EL ÁRBOL
ODIN TEATRET
Dirección: EUGENIO BARBA
Voluntariamente, podemos cualquiera de nosotros acceder a asumir el papel de verdugo.
¿Por qué “menudo pájaro está hecho” o “pajarraco” son expresiones que conllevan un uso despectivo? ¿Qué tiene la sociedad contra los pájaros, para haber aceptado estos usos del lenguaje como válidos?
Yo amo a los pájaros desde la infancia, me hicieron alzar la cabeza y ver el cielo con otros ojos, ese último horizonte. Ya no soy tan ingenua y sé de la peligrosidad de las rapaces si eres un gorrión, pero amo a los gorriones y a las rapaces. Es una pena, que no sea ingenua, pero no me queda otro remedio, supongo. ¡Ya no pateo charcos, pero aún persigo el canto de los mirlos! Continúo ocupada en resolver lo que me inquieta más allá de la belleza. Ya sé del daño, del propio y del ajeno. Creo mis propios lodazales a base de sufrimiento, aunque también río mucho. Dice Hannah Arendt algo así como que el mal es superficial, que solo la bondad es profunda. Intuyo que es muy cierto, por lo que conozco, incluso de mí misma.
Hecha esta breve semblanza del “paraíso perdido”, me toca reconocer el descoloque al que me condujeron la otra tarde los Odin Teatret. ¿Sabéis cuando en una situación nueva para una, “una” no sabe cómo reaccionar, si reír o llorar? Pues así. Incluso al final de su propuesta (no quiero llamarlo espectáculo) que no sabía si aplaudir o largarme -como se me instaba a hacerlo con urgencia, a través de una de las actrices situada estratégicamente en la salida- Me sentí bastante estúpida en numerosas ocasiones, durante la función. Yo también portaba la nariz roja de payaso, incluso me ardía por momentos, debido a una mezcla de vergüenza y disfrute. Porque disfruté la función como una niña pero, al tener a la mitad del público justo en frente, me sentía observada todo el tiempo, como si mi propia imagen en un espejo se empeñara en burlarse de lo que debería reflejar. Para más inri, había localizado entre el graderío contrario a Juan Mayorga -al que admiro-. Brillaba en la oscuridad con su camisa blanca. ¡Qué estresante mi vanidad sin asidero! Así me sentía, perpleja. Observada y juzgada. ¿Y por qué? Yo no encarnaba a ninguno de esos “personajes” que deambulaban bajo la falsa carpa de circo color arena. Y, en todo caso, de ser alguno, me identificaba más bien con la niña que quería volar junto a su padre. Sin embargo, me atraían como un imán los Señores de la Guerra, no podía dejar de mirarlos, se me antojaban fascinantes, por mucho que intentara dibujar en mi rostro una máscara ética que alejase esas sensaciones, esa emoción que nace ajena a la empatía. Me conmovió profundamente Furia -la mujer que huía de la guerra-, me provocó un llanto tranquilo, sin nostalgia ni sentimentalismo. Su silencio me traspasó, su verborrea desmedida me despertó una emoción que apenas reconocía. Creo que fue lo más cerca que estuve de comprender de raíz. El resto del tiempo me lo pasé con la boca abierta, presa de la experiencia, acumulando enigmas. ¿Me refiero a la complejidad de las formas de expresión, de los textos, del lenguaje escénico? Nada más lejos, todo resultaba de una ingenuidad insultante, aunque traía reminiscencias de lo ajeno y de lo propio, de lo común. Mientras, el hermetismo de lo complejo nos iba atrapando de un modo envolvente. A través de los sentidos se nos acondicionaba para abandonar los asideros de la tibieza, abocándonos al escalofrío. Aunque a mí esa reacción me sobrevino en mi casa, días después, junto con algunas certezas. Me poseyó, de repente, la idea de que habíamos sido tratados en todo momento, durante la función, como subordinados, como esclavos, como extranjeros desprovistos de voluntad que inician un viaje ansiando refugio, movidos por la ilusión de un futuro. ¿Qué nos lleva a asistir al teatro? ¿O acaso vamos sin más, siguiendo la tediosa inercia del ocio? Esperamos continuar vivos al día siguiente, por lo menos. Procuramos mantener en el olvido nuestra condición mortal, mediante estas actividades. Al menos, buscamos reconfortarnos con el bálsamo de la belleza, adormilarnos, mecidos por algún canto. El canto, la celebración de la vida.
¿Cómo celebrar la vida tras una masacre? Tras un desastre natural, la propia naturaleza guarda silencio. El tiempo cesa, para darle tiempo a la vida misma a recuperarse. También justo antes de la hecatombe ocurre algo parecido, hay un silencio preñado de ojos abiertos, expectantes. Pero la vida se alza sobre el sacrificio, para regenerarse. ¿Siempre? ¿Hasta cuándo? Lo vivo engulle lo que le es ajeno. El problema es el veneno. La naturaleza nos ignora mientras puede. Únicamente hay dos posturas frente a esto: ser abono o ser veneno. El impulso de muerte puede condenarnos al silencio. Voluntariamente, podemos cualquiera de nosotros acceder a asumir el papel de verdugo. El que mata, también ama. El asesino tiene ideales. Si desde niños nos despertamos con el ruido de las bombas y alguien nos pone -a esa edad- un fusil entre las manos, si nos conmina a dar muerte, no erraremos con los disparos. Da igual que proliferen en algún lugar los ritos ancestrales, da igual el fervor de los inocentes clamando por el regreso de los pájaros. Las semillas chocarán contra la tierra reseca como si fuesen piedras. Solo la piedad es fértil. Solo la comunión de todos los seres sigue permitiendo que los astros giren. ¿Pero cómo podemos realmente “ponernos en lugar del otro”? Somos marionetas en manos de la experiencia. Lo que no se experimenta, no se sabe. Entonces, ¿cómo juzgar? ¿Quiénes son los sabios? ¿A qué cabezas obedecen las normas preestablecidas? ¿Deben ser rígidas o flexibles? ¿Resulta más fructífera la prevención que el castigo? Hace poco he aprendido una palabra nueva “provención”. No la busquéis en el diccionario, porque no aparece. A ciertos colectivos nos ha dado por inventar palabras. Esto da mucho miedo. La creatividad, en general, asusta mucho. Nos solemos anclar a lo ya conocido, presos en la verosimilitud de los refraneros. Pero el ser humano está imbuido de un espíritu libre, algo que se escapa a su lógica, que pugna por salir de su boca sin significado aparente, sonido armónico y vibrante que le eleve. En cada desfallecer, se deshace la entraña, como una bandada de pájaros que no se resignan a la oscuridad del nido. ¡Cuánto mejor será la levedad del ser que se despierta!
Filosofar es fácil. Lo cierto es que no sé nada de la guerra ni de sus consecuencias, excepto la información sesgada y tergiversada que nos llega a través de infinitud de medios de comunicación, gracias a los milagros de la técnica. Y no todo, una mísera parte. Además, pongo poco ahínco en preservar y contrastar los datos, en ahondar en las causas de los conflictos. Me quedo en la superficie. No es mi cometido. Son noticias de tan lejos. Y ni te digo ya si hablamos de la historia, aunque sea de la de España. La memoria histórica tiene peso específico, la vaciamos de nuestros bolsillos para intentar ir más rápido. Hay voces que nos advierten de que seguimos interconectados, y no solo a través de las redes sociales, que lo que nos salva es la lucha por lo colectivo. Por mi parte, empiezo a hacerles caso. Bueno, siempre he sabido, a mi manera, que es eso lo que somos, fragmentos de lo mismo. Pese a todo, algo se descolocó dentro de mí, la otra tarde, en Teatro de la Abadía, mientras Odín Teatret desplegaba ante los presentes el mapa de un mundo desprovisto de ángeles y de demonios, la desolación más absoluta, poniendo el foco de atención en nuestro propio desconcierto.
No os he desvelado nada, me lo he desvelado a mí misma, o lo he intentado. Por lo demás, apuntar que forma parte ya de mi imaginario la marcha a ritmo de acordeón de Kai Bredholt. -¡Qué actor!-, la forma en que le enjugaba la frente Roberta Carreri, la danza en círculos de Pavarthy Baul -con sus cabellos sueltos como guía-, la llamada a los pájaros de Julia Varley, la crucifixión de Donald Kitt, la forma de encaramarse al árbol y de morder una pera de Carolina Pizarro, la plegaria constante de I Wayan Bawa, el violín de Elena Floris, el juego con sus muñecas de una anciana encarnada en Iben Nagel Rasmussen… Los niños-marioneta, el esqueleto de árbol, las piedras, las mangas de sangre, la calabaza preñada, las cabezas cortadas y sonrientes, la blancura viva de un manto de nieve.
Esta compañía nació en 1964, el año que nací yo. No creo en las casualidades. Aunque tienen un dramaturgo, el texto -como el espectáculo en sí- suele crearse tras un largo proceso de investigación. Me hice con él, para leerlo repetidas veces. Puede que lo diga en alto, como un mantra.
No os he desvelado nada, me lo he desvelado a mí misma, o lo he intentado. Por lo demás, apuntar que forma parte ya de mi imaginario la marcha a ritmo de acordeón de Kai Bredholt. -¡Qué actor!-, la forma en que le enjugaba la frente Roberta Carreri, la danza en círculos de Pavarthy Baul -con sus cabellos sueltos como guía-, la llamada a los pájaros de Julia Varley, la crucifixión de Donald Kitt, la forma de encaramarse al árbol y de morder una pera de Carolina Pizarro, la plegaria constante de I Wayan Bawa, el violín de Elena Floris, el juego con sus muñecas de una anciana encarnada en Iben Nagel Rasmussen… Los niños-marioneta, el esqueleto de árbol, las piedras, las mangas de sangre, la calabaza preñada, las cabezas cortadas y sonrientes, la blancura viva de un manto de nieve…
Me poseyó, de repente, la idea de que habíamos sido tratados en todo momento, durante la función, como subordinados, como esclavos, como extranjeros desprovistos de voluntad que inician un viaje ansiando refugio, movidos por la ilusión de un futuro.
Pero el ser humano está imbuido de un espíritu libre, algo que se escapa a su lógica, que pugna por salir de su boca sin significado aparente, sonido armónico y vibrante que le eleve. En cada desfallecer, se deshace la entraña, como una bandada de pájaros que no se resignan a la oscuridad del nido. ¡Cuánto mejor será la levedad del ser que se despierta!