ENSAYOS

El hogar vacío en el teatro de Lars Norén

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Erik y su anciano padre se encuentran en el apartamento del primero con las ventanas y las puertas cerradas. El padre busca heridas en el hijo, a las que poder echar sal. El hijo busca agujeros en el suelo, por donde poder escapar. Lo que le falta por hacer, durante el tiempo restante, es atreverse a matar.

Lars Norén también tenía un padre que solía visitarlo a menudo, un hombre mayor, lastimero y negativo. Por ello, La valentía de matar, una de las obras del autor sueco, nace de un sueño-pesadilla que tuvo después de una de esas visitas paternas, escribiéndola, la mañana posterior, en forma de diálogo. Es, a partir de entonces, cuando Norén abandona la poesía por el teatro y empieza a ir al psicoanalista.

La dramaturgia de Lars Norén podría dividirse (de un modo simplificado, claro está) en dos grandes grupos: la que bucea en los conflictos intrafamiliares, al mejor estilo Bergman y Strindberg, y las obras que exhiben la problemática de una sociedad aparentemente envidiable y exquisita como la de Suecia.

En cuanto a los problemas nacidos en el seno familiar, Norén trabaja con la precisión de un cirujano en los pliegues más ocultos de las intenciones de los personajes, exactamente allí donde anidan las desdichas, las frustraciones, las carencias que van a engendrar el drama en estado puro. El autor, apoyado en ambientaciones reales y psicológicas, muy efectivas, conduce la trama a desenlaces cruentos, brutales, paralizantes. Norén retrata estas batallas en el seno más primitivo de la sociedad, la familia, centrándose, según qué obra, en sus diferentes componentes. Así, describe las crisis en las parejas jóvenes (Demonios) y en las adultas (La comunión); las luchas entre padre e hijo (La valentía de matar); la figura de la madre como eje desestabilizador a causa de una enfermedad (El Caos es vecino de Dios); o la degradación irrefrenable que acuchilla a la progenie por culpa del alcoholismo paterno (La noche es madre del día).

El segundo grupo de obras del dramaturgo se levanta sobre las ruinas sociales y psicológicas del anterior. El propio Norén manifiesta que las interpretan «los hijos de aquellos padres que fracasaron en la sociedad como seres sociales y como padres». El máximo exponente es Fragmente, un submundo de historias aisladas que van surgiendo con más y más fuerza en cada una de las escenas hasta poblar el escenario de seres grises, con los lomos doblados y las venas abiertas. Seres que viven en los márgenes de la sociedad. Unos márgenes que trascienden lo meramente económico y que atañen, fundamentalmente, a la dignidad. La dignidad del enfermo terminal, del adicto, de los viejos, de los inmigrantes, de quienes buscan y dan sexo como un punto de encuentro vacío de toda afectividad. Un coro magistralmente ejecutado sin resquicios por donde rellenar sus almas saqueadas.

La dramaturgia de Lars Norén se alimenta de esas experiencias duras que acompañan al ser humano y que él consigue ofrecer en un tono altamente poético. Como un anatomista, parte del núcleo íntimo de la familia y, poco a poco, con el correr de los años, va abriendo su escritura hacia círculos más amplios con problemáticas que tienen como epicentro a los personajes de nuevo cuño en Escandinavia, los de la era post Olof Palme. Personajes encerrados en sus propios barrios, ciudades y realidades sociales, que padecen las iras de los desgastes psíquicos y físicos en una sociedad «extremadamente perfecta». Con Norén, los lectores/espectadores descubren una cara nórdica totalmente alejada de la sofisticación pulcra del diseño de alta gama, las postales nevadas de Gamla Stan o los románticos molinos de viento de Öland. El país que él plasma se adentra en la sordidez, en la angustia extrema y en las heridas no tan invisibles del más y mejor logrado Estado del Bienestar del mundo.

La brutalidad marginal en la que sus obras colocan las miradas de los lectores/espectadores arranca una primera pregunta: ¿dónde está la Suecia feliz, perfecta y opulenta? ¿Dónde se halla el equilibrio entre la Naturaleza y el hombre? Así, Norén desnuda a la sociedad patria en los primeros minutos de sus obras. Al verla sin ropas, el observador se encuentra ante un cuadro resquebrajado y de una intensa opacidad, como decía el verso del Nobel Tomas Tranströmer: Suecia es un extenuado barco en tierra.

Tienen las obras de Norén algo de las fotografías de Misha Goldin y de los escenarios de Gregory Crewdson: hombres y mujeres figuradamente encadenados; brazos de sillones con la pana desgastada; mesas magulladas, con frascos de pastillas; paquetes de cigarrillos; vasos usados; botellas vacías y seres en la intimidad más grosera. Y con esto no nos referimos a la sexualidad/genitalidad, sino a la transmisión del horror de lo íntimo a partir de las manías, las neuras, las desesperaciones y, posiblemente, uno de los grandes temas de este autor: los miembros de la familia en su propio círculo de incomunicación patológica. Una debilidad temática compartida con muchos otros autores de la literatura escandinava.

Los personajes que trabaja no saben decirse las cosas, mucho menos ser sinceros con los propios. Es un perfecto creador de analfabetos afectivos. Todos estos rasgos los convierten en seres mentirosos, introvertidos, atormentados y con una enorme necesidad de revertir el rumbo de sus existencias desde el fondo de pozos de opresión.

Una de las grandes virtudes de la dramaturgia de Norén es la contención. Durante sus obras, la boca del volcán permanece cerrada pero va dejando que poco a poco se vayan hinchando sus paredes, sólo permitiendo breves fugas/escupitajos de lava lanzados al estómago del lector/espectador. Norén es lo opuesto a la estridencia, al histrionismo, al efecto buscado a través de los gritos destemplados y tantas veces reproducido en el teatro vacuo. Poco a poco, las luchas soterradas y las fugas de cólera van in crescendo hasta llegar a la devastación total de los personajes. Una suerte de erupción progresiva de la que es imposible abstraerse, hastiarse o evadirse.

Lars Norén creció en un hotel. Sus padres, que eran muy diferentes entre sí y vivían en una tensión constante, regentaban una pequeña pensión en la que siempre había gente de paso. Allí iban a parar personas que emigraban a América y otras que regresaban del exilio a morir en Suecia. Aquello, según palabras del propio Norén, no era un hogar verdadero, sino un sitio inseguro donde él se sentía perdido y en el que veía poco a sus padres. Un padre y una madre ausentes. Basándose en lo vivido, una de las características en la creación de personajes de Norén es la existencia de padres (hombres) con fuertes rasgos tiránicos que esconden y, a la vez, muestran en manifestaciones perversas y enfermizas, debilidades, carencias y frustraciones. Muchas de las criaturas de este autor y director son buscadores natos de responsables de sus heridas, de culpables sobre los que asestar los golpes que ellos mismos se infringen.

Los lugares que crea Lars Norén son figurados y reales y ambos someten a los personajes a situaciones asfixiantes. Las mochilas que acarrea cada uno de ellos los obliga a moverse dentro de jaulas psicológicas que son espacios teatrales en sí mismas.

Hoteles baratos y apartamentos en barrios empobrecidos. Cuerpos enfermos y círculos viciosos de los que es imposible salir. La suciedad se aferra a los exteriores impolutos y a los cristales transparentes. La basura personal es una tenia, a nivel individual y social: corroe y devora, desde el seno de la propia familia. ¿Cómo encontrar un refugio si la sangría psíquica es imparable?

En La valentía de matar, Norén pone en boca de «el padre» algunas de sus propias vivencias, que podría resumir la quintaesencia de su obra: En esa pensión, ¿vas a poder sentirte en casa? ¿La sientes como un hogar? Erik, «el hijo», responde: Nosotros nunca hemos tenido un hogar.

Crónicas

Daniel Dimeco

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