa a su lógica, que pugna por salir de su boca sin significado aparente, sonido armónico y vibrante que le eleve. En cada desfallecer, se deshace la entraña, como una bandada de pájaros que no se resignan a la oscuridad del nido. ¡Cuánto mejor será la levedad del ser que se despierta!

Filosofar es fácil. Lo cierto es que no sé nada de la guerra ni de sus consecuencias, excepto la información sesgada y tergiversada que nos llega a través de infinitud de medios de comunicación, gracias a los milagros de la técnica. Y no todo, una mísera parte. Además, pongo poco ahínco en preservar y contrastar los datos, en ahondar en las causas de los conflictos. Me quedo en la superficie. No es mi cometido. Son noticias de tan lejos. Y ni te digo ya si hablamos de la historia, aunque sea de la de España. La memoria histórica tiene peso específico, la vaciamos de nuestros bolsillos para intentar ir más rápido. Hay voces que nos advierten de que seguimos interconectados, y no solo a través de las redes sociales, que lo que nos salva es la lucha por lo colectivo. Por mi parte, empiezo a hacerles caso. Bueno, siempre he sabido, a mi manera, que es eso lo que somos, fragmentos de lo mismo. Pese a todo, algo se descolocó dentro de mí, la otra tarde, en Teatro de la Abadía, mientras Odín Teatret desplegaba ante los presentes el mapa de un mundo desprovisto de ángeles y de demonios, la desolación más absoluta, poniendo el foco de atención en nuestro propio desconcierto.

No os he desvelado nada, me lo he desvelado a mí misma, o lo he intentado. Por lo demás, apuntar que forma parte ya de mi imaginario la marcha a ritmo de acordeón de Kai Bredholt. -¡Qué actor!-, la forma en que le enjugaba la frente Roberta Carreri, la danza en círculos de Pavarthy Baul -con sus cabellos sueltos como guía-, la llamada a los pájaros de Julia Varley, la crucifixión de Donald Kitt, la forma de encaramarse al árbol y de morder una pera de Carolina Pizarro, la plegaria constante de I Wayan Bawa, el violín de Elena Floris, el juego con sus muñecas de una anciana encarnada en Iben Nagel Rasmussen… Los niños-marioneta, el esqueleto de árbol, las piedras, las mangas de sangre, la calabaza preñada, las cabezas cortadas y sonrientes, la blancura viva de un manto de nieve.

Esta compañía nació en 1964, el año que nací yo. No creo en las casualidades. Aunque tienen un dramaturgo, el texto -como el espectáculo en sí- suele crearse tras un largo proceso de investigación. Me hice con él, para leerlo repetidas veces. Puede que lo diga en alto, como un mantra.

ODIN TEATRET el árbol
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ODIN TEATRET
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ODIN TEATRET
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Julia Varley
Julia Varley

No os he desvelado nada, me lo he desvelado a mí misma, o lo he intentado. Por lo demás, apuntar que forma parte ya de mi imaginario la marcha a ritmo de acordeón de Kai Bredholt. -¡Qué actor!-, la forma en que le enjugaba la frente Roberta Carreri, la danza en círculos de Pavarthy Baul -con sus cabellos sueltos como guía-, la llamada a los pájaros de Julia Varley, la crucifixión de Donald Kitt, la forma de encaramarse al árbol y de morder una pera de Carolina Pizarro, la plegaria constante de I Wayan Bawa, el violín de Elena Floris, el juego con sus muñecas de una anciana encarnada en Iben Nagel Rasmussen… Los niños-marioneta, el esqueleto de árbol, las piedras, las mangas de sangre, la calabaza preñada, las cabezas cortadas y sonrientes, la blancura viva de un manto de nieve…

Elena Floris y Pavarthy Baul
Me poseyó, de repente, la idea de que habíamos sido tratados en todo momento, durante la función, como subordinados, como esclavos, como extranjeros desprovistos de voluntad que inician un viaje ansiando refugio, movidos por la ilusión de un futuro.
EL ÁRBOL
Luis Alonso, Parvathy Baul, I Wayan Bawa, Kai Bredholt, Roberta Carreri, Elena Floris, Donald Kitt, Carolina Pizarro, Fausto Pro, Iben Nagel Rasmussen, Julia Varley
Pero el ser humano está imbuido de un espíritu libre, algo que se escapa a su lógica, que pugna por salir de su boca sin significado aparente, sonido armónico y vibrante que le eleve. En cada desfallecer, se deshace la entraña, como una bandada de pájaros que no se resignan a la oscuridad del nido. ¡Cuánto mejor será la levedad del ser que se despierta!
HE NACIDO PARA VERTE SONREÍR

HE NACIDO PARA VERTE SONREÍR

HE NACIDO PARA VERTE SONREIR

Santiago Loza
Director: PABLO MESSIEZ

No es solamente que Isabel Ordaz nos haga reír -esto depende del aguante a las cosquillas de cada espectador implicado-, es que su perspectiva como actriz trivializa el sufrimiento de esa madre que encarna, le quita peso por momentos con su parloteo incontenido, con su naturalidad, su cercanía, su semejanza a lo nuestro.

He nacido. Soy mujer. ¿Qué sentido tiene?

Quiero compartir una anécdota. Un paseo en la mañana, ataviada con un abrigo largo, con capucha sobre la cabeza. Vestida de blanco. Está nevando desde la noche anterior. A cada paso, el paisaje aparece completamente cubierto por un frío manto. Inesperadamente, observo el acercarse de un trote silencioso hasta el cercado de un prado que tengo en frente. Me paro a cierta distancia de esa presencia, con temor de espantarla. Es un caballo blanco. Nos miramos. Ambos nos quedamos quietos bajo la nieve que cae. Entro en otra dimensión, se para el tiempo.

Quiero compartir otra anécdota. El día anterior he parido a mi bebé. He pasado la noche intentando darle de mamar, pero ella no ha extraído una sola gota de mi pecho, permanece tranquila y en silencio, con los ojos cerrados desde su nacimiento. La sujeto para mirar su rostro -desconocido hasta ayer- mis manos en su nuca, sus pies apoyados en mi vientre. Lentamente se van filtrando a través de los cristales los primeros rayos del alba. Entonces, mi bebé abre los ojos despacio. No me mira a mí, sino que busca la luz, girasol de carne y hueso. Entro en otra dimensión, se para el tiempo.

¿Para cuál de estos dos instantes he nacido yo? De los dos recuerdos, ¿cuál es el que dice más de quién soy? ¿Puedo categorizar de menos a más las distintas sensaciones, las efímeras emociones? ¿Qué diversidad de cicatrices dejan en el alma acontecimientos aparentemente sin nexo? No podemos olvidar que nuestra percepción de la vida vivida es siempre única. Ni tampoco que ante lo que acontece, hacemos lo que podemos. Otra persona en mi lugar hubiera aligerado el paso el día de la nieve, en lugar de pararse, pese al frío. Otra madre en mi lugar… no tengo ni idea. No pude darle el pecho a mi hija, pero le cantaba siempre mientras que tomaba el biberón. Ella dejaba de chupar de la tetina, si yo no cantaba. Siento que desde entonces estoy ligada a su alegría. Pero dejemos de hablar de mí. Aunque soy yo la que asistí la otra tarde al estreno de He nacido para verte sonreír, en la Sala Jose Luís Alonso del Teatro Abadía. No puedo obviar que soy mujer, que soy madre, ni que el autor del texto -Santiago Loza- indaga sobre lo que quiera que sea eso de “la maternidad”, además de sobre la imposibilidad de comunicación, y sobre la soledad, y sobre la locura, y sobre tantas otras cosas de las que he llegado a percatarme o no. Intentaré desmenuzarlas ahora sin desvelarlas, tan solo para rendir homenaje a esta pieza de exquisita belleza y profundo misterio que ha dirigido Pablo Messiez.

Belleza oscura. Escenografía, sonido e iluminación se confabulan para construir un nido, un lugar donde esconderse del mundo, donde mecerse en el ronroneo de lo incomprensible. Pero, pese a todo, una naturaleza salvaje pugna por entrar, por invadir la pulcritud de un espacio adecuado que no contenta a los inadaptados que lo habitan. Porque la madre cuyo hijo está ya huido -sea de una forma u otra-, es una extraña carcelera, es más bien una presa de confianza que planea la fuga. Los nidos suelen vaciarse cuando la necesidad de vuelo es perentoria. Los pájaros bien lo saben, es inútil entretenerse, hay que dejarse llevar por el impulso de preservar la vida. Pero ¿qué ocurre si un polluelo cae del nido y se lastima? ¿Le abandonaremos a su suerte porque nuestro hábitat es el cielo? ¿O pisaremos la tierra y empolvaremos las alas, ya nunca desplegadas? No somos pájaros. ¿Qué somos? Seres más indefensos que los pájaros, sin plumaje que nos proteja de la intemperie. Seres cargados de culpa. Seres cegados por mirar insistentemente a las estrellas. Siempre en búsqueda de sentido, intentando unir lejanos puntos luminosos para crear una figura reconocible, un vaticinio, la causa primigenia, lo que concatena las tragedias. El programa de mano es un mapa de estrellas. Un aria que suena durante la función -el de Los pescadores de perlas-, es un canto a las estrellas. 

Qué sublime acierto!

Esta dimensión que intento atrapar, especificándola, es tan solo una capa de la obra, la más profunda. Es donde hayamos instalado el germen de la locura -amalgama de ternura, extrañamiento y escalofrío, encarnada por Fernando Delgado Hierro con verdad y delicadeza-. Es el desequilibrio de un alma, lo que nos va guiando entre presencias sin contexto. Electrodomésticos que consuelan, mesas como regazos donde apoyar sueños perdidos. Un chorro de voz que busca cauce sin encontrarle, músicas inmensas brotando de pronto como lava ardiente, silencios perplejos como estancias de hospital. Gestos constreñidos que se toman por pequeños. La distancia infinita entre dos cuerpos que en su origen fueron lo mismo. La idealización como una telaraña que envuelve. La parálisis ante la incertidumbre. La grandilocuencia hecha pedazos contra el tenue velo de una sonrisa. Tanta piedad.www

Pero no es onírica, sino cruda, esta textura interna del montaje de Messiez. ¿Cómo se consigue esto? Mi teoría sería que insistiendo en el contraste. Porque, más en la superficie, también nos muestra lo cotidiano, lo aparentemente trivial pero teñido de melodrama y no exento de humor ácido. Por un lado está el sentimentalismo, lugar común al que nadie puede sustraerse por completo, ya que es constitutivo. Como un bolero que se rescata del olvido, es la historia entre esta madre y su hijo, la relación que los une. Y, en contraposición a la lágrima, una ternura insólita haciéndonos cosquillas. No es solamente que Isabel Ordaz nos haga reír -esto depende del aguante a las cosquillas de cada espectador implicado-, es que su perspectiva como actriz trivializa el sufrimiento de esa madre que encarna, le quita peso por momentos con su parloteo incontenido, con su naturalidad, su cercanía, su semejanza a lo nuestro. Pero es solo una capa, tras otra capa, ya lo he dicho. Nada es lo que parece nunca, porque todo se transforma. Eso es la vida, ¿no? Será que el verdadero arte se asemeja a la vida.

El montaje es como una mina, podemos seguir extrayendo tesoros. La narración de la situación a nivel social del personaje femenino de la obra, por ejemplo. Ella es “una mujer de su casa” de los años treinta, con el marido ausente y omnipotente, paradoja del tiempo. No se hace explícito, pero esa ausencia de figura paterna, unida a la actitud vital de la madre ante su propia desidia, ante lo anodino de su vida, podría haber abocado al hijo hacia el cataclismo que le aqueja. Transciende este aspecto social del personaje femenino al apuntar a temas candentes actualmente, pero sin ofrecer soluciones, sin establecer ningún juicio. -Algo hemos avanzado, en este sentido. Al menos, queremos creerlo.-
No he querido caer en lo anecdótico de la trama, dando pistas a los que se mueven por gustos y disgustos, por apetencias. Tan solo he intentado plasmar mi experiencia, como siempre. Espero que a alguien le sea útil. Quería demostrarles cómo no solo he tenido la fortuna de haber sido testigo del estreno, sino que volvería a verla. En el patio de butacas no cabía un alma esa tarde. Fui acompañada, pero es lo mismo, no pude evitar que este trabajo artístico me tomase del cuello y me zarandeara. Y soy difícil a mi manera, no crean, lo que pasa es que elijo cada vez más y cada vez mejor.

Dicen que Messiez es “el director de moda”. A mi nada me importa eso. He visto dos montajes suyos nada más, La Distancia, en el Pavón Kamikaze, y este que nos ocupa. Me quedé con ganas de ver otros, como Bodas de Sangre, también en La Abadía. Lo que realiza como artista me interesa, me emociona, me hace pensar, me conmueve –verbo, este último, que tiene bastante que ver con ser llamada a la acción-

En cuanto a la actriz me ha parecido siempre muy interesante también. El público la conoce de sobra por otros trabajos suyos. Hace tiempo supe que es escritora, poetisa, que ha tenido algo que ver con La Fundación José Hierro. Conozco este lugar de encuentro de poetas… Es hermoso. Los astros se alinean, Messiez lo sabe. Está científicamente probado: somos polvo de estrellas.

Del autor, Santiago Loza, no puedo decir mucho más, excepto toda esta maravilla que he mencionado y que me ha traído el encuentro con su obra en La Abadía. Es argentino, como el director. Muy valorado y representado allá. Y es la primera vez que se representa en España. Que no sea la última.

Fernando Delgado Hierro
Fernando Delgado Hierro

Esta dimensión que intento atrapar, especificándola, es tan solo una capa de la obra, la más profunda. Es donde hayamos instalado el germen de la locura -amalgama de ternura, extrañamiento y escalofrío, encarnada por Fernando Delgado Hierro con verdad y delicadeza-

Fernando Delgado Hierro
Fernando Delgado Hierro

Pero no es onírica, sino cruda, esta textura interna del montaje de Messiez. ¿Cómo se consigue esto? Mi teoría sería que insistiendo en el contraste.

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Cecilia Sarli - Manuel Domínguez

Mírame

Mírame

Susana Torres Molina
Director : JESÚS CRACIO

Con la valentía que caracteriza a dos actores de raza, Manuel Domínguez y Cecilia Sarli le propusieron en su día a Jesús Cracio la posibilidad de acometer conjuntamente la puesta en escena de Mírame, un texto de Susana Torres Molina. Les parecía que era urgente que una obra de teatro que versa sobre la violencia machista fuera expuesta a la luz potente de los focos para ser desentrañada por el público. Cracio, director cuya larga trayectoria se distingue por haber transitado otros procesos artísticos con temáticas controvertidas, no pudo negarse a este reto. Pese al perentorio deseo de llevar a escena el texto, durante el proceso de investigación previo se tuvo en cuenta la delicadeza del tema a tratar y la conveniencia de no caer en frivolidades o engaños. Para ello, se contactó con la autora y se consultó con expertos en la materia (Jaime Larrañaga y Sonia Cruz). Los riesgos y dificultades que han asumido estos tres artistas, son múltiples y de gran envergadura. Enfrentarse a un texto teatral en el que el argumento es la violencia en sí, contada en un único acto, y sobrevivir al intento, es ya digno de los merecidos aplausos que reciben tras cada función. Que el público se mantenga en su asiento, pese a la incomodidad que supone ser testigo de la visualización conjunta de un tema tabú, es todo un logro. Conseguir que brote espontáneamente la confrontación de opiniones entre los asistentes, una vez terminada la función, resulta algo destacable.

El título de la obra es realmente acertado. La autora solicita que se ponga el punto de mira en el agresor y así es como sucede. Asistí a dos funciones de Mírame. En la primera ocasión, mi perplejidad quedó presa del personaje que encarnaba magistralmente Manuel Domínguez. Me resultaba tan hipnótico este depredador sin piedad y al mismo tiempo sensiblero hasta la lágrima, capaz de pasar en décimas de segundo de la cruel agresión al sufrimiento, del cinismo a la justificación, de la burla a lo maquiavélico. Apenas pude mirar a Cecilia Sarli, que prestaba su cuerpo y su alma a la víctima. No es que literalmente no atendiese a su presencia ni a sus palabras, es que al chocar con ese personaje mi atención se tornaba superficial (después me percaté de ello), como si una pantalla opaca me impidiese una conexión empática. Era el miedo a lo difícil de asumir como cierto. Sin embargo, tras asimilar la primera experiencia, regresé más curtida y pude anclarme al trabajo heroico de la actriz, fui capaz de considerar entero el hecho atroz que se narra en la obra. Hice caso esta vez de la segunda llamada de atención de la autora: -”Mírame”- ahora en voz del personaje femenino. Tuve que ir decapando las diferentes perspectivas insertas en el montaje dirigido por Jesús Cracio. El diseño de la iluminación contribuyó en gran medida a poner de relevancia la presencia lacerada de Cecilia Sarli, su lucha soterrada por la supervivencia. Y, por otra parte, la ambientación musical -incluidas las canciones a capela– edulcoró levemente lo que se presumía rotundo en silencios, como un susurro que se pronuncia en la distancia y pretende alcanzar el otro lado de un abismo. Finalmente, la conclusión del texto impactó contra un añadido del director: una proyección, grabación parcial y selectiva de uno de los momentos del abuso, intimidad descontextualizada que distorsiona lo ocurrido en realidad. Se subrayó de este modo la indefensión de la víctima y el poder del agresor para imponer su voluntad, que no duda en recurrir al ciberacoso sexual.

Me parce muy significativa esta resistencia mía a abandonarme del todo y recrear junto a los artistas el acontecimiento en cuestión, ya que creo que se podría establecer un paralelismo con la reacción social ante hechos de esta índole que en su mayoría suelen permanecer ocultos, como si se tratase de hechos puntuales que se pudieran marginar, cuando realmente las estadísticas son alarmantes. Precisamente por eso, porque de un modo u otro todos estamos afectados por esta lacra que supone la violencia machista, resulta tan difícil de digerir un menú artístico como el de Mírame, nos cuesta hasta catarlo, degustar su amargo buqué, tragarlo. Ni tan siquiera podemos mirarlo con la perspectiva limpia del que se sabe ajeno a la trama. Todos estamos involucrados en esto, todos formamos parte de una sociedad machista que consiente lo que Naciones Unidas considera una pandemia mundial: la violencia machista.

Para conmemorar el Día de la Eliminación de la Violencia Machista, tras la segunda representación de Mírame a la que asistí en la Sala Mirador, se abrió un debate que contó con la presencia de expertos y en el cual participó el público asistente. Una vez recogida allí la información pertinente, me pareció imprescindible ampliarla entrevistando a Sonia Cruz, psicóloga de la Fundación para la Convivencia ASPACIA (Organización sin ánimo de lucro especializada en la atención a víctimas de violencia de género y en la eliminación de la violencia en todas sus expresiones).

MJ.- Lo primero que habría que definir es el término ‘violencia sexual’, porque es posible que se tengan confundidos los límites…
SONIA CRUZ.- Según lo define la OMS (Organización Mundial de la Salud), tanto si el hecho en cuestión se produce en el ámbito de lo público como en la vida privada, llamamos ‘violencia sexual’ a todo acto sexual no deseado o la tentativa de consumarlo, a los comentarios e insinuaciones sexuales no deseados, así como a la utilización de la sexualidad de otra persona para uno mismo o para un tercero mediante cualquier tipo de coacción tanto física como psicológica (explotación sexual). La violencia sexual abarca desde el acoso verbal, el acoso sexual callejero, hasta la penetración forzada, pasando por muchos tipos de violencias sexuales que sufrimos las mujeres y que son diferentes a lo que comúnmente se conoce como violencia sexual, es decir, la violación que tiene lugar por la noche y en un lugar aislado. Centrándonos en la ‘violencia sexual machista’, la que sufrimos las mujeres por el hecho de serlo -que es una violencia sexual muy concreta, ya que los hombres también sufren violencia sexual, junto con los niños-, hay un mito alrededor de la violencia sexual contra las mujeres que es el de identificar como denunciable y condenable exclusivamente la violación del tipo que todo el mundo reconocería como tal. Cuando las violencias sexuales que sufrimos las mujeres coinciden con ese perfil, contamos con más credibilidad, recibimos más apoyo, incluso nosotras mismas lo detectamos como una violencia grave y algo a denunciar. Cuando una violencia sexual se sale de ese perfil, cuando el agresor es conocido de la víctima, o no se da en ese lugar público aislado, o no hay uso de la fuerza física, o no hay penetración, y no hay lesiones físicas, en estos casos, se tiende a minimizar la importancia del hecho, a justificar al agresor –porque había bebido, porque no podía controlarse o lo que fuera- y a culpabilizar a la víctima -porque había provocado, de alguna forma lo estaba pidiendo con su forma de vestir, con su comportamiento, a lo mejor había bebido, o había invitado al agresor a su casa anteriormente, etc.- Se ponen en marcha entonces todos los mecanismos que el sistema patriarcal tiene para que las mujeres estemos en el foco y seamos al final las juzgadas. Se da la vuelta a la tortilla, y parece que el agresor se convierte en víctima y la víctima en cómplice. Y esto sucede con todos los delitos de género, ya sea dentro de la pareja o perpetrado por la expareja. El foco de atención se fija en las mujeres y se analiza su comportamiento para averiguar si no somos nosotras las culpables de lo sucedido. Porque entender que esto no tiene que ver con una enfermedad mental del agresor -que es otro de los mitos-, supone aceptar que esta violencia tiene un carácter sociocultural y que tenemos que actuar a nivel social para cambiarlo. Cuando se pone el foco en la mujer, lo que se está haciendo es distraer del foco lo necesario de atención real, que supondría encontrar el origen de esta violencia para poder eliminarla. El sistema patriarcal utiliza estos mitos para mantener la desigualdad y silenciar esta violencia tan frecuente.

MJ.- ¿Cuál sería el perfil de un abusador o de un violador?
S- No hay perfiles. Uno de los mecanismos que tiene este sistema es hacernos creer que el agresor sexual, el violador, es un hombre raro, con dificultades en sus habilidades para relacionarse con las mujeres, que es un hombre víctima de abuso en la infancia, que tiene un déficit de control de impulsos, que tiene algún tipo de descontrol sexual o es adicto al sexo, o que tiene algún tipo de enfermedad mental crónica -que es un psicópata-. Esto nos hace creer que nos tenemos que proteger de este tipo de hombres, que tenemos que estar atentas a los hombres ‘raros’. En realidad, no hay perfil. El único perfil que encaja en una agresión machista es el hecho de ser hombre. Ha sido socializado en una cultura machista como es la nuestra. Esto no significa que todos los hombres vayan a agredir o a violar, pero los hombres por el hecho de haber nacido en una sociedad machista tienen el peligro de poder cometer alguna vez algún tipo de violencia sexual. No tiene por qué ser una violación, pero hay muchos ‘micro-machismos’ que pasan desapercibidos y que están a la orden del día.

MJ.- Como mujeres insertas en esta sociedad, ¿dónde deberíamos poner en el día a día una señal de ‘peligro’?
S.- Nos encontramos con otras formas de violencia que suelen permanecer ocultas y que en un 80% de los casos son perpetradas por personas del entorno de la víctima, incluida la familia. Las mujeres -y los hombres- deberíamos ser educadas para poder detectar violencias sexuales de todo tipo. Llamamos ‘abuso sexual’ a toda violencia en la cual no se utiliza la fuerza ni las amenazas para ejercerla, sino que el agresor accede al cuerpo de las mujeres aprovechándose de una situación de poder o de una circunstancia, o a través de un juego, o en un entorno de diversión. Hay conductas masculinas que tenemos muy normalizadas, pero que tienen como objetivo la intimidación, el hacernos sentir violentas y vulnerables (como el uso del ‘piropo’). Otra ejemplo de abuso es la ‘sextorsión’, agresión sexual que se consuma tras la amenaza de exponer en redes sociales imágenes íntimas de la víctima conseguidas sin su consentimiento, o alguna otra contrapartida del tipo que sea. Se tiende a pensar que un tocamiento o un abuso sin penetración no son graves, y son violaciones de los derechos humanos, de los derechos sexuales, muy graves. La gravedad de la violencia sexual no depende de si hubo penetración o no, sino que está determinada por cómo vive esa agresión la víctima y por otros muchos factores que intervienen en el hecho violento – quién ha ejercido esa violencia, cuántas veces ha tenido lugar la agresión, la edad de la víctima, el tipo de apoyo que percibe, etc.

MJ.- ¿Cómo reaccionar ante un violador? ¿Existe una ‘mejor estrategia’?
S.- Cuando cualquier persona sufre un ataque violento, reacciona con similares estrategias de supervivencia. Debido al sentimiento de culpa, el bloqueo puede parecer la primera respuesta, la única que se da. Pero siempre, por instinto, el cuerpo evalúa la situación y considera la defensa y la huida. Cuando estas dos fallan, el bloqueo le permite a la víctima poner distancia emocional y psicológica con el hecho que está teniendo lugar, pese a estar presente, le permite garantizar la supervivencia.

MJ.- Cuando se dice “no es no”, ¿nos referimos a pronunciarlo o nos referimos también a actitudes? Porque no queda claro…
S.- El ‘no es no’ es un lema interesante del movimiento feminista que hace referencia a confrontar el mito que supone que cuando una mujer dice “no” en realidad está diciendo “sí”. A medida que se tiene un mayor conocimiento de las peculiares características de la violencia sexual, se va entendiendo que no siempre le resulta posible a la “víctima” decir “no”. El verdadero indicador del consentimiento de la mujer, para que un hombre pudiera entender que la mujer quiere consentir una relación sexual, es un “sí” verbal rotundo y una actitud coherente con ese “sí”. A las mujeres no nos han enseñado a manifestar nuestro deseo, a estar en conexión con él para poder expresarlo y defenderlo. Por todo esto, es muy importante tener el foco puesto en que esta violencia es cultural.

MJ.- ¿La palabra ‘víctima’ está estigmatizada por la sociedad?
S.- Sí, sobre todo si eres víctima de un delito de género. Si eres víctima de un fraude o de un robo, no tanto… Pero si eres víctima de una violencia -tanto sexual como física como psicológica- por el hecho de ser mujer, sí, sí está estigmatizada. Es más, una de las cosas de las que se aprovecha un agresor sexual o un abusador, es del hecho de que la mujer que va a denunciar cierto tipo de violencia sexual va a ser estigmatizada, no va a ser creída. Esto se ve muy bien en la obra de teatro. Hay un momento en el que Juan Vidreo le dice a Marina: “¿Quién te va a creer? Es tu palabra contra la mía. No es que te haya violado un desconocido por la calle. Realmente, ¿cómo vas a demostrar esto? No tienes señales, no tienes lesiones…”

MJ.- Entonces supongo que hay mucho soterrado, es decir, que las estadísticas no son ciertas, que habrá muchos casos que no trasciendan…
S.- Cada vez se realizan más estadísticas, se va avanzando en ese tema. Las estadísticas hablan de una prevalencia muy alta de la violencia sexual en la vida de las mujeres. La OMS en 2013 concluye que 1 de cada 3 mujeres ha sufrido o va a sufrir algún tipo de violencia sexual, verbal o física, por parte de su pareja o fuera de la pareja. Las cifras de estos datos estadísticos pueden parecernos altas, pero tenemos que tener en cuenta que no son más que la punta del iceberg. En estas cifras no están representadas las violencias que no son denunciadas. Por ejemplo, el acoso sexual laboral es quizás una de las violencias más estigmatizadas y ocultas que existen. Y, al mismo tiempo, de las más frecuentes. En la macro-encuesta europea se concluye que el 75% de las mujeres que ocupan puestos de responsabilidad han sufrido algún tipo de acoso laboral, muchos de ellos de carácter sexual. El acoso laboral es una de las formas más eficaces de destrucción del poder personal de las mujeres y de su conexión con los demás. Se produce a través de comportamientos muy sutiles que son progresivos, que al principio no son detectados por la víctima como tales, ni por el entorno. Normalmente, los casos de acoso que salen a la luz son aquellos en los que ya ha tenido lugar una agresión sexual y ya es algo que debe ser denunciado, porque la mujer ya detecta el peligro o ya lo detecta como algo grave. Pero lo que hay de fondo es una situación de acoso que ha permanecido durante meses o años y que es impune en el entorno laboral porque es ocultada por sus superiores o por otras estructuras. Los testigos de violencia sexual no tienen obligación de denunciar, no está tipificado por ley, excepto si la agresión se produce en el entorno de la pareja o expareja (Ley Integral 1/2004). Sin embargo, aunque todos tenemos el deber moral de hacer algo al respecto, ya que se trata de un problema social, es importante poner el foco en que el verdadero responsable es el agresor.

MJ.- ¿Cuáles son las consecuencias para la víctima?
S.- Recibe un ‘impacto biopsicosocial’, es decir, que tiene consecuencias fisiológicas, psicológicas y sociales. Se suman a aumentar ese impacto una serie de violencias simbólicas. Una de ellas es la ‘revictimización secundaria’ que sufre al sentir la falta de apoyo institucional o del entorno más cercano. La intensidad del impacto tiene que ver también con la existencia o no de una ‘traumatización previa’, con que se hayan sufrido violencias de género anteriores (físicas, sexuales o psicológicas). La agresión sexual afecta al poder personal de las mujeres víctimas, a su autonomía, a la fertilidad, a su voluntad, a su capacidad de decisión, a su autoestima, a sus deseos e impulsos vitales. Afecta al área de la sexualidad, del cuerpo, de lo físico. Se producen problemas de insomnio, de alimentación, de insatisfacción corporal… Hay problemas de conexión con el cuerpo, si es dónde se ha recibido la violencia sexual. Se produce una huida, un intentar evitar todo aquello que pueda hacer recordar las emociones más negativas o las sensaciones que tengan que ver con la violencia.

MJ.- El evidenciar el delito, ¿es positivo siempre para la víctima? ¿O se puede vivir con ello siempre oculto y tener una vida plena?
S.- Todos contamos con un mecanismo de supervivencia que se llama ‘disociación’. De ser puesto en marcha, le permite a la víctima seguir viviendo con normalidad, aparentando que no ha ocurrido nada, aunque sufra una herida emocional importante. En un porcentaje muy alto de los casos se desarrolla un trastorno de ‘estrés postraumático’, que es la experimentación una y otra vez de lo ocurrido. Sin embargo, a través de los estudios de neurociencia más recientes, se ha podido comprobar que cualquier persona puede superar un acontecimiento traumático sin ayuda. Cuando ese mecanismo de superación se atasca es cuando sería importante contar con profesionales especializados en este tipo de violencia sexual que, no solo incorporan la perspectiva de género, sino que con técnicas específicas de procesamiento del trauma pueden ayudar a la víctima a elaborar una narrativa que le permita pasar página. El entorno de la víctima, por su parte, puede ayudar dando crédito a lo sucedido y ofreciendo su apoyo incondicional.

MJ.- ¿Habría que denunciar, para poder superarlo?
S.- No, depende de cada mujer. Obligar a una mujer a denunciar puede ser perjudicial, puede no estar preparada o ponerla más en riesgo. Denunciar no aporta la protección legal que cabría esperar y que la víctima necesitaría. Tampoco está garantizada la condena al agresor. Son procesos legales duros. Cabe la posibilidad de que la víctima sufra una ‘revictimización’. Lo ideal sería que tanto las mujeres como la sociedad en general entendieran que este delito es muy grave y que es denunciable y condenable. Lo más terapéutico sería que la mujer víctima pudiera sentir que la sociedad la cree, la apoya y condena al agresor. Esto sería un indicador de un avance a nivel social. En estos momentos se está trabajando sobre la posibilidad de incorporar las violencias sexuales fuera del ámbito de la pareja como una forma de violencia de género. Y, sin duda, la mejor intervención es la prevención. Se debería incluir a niños, niñas y jóvenes en las políticas de prevención de la violencia sexual.
Concluyo este artículo con una doble esperanza: en la utilidad del arte como vehículo de denuncia y en la capacidad de transformación de la sociedad por parte del ser humano.

“El cuerpo debe ser un don y no un padecimiento”, CLARA CAMPOAMOR

Imagenes © Moisés Fernández Acosta & © Pier Paolo Álvaro | Cecilia Sarli - Jesús Cracio - Manuel Domínguez
Imagenes © Moisés Fernández Acosta & © Pier Paolo Álvaro | Cecilia Sarli - Jesús Cracio - Manuel Domínguez
Cecilia Sarli - Manuel Domínguez
Cecilia Sarli - Manuel Domínguez

Que el público se mantenga en su asiento pese a la incomodidad que supone ser testigo de la visualización conjunta de un tema tabú, es todo un logro

Cecilia Sarli - Manuel Domínguez

Enfrentarse a un texto teatral en el que el argumento es la violencia en sí, contada en un único acto, y sobrevivir al intento, es ya digno de los merecidos aplausos que reciben tras cada función

obra de teatro mírame
página 4 y 5
mirame
página 4 y 5

Conseguir que brote espontáneamente la confrontación de opiniones entre los asistentes, una vez terminada la función, resulta algo destacable

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