LA CELESTINA
Fernando de Rojas
Director: JOSE LUIS GÓMEZ
«Todo texto contiene, de un modo más o menos explícito, una representación de la realidad en términos espaciales” -nos recordaba el dramaturgo Sanchis Sinisterra en el taller sobre La Celestina que promovía la Compañía Nacional de Teatro Clásico en Nuevo Teatro Fronterizo– “Y no solamente en su aspecto estético, sino temático e ideológico, como un sistema de valores y significados de la cultura a la que pertenece el autor”.
La otra tarde en el Teatro de la Comedia de Madrid presencié un ejemplo de puesta en escena que cumplía las prerrogativas de este “concepto de semiesfera”. Para la representación de esta obra universal de La Celestina, se había ideado una arquitectura del espacio escénico que muy bien podría responder a una percepción del mundo válida tanto para la época de Fernando de Rojas como para la actual. La ciudad, en altura. Los hogares a ras de suelo, o incluso en el subsuelo. Lo externo y común, contra lo íntimo e individual. La sociedad sobre nuestras cabezas, lugar que solo se alcanza ascendiendo, precipicio al que asomarse, por el que despeñarse y descabezarse. Las normas sociales contra las necesidades personales, lo establecido contra lo instintivo. Y en el centro, el vacío. Ni tan siquiera nuestro afán de supervivencia es capaz de remontar por siempre este abismo inherente a la existencia. Cuando menos te lo esperas, un tropiezo imposible de calcular y todo termina. O una decisión propia que acabe con el vértigo definitivamente. O el infortunio de obstaculizar la trayectoria afilada y mortal de un deseo ajeno.
La estructura construida sobre el escenario para este montaje, de reminiscencia industrial, aparentaba inestabilidad. Esta sensación era intensificada por el espacio sonoro. Ecos metálicos, fantasmagóricos, presagios de acontecimientos nefastos. También por la particular iluminación del foro, casi adivinado durante la mayor parte de la función y de gran relevancia en los momentos elegidos. Cada zona del escenario cobraba su verdadero significado y sus matices solo al ser ocupada por los personajes en acción. El deambular de las gentes con sus quehaceres. Figuras de hombres o mujeres anónimos faenando sobre un laberinto de pasarelas o puentes, en solitario o reunidos en torno a algún asunto que se nos antojaba de extremo interés, al no tener acceso a su contenido. Los soliloquios de Celestina en el trayecto hacia sus objetivos, resolviendo dilemas. La casa de Melibea desde el foro hasta el proscenio, la tapia imaginaria del jardín entre el escenario y el patio de butacas. Calixto presa de sus sirvientes, siempre a punto de evadirse, de saltar esa cuarta pared y ampliar espacio, el que su enajenación y sus bajos instintos le demandan. La cama de Aureusa en primer término, su cuerpo desnudo y anhelante bajo una simple sábana. La cueva en casa de Celestina, habitáculo de sombras, testigo de prostitución y sortilegio, una trampilla abierta hacia los ínferos.
No había decoración, por tanto, excepto la sobriedad de las escaleras y pasarelas descritas anteriormente. Los personajes, con su vestimenta y abalorios, destacaban sobre un fondo gris. Al fondo, lo oscuro. Y en primer término, la palabra. “La selva del lenguaje en La Celestina”. Así se refiere Sinisterra al texto de Fernando de Rojas en su investigación de esta obra en principio irrepresentable. “El lenguaje como campo de batalla, estrategia para la acción, para la resolución de conflictos. La palabra como herramienta de interacción con la que los personajes dilucidan.” Refranes, sentencias, máximas, rodeos, apartes.
Todo este recrearse en el verbo culminaba en la propuesta de Jose Luis Gómez con canciones entonadas al unísono por las diferentes clases sociales. La música solo estaba presente así, de viva voz, generada por los propios personajes en escena. Y es que subyace en La Celestina un deseo de gozar la vida, mientras dure. Es el CARPE DIEM del medioevo, que pervive en Renacimiento y Barroco, que jamás quedará postergado, como aspecto literario que refleja un anhelo vital. Jose Luis Gómez lo reflejaba de forma brillante como director y como intérprete. La escena de la comida, como una última cena herética, con Celestina en el centro y sus discípulos a ambos lados, repartiendo sabios consejos en torno al paso del tiempo. La mano de la vieja bajo la sábana de Aureusa, tentando a la juventud inexperta para conseguir aliados. Los actos sexuales consumándose como trasfondo de lo que se negocia. El humor ácido y la risa como caudal de alegría, de deseo de más vida. La gracia de la alcahueta, encarnada en una gitana hechicera experimentada, compendio de sabiduría. Jose Luís Gómez conseguía que el personaje de Celestina nos resultase entrañable, la comprendíamos, queríamos que todo le saliese bien, era nuestra heroína. Embaucaba al público, al tiempo que a los personajes con los que lidiaba en su vida escénica. La conexión de la vieja con lo infernal, con los poderes demoníacos, se nos antojaba una tarea cotidiana de quien está por su edad entre la vida y la muerte, un poder que otorga el tiempo. Era esta condición que venía a añadir profundidad y misterio, que reavivaba nuestro interés por Celestina.
El maestro Sanchis Sinisterra nos explicaba durante el taller de investigación el “concepto de umbral” de Walter Benjamin. La indecisión, el dilema, la vacilación que sufrían los personajes en escena, aumentaba la sensación de peligro. De los cinco muertos que hay en la obra, cuatro mueren por caída. En la puesta en escena de Jose Luís Gómez se subraya esta tendencia a lo accidentado de la vida a través de un cuerpo sin vida, descabezado, encaramado como advertencia a la estructura metálica desde el inicio de la obra.
La perversión en La Celestina alcanza a trasgredir la tan marcada diferencia de clases sociales en épocas inmediatamente anteriores, tanto en el comportamiento de sus personajes, como en el lenguaje que utilizan. Hay mucho de teatralización en los modos de comunicarse Calixto y Melibea, por ejemplo. Igualmente en el resto de personajes. De ahí el uso de los “apartes”, que ponen de relevancia pensamientos e intenciones no desvelados en el discurso dirigido, oculto tras la máscara de lo apropiado o de las modas. Otro ejemplo de esto son las fórmulas de “amor cortés” que utiliza Calixto para intentar vencer la resistencia de Melibea.
Jose Luís Gómez respetó la otra tarde la inmediatez de la acción en el texto, que empezaba a surgir por boca de Calixto en cuanto saltaba al escenario, tras la presentación musical. Como era de esperar, a la hora del cortejo amoroso, el burgués esgrimía su torpeza con todo tipo de inconvenientes inútiles. Había que buscar ayuda en los sirvientes, mezclando así niveles sociales. Pero al final, la persuasión, la captación de adeptos para una misma causa tenía su clave en los tejemanejes de Celestina, la última en el escalafón, la más denostada, que resultaba sin embargo imprescindible.
Una vez que apareció Jose Luis Gómez envuelto en unas sayas, que me perdone el resto del elenco, pero ya no había ojos más que para rastrear sus andanzas, ya no había oídos sino para deleitarse en su seleccionado acento andaluz adornando sentencias. El resto de los actores, pese a su buen hacer, se transformaba en comparsa. Los gestos múltiples en Celestina, de sonrisa pícara o de pedigüeña avejentada y enferma, se sucedían unos a otros. Pura estrategia del personaje y verdad escénica del actor. Tan pronto veíamos a una jovenzuela imbuida en el juego erótico y disfrutando de diversos placeres, como a una anciana quejándose y murmurando con sabiduría. Nunca al hombre bajo el personaje, nunca a Gómez disfrazado, nunca al actor. Ninguna duda sobre la identidad de nuestra “vieja más conocida que la ruda con más de treinta oficios”
El deseado contrapunto a una vida amoral y azarosa que pudo suponer el monólogo de Pleberio para engrandecer la función, tampoco se produjo. Desde mi butaca percibí gran indiferencia hacia este planto de fama universal. Y fue una pena.
La otra tarde, asistí a la reencarnación de la famosa Celestina. Me congratulo de mi fortuna.
Una vez que apareció Jose Luis Gómez envuelto en unas sayas, que me perdone el resto del elenco, pero ya no había ojos más que para rastrear sus andanzas, ya no había oídos sino para deleitarse en su seleccionado acento andaluz adornando sentencias (…) Tan pronto veíamos a una jovenzuela imbuida en el juego erótico y disfrutando de diversos placeres, como a una anciana quejándose y murmurando con sabiduría. Nunca al hombre bajo el personaje, nunca a Gómez disfrazado, nunca al actor. Ninguna duda sobre la identidad de nuestra “vieja más conocida que la ruda… con más de treinta oficios”