Masticar hielo
(Versión de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de EDWARD ALBEE)
Dirección y adaptación: MARC RIVERA
Co-producción: EL EJE y TEATRE TANTARANTANA
Hay obras que transcienden por sí mismas, que dejan atrás a sus autores, cobrando protagonismo en épocas posteriores a su alumbramiento, con pleno sentido. El título de una obra es su presentación ante el universo literario y, en el caso del teatro, frente al público. No sé por qué no se le suele prestar atención a estas primeras palabras no dichas sobre el escenario pero que preceden al texto dramático y, de algún modo, condensan el contenido de lo que se va a representar en cada función. ¿Por qué alguien habría de temer a Virginia Woolf? ¿Por qué Albee retaba a sincerarse a aquella persona que temiera a la literata, famosa por su perspectiva feminista ante el mundo? ¿Cuál era el motivo por el cual quizá Albee ironizaba, cuestionándose tal cosa?
“No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”
Así amenazaba a quien se interpusiese en su camino esta pionera con habitación propia, capaz de pensar por sí misma, pese a condicionamientos y convenciones. Es lógico imaginar el temor que pudiera provocar en un mundo en el que los hombres tenían no solo la primera palabra sino, lo que es más importante, la última, la que dictamina, mandato y ejemplo para generaciones futuras.
Masticar hielo es un título distinto al de Albee, se refiere a una acción, a la costumbre de algo tan cotidiano como masticar, sea lo que sea que nos llevemos a la boca; nos transmite sensaciones físicas concretas, provocadas al imaginar algo tan inusual como la deglución del hielo en estado sólido. Si lo que nos llevamos a la boca es la emoción desbocada, a lomos de la cual cabalgan pensamientos gélidos y con aristas, tenemos armada la representación de una obra del gran Edward Albee, versionada en esta ocasión por Marc Rivera. Es el propio Rivera el que dirige a El eje, compañía independiente que formó parte de El Ciclo, programa de residencias artísticas de Teatre Tantarantana, sito en la ciudad de Barcelona.
¡Qué bueno que los espectáculos gestados en Cataluña salgan de gira y lleguen a Madrid, y qué afortunada soy al seleccionarlos para mis crónicas! Este elenco de cuatro interpretes me puso la otra tarde contra las cuerdas, me dejó sin aliento, me zarandeó a conciencia -o la conciencia-, me colocó boca abajo y dejó caer todos mis prejuiciosos hábitos románticos. Se destripó este concepto del “amor romántico” desde el escenario del mismo modo que se limpia un pescado crudo, sin ápice de escrúpulo ante el hedor de lo extraído y la sangre derramada, coagulada ya en exceso por haber sido tanto tiempo retenida. Los intérpretes envistieron unos contra otros como si no hubiera un mañana, como si todo en el mundo fuese pérdida, como si el romanticismo consistiese en internarse para siempre en una fosa séptica sin esperanza de aire fresco, en un agujero profundo sin vistas al cielo.
La toxicidad de las relaciones cuando se interpone el maltrato queda garantizada, suele convertirse en un círculo infernal de repetición de roles, como si se tratase de uno de esos juegos en los que la única ganancia consiste en interpretar el papel desde el principio al fin aferrándose, por si acaso, a las constantes vitales. Como espectadora desee más de una vez que se soltasen, que se quedaran quietos en el suelo, que las balas no fuesen de fogueo, que terminase el suplicio. Les tuve compasión y me horrorizaron. Pero, antes, me identifiqué con cada personaje en diferentes momentos, me hicieron reír a carcajadas, pese a las reiteradas crueldades mutuas. Es para hacérselo mirar, para hacérnoslo mirar todos y cada uno, todas y cada una de las personas allí presentes. La perplejidad vino a rescatarnos al final de la función y nos llevó en volandas hasta nuestras vidas respectivas.
Es de lo mejor que he presenciado en teatro en mucho tiempo, eso le dije a mi acompañante. ¡Qué entrega intelectual y qué desgaste físico para encarnar estas pasiones! La emoción de los actores y actrices se proyectaba desde lugares distintos, diferenciados por lo esencial en cada uno de los personajes. Entre todo el elenco se construía un entramado de lógicas de acción bestiales, apocalípticas, hermanas del suicidio intelectual y de la ingravidez que provoca la falta de ética cuando se han traspasado ciertos límites. La destrucción de un ser humano es cosa de poco, tan solo hay que dar un paso en una dirección equivocada, o ser incapaz de superar un acontecimiento y quedarse atrapado en ese infierno acompañado por quien antiguamente construía a tu lado la ilusión de emparejar dos vidas en un tiempo compartido, la ilusión de un compromiso firme que después supone una condena o, a lo peor, una mortaja.
Cada uno de los intérpretes tuvo su momento estelar, cada quien se quedó desnudo en escena frente al público -en sentido figurado, aunque relativamente, pues queda más a la intemperie el alma desnuda de un ser humano que el cuerpo, es siempre materia más sensible, más frágil-. Lo tremendo es la intuición de que el “juego” volverá a repetirse de forma sistémica, lo terrible ese quedarse mudo e inmóvil de los espectadores y espectadoras, frente a sus gritos de “socorro”. Les aplaudimos por su valentía y su talento, pero no fue suficiente. Nada es suficiente frente a un texto así, ni siquiera esta crónica deslavazada y estéril. Albee decía que sus obras debían ser útiles, no meramente decorativas. Era un dramaturgo comprometido en lo social y lo político. ¿De qué nos reíamos entonces con tanto ahínco, en amalgama cobarde, entre el público? Queríamos disfrazar el dolor, igual que los personajes, queríamos olvidar el daño y sus consecuencias, queríamos hurgar en la herida y convencernos de que existe una salida hacia el pasado, sin tener en cuenta que lo único que verdaderamente existe es el presente, este presente deslumbrante y perecedero.
Mi acompañante opinaba que, si continuaban “intentándolo”, los protagonistas tendrían una oportunidad de superarlo juntos. Mi acompañante es inteligente y sensible, con formación cultural y una mentalidad abierta, nada sospechoso de resistirse a los cambios. Se me puso el bello de punta al escuchar su afirmación. Esta anécdota vino a corroborarme que la sociedad está muy enferma y que los vínculos que se establecen entre los individuos necesitan revisarse de forma urgente, como ya se está haciendo desde los movimientos feministas, siendo claro ejemplo este montaje. No se pueden justificar ciertos comportamientos nunca, pese a que entendamos qué resortes los provocan. Hay que proteger a las personas, su integridad física, intelectual y emocional, independientemente de que se vean envueltas en un acontecimiento o circunstancia, hay que hacer lo posible por erradicar cualquier forma de violencia. Si esto resultase utópico, empecemos por establecer medidas de control sobre los agresores que se cumplan, programas educativos que traten de modificar conductas o de evitar que se den en el futuro. Y, por encima de todo, hay que desenmascarar los constructos sociales que nos conducen a ser artífices y víctimas de estos infiernos emocionales sufridos en el seno de las relaciones de pareja. El maltrato es maltrato, las agresiones nunca son expresiones de cariño ni quedan justificadas por el descontrol de los impulsos. Solo es fortuita una agresión cuando se produce como reacción inmediata, en legítima defensa, y siempre y cuando esta reacción lógica no se convierta en el inicio de un bucle, de una repetición constante de dinámicas nocivas. Y esto sin conocer las leyes, sin echar mano de la normativa, considerando de forma superficial lo que mis valores éticos me inspiran…
Da miedo: los enganches emocionales pueden llegar a ser tan fuertes que los individuos involucrados pierden no solo autonomía sino identidad, pasando a formar parte de un tándem que los desdibuja, que otorga sentido a lo que no lo tiene en absoluto. El terror a enfrentar la verdad, a admitir que la vida se acabe, que todo en la existencia es perecedero, nos hace inventarnos una alternativa vital en la que respiramos ilusiones. Pero las ilusiones no son más que fuegos fatuos que se disipan en cuanto aparece la realidad con su guadaña dispuesta, con sus fauces abiertas y su cola de serpiente, para inocularnos su veneno, cáliz de crueldad e irreverencia. Sálvese quien pueda… O empeñémonos, no obstante, en transformar la forma de vincularnos. Llamadlo “amor” o como os parezca, ponedle otro apellido, pero es urgente revisarlo, deconstruirlo, reinventarlo.