CRÓNICAS DE Teatro de la Abadía

ANTE LA JUBILACIÓN

Autor: THOMAS BERNHARD

Director: KRYSTIAN LUPA

Producción: TEMPORADA ALTA/ TEATRE LLIURE

Sin amor, sin esperanza, sin nada que hacer, sin un papel en el teatro del mundo y ante el abismo de la memoria. Ante la jubilación no es teatro de circunstancias, aunque esa sea la circunstancia que acecha a los tres personajes de la obra: la jubilación de uno de ellos. Thomas Bernhard trasciende las circunstancias, coloca al ser humano frente a un espejo que le devuelve una imagen poco amable de sí mismo, cargada de realidad y de misterio. El subtítulo de la obra es comedia sarcástica, no drama, aunque el sarcasmo sea un ácido de difícil digestión para transformarlo en risa. En la función a la que asistí en Teatro de la Abadía, hubo algún conato tímido de batir la mandíbula, alguien entre el público quiso quitarle yerro al asunto de que trataba la obra, pero la iniciativa se le quedó encajada entre el denso tejido de silencios que invadían la escena, de acciones cotidianas que asemejaban rituales ancestrales; de gestos diminutos que reflejaban estados de ánimo contenidos o disimulados, ritmos internos. Solo hay que saber escuchar y ver. Lo más relevante del arte es el silencio, el vacío, dónde y cómo encajarlo.

En vez de estar viajando a algún lugar de la costa, durante este puente de diciembre de 2018 me desplacé desde la periferia de Madrid a su centro para consumir cuatro horas de Arte Dramático en estado puro. No fui acompañada; no era la única, aunque casi podía considerarme una excepción. Durante los tres descansos que se llevaron a cabo, el público salió de la sala, tomó cerveza y charló. Yo tomé un refresco con excitantes para mantenerme alerta y continué escuchando lo que llegaba hasta mis oídos. Alguien comentó que aquello que transcurría sobre el escenario lo hacía a cámara lenta. Reflexioné sobre ello. Si se referían a los diálogos, es cierto que se escoraban siempre hacia el monólogo, en un intento de sortear lo falso que suele ponerse de manifiesto en las conversaciones. El ámbito familiar, como estructura sociopolítica diseccionada en la obra, no permitía a los personajes encontrar muchos puntos de fuga, sin embargo. Los tres hermanos se conocían demasiado, dos volcaban la palabra sobre el vacío existencial que experimentaban, otra esgrimía el silencio contra ese vacío, pero todos sabían lo suficiente de los demás, no cabía como reacción el asombro. Así transcurrían las escenas, concatenadas en lo cotidiano, tensionadas por la ausencia de réplica de quien podría desbaratarlo todo, si su reacción fuese novedosa y contundente, la hermana pequeña. La resistencia no es suficiente. Solo cuando Marta Angelat abría la boca, el tiempo fluía a contracorriente. Pero la esperanza no es capaz de prender en el pantano del miedo, todo se hunde allí, incluso la llama de la inteligencia; más honda la pérdida cuanto más peso específico. Permanecemos impedidos, con el carácter lisiado, presos en nuestras relaciones de dependencia, enfermos, incapaces -también lisiadas, presas, enfermas e incapaces, que no quepa la duda-. Hay mucho a nuestro alcance para mantener las apariencias; toda tradición es disfraz que oculta la expresión verdadera, nacida en el instante irrepetible. Aprendemos lo que oímos, lo repetimos hasta la saciedad, la reflexión suele quedar al margen. Pero somos también ese río subterráneo que invade nuestro pensamiento mientras vivimos. No siempre prestamos atención a lo que pensamos, nos cuesta conciliarlo con la vida social, con la velocidad de lo que acontece, así que falseamos. Por eso creo que Bernhard crea este texto sin puntación ninguna y con estructura de poema; por eso Lupa ralentiza el tempo de la puesta en escena, para que como observadores privilegiados distingamos lo oculto y le prestemos la atención que se merece a lo verdadero. Los audiovisuales de Lukasz Twarkowski ilustraban durante las conversaciones de los personajes la dualidad existente entre lo que se decía y lo que verdaderamente se pensaba, gestos contrarios o sustancialmente distintos que se superponían, solo a veces similares; añadiendo una dimensión mayor al hiperrealismo externo, ya que el monólogo interior se ponía de manifiesto. Es difícil de plasmar, es un intento de esbozo a nivel físico del existencialismo filosófico; es espiritual, al tiempo que reniega de cualquier constructo religioso. Es genial. No estamos hechos de una pieza, de ahí que quepan distintas perspectivas de un mismo ser humano. Krystian Lupa indaga en la comprensión de lo que acontece entre sus personajes, en la naturaleza del motor que impulsa sus comportamientos. Por eso es más real que la realidad, porque mientras que la vida nos acontece eso es imposible de dilucidar, siempre hay algo que se nos escapa, siempre hay un misterio en los demás y en nuestra propia persona; precisamente porque, mientras nos relacionamos, se precipita el tiempo sin remedio. Con suerte, comprendemos con posterioridad a los hechos, ya envejecidos, la sabiduría nos sirve de mortaja.

En el segundo descanso escuché otro comentario. Necesitaba salir a respirar -dijeron-. La atmósfera que se generó tras la aparición en escena de Pep Cruz, resultó verdaderamente asfixiante. Y no precisamente por una violencia explícita que repercutiese en una incomodidad del público que abarrotaaba el patio de butacas; sino por la patente devastación de los tres seres que deambulaban por el escenario. Rudolf y Vera, ridículos hasta la náusea, complacidos en lo melodramático, representándose a sí mismos en una comedia dentro de la comedia, incapaces de verse aunque se observasen en los espejos; cobardes, zafios. Carne muerta, sin espíritu, desvirtuando lo más excelso: el arte, la música. Muertos que se saben muertos, infección capaz de propagarse y de acabar con el mundo tal y como lo conocemos, de nuevo. Y Clara, deslizándose hasta un rincón sobre su silla de ruedas, sometida a las voluntades de sus hermanos, más muerta aún que los muertos, sufriendo su muerte en vida, justificante del mal, rúbrica que certifica lo innecesario.

También aportaba una sensación claustrofóbica el sonido diseñado por Roger Ábalos: Marcando el paso, como una marcha militar que prescindiese de lo sinfónico, el sonido de un reloj de pared cuyo volumen se torna insoportable. En contraposición a tanto artificio, las voces de los niños en la calle; la luz natural filtrándose por los altos ventanales, amaneciendo de golpe y atardeciendo sutilmente.

Llegamos al tercer descanso empujados por la agresividad del sonido que ambientaba las imágenes de un audiovisual con tintes sadomasoquistas, pero no exento de sarcasmo. Encorsetar al nazismo para volver a revestirlo de la gloria de antaño -podría ser la audio-descripción, algo intelectualizada, pero exacta-. Ni aunque corriésemos a la velocidad de la pólvora cuando la prende una llama, podríamos escapar de lo que se esté gestando en la sociedad, pues estamos inmersos. Miremos para otro lado, no nos percatemos del auge de las ideologías extremistas, de las intolerancias de a pie, de la necedad del que sigue pensando que la felicidad es comodidad y entretenimiento, que los estados de bienestar son perdurables, que nos protege el sistema tan solo por repetirse, por ser sistémico. Estamos en peligro.

La boca del teatro estuvo enmarcada con un luminoso de color rojo desde el inicio de la función. Al final de la representación el fogonazo de un flash nos sugirió que los personajes no eran más que un recuerdo, figuras atrapadas en una fotografía. Un objeto significativo durante la representación fue el álbum de fotos entre las manos de Vera, transmisora de leyendas, descriptora de imágenes que se proyectaban sucesivamente sobre el papel decorado con siluetas de cruces de hierro que cubría la pared, deteriorado ya por la humedad y el paso del tiempo. Las personas retratadas se alzaban del álbum como fantasmas de humo sobre las cabezas de los personajes que paseaban o no sus miradas por encima. El público podía así observar esas instantáneas, reconocerlas, tantas veces curioseadas en documentales sobre el nazismo. Algunas figuras aparecían señaladas con trazos rojos, apuntes sobre el papel que documentaba su existencia. Por mucho esfuerzo que se empeñe, la distancia emocional que imponemos ante esta huella del pasado es grande. Alguno de los presentes puede que aún sintiese un escalofrío, pero lo dudo. Lo que ya está puesto en nuestro conocimiento, deja de extrañarnos. Incluso la acumulación de cadáveres en la fosa común, es incapaz ya de arrancar de nosotros algo más que una respiración profunda, si acaso. Aquellos cuerpos no parecen humanos, no nos identificamos con ellos. Tampoco los nazis se identificaron, si no, hubiese sido imposible que hiciesen lo que hicieron. Nos cuesta imaginarlo. La realidad supera a la ficción. Cada aniversario, sacamos a colación los hechos y soltamos un discurso, lamentándonos. Aunque no siempre es así. No todo el mundo se lamenta. Algunos se ocultan de la luz de los días tras las persianas bajadas, elucubran con resurrecciones de regímenes totalitarios, alardean de preservar sus símbolos, disfrazan el hedor de los asesinados a base de demagogia y populismo. El monstruo es débil, lo sabe bien Thomas Bernhard. El poder le viene del servilismo, del fanatismo, de la unión de muchos que apoyan su supuesta supremacía. Constructos sociales, para eso sí tenemos imaginación, para generar las hecatombes, no para prever sus consecuencias. Las generaciones que no hemos vivido las guerras, nos consideramos ajenas a ciertas posibilidades de giro de la Historia. Tan solo tendríamos que atrevernos a calificar los comportamientos políticos de algunos que caminan a nuestro lado como si tal cosa, o acostumbrarnos a girar la cabeza y a comprobar así las injusticias sociales, o escuchar a quienes nos pisan los talones cargados de pesadumbre y de rabia, o drenar los mares por rescatar los cuerpos abandonados a su suerte.

Lo personal es político, eso he aprendido. No hay particularidad que no sea simiente. Si alguien ha sido alguna vez monstruoso, un único individuo, queda demostrado que también somos eso, que la humanidad entera tiene estos matices, que este componente se encuentra en la amalgama de su esencia. Podemos engañarnos y obviar de lo que somos capaces, erotizar la pureza de los héroes. Ni siquiera sirve para retrasar el advenimiento de lo cíclico. ¿Qué oportunidad tenemos de tener el control sobre las guerras, sobre la ignominia? Los sistemas no son infalibles, pero cada vida humana es una oportunidad para encontrar una forma más ética de coexistencia. Agradezco el compromiso en este sentido de instituciones y de artistas. Sea.

Crónicas

Por MJ Cortés Robles

Imagen

© Fotos de Felipe Mena

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